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Un argumento para una historia, Juan Manuel Chávez


sta llegaría a ser la nouvelle, o quizá un cuento, sobre una mujer nacida en una zona urbana de Huizhou, hace veinticuatro años. Ella sería la primogénita de una joven y pobrísima pareja que anhelaba tener un varón en un país y una época donde imperaba la política del hijo único.
     Los padres, inmersos en una sociedad machista donde los varones gozan de mayores libertades y cuentan con mejores opciones de vida mientras encarnan la posibilidad del auge familiar, tomarían la decisión de no inscribir el nacimiento de su niña en los despachos del Estado. Por un lado, no querrán abandonar la ilusión de tener un hombre con todos los beneficios de ley y, en consecuencia, considerarán que es de imperiosa necesidad evadir el pago de una multa o impuesto extra por que nazca después.
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Una nueva retórica en torno a la condición humana, por Juan Manuel Chávez




e noche en el avión, dejando atrás Los Pirineos para llegar a Alemania, centellea otra vez en mi cabeza una reflexión que me viene acompañando por años. A fin de cuentas, las ideas también son el equipaje del viajero; algunas son abandonadas por siempre, otras se pierdan con el paso del tiempo y no faltan las persistentes que se acoplan a las demás o se ramifican sin tener fin. Una idea que viene y va es más potente que un pasaporte: no hay frontera que se le resista.

    Pensaba, recordaba… Con la victoria sobre los incas y la conquista del Tahuantinsuyo, en el siglo xvi, se incrementaron a más de una veintena los textos de carácter híbrido que aspiraban a dar cuenta de la geografía extraña, las costumbres inéditas, los hechos de armas y los desórdenes políticos con palabras en español que referían un universo ajeno que se comunicaba en runa simi (“lengua del hombre”). Los autores, cronistas de Indias como Diego de Trujillo, Pedro Sancho de la Hoz, Francisco de Xerez o Miguel de Estete, y varios más, apelaron a estrategias retóricas similares entre sí para referir su encuentro con el otro.
    Tzvetan Todorov, en su inagotable libro La conquista de América, sostiene que “el descubrimiento del otro tiene varios grados, desde el otro como objeto, confundido con el mundo que lo rodea, hasta el otro como sujeto, igual que yo”. Y son esos grados, por su iniquidad, los que ponen de manifiesto los cronistas.
    En primer término, identifican los bienes y hábitos incaicos con los del universo musulmán (por ejemplo, llaman “mezquitas” a los templos del Ande o al acllahuasi, “harén”), con lo cual logran que el lector de su tiempo ⎯que incluso podía ser el monarca de España⎯ imagine de forma más cabal lo que solo columbra desde el horizonte de las palabras… imagine, pero bajo la sugerencia de que el otro es tan adversario como aquel que trasnochó la Península durante ocho siglos.
    En segundo término, las crónicas no escatiman adjetivos para explicar el poderío bélico del enemigo, incluso su desarrollo técnico y habilidades de diversa índole, con lo cual ponen énfasis en lo épico de la aventura de sangre que han sabido emprender, así como en la valentía que espolea los ánimos de los baqueanos y los bisoños... Se vence a un contendiente de valía, superior en número y conocimientos territoriales aunque no en estrategia y perspectiva cultural, de tal forma que el rival es mostrado como una masa poderosa que lucha; una masa que cae derrotada hasta en términos cósmicos, pues se impone el dios cristiano sobre sus deidades tutelares.
    En tercer término, las crónicas individualizan a los miembros que componen ese otro colectivo con caracteres que le regatean su condición humana; por ejemplo, los autores enfatizan la mirada bestial del inca Atahualpa, resaltan la inteligibilidad de su idioma y la ferocidad de sus gestos a través de símiles con animales silvestres ⎯abundan los halcones y felinos en estas analogías retóricas⎯. Por tanto, el otro no es como yo; yo, humano, no le reconozco humanidad a ese que se resiste a ser dominado, a ese que por sus prácticas, resolución hostil y condición, asumo que puedo y debo someter.
    El afán de deshumanización de una persona nos remonta, en la tradición occidental, a la legendaria defensa que hizo Cicerón de Sextus Roscius, unos cuantos años antes de iniciar nuestra era. Sextus Roscius, ciudadano romano, era acosado por una dictadura que pretendía despojarlo de sus bienes y acabar con su vida, como ya venía haciendo con miles. En el tramo final de su alegato, Cicerón proclama: “Viendo y escuchando constantemente que ocurren acontecimientos terribles, corremos el riesgo, todos, hasta los más sensibles, habituados ya al sufrimiento, de perder el sentimiento de humanidad de nuestro corazón” (Miguel Giusti y Pepi Patrón (eds.). El futuro de las humanidades. Lima: Fondo Editorial de la PUCP, 2010.) Entonces, como sostiene el filósofo Miguel Giusti, el término humanitas aparece por primera vez como un “sentimiento de piedad y de compasión hacia los otros, por el solo hecho de ser humanos”. A Sextus Roscius se le reconoce la condición de ser humano, como lo es su defensor Cicerón, como lo es el tirano Sila; más aún, es un ciudadano. Así, la humanidad del otro se sustenta, entre otros pilares, en la plataforma de la ciudadanía. La maravilla de la piedad y la compasión con el otro que se encuentra en desventaja o en situación desvalida pasa por el tamiz de su pertenencia reconocida a un territorio normado y reglamentado del cual el yo también forma parte.
    No era esa la ubicación real e imaginada del poblador indígena del Tahuantisuyo, tan poco humano y nada ciudadano ⎯si bien luego fue vasallo de la Corona, por lo que tuvo que pagar impuestos, aunque no recibiera a cambio mayores beneficios que un trabajo inacabable, casi forzado, errante y mortal en las minas⎯… Pero hoy, al cabo de cinco siglos, ¿recibe una mirada por fin distinta el poblador de la zona sur del mundo cuando se anima a arribar al hemisferio norte? ¿Ya forma parte de esta fraternidad del compadrazgo regional, en medio de la crisis global?
     Transcurridos cinco siglos, se perpetúan estereotipos de pareja intensidad. La generalización que no observa rasgos ni matices, que de forma grosera abrevia las diferencias y establece las desigualdades, homogenizando al otro sin poner en consideración su procedencia, su pertenencia a una comunidad, sus documentos o la falta de ellos ⎯quizá sí, la ciudadanía es el mayor obstáculo que enfrenta el progreso con justicia⎯. Así, se asigna la etiqueta de migrante al extranjero, con lo cual una persona que aporta un conjunto de saberes culturales y tradicionales es reducida al ser que “llega a un lugar para establecerse en él”, de acuerdo con la definición de un par de diccionarios… Quien arriba a un sitio ajeno para quedarse. En consecuencia, ese otro que llega es el que se asienta para ocupar puestos laborales, intentar oportunidades estudiantiles, usar un carril de la vía con su bicicleta y tomar una posición en la cola de los supermercados. Por tanto, va más allá de ser un nuevo habitante, puede ser un contendiente; tal vez, el rival que, por su propia necesidad, es feroz en la búsqueda de un destino y persistente a la hora de mantener las posiciones que va consiguiendo. Por último, ese otro, con un color de piel distinto, costumbres de reunión diferentes, que se moviliza en grupo y que atrae a su núcleo familiar para establecerse también en el lugar ajeno, es percibido como si portara una humanidad dispar, rústica, asalvajada; acaso, inferior.
     La utilización extendida y homogenizante que se da a la palabra migrante, que simplifica un proceso más complejo que el mero hecho de ir de un punto a otro y que responde a la búsqueda del estado del bienestar y, por tanto, de la ilusión de desarrollo ⎯noción tan cercana a la de “seguridad humana”, como defiende Amartya Sen⎯, debe ser revisado y reformulado. Y es que, si Wittgenstein tiene razón cuando dice que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, entonces estamos inmersos en una globalización en la que el discurso hegemónico es groseramente estrecho, con fronteras que se han levantado de espaldas a la pluralidad, al respeto que se debe guardar por las personas y a la consideración maravillosamente piadosa y compasiva con quienes están en situación de desamparo.
    En la misma línea, sintagmas deshumanizados como “mano de obra” —metáfora terrible del utilitarismo llano del trabajo, que relega las dimensiones emocional, afectiva e intelectiva de las personas—, “recursos humanos” —como si las personas fuéramos algo que se explota o un simple medio para alcanzar un fin-, entre otros, deben quedar en el pasado y extirparse del discurso retórico mediático, académico, cotidiano. Nunca es tarde para convertirlos en fósiles, inofensivos aunque útiles para explicar un proceso del pasado; y no como marcas de un mundo que ya está en el momento maduro de aspirar a la equidad en el reconocimiento pleno de los derechos y valores y de todos.
    El desbalance entre buena parte de los hemisferios norte y sur, que responde a diversas condiciones donde las económicas son básicas ⎯cabe recordar el compromiso que suscribieron varios Estados con el fin de alcanzar los Objetivos de Desarrollo del Milenio sobre la base de brindar al año 130 000 millones de dólares de ayuda solidaria, y que hasta ayer no superan los 80 000 millones; además, que es con organismos mundiales y de varias de estas naciones con quienes los más desposeídos del planeta mantienen deudas externas, en muchas casos, ilegítimas⎯, no es producto solamente de un asunto de finanzas, tiene también su fuente en un lenguaje de conquistador que se perpetúa, destiempado e irreflexivo, en todo territorio y en tantísimos idiomas que lo engendran o lo adoptan como una forma natural de decir aquello que se tiene por fin que renombrar. Si “el nombre es arquetipo de la cosa”, como afirma Jorge Luis Borges en un poema, es esencial que ese modelo o forma ideal reciba la designación más consistente, equilibrada, íntegra y fraterna posible. Las palabras, y la responsabilidad tras ellas.
    Palabra y parábola tienen, etimológicamente, el mismo origen latino; y, quizá, responden a un significado análogo. Lo que a menudo se olvida es que las palabras, como las parábolas, también pueden llevar a través de comparaciones o semejanzas deductivas —sobre todo, sin ellas— a una enseñanza, a una revelación, a una verdad importante. Las palabras, poderosas en el niño o en el orador de plaza, también son una contingencia. Y qué mejor contingencia que hablar el idioma de la solidaridad… Todavía tenemos tiempo para hacerlo, antes de caer en lo que Jürgen Habermas llama “una solidaridad casi exhausta”.

Juan Manuel Chávez
Lima, Perú, EdM, septiembre 2012
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El rinoceronte y los riesgos de su propia maravilla, por Juan Manuel Chávez


Me decidí a escribir este texto sobre rinocerontes, después de escuchar en tres tiendas diferentes una misma forma de decirme que no. No hace falta que un gallo te cante, como a Pedro en los evangelios, para recordar en medio de las negativas que la tercera es la vencida.
   Entré a la segunda tienda de peluches como quien llega a un velorio, sigiloso y tratando de no molestar, consciente de que no encontraría al protagonista que buscaba.
—¿Tiene peluche de rinoceronte?
—De rinoceronte… —piensa la vendedora de la tienda—. De rinoceronte no, pero sí de hipopótamo.
    La misma alternativa me dieron en la primera tienda; también, en la tercera. Felizmente no estaba en una farmacia solicitando inyecciones; me habrían ofrecido supositorios.

   No es que a mi esposa le aloquen los peluches, sino que a mí me gustan mucho los rinocerontes. Y para este texto, indagué un poco más sobre ellos. 
   Por ejemplo, que existen cinco especies, aunque dos se encuentran al borde de la extinción y tres, cada vez más amenazadas. Podría darse el caso de que, en poco tiempo, del rinoceronte solo nos queden las fotografías en hábitat natural, el contado número de ejemplares en cautiverio y las miles de cabezas encornadas que decoran las paredes de los coleccionistas aficionados a la taxidermia. A esos animales silvestres le pasaría lo que ocurre con los peluches: no hay.
   Quizá este pronóstico del ámbito de la zoología es menos desolador que el proyectado para el de la cultura en torno a los idiomas del mundo, ya que un alto porcentaje ha sido declarado en el peligro de extinción. Al cabo de un siglo, de las 6 000 lenguas que existen en la actualidad, puede que desaparezcan la mitad. Para muestra, la Unesco nos recuerda que en Entre Ríos (Argentina), al chaná no le queda más que un hablante. Extremando el hecho, o acaso solamente poniéndolo en perspectiva, pienso en lo trágico que debe ser para aquella persona, último hablante de esa lengua tradicional, portar toda una visión individual y también colectiva del mundo distinta de otras; pero no tener a nadie con quien conversarla o compartirla en su lengua original. Dominar un idioma donde se hacen inútiles las palabras. Incluso, el riesgo en que se encuentran los rinocerontes es uno entre las miles de amenazas a la naturaleza: el peón de un ajedrez donde reinaban los osos panda y se elevan como grandes torres las preocupaciones sobre las ballenas. Y es que, el 25 % de mamíferos está en peligro de extinción; no obstante, me parece que no todos esos otros animales viven del mismo modo desde hace millones de años, como ocurre con los rinocerontes. Su desaparición, más precisamente exterminio, es un zarpazo de ironía: podría borrarse del planeta lo que había sabido permanecer casi intacto.
   La palabra “rinoceronte” proviene de los vocablos griegos rhino (nariz) y kera (cuerno); por lo que significa, literalmente, nariz cornuda por los cuernos en el hocico. Para la Real Academia de Lengua en su Diccionario, el rinoceronte es un: “Mamífero […] con cuerpo muy grueso, patas cortas y terminadas en pies anchos”. Del cuerno o los cuernos, el Diccionario avisa recién en la sexta línea de su entrada; tarde, a destiempo, cuando uno ya se ha imaginado un perro buldog con problemas de retención de líquidos en vez del poderoso animal de complexión algo prehistórica.
   Tres especies poseen dos cuernos y las otros dos, uno —unicornio—. Sus huellas tienen el aspecto de un as de trébol, con grandes dedos aplanados en el extremo que permiten una amplia base para no hundirse en el fango o la arena. A su vez, los especialistas coinciden al afirmar que el rinoceronte tiene el cerebro pequeño para sus dimensiones; es más, la cantidad de tejido olfativo en el hocico lo supera en tamaño. De poderosa constitución, mucho tiene de tanque a pesar de llevar siempre la cabeza baja: distingue sin ambivalencias un aroma de otro pero no le da para recordar el nombre de ninguno. Su sentido olfativo es formidable, aunque su visión es de miope; así, no cuenta con la capacidad de ver en tres dimensiones. No vale la pena pagar una entrada costosa para llevarlo a ver Ávatar cuando se divierte con Los Simpson —ha aparecido dibujado en la serie por lo menos una vez, apagando el fuego a pisotones— o las repeticiones del coyote y el correcaminos que tanto me gustan. El correcaminos… Recuerdo que en las enciclopedias se indica que el rinoceronte no es veloz, casi ni corre; a lo sumo, trota por un breve lapso, como yo cuando me da por lo deportivo. Qué decir, es un animal que me simpatiza: hace de la vida una rutina sin extravagancias.
   Otro aspecto capital en los rinocerontes es su piel: dura y resistente, con un grosor que supera el centímetro y medio. No obstante, puede ser atravesada por cuchillos, lanzas y balas. También se relatan sucesos en que, como una armadura, la piel ha soportado bien esos ataques. Por esto, el rinoceronte tiene fama de imbatible en algunas culturas, pues con un peso que oscila entre los ochocientos kilogramos y las tres toneladas y un tamaño que, en el llamado rinoceronte blanco, se acerca al del elefante, tiene más de coloso que de trofeo. Y lo colosal suele ser un reto para el ser humano; a menudo, para los más envilecidos. Quizá la fama de imbatibilidad engendra una paradoja para el destino de este animal: se lo persigue y caza con saña porque se da por sentado lo difícil que es lograr ese objetivo… Casi todos quieren vencer al puntero de la liga, aunque se pierda cada uno de los demás encuentros.
   Y sí, hay colosos famosos que han sido domeñados; aunque no les haya costado la vida por completo. Rómulo, el rinoceronte blanco del Bioparc de Valencia, en España, vivió 23 años en un ambiente de 18 metros del zoológico de los Jardines de Viveros. Y este pasado le dejó una estereotipia: la costumbre de dar vueltas solamente en círculos, condenado a encorsetar sus días al perímetro que tenía por vivienda. Con el paso del tiempo, formaba ochos en el amplio recinto del Bioparc, que es un zoo de inmersión que se caracteriza por recrear con precisión y mediante vastas extensiones los hábitats naturales.
   De 33 años de edad y nacido en Inglaterra, sospecho que se comunica mejor en valenciano que en inglés o español, pues fue adquirido por el zoológico de los Jardines de Viveros cuando contaba con solo cinco años de edad. Ahora, ya pasó la mitad de su vida y puede que por fin esté listo para ampliar el radio de su existencia y dejar atrás el círculo vicioso que lo condicionaba.
    Notas periodísticas destacan que el enorme Rómulo viene superando la estereotipia, luego de que durante meses y meses le pusieran parte de su comida en lugares que nunca frecuentaba y colocaran obstáculos en el sendero que marcaba sus pasos. Incluso, se puede leer en las notas curiosas de un diario que algunas horas a la semana lo cambian de ambiente para que interactúe con cebras, avestruces y otros rinocerontes, cerca de una charca fangosa donde resuella a sus anchas. Por lo menos, se anuncia que ya hace contacto visual con las hembras de su especie. Supongo que pronto las invitará a un juego de naipes; nadie le gana a Rómulo en “ocho locos”.
   Ver a Rómulo en el Bioparc no da tristeza, saca una sonrisa. Parece un animal al que se le está reconciliando la existencia.
    Los especialistas sostienen que, en general, los machos adultos tienden a ser silenciosos, solitarios y territoriales. Raras veces forman grupos de una decena o más individuos; de hacerlo, lo hacen en la juventud. Incluso, se dice que suelen tener mal genio: los machos se enfrentan con otro que invade su territorio, aunque solo con embestidas ciegas que pretenden ahuyentar al intruso. Nada que ver con la furia escarlata de un toro y sus acometidas. Se enfrentan como pueden pelear dos contadores de traje, corbata y chaleco en plena oficina: más amagos que violencia. Los rinocerontes aprietan y aprietan los cuernos uno contra otro, hasta que alguno se rinde luego de la repetición sin cesar de los mismos gestos. Hay algunos que cruzan cuernos como espadachines e, incluso, intentan alguna cornada. El Diccionario termina por dibujarlo, coherentemente, a partir de su dieta y su carácter: se “alimenta de vegetales, prefiere los lugares cenagosos y es fiero cuando lo irritan”.
    Pero su furor tampoco lo salva de los riesgos de la extinción, a pesar de una milenaria historia natural.
    Se han encontrado en el norte de América fósiles de Hyrachyus eximus, pequeño antecesor sin cuerno que parece tanto un tapir como un caballo. También existió, a principios del Mioceno, una especie de gran tamaño que pesaba más de veinte toneladas y medía más de cinco o seis metros de altura, de acuerdo con algunos especialistas.
    Se plantea que el rinoceronte primitivo es el mamífero de mayor tamaño que jamás existió. Cabe la posibilidad de que, en varias décadas o pocos siglos, la palabra “jamás” extienda su aplicabilidad más allá de la especulación paleontológica y refiera las consecuencias de las carnicerías del presente.
    Un ancestro posterior presentaba adaptaciones para la velocidad. Y otro, lanudo y ya extinto, apareció en China hace un millón de años. Más atrás, hace quince o veinte millones de años surgió el género de los Dicerorhinus, cuyo único representante vivo es el rinoceronte de Sumatra. Y hay rinocerontes en Sumatra, Pakistán, Birmania…
    La figura del rinoceronte se halla pintada en cuevas prehistóricas de Libia y Marruecos; también existe un mosaico romano en Sicilia, donde se representa al rinoceronte. Podría decirse que más de la mitad del mundo, de ayer u hoy, no le es ajeno.
    En 1515, Durero hizo un grabado que no es una copia fiel del animal original —nunca en su vida vio uno—, pero en cierto modo es su mejor emblema. También es famoso el acorazado y algo granulado del artista Salvador Dalí. Y cómo olvidar la pieza de Ionesco: El rinoceronte (“Me parece… sí… era un rinoceronte… ¡Qué polvo levanta!”, dice el personaje de Berenguer al de Juan). O el de Juan José Arreola, con el cuento homónimo (“Diez años luché cuerpo a cuerpo con el rinoceronte, y mi único triunfo consistió en arrastrarlo al divorcio”, dice la exesposa del juez McBride).
    Se encuentra plenamente instalado en el arte; pero en la realidad, la existencia del rinoceronte ya no es segura. Si a fines del siglo XIX un solo maharajá mató a más doscientos ejemplares, hoy la caza indiscriminada lleva la cifra a los millares.
    La razón principal para la cacería de rinocerontes son sus cuernos, ese valorado trofeo que tanto se vincula con la medicina tradicional, el atavío, la alquimia y la sexualidad. Duro como un hueso aunque sin ningún tipo de inserción en el cráneo, el cuerno del rinoceronte es de queratina —sustancia que también forma los pelos y uñas del resto de mamíferos—, sin núcleo de hueso. En la visión asiática, los cuernos tienen propiedades curatorias; por ejemplo, se piensa que es muy útil para hacerle frente a las fiebres y convulsiones. Es decir, el cuerno ha sido usado durante siglos para salvar vidas. O, mejor dicho, la vida del animal por la presunta salud de un humano; un asunto de canje, ya que se mata al coloso para luego cortarle su estilete natural. Puesto en kilogramos, el cuerno de un rinoceronte tiene un mayor costo que el oro en el mercado negro; sin embargo, sus cazadores no piensan que vale más.
     Al cuerno de rinoceronte no solo se le atribuyen valores curativos que contradicen la perspectiva científica; también se usa en Oriente Medio con fines ornamentales para mangos de dagas y joyas, incluso como amuletos contra la mala suerte, en las lindes de la más perversa aprensión cósmica. A su vez, sus cultores creen que el cuerno del rinoceronte posee facultades afrodisiacas.
     En un documento, quizá espurio, leí que una vez se halló un rinoceronte con un cuerno de 1,58 m de extensión. Y esto es bastante, sobre todo para el hombre, que nunca le ha dejado de prestar atención a las dimensiones: basta con observar las competencias urbanas por construir el edificio de mayor altitud u otras comparaciones más pedestres y adolescentes.
    La expectativa afrodisiaca nos ancla en la fantasía del unicornio, nos traslada al tiempo medieval de los alquimistas y las aspiraciones mágicas. Me da por ficcionar, pues seguramente así se consigna en algún libro, cómo habrá sido el impacto de los primeros viajeros portugueses u holandeses del siglo XV en el África, cuando vieron por primera vez un rinoceronte: animal de cuatro patas y con un cuerno (o dos). “Pero no parece un caballo, ni tiene crin y es más negro que blanco”, habrá dicho alguno, escéptico, ante esa bestia que el resto de aventureros quería identificar con la encarnación de la mitología. Se han cazado rinocerontes por capturar al unicornio. 
    Pobre animal, fue perseguido, sometido y aniquilado porque simplemente no se parecía tanto a algo que la humanidad se imaginó.
    Pero las matanzas actuales no son hechos imaginados sino carnicerías reales, documentadas, crecientes. Y a tal punto que, se firman tratados con posturas intermedias, pues no se ha conquistado el imperio de las ideas para reencaminar las expectativas de curación y las tradiciones asentadas. Con el tratado CITES(1) que ha suscrito China, se pretende prevenir la caza furtiva y limitar el comercio ilegal en ese país: se anestesia a los animales y se les corta el cuerno de forma regular. Se hace del rinoceronte una lagartija que pierde la cola. No, de hecho es mucho peor.
     Quizá el riesgo en que se encuentra el rinoceronte negro, en especial, no es tan alarmante como la desaparición de la mitad de las lenguas del mundo en el siguiente siglo; pero algo de tragedia irónica hay en que con su fin también pueda eclipsarse el conocimiento sobre su atractivo modo de comunicación, sustentado en variedad de sonidos y en diez vocalizaciones distintas, entre resoplidos, resuellos, chillidos, rugidos. No se ha investigado lo suficiente sobre cómo hacen contacto o se cortejan, pero sí se han perfeccionado los medios para aniquilarlo y se han aceitado los engranajes políticos que facilitan la comercialización de sus partes.
    Por lo general, el rinoceronte no tiene depredadores naturales, salvo en sus primeros años, muy pequeños, en que son presas fáciles de leones, hienas y cocodrilos. Su mayor amenaza es el ser humano, que lo rodea para cazarlo, luego de haber corrompido con grandes sumas de dinero a las autoridades que han ratificado acuerdos para protegerlos. Ni siquiera los cercos eléctricos puestos en las zonas de seguridad los deja a salvo de los cazadores que se les acercan con armas de fuego: muere uno al día por estas causas, solamente en Sudáfrica, según las informaciones de prensa. Así, en la actualidad, un millar de soldados patrullan los parques nacionales de Kaziranga y Chitwan para impedir la caza y el comercio de cuernos… Humanos armados para defender de otros humanos armados y más desalmados a animales con armadura de piel. Una lucha de bestias.
     En India, Malasia y Birmania se cuenta que los rinocerontes apagan el fuego a pisotones, como bomberos de lo rústico. Pero hay fuegos diversos, que no se extinguen con solo una acción, sino con múltiples, rotundas e incluso globales. El fuego que aviva la ignorancia y una tradición malsana que pretende curar cuando lo que hace es matar, el fuego que enardece el tráfico sangriento y el lucro especulador; estos no podrán ser apagados por este mamífero y su costumbre legendaria. Toca ir más allá de las medidas tibias y las políticas negociadas o conservadoras.
     En algunos países están buscando mejorar el rendimiento reproductivo del rinoceronte, pues solamente nace una cría por parto: se estimula el nacimiento de más, para compensar los que se han ido matando. Tamaña medida, en principio, implica generar mayor número de ejemplares para proseguir con el exterminio y la comercialización.
     Puede que la siguiente vez que pregunte por un rinoceronte, ya no lo haga en una tienda de peluches sino en una reserva natural o en un zoológico. Y, quizá, trágicamente, cuando consulte sobre si quedan todavía, muchos me respondan con una escandalosa franqueza: “Ya no hay rinocerontes, ni uno; pero pierda cuidado, hay hipopótamos”.
    Es probable que mañana digamos una similar barrabasada en torno a la lengua chaná que sobrevive en Entre Ríos: “no hay problema por su pérdida, al fin y al cabo tenemos al español para comunicarnos”. Como si la vida, de una lengua o un animal, de una cultura y sus seres, fuera prescindible, sustituible. Lo único es único porque, simplemente, desparecido no asoma más; como el rinoceronte que hoy mataron en Sudáfrica.

Juan Manuel Chávez
Lima, EdM, Junio 2012

(1) CITES: Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora silvestres (aprobada en 1973 y convertida en ley internacional al año siguiente). A la fecha, ha sido ratificada por más de 150 gobiernos y ofrece protección a más 35 000 especies de animales y plantas.
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Digamos que, cuatro animales y yo, por Juan Manuel Chávez


A menudo, los animales parecer tener la misión inusitada de despertarnos del letargo natural que implica la rutina diaria; a veces, asustándonos; en ocasiones, maravillándonos.
    Las mascotas responden a un nombre y entusiasman su vida cuando les brindamos una caricia. No hay sorpresa en el trato con ellas, salvo un mordisco que excede la intensidad habitual o un rasguño que nos lleva a recordar el universo salvaje que se esconde bajo la domesticación.

    Un animal, puede aterrar. Era la medianoche y yo retornaba a casa en taxi, un tanto adormilado por la jornada laboral y la reunión de amigos que le siguió después. El taxista me hablaba y yo le contestaba con desgano, valiéndome de monosílabos que eran una negativa a la comunicación. La carretera estaba iluminada con defecto y, al igual que nosotros, la transitaban una patrulla de policía y una camioneta plateada que aprovechaba al máximo su potencia y velocidad. Nada de extraño hasta que el taxista me pidió, con voz temblorosa, que mirara hacia delante. La ciudad de Lima se desplegaba a un lado y otro de la Panamericana, algo fea y desproporcionada, como el caos dejado por un niño que después de jugar en la sala no recoge ninguno de sus juguetes. Y en sentido contrario a la vía, un bulto negro de gran tamaño que se acercaba. El vehículo desaceleró; mientras que el bulto seguía avanzado hacia nosotros, tambaleante pero frenético. Detuvimos la marcha en plena carretera: estancados un taxi, una patrulla, una camioneta. Nos miramos entre todos, ayudados por la linterna de uno de los guardias. Los motores roncaban aparejados con el sonido que retumbaba sobre el asfalto: un trueno que resuella. ¿Qué es?, me consultó otra vez el hombre que antes monologaba sobre fútbol y mujeres. ¿Qué es?
    Un bulto negro con dos cuernos, se aproximaba a nosotros.
    Cuando lo vimos pasar, esquivando los tres vehículos, descubrí que era el toro más grande que había visto en mi vida. O así lo recuerdo hoy.
    Por la mañana, las noticias de la televisión reducían la magia a una explicación convencional. El vacuno era transportado a un camal para ser sacrificado; sin embargo, a un kilómetro de distancia, el camión donde viajaba chocó con otro y el animal se dio al antojo de escapar. Fue capturado cuatro horas después, en ruta hacia la playa, por un equipo de bomberos, un escuadrón de la policía y un grupo de muchachos aburridos y noctámbulos que encontraban en el peligro una versión perulera de San Fermín.
    Un conjunto de animales, puede intimidar. Pasadas las once de la noche y en el centro de la ciudad de La Paz, Bolivia en un miércoles de junio, no había una sola persona merodeando sus calles. Extranjero al fin y más joven todavía, sentí temor de hacer a pie el camino de regreso al hotel, en medio de tan inusitada soledad; subir y bajar las escalinatas de sus cajelluelas serranas no es lo mismo al rayar la madrugada que de día: las sombras se multiplican por la escasa luz de los faroles, el exceso de oscuridad les inventaba formas y movimientos. Me aposté en una esquina y aguardé el paso de un taxi para el trayecto. La espera tuvo mucho de ansiosa, pues cada cierto tiempo se escuchaban rumores como los que se perciben desde la cama en las madrugadas que han seguido a un día soleado: las paredes crujen en un lenguaje secreto, como quien trama lo inesperado.
    Y pronto, un aullido. Dos.
    Un ladrido, y dos, y tres.
    Rasguños sobre cartón; saltos.
    Doblando la esquina, vi aparecer a un perro viejo, más muerto que vivo en su corpulencia de piltrafa. Y detrás, uno a uno, a una veintena de perros más. Pequeños, grandes, azabaches y albinos, de patas robustas o escuálidas, de orejas caídas o erguidas, de hocicos amenazantes o con las lenguas de fuera, inventando en su modos la ternura. Trasnochaban las calles de La Paz, reinando por encima de la aparente ausencia los humanos.
    Otra vez, me quedé estancado en mi sitio, mirándolos transitar como una pandilla amistosa y fiera a una vez, que persigue alimento mientras juega, lucha, se impone. Eran veinticuatro animales que voltearon la esquina contraria sin mirar atrás, asumiendo con pasmosa certeza que yo era parte del paisaje, y nada más.
    Un grupo de animales, puede intrigar. No pasaban de las diez de la noche en París, cuando salí del subterráneo para dirigirme a un restaurante a cenar. Andaba hambriento, pues durante la tarde había recorrido la ciudad como si ese día fuera la única oportunidad que tendría para conocerla. De alguna forma, en París, cada día es una última oportunidad para conocerla bien. Pasa lo mismo con las mujeres fascinantes: desmadrados por conmoverlas o seducirlas, el mañana puede no existir.
    Caminaba hacia el bar Montecasino, con la ilusión de encontrar algo de comida caliente y una copa de vino para completar la noche. Caminaba sin apuros, respirando un aire fresco de ciudad con estufa.
    Y los vi.
    Eran ocho o nueve, acurrucados con toda su bestialidad de urbe cerca de las partes traseras de los autos. Ocho o nueve gatos, víctimas de la frialdad del asfalto, dormitaban al lado de las llantas y el tubo de escape, bajo el motor caliente de vehículos detenidos. Animal blanco debajo de un auto rojo, animal negro debajo de un descapotable verde, animal moteado debajo de una camioneta gris.
    La escena, a primera vista, puede juzgarse de encantadora, con la trouppe de mininos coloreando la oscuridad de la pista; sin embargo, también es una escena que desconsuela a quienes creemos con Erasmo de Rotterdam, que los animales se han venido arruinando por la influencia del hombre. Esos gatos precisaban de la tóxica combustión de un vehículo para sobrellevar el clima de París, por encima de sus pelajes y las condiciones evolutivas de su especie. En muchos sentidos, esos ocho o nueve animales estaban más humanizados triste nominación a veces que el orate del metro, que corría desnudo de un lado a otro con un periódico amarillento que anunciaba la llegada del hombre a la Luna. Lo anunciaba en francés.
    Un animal, puede deslumbrar. Había recorrido Rimini en compañía de Gianpaolo Proni, como quien hace de una ciudad la excusa perfecta para conversar. Sin embargo, cuando nos despedimos, quedaba todavía media hora para tomar el tren de regreso a Misano. Entonces, se me ocurrió dar una vuelta por el puente milenario de la ciudad. Impactante es descubrir que el tiempo hace muy poco contra la piedra, en comparación con el deterioro que le impone a la piel del cuerpo el precio de la vejez. La condición humana se experimenta como algo un tanto ridículo ante una exhibición tan exquisita de resistencia y perdurabilidad románica.
    Crucé el puente en una, dos y tres ocasiones, destiempado y feliz. Lo cruzaba por cuarta vez, cuando vi a un transeúnte atípico: un pavo real venía en sentido contrario hacia mí.
    Un pavo real macho.
    Un pavo real macho, que tiene un plumaje tornasolado y una cola de abanico oriental más grande que una pantalla de plasma; más bello también. Entre azules, verdes y siena, el animal era un espectáculo de lo excepcional en lo ordinario.
    Dos autos se detuvieron y las cinco personas que estábamos alrededor, también. Existen circunstancias en que el apuro de la jornada laboral o el tránsito vehicular debe rendirse ante la magia.
    Orgulloso, aunque con la cola arrastrada, el pavo real macho se desplazaba como un habitante más de Rímini. Nadie intentó tocarlo, a ninguno se le ocurrió cazarlo, no hubo una sola persona que hiciera la tentativa de atajarlo en su camino para siquiera protegerlo. Resuelto, vagaba de sur a norte.
    Cuando me fui, el animal se había acomodado junto al tronco de un arbusto, acurrucado en la tierra del jardín. Lo mágico encontraba su hogar.
    Felizmente hay ocasiones, las menos, en que una excentricidad se impone sobre la burda cotidianidad. Y los hombres, encandilados, tenemos una oportunidad más para narrar, para compartir, para sentir la vena íntima de la sociedad.


Juan Manuel Chávez
Lima, EdM, febrero de 2012
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APUNTES

Miles de “no” y el trabajo infantil, por Juan Manuel Chávez



Hace varios años, alguien me pidió que imaginara cuántas veces al día escuchaba la palabra “no” un niño que vende caramelos en las calles. Las recorre. Sube a los buses de transporte público y ofrece su producto, camina entre la gente que viaja de pie, vende seis unidades; baja del vehículo una, dos, decenas de veces. La cifra de negativas puede llegar a 500.
     Entonces, me plantearon un dilema más: “¿Tú crees que se puede mantener la autoestima escuchando 12 000 “no” en un mes?” Aterrizado en lo potencial, la situación se me hizo escabrosa. Un niño comerciante o contador de chistes se enfrenta a la vida como si esta lo desaprobara a su corta edad. Ante todo, su existencia se modela dentro de las fronteras de lo prohibido.
     Con el correr del tiempo, caí en la cuenta de que esa reflexión eran tan tendenciosa como insuficiente, no solo porque su afán por la estadística convierte en número una experiencia vital, sino porque elude el tema de fondo: el niño que trabaja. Con tan poco, solo nos parapetamos en una de tantas consecuencias.

     Según la ONU, el trabajo infantil implica cualquier labor que “es física, mental, social o moralmente perjudicial” para el niño e “interfiere en su escolarización”. Por ende, lo daña y, asimismo, puede truncar su futuro luego de adulterar su presente. Y es que, “tres de cada cuatro niños trabajadores abandonan los estudios” (www.onu.org.pe). Los pequeños que trabajan lo hacen, en su gran mayoría, para el mercado informal, recibiendo salarios que incluso están por debajo del sueldo mínimo legal y bajo condiciones de precariedad y explotación que no contemplan ni un solo derecho laboral.
     Como indica Manuel García-Solaz, coordinador IPEC Sudamérica, la eliminación de las peores formas de trabajo infantil tiene que ser “un deber político y un imperativo moral” (https://white.oit.org.pe/ipec/). Asumo que esto conlleva tomar acciones frente a las causas para modificar el actual panorama mundial: alrededor de 220 millones de niños en edad escolar, trabajan.
     La ONU recalca que el trabajo infantil tiene su origen, entre múltiples posibilidades, en la pobreza, la violencia interfamiliar y la permisividad social. Si bien las tres causas parecen obvias, la última se define por la silenciosa complicidad de la sociedad.
     Se dice muy habitualmente que el trabajo infantil se inicia a más temprana edad en el campo que en la ciudad. También, que sus implicancias son de mayor hondura, dado que el problema se alinea con la ignorancia y el machismo: en muchas familias, basta con que el niño sepa leer y escribir; en torno a la niña, no hace falta que sea alfabetizada, al fin y al cabo es mujer. Esta realidad conjetural tiene su correlato en las ciudades, donde miles de miles de pequeños recorren las calles en horario escolar sin generar el escándalo de nadie.
     Una semana atrás, el sábado al mediodía, un niño de seis o siete años cantaba y bailaba en una unidad vehicular en la ruta de Evitamiento. Un adulto al fondo, su padre, quizá, tocaba la guitarra. El pequeño no mostraba una voz melodiosa ni bailaba con armonía; sin embargo, era simpático y bastante gracioso. El pequeño, a pesar del buen ánimo, parecía cansado. Me pregunté dónde quedaba el Principio 7 de la Declaración de los Derechos del Niño: “…debe disfrutar plenamente de juegos y recreaciones…”. Con mis padres, los fines de semana conocí zoológicos, parques y playas, visité parientes y perdí el tiempo al lado de mis primos. Mi aporte a la economía del hogar estuvo en ayudar con la limpieza de las habitaciones, regar el jardín, supervisar el trabajo de un técnico que arreglaba algún desperfecto con la luz o el cable en la casa… Aquello que algunos llaman “trabajo formativo”; pues una cosa es colaborar con la familia y otra, muy diferente, cumplir una faena. ¿Mis padres se equivocaron conmigo o son los del pequeño quienes están en un error?
Hay datos extraoficiales para el Perú que proyectan la cifra de dos millones y medio de menores de edad trabajando en el Perú (país de casi treinta millones de personas). Y la gran mayoría de ellos, ante la pasividad de cada uno de nosotros.
     Todavía creo, con testaruda nostalgia, que mis padres hicieron bien al brindarme un ambiente de entretenimiento como complemento al estudio dedicado y al afecto de la caricia y el abrazo. Quisiera brindarles lo mismo a mis hijos cuando llegue el momento de hacerlo.
     El documental peruano La espalda del mundo dedica un capítulo al trabajo infantil, develando el peligro con el que malviven muchos pequeños que pican piedras doce horas al día en Lima. La muestra fotográfica “Perú: historias de trabajo infantil”, que puso en marcha Global Humanitaria (www.globalhumanitaria.org) y cuenta con imágenes de Juan Díaz, denunciaba mediante 37 rectángulos de colores la insalubridad de los vertederos de Lima, donde los niños clasifican la basura; el riesgo permanente de ganarse el pan haciendo ladrillos en Puno; las implicancias de la pesca en el Lago Titicaca o la experiencia de habitar entre muertos al transportar agua en un cementerio en Arequipa.
     Ejemplos como el filme o la exposición, hay muchos. La pregunta es: ¿cuándo da el ejemplo usted? ¿Cuándo lo doy yo?
     En la letra de la canción “La perla”, Rubén Blades dice que “en casa del pobre, hasta el que es feto trabaja”. A pesar de la exageración, lo que afirma tiene mucho de cierto; el problema es que la emoción y el orgullo que trafica la frase junto con su ritmo hacen pensar que además de ser verídico, el asunto es positivo: una virtud familiar.
     Así como va el mundo, tan a gusto y tan ruinoso como siempre, parece que la pobreza ni la miseria se podrán exterminar. Por tanto, toca por lo menos intentar que los fetos de diez o doce años solo se dediquen a estudiar y jugar, además de ayudar a los suyos sin comprometer su propio desarrollo. Y de últimas, si ni siquiera podemos lograrlo en el corto plazo, por lo menos convenzámonos todos de que el trabajo infantil está mal.
     Con esto, no le evitaremos el siguiente “no” al pequeño que vende dulces en la calle; sino que, ante todo, comenzaremos a luchar en pleno contra el escenario que lo expone a tamaña situación. Y el inicio de esa lucha, consensuados como sociedad, es una forma de ganarla.


Juan Manuel Chávez
Lima, EdM, enero de 2012
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ESCRITORES EN SITUACIÓN

Montaigne y una declaración de amor, por Juan Manuel Chávez


El ensayo no nació en París, sino a unas horas de allá a caballo, cerca de Burdeos. Eso no es poca cosa, porque en París surge hasta la vida: ¿no creen algunos que de esa ciudad vienen los niños?, sin caer en la cuenta de que casi todas las cigüeñas del mundo pueblan el norte de África, anidando con sus tamaños de adolescentes en los techos anaranjados de los palacetes y mezquitas de esa ciudad caliente que es Marrakech.
    Cuando en el Diccionario de la Lengua Española se define la palabra ‘ensayo’; podría parecer que, a su vez, se empobrece el concepto. Decir que el ensayo es un “escrito en el cual un autor desarrolla sus ideas sin necesidad de mostrar el aparato erudito”, se me hace provocadoramente insuficiente.

    Si un ensayo tuviera que ser, en stricto sensu, lo que la definición hispánica apunta, quizá el primer y mayor escritor de este género, Michel de Montaigne, no podría ser reconocido como ensayista. En sus textos, las citas, tan doctas e ilustradas, no parecen un antojo de exhibicionista ni un afán de excéntrico; sino, una necesidad estructural. Y es que, en el cauce de su prosa entretenida, de cierta anarquía por el gusto de entrar y salir de un tema, despreocupada incluso, como quien se sube a la cuerda floja con las palabras sin el objetivo de llegar al otro lado, solo bambolear paso a paso, la irrupción de lo erudito descoloca al lector.
    La maestría del ensayo, en el caso de Montaigne, radica quizá en la convivencia dosificada de lo lúdico y lo sabio, y todo, arropado de sencillez. El estilo es el vehículo para sus opiniones, conjeturas, dudas, relatos, pasiones, los que tienen por soporte, como si fueran la tabla rasa de una mesa, a las citas latinas de Séneca, de Plutarco, de Horacio… Montaigne, refinado lector, se vale de la erudición para construir textos que, precisamente por el contenido de estas referencias y la elección de unas frente a otras como su ubicación en la maraña discursiva, no se toman por eruditos. Como pasa con la persona culta que, por el hecho de serlo, no hace esfuerzos excedidos ni impostados por parecerlo.
    Pero el carácter paradigmático de Montaigne también desborda las fronteras del diccionario, pues el desarrollo de ideas no suele ser su norte ni es lo esencial en sus textos. Vistos los ensayos de Montaigne como un viaje, lo importante es recorrer en vez de llegar; aunque, a menudo, la partida se prolongue tanto como el vagabundeo. Montaigne no suele desarrollar sus ideas, es decir, “exponerlas y explicarlas con amplitud y detalle” (En https://clave.librosvivos.net/); prefiere solamente presentarlas, insertas en el corpus reflexivo-narrativo y sabrosamente anecdótico de sus ensayos. Y es que, a veces Montaigne ni siquiera brinda ideas, creo que ofrece pulsiones a sus lectores. Montaigne, como muchísimos grandes escritores, no compone sobre lo que entiende; por el contrario, escribe sobre lo que supone e intuye. Sus dardos, por tanto, tienden a caer fuera del centro de la diana. Y esto no ocurre por descuido y menos a propósito, como el que finge ignorancia para engañar, agradar o atraer; caen fuera ya que sus textos son tentativas del genio por encima del ingenio. No se lee a Montaigne para alcanzar el conocimiento a raíz de sus postulados. Ante sus textos somos como niños pequeños que se trepan al alféizar de una ventana atiborrada de macetas: hace falta cierto esfuerzo, una cuota de precaución, cierta ubicación y un creciente sentido de la oportunidad porque al frente se encuentra un paisaje colosal, ese conocimiento al cual es más fácil acceder gracias a sus páginas, como una plataforma para lo demás.
    En el párrafo anterior escribí que “creo” que Montaigne “ofrece pulsiones a sus lectores”. No estoy seguro si el sentido que le atribuyo a la palabra ‘pulsión’ sea el mismo que usted, amable lector, tiene en mente. Probablemente es distinto, porque quizá no haya sentido adecuado en ese término para lo que quiero decir; no obstante, me inclino a considerar que ese vocablo es el más idóneo para delimitar mis sospechas sobre la obra del gran escritor francés. O sea, confío en la sinrazón con que utilizo una palabra para explicar a Montaigne. Será por eso que estoy ensayando. Asimismo, qué importante es la palabra ‘creo’, como ‘me parece que’, ‘quizá’… para ensayar; pues el ensayista va averiguando aunque no logre averiguar, a partir de sus certezas de algodón. Redactar un ensayo para exhibir convicciones es traicionarlo.
    Montaigne, que no escribía panfletos ni manifiestos, sabía bien que tentar la posibilidad de llegar a la cima no es lo mismo que intentarlo. Él no aplicaba todo su raciocinio para desentrañar el tema que abordaba; procuraba estimular su amplitud, su existencia. Quizá, por eso, un árbol es más árbol en la prosa de Montaigne, aunque en buena parte deje de hablar de él.
    A propósito de la palabra ‘prosa’, hace falta un acto de justicia: la versión digital del Diccionario de la Lengua Española enmienda el artículo dedicado a la palabra ‘ensayo’ y muestra el cambio que figurará en su próxima publicación: “escrito en prosa en el cual un autor desarrolla sus ideas sobre un tema determinado con carácter y estilo personales”. Asoma el carácter y el estilo, para mayor reconocimiento del arte de los ensayistas.
    Pero el acto de justicia es todavía mezquino, ya que pretender que cualquier diccionario desentrañe una cosa, un animal, una cualidad, es no comprender su valor y exigirle más allá de sus fines. Una definición debe aspirar a ser clara luego de precisa, no absoluta o universal. Se da el caso en que nada de eso consigue: a la mesa se le ha permitido durante veintidós ediciones del diccionario ser un “mueble, por lo común de madera, que se compone de una o de varias tablas lisas sostenidas por uno o varios pies, y que sirve para comer, escribir, jugar u otros usos” . “Pies”, decía “pie”, que son las extremidades de los miembros inferiores del sur humano. “Pies” (1).
    El ensayo que idealiza el diccionario impreso no es el que escribe Montaigne, De Quincey, Unamuno, Reyes, Borges, Paz, Magris o Iwasaki; sin embargo, está abarcado por las obras de cada uno. Y es que, este género ampuloso y versátil se apropia de los otros, desde la autobiografía hasta los pliegues de la ficción, desde la memoria hasta el tanteo argumentativo; optando por la belleza en el estilo hasta la fealdad en lo temático… O al revés. Parece anárquico pero es proyectado; así, escribir un ensayo es más que ensayar: su propósito y ejecución incuban su sentido.
    Y la novela, ¿no ha sido siempre o es cada vez más un género ampuloso y versátil que se apropia de los otros?
    La ficción, la reflexión, la memoria literaria, la irrupción del verso y el discurso histórico, pueblan las páginas de novelas ejemplares, como La muerte de Montaigne (Tusquets Editores, 2011) de Jorge Edwards. Y de tal modo que, la multiplicidad de registros impulsa a autores como yo, amable lector, a discurrir por senderos poco convencionales dentro de los patrones tácitos de una reseña.
    Lo que he escrito sobre Montaigne en los párrafos precedentes no lo aprendí en la novela de Edwards, pero si lo reaprendí con él, que es como conocer de nuevo (en clave de ficción) lo que se creía recordar. Acaso, tal vez lo estoy plagiando. En tal sentido, el primer mérito de La muerte de Montaigne es el efecto proactivo y creativo que sobreviene con su lectura, estimulado por la figura literaria que protagoniza la obra como el quehacer literario que sirve para bosquejar el protagonismo; porque en esta novela se recrean los últimos años del gran escritor francés, en contrapunto con las dificultades que supone para el narrador la composición del mismo libro; todo, anclado en dos contextos que dialogan entre sí: la Europa renacentista y el Chile contemporáneo.
    En medio de un panorama literario en el que abundan las narraciones trepidantes, llenas de sucesos cada vez más explosivos o inusitados; o, sencillamente, plagado de triviliadades, es confortante y sugestivo encontrar una novela como la de Edwards, con un tono intimista que susurra palabras donde otros las gritan. Una ficción plagada de conjeturas, de tribulaciones; incluso, estimulada por contradicciones. Un gran libro con el que uno, amable lector, puede sentirse a gusto: sabe dudar frente a lo trascendente como usted o yo dudamos, en ocasiones, ante lo importante. A contracorriente de aquellas publicaciones que en vez de incubar preguntas en su público le bridan un listado de respuestas generales, La muerte de Montaigne es un libro que cobra su cabal sentido gracias a la participación eficaz del lector, cuestionando las reflexiones, dudando de la veracidad de lo narrado o complementando con su enciclopedia e indagaciones lo que se cuenta. La muerte de Montaigne no es una novela, es una plataforma a partir de la cual se va más allá. Por eso mismo, quizá, probablemente este libro tenga pocos lectores.
    El narrador de la novela relata que en 2009 vio el monumento a Montaigne en la entrada de Facultad de Letras de la Universidad de Burdeos. No lo menciona como nota al vuelo, como una curiosidad de anecdotario, amable lector (2), lo cuenta como relata el peregrino su visión del templo que tenía como destino desde que inició su romería. En cierto modo, confrontar esa efigie (al igual que la torre que usó como estudio el gran escritor francés) podría haber servido como pasaje de cierre para el libro. A fin de cuentas, esta novela memorística que da cuenta de algunos de los libros que se leyeron para hacerla, las dificultades en torno a la documentación personal del autor o allegados y las propias pasiones a la hora de escribirla, a mitad de camino entre la fidelidad histórica y el vuelo literario; a fin de cuentas, decía, amable lector, pudo terminar con la visión actual del legado material y una manifestación de ornato en torno a Montaigne. Un final en el que el presente es espejo muerto del pasado. Pero no, la novela supera ese escena y va más allá, delineando el derrotero de otros personajes, ramificando su espectro. La novela termina lejos de la raíz de su asunto mientras circula alrededor de él.
    La muerte de Montaigne, deliciosa en mucho sentidos, compleja en otros, sencilla sin ser simple en varios pasajes, parece una novela para escritores. O para aquellos que disfrutan del oficio de escribir; o, mejor dicho, para quienes la escritura es una manera ardiente y hermosa de comunicarse. Es un libro en el cual el amor (apasionado, arrinconado, entregado, dúctil, sublime ante todo) por el arte literario cobra un protaganismo que supera al de la figura francesa que recrea. Por esta razón, acaso las más honesta entre las que arriesga el autor (y tal vez la menos popular entre las que pudo elegir, amable lector… O me equivoco. O me equivoco mucho, amable lector), la novela supera su propio género para convertirse en otro, luego de fagocitar varios: sin serlo en el plano formal, se me antoja que este libro de Edwards es una carta extensa y pausada, pormenorizada y arbórea; una carta en la que, como en las cartas memorables, se lanza una declaración con el corazón.
    La muerte de Montaigne, que en resumidas cuentas es una carta de casi trescientas páginas, querido lector, también es una misiva para usted.

Juan Manuel Chávez
Lima, EdM, diciembre de 2011

(1) La versión virtual del diccionario, que pronto será la edición 23, ya enmienda el artículo: se habla de “patas”, en vez de “pies”. En https://buscon.rae.es/draeI/
(2) Meses atrás, cuando vi esa estatua en la ciudad de Burdeos, no reconocí a Montaigne en la efigie. Caí en la cuenta de que, a diferencia del rostro de Cervantes o Shakespeare, que tanto se repite en libros, nunca había visto un retrato suyo. Las facciones que tenía de Montaigne en mi mente correspondían a cómo lo había configurado a partir de sus escritos: su visión de la política aportaba un rasgo en la nariz, sus apuntes sobre la condición humana, las marcas de la frente; su visón de lo erótico, la forma de sus labios, etc. Para mí, quizá, era un hombre de palabras; literalmente. Y ese monumento me contradecía.
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PIES DE IMAGEN

Un aplauso, un voto, por Juan Manuel Chávez


Britney Spears llegó diez años tarde al Perú; y llegar tarde tiene sus consecuencias. Puede ser que ya nadie espere la visita o que ninguno valore el encuentro con la emoción que se siente por lo inaugural.
    Sin embargo, Britney Spears sí tenía a miles aguardando por ella, fanáticas y no pocos fanáticos de entre veinte y treinta años que corearon sus canciones. Si bien, a su vez, fue un público de perspectiva crítica.
    Diez años atrás, ese público era muy joven y adolescente, quizá lo suficientemente despreocupado como para sentir desagrado por los defectos del espectáculo. Hoy por hoy, ese mismo público ha presenciado en la ciudad, posiblemente, a Sting, Calle 13, Shakira o Metálica. Experiencias así modifican los patrones de juicio. A su vez, la estrella del pop ya no es la misma; la impronta de los excesos o los estragos de una maternidad llevada con cierto desorden, han restado energía a sus movimientos. Tan bella como en el pasado, más real o humana en todo caso, sus contorsiones en escena parecen lentas con respecto a los de su época de apogeo.
    A decir verdad, la estrella del pop parecía la alumna promedio de un gimnasio en el que el ejercicio consistía en seguir las coreografías más famosas de Britney Spears. Fue un remedo de su pasado.

    El espectáculo, que contaba con la compañía de una veintena de personas sobre un escenario movible y de varios niveles, podría pensarse como uno intencionalmente aparatoso si no fuera porque desde sus inicios, las presentaciones de Britney Spears siempre se han apoyado en la parafernalia: un híbrido entre el Cirque du Soleil y el programa de televisión Megaestructuras. Britney Spears se montó en una moto y luego navegó sobre madera en una embarcación de utilería; mientras que, a su alrededor, saltaban personajes egipcios, marchaban señoritos orientales y danzaban un par de vampiresas; todo, en medio de torres platinadas y arneses con alas. Por supuesto, también hubo ocasiones en que cantó.
    Con todo, la estrella del pop no es la dueña del circo; sino, una de sus más atractivas esclavas. Semivestida durante toda la función como monito de feria, hay mucho de sometimiento a las exigencias del mercado, a la propia concepción que tiene de una carrera artística y a un imaginario de mujer que abusa del cuerpo como se emplean y, a la postre, descartan los objetos.

* * *

Hay espectáculos y escenas de la vida que llegan tarde. No solo un concierto de jueves por la noche; también pueden tardar los grandes sucesos, como el que refleja la fotografía.
    Hace medio siglo, las mujeres votaron por primera vez en el Perú. Hace medio siglo, un poco más, las mujeres participaron en la elección presidencial; pero la participación de ellas no fue tan masiva ni activa.
    La foto es elocuente en un aspecto: los responsables de las mesas de votación y del escrutinio son varones. Cuatro, sentados en carpetas de colegio, llevan adelante el proceso mientras una decena de mujeres espera su turno.
    Hay quienes sostienen que el general Manuel A. Odría, que aspiraba a reelegirse, temía ser derrotado por otros candidatos más progresistas; por tanto, impulsó el voto femenino, pues lo imaginaba conservador y, en tal sentido, de su lado.
    La anécdota puede ser verídica; incluso, también puede ser cierto que el voto femenino fuera conservador; pero más conservador parece el sistema: en el local de votación, a los varones y a las mujeres se les han asignado filas diferentes.
    Ellas, en esta foto paradigmática del hecho, sintetizan en muchos sentidos el tiempo que les tocó vivir: por ejemplo, el tamaño de los cuellos de las blusas remiten a la moda de los cincuenta o los rostros cetrinos de algunas patentizan el proceso de migración que se venía gestando, con el despoblamiento del Ande a favor de la capital. O, quizá, el conjunto de mujeres sintetiza sobre todo el rostro múltiple de la humanidad en torno a una actitud capital: las reacciones que tenemos en las situaciones que demandan nuestra responsabilidad. En la foto están las mujeres que ríen, por diversión o nerviosismo; está la inquieta y, a su vez, la curiosa; también la escéptica al lado de la distraída. Una se muestra indiferente y otra, adusta e, incluso, irritada.
    La joven de nariz recta, cejas delineadas, boca inexpresiva y escrupuloso peinado de raya al costado es la protagonista de esta foto de incógnitos -los varones, a fin de cuentas, son el simple decorado de este cuadro, como las columnas y las tiendas para votar-. Su mirada, desafiante, no solo reta al fotógrafo sino al sistema que la ha impulsado a participar. Parece que su voto será una venganza. Para esta joven, pionera anónima de las reivindicaciones y la igualdad a partir de su gesto; para esta joven, posiblemente, el voto femenino no solo está llegando tarde, sino que también asoma con yerros y prejuicios.
    Me gusta pensar que Manuel A. Odría no alcanzó el poder gracias a ella.
    El voto femenino llegó tarde en el mundo, llegó tarde en el Perú y lo hizo además con defectos. No así Britney Spears.

* * *

Al comienzo de este texto escribía que la estrella del pop llegó diez años tarde; pero no es cierto, pues llega tarde quien luego de haber comprometido su presencia se retrasa o pactó para un encuentro que mal cumple. Pero a Britney Spears no la ataban compromisos ni pactos; ella, sencillamente, un jueves por la noche cayó en la ciudad y pretendió brillar.
    Y en algunos sentidos lo hizo, pues sus canciones fueron coreadas y los aplausos sobrevenían después de cada interpretación; será porque a fin de cuentas ella cayó como una oportunidad para cumplir los sueños antiguos de sus fanáticas y no pocos fanáticos; como cayó en su momento -o tarde llegó- el día preciso en que la mujer hizo su cola para votar y ejercer con menos restricciones su ciudadanía.
    Cincuenta años median entre un evento público y el otro; a su vez, todo un universo entre el nivel de importancia que hay en los dos. No obstante lo antagónicos que son los motivos de cada reunión, me animó a creer contra el tiempo y la lógica, que la protagonista de la foto también estuvo en el concierto; al final, con la mirada adusta e, incluso, irritada.
    Al salir del concierto, la protagonista de la foto comentó sin darse grandes ínfulas: “En mi casa, yo bailo mejor que Britney”. Con solo notar su resolución le creí. Algo similar habrá dicho de Odría.
    Frente a los grandes momentos, aquellos eventos tan esperados o situaciones importantes para nuestra propia condición, ejercitar la inconformidad puede ser también el camino del proactivo. La vida es, muchas veces, el ejercicio glorioso del escepticismo.


Juan Manuel Chávez
Lima, EdM, noviembre de 2011
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APUNTES

Cirugía para aumentar la memoria *, por Juan Manuel Chávez


La esperanza de vida en el mundo, que a inicios del siglo XXI estaba alrededor de los 65 años, dentro de dos décadas bordeará los 70. Si bien en las naciones con mayor desarrollo económico y tecnológico, la expectativa será más alta: superará los 80 años.
    Esta situación, fuera de los problemas demográficos y los consecuentes efectos para los servicios de salud, termina por repercutir en la calidad de vida de los ancianos: cada vez es menos digna. Y es que, si bien el cuerpo perdura por más tiempo de lo que subsistía un siglo atrás, el cerebro no sobrelleva el paso de los años con la misma efectividad. La medicina, que sigue librando a las personas de sus tumores; que resolverá los padecimientos óseos y que apuesta por la alternativa de la prevención, no ha impedido el desmoronamiento de la memoria de los sexagenarios. Todavía hay pesonas como Margarita Suárez, que no logra recordar el nombre de su hijo menor, o Pedro Cáceres, que suele confundir su infancia con la del protagonista de una telenovela.
    Dentro de veinte años y más, la medicina se apoyará en la ingeniería informática, la biotecnología, la neurociencia y la nanotecnología para intervenir en el funcionamiento cerebral, a fin de revivir las conexiones sinápticas y recuperar la enorme cantidad de redes perdidas. El objetivo de este nuevo rostro de la Ciencia es que las mentes de Margarita y Pedro no sigan degenerando por el mal del Alzheimer; o tantos otros por amnesia, hipomnesia, hipermnesia; incluso, a raíz padecimientos como la neurosis y la esquizofrenia. Puede que, luego de una cirugía sectorizada en diversos puntos del cerebro, especialmente en el córtex parieto-temporal, el paciente recupere una capacidad de memoria de entre 2 y 3 terabytes, es decir, hasta 3 000 millones de páginas de una enciclopedia.
    Las preguntas que inquietarán a muchos son simples: ¿cuántos jóvenes o adultos se someterán a esta operación para ampliar su capacidad de memoria, como quien repotencia una computadora? ¿Las personas aspirarán a ser una fuente inacabable de reminiscencias? ¿Valdrá la pena recordar tanto? No solo cundirá el entusiasmo por este gran desarrollo neurocientífico, también habrá protestas: el olvido, desde siempre, es una forma de supervivencia humana.

Juan Manuel Chávez (Lima / Valencia)

*Días atrás, mi querida amiga Ana Sofía Vega me preguntó si imaginaba cuál sería la nueva profesión o disciplina más solicitada y peculiar del futuro. Esta proyección es mi respuesta.
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PIES DE IMAGEN

Como antes de una cena de gala, o no, por Juan Manuel Chávez


En 1921, el Perú celebraba su primer centenario como República. Y lo celebraba con la inauguración de grandes avenidas y monumentos en la capital. Dos años antes, luego de un largo período de lucha gremial, se había establecido la jornada laboral de ocho horas; esa forma más cabal de experimentar la independencia.
    Existe un consenso entre los especialistas, a la hora de señalar cuándo fue la primera huelga de la Historia: se habla de Egipto, a los pies de la pirámide de Keops, hace miles de años. Los constructores interrumpieron sus labores para exigir mejores condiciones de trabajo.

    Quizá eso también exigen las personas que aparecen en la foto. Tomada en 1921, en la imagen destacan el cartel de la Federación Obrera Regional Argentina y lo parecidas que son la vestimentas de todos: traje oscuro, sombreros o boinas, corbata y camisa clara. Parecen uniformados. En cierta forma lo están, como uniformiza la moda y la fuerza de la costumbre a una generación. Lo interesante es que, al cabo de un siglo, provoca juzgarlos de elegantes y bien vestidos, como si tuvieran una cena de gala después de la marcha. En la cena hipotética, los patrones de estos obreros y los respectivos capataces llevarían una indumentaria similar.
    Un siglo atrás, el hábito que, según el refrán, no hace el monje, tampoco hacía mucho por diferenciar a una persona de otra. Circunscritos a los rasgos generales de la vestimenta, el dueño de la fábrica y su trabajador podrían mimetizarse al dar vuelta a la esquina, en un coqueteo con la igualdad. Pero no es así, porque esta foto muestra, con su callada aglomeración de personas, que pocas igualdades se practicaban o se echaba en falta una mayor equidad.
    De entre los personajes, todos tan parecidos, llama la atención uno del extremo inferior izquierdo. Primero, porque está ubicado en sentido contrario de la enorme mayoría y mira en esa dirección; segundo, por el largo abrigo que lleva. Parece un infiltrado, un agente de policía que aspira a reconocer un rostro proscripto o señalar a los revoltosos. Se me antoja diferente, también, por su actitud: manos en los bolsillos, aislado entre la multitud, firme. Es el villano de las películas de mafiosos. Esta foto, atractiva por las similitudes y su cartel promocional, cobra su completo sentido gracias a él, pues sintetiza lo misterioso. ¿Qué sería de la vida sin el secreto y el enigma? Acaso, el hombre a contracorriente es un personaje secundario de una cinta clásica del cine negro que cayó por error en una fotografía argentina.
    No sé cómo terminó la marcha de 1921; tampoco, si acabó bien o mal la huelga de Egipto. Me animo a pensar que, por lo menos la inaugural, fue un éxito: las pirámides están ahí, casi intactas, y luego de esta se han celebrado millones durante siglos, posiblemente como homenaje a esa victoria contra el faraón, tan dueño como capataz.

Juan Manuel Chávez (Lima / Valencia)
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MAPAS COMPARTIDOS

Cartas a Maira, por Juan Manuel Chávez


I
Reflexiones sobre lo ocurrido en una prisión

alencia, junio de 2011
     Querida Maira, ahora que ya tienes quince años, tal vez es momento de contarte una historia muy distinta de aquellas que te contaba en el Perú; historias en las que nos reíamos de nosotros mismos y de otros, historias un tanto simples y divertidas. Hoy te escribo estas líneas para relatarte un suceso de enorme crueldad que ocurrió en nuestro país cuando yo tenía, precisamente, tu edad…
     Hasta hace unos meses, yo no sabía nada sobre este suceso, por lo cual me animo a creer que si lo hubiese conocido en su momento, tal vez sería una persona diferente: acaso más comprensiva, con una visión de mayor amplitud con respecto a los alcances de la justicia y enteramente convencida de lo inadmisible que es el ejercicio de la violencia. Ahí tienes una de las razones por las que te escribo esta carta: compartir contigo algunas ideas sobre la dignidad humana, la importancia del diálogo y los riesgos de ser mujer.

     El día 6 de mayo de 1992 se llevó a cabo el “Operativo Mudanza 1” en la prisión de Castro Castro. La intención, aparentemente, era trasladar a más de un centenar de prisioneras a otros dos centros penitenciarios de Lima. Sin embargo, querida Maira, eso no fue lo único que ocurrió.
     El año 1992 fue bastante singular en nuestro país, pues quien era nuestro presidente, el ingeniero Alberto Fujimori, decidió disolver el Congreso e iniciar una reforma judicial el 5 de abril. Ambas acciones, junto a otras, conllevaron la centralización del poder en sus manos y su entorno más cercano. Cinco meses después, en setiembre, las fuerzas policiales capturaron a Abimael Guzmán, el líder del grupo terrorista Sendero Luminoso.
     Pues bien, querida Maira, entre esos dos acontecimientos sucedió el “Operativo Mudanza 1”, en el que 500 policías y 1 000 efectivos de las fuerzas armadas ingresaron a la prisión de Castro Castro la madrugada del 6 de mayo. Estas personas se dirigieron, con armas de guerra en las manos, a los pabellones 4B y 1A, donde cumplían pena de cárcel 131 mujeres, entre ancianas, jóvenes, adultas y gestantes. Los agentes del Estado las masacraron. “Masacrar”, esa es la palabra, aunque no podamos imaginar su profundo contenido.
     Este suceso fue llevado a un tribunal internacional muchos años después, con la aspiración de que se hiciera justicia. En las audiencias públicas, las víctimas y familiares relataron lo que ocurrió, bajo el juramento de decir la verdad y nada más que la verdad. Lo que te cuento, querida Maira, figura en el “Escrito de Solicitudes, Argumentos y Pruebas” del 10 de diciembre de 2005 y, sobre todo, en el “Voto razonado” que acompañó la sentencia del juez Antônio Augusto Cançado, de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
     Un dato sombrío es que ninguna de las 131 mujeres se había sublevado en la prisión, tampoco se habían amotinado siquiera; sin embargo, las asfixiaron con gases. Las sobrevivientes relataron a la Corte que sentían como si se les destrozara el aparato respiratorio y les pusieran fuego en la piel. Además del gas, tuvieron que sobrellevar las explosiones en el penal. Por lo menos, dos reclusas perdieron la razón a consecuencia de estos hechos; se volvieron locas, querida Maira. Según el juez Antônio Augusto Cançado, esta fue una “experiencia de contacto con la maldad humana”, ya que de la masacre no se salvaron ni las embarazadas. Ellas también fueron víctimas de la bestialidad. ¿No se supone que ante la maternidad debemos mantener cuidados especiales y mucha consideración? ¿Te acuerdas cuántas veces nos ha parecido encantadora una barriguita de embarazada? Qué incompatibles son estas formas de respeto y emoción con lo que ocurrió en nuestro Perú: mujeres arrastradas, golpeadas, violadas.
     A raíz del “Operativo Mundanza 1”, que la Corte considera criminal e injustificado, perdieron la vida más de cuarenta personas; pero muchas otras quedaron heridas. En el “Voto razonado” se relata que las mujeres que soportaron el asedio de tres días, entre el 6 y 9 de mayo, fueron transportadas con cortes, quemaduras y golpes en camiones, una encima de la otra, concientes o desmayadas. Querida Maira, mi querida Maira, una de las víctimas relata que en el hospital fueron violadas por individuos encapuchados, antes de ser vistas por los médicos. Incluso, muchas nunca recibieron atención y fallecieron sobre una camilla o en el piso, desangradas.
     Quienes sobrevivieron, tuvieron que soportar quince días sin agua para asearse ni ropa limpia para cambiarse. Durante cinco meses, no se brindó información alguna sobre dónde estaban o cómo se encontraban. Día a día, familiares y abogados preguntaban sin obtener una respuesta. Una de las internas, ya trasladada a otro penal, dijo lo siguiente en la audiencia pública: “solo una mujer sabe lo que es tener que estar sangrando cada mes sin tener forma de cuidar de su higiene”. Creo que ni siquiera hace falta que lo imaginemos.
     Condiciones horribles, ¿no crees, querida Maira? Ciertamente, como dice el juez, es una experiencia con la maldad humana; no obstante, cuando he contado este suceso a algunas personas, no falto quien dijera: “qué importa, eran presas”.
     Una respuesta así es otra de las razones por las cuales te escribo esta extensa y truculenta carta. Y es que no se puede justificar el atropello, golpiza o violación de una persona, sea cual fuere ella o su situación: encarcelada o en libertad como tú y yo. Me gusta pensar que todos tenemos igual dignidad. La idea de la igual dignidad, querida Maira, no es mía; está en las más importantes religiones del mundo y en muchas corrientes filosóficas; empero, lo esencial es que esta idea también puede vivir en nosotros, anidar en nuestros corazones.
     Quienes habitaban los pabellones 4B y 1A de la prisión de Castro Castro estaban en situación indefensa frente a los agentes del Estado peruano… Pienso, querida Maira, que comprendes conmigo que un preso puede ser desalmado, puede ser un criminal, puede ser un delincuente, y, por encima de todo, muchas veces es desalmado, criminal y delincuente a la vez; pero no por eso el Estado ni nosotros hemos de conducirnos así: tan desalmados, criminales y delincuentes como para atropellarlos, golpearlos y violarlos; inclusive, como para permitir que esto se haga sin indignarnos ni protestar. Es momento, en cada instante lo es, día a día lo es, para que nos sorprendamos hasta el escándalo por acciones de esta calaña. ¿Y sabes algo más?, estas acciones no solo se han dado en nuestro país… Es probable que ahora, mientras lees estas líneas, esté perpetrándose otro abuso indignante y censurable; sin embargo, es también probable que sobre esa acción llegue, a su tiempo, la justicia.
     Ahí va otra de las razones para esta carta, querida Maira: la justicia existe, y como se decía en nuestro Perú hace unos años, si la memoria sana, la justicia repara. Nuestro Estado tiró por tierra los derechos de esas mujeres, cuando una de sus funciones consiste en prevenir, investigar, sancionar y erradicar tanto terror. ¿Sabes qué es lo maravilloso de la justicia?; por lo menos, tal como yo la entiendo: impide la impunidad y puede evitar que la víctima quiera cobrarse el mal mediante un acto de venganza que entraña, siempre entraña, más violencia, cruda y malsana. El crimen de Estado, donde estuvieron implicados tanto el ex presidente Alberto Fujimori como los encapuchados que violaron a una mujer gestante y los policías que arrojaron gases en un pabellón, ese crimen tuvo consecuencias jurídicas que devinieron en una sentencia que exigió sanciones, reparaciones morales y económicas; también, el proceso que se llevó en la Corte sacó a las víctimas de su anonimato y les dio la oportunidad de exponer los hechos y abrir sus sentimientos, con lo cual el caso no cayó en el olvido y la historia de ellas no desaparecerá.
     Las personas que fueron atropelladas, golpeadas y violadas tienen un nombre, querida Maira. Una se llama Mónica Feria; otra, Benedicta Yauli; otra, Lucy Huatuco… Son muchas más, y no solo tienen un nombre, ahora su calvario puede ser conocido por personas como tú, por ejemplo, que están dispuestas a creer que la tortura y el sufrimiento innecesario y premeditado debe ser extinguido. Durante la audiencia pública, que se dio catorce años después de la masacre de la prisión de Castro Castro, las víctimas contaron que la simple condición de hablar sobre estos hechos las liberaba, las libertaba del martirio de tener que recordarlos en la soledad de sus círculos íntimos. En cierta forma, la audiencia pública supuso un verdadero acto de reconocimiento a su angustia y, sobre todo, una muestra de inolvidable solidaridad con ellas.
     Quizá la mejor forma de afrontar la violencia es estableciendo una justicia real para todos. Sin embargo, lo esencial no es solamente afrontar la violencia sino construir la paz, pues esta es un proceso que, como dice Óscar Arias Sánchez, premio Nobel de la Paz, no tiene fin. El diálogo que aguza el oído y no avasalla, también cimienta la paz… Hay palabras que nacen del dolor, aunque no tienen porque terminar en él. Creo que si estas se oyen con interés, respeto y preocupación, sin paternalismo ni condescendencia, no se las lleva el viento ni se oponen a la esperanza; por el contrario, pueden ser un vehículo para la reconciliación. Qué importante es hablar, querida Maira, hablar de lo que nos duele, de lo que sufrimos y anhelamos. Por supuesto, lo es asimismo escuchar.
     Llegado a este punto, tan confesional aunque muy a mi estilo: plagado de vocablos estrafalarios y estructuras enmarañadas, no quisiera que esta carta te lleve a pensar que los Estados son malignos; los gobiernos, desalmados, y los policías o militares, el enemigo. Esta carta no habla de buenos y malos sino de victimarios y víctimas en un suceso específico, singular, terriblemente singular. El Estado es una realidad necesaria; los gobiernos, una oportunidad que democráticamente elegimos cada cinco años y las fuerzas policiales y armadas, las encargadas de cuidarnos. Un puñado de miserables no empañan una institución castrense ni tampoco la confianza en el derrotero de la República. Si bien, creer en el Estado, el gobierno y las fuerzas policiales y armadas también es supervisar su accionar, exigir su óptima calidad. Eso también implica nuestra ciudadanía, esa que desarrollarás de forma plena en pocos años, cuando ya no tengas quince, como yo los tuve cuando se dio el “Operativo Mundanza 1” en 1992, hace tanto tiempo y tan poco… Es una lástima, querida Maira, que el salvajismo y la brutalidad humana no solamente se lean en los libros de Historia, como características de un pasado lejano y ya superado. Es una lástima.
    ¿Me dejas contarte algo más? Al día siguiente de terminada la masacre, el 10 de mayo de 1992, el presidente de ese entonces, el ingeniero Alberto Fujimori, inspeccionó la prisión de Castro Castro. Cuentan las víctimas que él se paseaba entre los prisioneros torturados, aprobando el operativo. Querida Maira, la inspección la hizo en domingo, segundo domingo de mayo: se celebraba el Día de la Madre. ¿Qué ironía tan terrible, no crees? En la audiencia pública, luego de catorce años de silencio e indignación, varias madres contaron que no se cansaron de preguntar a los agentes del Estado en comisarías y otras dependencias cómo estaba la hija desaparecida, dónde habían trasladado a su pequeña embarazada… Las mismas mujeres relatan que, en vez de respuestas, recibían indeferencia. Imagina conmigo la desesperación de una madre el día de su Día porque no sabe en qué lugar está su retoño; y esta desesperación se convierte en desesperanza cuando un mes después nadie le brinda una solución. Un mes, dos, tres, cuatro…
Querida Maira, ¿será la indiferencia peor que el odio o el rencor? Yo no lo sé; no obstante, creo saber que nadie se merece tanto desprecio. La paz se construye incluso con los gestos y los detalles; y qué castillo de magnificencia es la palabra cuando es ecuánime y equilibrada, cuando contesta lo requerido. Qué inolvidable es cuando brinda afecto. Posiblemente la violencia se diluye con actitudes de atención respetuosa, de respeto atento.
     Ya me estoy repitiendo, querida Maira… He regresado al lenguaje, a la importancia de las palabras. Siempre me da por girar en torno a la misma idea, como los perros cuando dan vueltas en círculos para morderse la cola. Confío en que tú, tan cariñosa, seas paciente con mis redundancias; cuanto menos, hasta el siguiente párrafo:
     Una de las víctimas, contó que en medio de tanta maldad un policía se compadeció de ella: le brindó agua cuando, desfalleciente, se la solicitó entre gimoteos. Para esta mujer, en el borde de la vida y la muerte, agraviada en su dignidad, recibir algo tan nimio e irrelevante como líquido en una botella de plástico fue un acto de piedad. Qué ejemplares son las situaciones límites, ¿no crees?; pues nos llevan a valorar lo pequeño e, incluso, lo superfluo… Esto es lo último que te diré, luego un puñado de páginas sobre tragedias y reflexiones: no hace falta caer tan bajo, ser tan pisoteado ni arrollado, para darle valor a lo que tenemos y compartimos. Por ejemplo, tenemos la libertad, que implica una enorme responsabilidad. Por ejemplo, tenemos las palabras, con las que podemos hacer feliz a otra persona y, además, poner en práctica la solidaridad y ejercer la justicia. Tenemos inclusive las cartas, como esta que he escrito en torno a hechos que ocurrieron cuando yo tenía tu edad; o sea, por ejemplo tenemos el tiempo de nuestro lado, sobre el cual podemos construir más temprano que tarde un mundo mejor como el que tú, mi maravillosa jovencita, y muchos más, necesitan de una vez y para siempre.
     Hasta siempre, entonces, mi querida Maira. Y gracias.


Juan Manuel Chávez (Lima / Valencia)


Su última novela es Ahí va el señor G, Editorial Norma, Lima, 2009
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