
Ese último año en Viena había marcado profundamente a Eric Kandel. ¿Cómo explicar que una sociedad civilizada, generadora de tantas de las más altas expresiones culturales de todos los tiempos, hubiera sido capaz de producir el Holocausto? ¿Cómo comprender que intelectuales y artistas como Martin Heidegger, Ernst Jünger y Herbert von Karajan hubiesen sucumbido al hechizo del nazismo? Preguntas como éstas persiguieron a Kandel durante años. En Harvard eligió terminar su carrera de grado en historia y literatura europeas planteando como tema de tesis la actitud de los intelectuales alemanes frente al nazismo. Su penosa conclusión fue que mientras muchos de ellos habían aceptado alegremente el nuevo orden nazi, demasiados eran los que se habían mantenido al margen, y demasiado pocos los que habían tenido la valiente actitud de enfrentarlo. Pero su búsqueda no se limitó al mundo de los intelectuales. La experiencia del nazismo, su violencia y su brutalidad también despertó su interés en el estudio de la mente humana. ¿Cuáles eran las claves para la comprensión del comportamiento de las personas y el carácter imprevisible de sus motivaciones? En un principio el camino lo recorrió con la literatura, guiado por autores como Fedor Dostoievski, Franz Kafka, Charles Dickens o Thomas Mann. Con ellos Kandel fue demarcando algunos de los más oscuros y recónditos mecanismos de la mente. Al poco tiempo llegó un nuevo guía: Sigmund Freud. Los textos freudianos lo reorientaron hacia nuevos derroteros. En 1955, ya como avanzado estudiante de la carrera de medicina, llevó su interés por el psicoanálisis a la Universidad de Columbia y se entrevistó con el biólogo Harry Grundfest. Tuvo la presencia de ánimo suficiente como para plantearle su aspiración de averiguar en qué lugar del cerebro se podrían hallar entidades psíquicas tales como el yo, el ello y el superyó. Grundfest lo escuchó pacientemente. Lo primero que le dijo fue que el limitado desarrollo de las ciencias del cerebro no hacía posible aún comprender los fundamentos biológicos de las teorías freudianas. Lo que sí era posible era estudiar el cerebro observando de a una célula nerviosa por vez. Kandel se preguntó, en el transcurso de la conversación, cómo abordar cuestiones tan complejas como las motivaciones inconscientes de la conducta por semejante camino. Se respondió al instante haciendo una inesperada conexión: recordó que en 1887 el propio Freud había planteado la idea de impulsar el estudio biológico del cerebro a partir de cada una de sus células. El padre del psicoanálisis nunca había renunciado a la vía biológica para avanzar hacia una comprensión integral de la mente humana. Guiado esta vez por Grundfest y las neurociencias, Kandel avanzaba por un camino definitivamente trazado. En sus estudios acerca de la memoria encontraba que el psicoanálisis se topaba con serios límites por no abordar la investigación biológica del cerebro. Y no se trataba de reemplazar un abordaje por otro, sino de lograr una conjugación de ambos. A partir del estudio del sistema nervioso de la Aplysia, un molusco que habita aguas atlánticas y mediterráneas, Kandel realizó importantes descubrimientos acerca del proceso de almacenamiento de la memoria de corto y largo plazo en el cerebro. Examinó los cambios que la experiencia externa genera entre las múltiples conexiones sinápticas de las neuronas, demostrando que el proceso de aprendizaje produce notables cambios anatómicos en la estructura cerebral. Más aún, su trabajo mostró que el entramado neuronal está dotado de una inimaginable plasticidad. Se abrió así un amplio camino para el estudio de las bases biológicas del aprendizaje y la memoria.
No resultaba casual el interés de Kandel en el estudio de los mecanismos de la memoria humana. Entendía que el Holocausto había colocado al lema “no olvidar jamás” en el centro de un compromiso que las futuras generaciones tenían que tomar para luchar contra la intolerancia, la discriminación y el genocidio. “Mi trabajo científico - escribió en En busca de la memoria - está dedicado a investigar los fundamentos biológicos de ese lema: los procesos cerebrales que nos permiten recordar”. Porque el cerebro de quien recibiría el premio Nobel de Medicina en 2000 conservaba bien nítido el recuerdo de aquel niño vienés cuyo juego con su autito azul había sido interrumpido por aquellos brutales puñetazos nazis a la puerta de su hogar, una trágica noche en la cual las calles de su culta ciudad, iluminadas por los incendios de sus sinagogas, se habían llenado con miles de cristales destrozados por el odio.
Alcides Rodríguez (Buenos Aires)
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