APUNTES

A propósito de Eisejuaz, de Sara Gallardo, por Ana Catania


Somos en el mundo a través del lenguaje. Existimos, a diferencia del animal, porque podemos hablar. Nuestro modo de ser-en-el-mundo está atravesado por un modo determinado del habla que no es sino una convención: la que nos permite ser-con-otros y hacer de los objetos que nos rodean, incluso de la propia naturaleza, nuestras herramientas para (sobre)vivir.
     Martin Heidegger afirma, sin embargo, que hay un lenguaje, un modo del habla, que al permanecer más alejado, más cerca del Ser se mantiene. Hay un decir primigenio, original, que es capaz de “decir al Ser” o “nombrar lo Sagrado”: el decir poetizante. El poeta – y pensemos aquí en Holderlin, Rilke, Trakl– es quien, al mantenerse más retirado, más adelantado es (o está). El poeta es esa clase de hombre que permanece más cercano a la palabra que convoca el llamado del Ser: palabra inicial o palabra venidera, en camino.
    Pero, ¿qué sucede con el lenguaje cuando el mundo, tal como lo conocemos, deja de ser un lugar seguro y útil; se vuelve ajeno? ¿Cuando nos encontramos escindidos, expulsados por fuera de los límites? ¿Qué sucede con aquel hombre que es extraño en esta tierra, un extranjero de sí mismo, de su patria, de su identidad? ¿Qué lenguaje, qué habla, puede dar cuenta de esa experiencia? Y es que hay algo insuficiente y precario en nuestro decir. Pensemos, sino, en la sociedad actual, histerizada por el ruido, el chisme, las habladurías, la avidez de novedad, la publicidad, la tecnología. A pesar de acercar(nos), cuánto (nos) alejan.
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