APUNTES

Los Tudor en el siglo XXI, por María Rosa Lojo


Los placeres de pasar un caluroso enero en Buenos Aires incluyen la posibilidad de ver, de un tirón y gracias a un módico abono, las series que la actividad del año y los horarios del cable no nos permitieron seguir con regularidad en su momento. The Tudors era una de mis asignaturas pendientes. Esta mega producción, filmada en Irlanda, con un elenco anglo-irlandés, y proyectada en TV cable desde 2007 a 2010, es el último eslabón en una larga cadena de versiones televisivas y cinematográficas del reinado de Enrique VIII (1491-1547) y sus seis esposas. La desmesura de Enrique, el decapitador serial (no solo de sus mujeres sino de súbditos nobles “traidores” o disidentes), atrajo desde siempre la atención de todos los públicos y en especial la mía propia. He seguido, creo, todas las filmaciones sobre el tema accesibles en la Argentina hasta la fecha, desde los tiempos de aquella serie memorable de la BBC, “Las seis esposas de Enrique VIII” (1970), que nosotros vimos todavía en blanco y negro.

La imagen física de Enrique hoy se ha transformado notoriamente. Lejos del personaje con sobrepeso pintado por Holbein, que solía ser la gran fuente inspiradora de sus retratos en la pantalla, las versiones actuales, como The Other Boleyn Girl (2008), y especialmente The Tudors, prefieren mostrar a un hombre delgado y apuesto, al que los años envejecen y deterioran, pero no engordan. El irlandés Jonathan Rhys Meyers (1977), que lo encarna con solvencia dramática, no solo es actor, sino modelo profesional, y mantiene una belleza inalterable hasta el final de la serie, apenas avejentada, como la pátina de los cuadros antiguos, por una dosis de maquillaje y el enronquecimiento de una voz antes colérica y jovial, en un proceso similar al del “padrino” interpretado por Marlon Brando. La verdad es que el rey –por los efectos del sedentarismo y de una dieta rica en grasas e hidratos de carbono— iría ganando kilos (o libras) en forma alarmante, sobre todo en la última década de su vida.
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APUNTES

Sobre Eisejuaz, de Sara Gallardo, por María Rosa Lojo


Nación fragmentada, y a menudo mutilada, la Argentina ha levantado un imaginario “oficial” sobre la base de operaciones de exclusión, antes que de integración. La voz de las mujeres, la voz de los “bárbaros”, apartadas del canon, unidas en su situación marginal con respecto al cauce central de la cultura y del poder, resuenan a veces, al unísono, en textos tan singulares como escasamente conocidos. No sólo Lucio V. Mansilla en Una excursión a los indios ranqueles (1870) sino las escritoras del siglo XIX (su hermana Eduarda Mansilla, Juana Manuela Gorriti) sabían algo de esto. En nuestro siglo, en 1971, la novela Eisejuaz de Sara Gallardo (1931-1988), construye, en un acto de extraordinaria ventriloquia, la voz desgarrada de un aborigen mataco, dividido entre su tradición ancestral y las enseñanzas de las misiones cristianas, aislado en la intemperie de una nueva fe, heterodoxa de un lado y del otro, que tiene un solo profeta, un solo creyente, una sola víctima sacrificial, difícilmente comprensible para todos los demás: él mismo –Eisejuaz, o “Éste También”-. Es, sin duda, una historia excepcional, tanto por la creación lírica y lingüística que emerge en la palabra distinta de Eisejuaz, como por la complejidad de su conciencia fragmentada y los mundos que en ella se cruzan y se debaten.
   El nombre “Agua que Corre” (espíritu inmortal que mora en Eisejuaz y que sólo puede liberarse con su muerte), traduce exactamente la palabra mapuche “Leuvucó”: lugar donde habitaba Mariano Rosas, jefe de la nación ranquel cuando fue visitado por Mansilla. En diferente tono y registro literario, desde luego, Una excursión…es un “libro hermano” de Eisejuaz en muchos sentidos. Vistos por Mansilla en su período final de resistencia, los ranqueles de su relato están a punto de ser exterminados o de convertirse en una etnia desarticulada y sin esperanzas, como los wichís de Eisejuaz. La conexión, nada azarosa, remite al legado espiritual de todas las culturas aborígenes, a la continuidad secreta y subterránea de esa memoria, ignorada por la civilización que le ha sobreimpuesto sus pautas, y de algún modo, a su indestructibilidad, a pesar de todas las derrotas: Agua que Corre es inmortal y seguirá vivo.

María Rosa Lojo (Buenos Aires)
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PIES DE IMAGEN

Retrato de la artista antes del jardín de infantes, por María Rosa Lojo




Prácticamente no recuerdo un momento de mi vida en el que no haya leído o escrito. Mi abuela Julia me enseñó a hacer ambas cosas mucho antes de ir a la escuela. También pintaba: todo tipo de seres fantásticos mezclados con naturalezas vivas. Pero eso dejé de hacerlo, y quedó como una asignatura pendiente que ahora ha recogido mi hija Leonor.
A los tres o cuatro años que tenía en esta foto había decidido ya que trazar imágenes y signos sobre papeles, o descifrarlos, sería una ocupación fundamental del resto de mi vida. Pero para escribir y pintar, naturalmente, necesitaba una mesa.
No podía ser cualquier mesa. No bastaban la de la cocina ni la de la sala, ocupadas también por otras personas y para hacer otras cosas. Deseaba con desesperación una mesa destinada solamente a esos rituales exclusivos. Una mesa cómplice, confidente de todos los secretos del oficio, donde cada rayita o raspón fuese un trazo cifrado en un mapa personal, un archivo de memoria. Claro que entonces no me lo planteaba así. Sólo tenía el sueño de la “mesa propia” que me legitimara, también, ante los ojos de los adultos y convalidase, frente a ellos, la importancia y la utilidad de mis ocupaciones.
No asistí al jardín de infantes. Quizás porque no había uno cerca, o por los temores de mis padres, para quienes fui durante seis años una hija única y un poco tardía. Acaso preferían que estuviese en casa cuidada por doña Julia, mi abuela materna. En vez de hablar con otros chicos mantenía largos diálogos con las plantas del patio y con los seres escondidos en ellas, siempre en español de Madrid, ya que no había salido a la calle lo suficiente como para aprender el argentino.
La mesa era para mí fundamental. Sobre esa mesa, en el mismo patio, mirando a los seres ocultos en las margaritas y los malvones, que no eran meros bichos y que sabían hablarme, podría otorgarles un definitivo certificado de existencia compuesto por dibujos de valor fotográfico y testimonial, con diálogos al pie.
Decidí pedírsela a los Reyes Magos. Me preocupaba el hecho de que era demasiado grande para caber en un zapato, y también en el alféizar de una ventana. Mamá me persuadió para que dejara los zapatos en el patio, siquiera como marca simbólica y mojón en el desierto de la ciudad, de modo que los camellos supieran donde apearse y los Reyes identificaran ese lugar como el mejor para depositar la mesa. Me pareció muy adecuado, ya que era el escenario donde el futuro escritorio iba a instalarse, y también el ámbito donde transcurrían las aventuras –imperceptibles para todo el resto del mundo— que iba a encargarme de narrar. Pero temía que los Reyes, desde sus camellos voladores como Pegasos, no vieran mis zapatos, tan chicos y colocados en un lugar poco habitual.
La mañana de Reyes salí al patio descalza, en camisón y con los ojos cerrados. Me daba miedo abrirlos. O por la espantosa decepción que me aguardaba en el caso de que los Reyes, descuidados o tan miopes como yo, hubieran pasado de largo sin reparar en zapato alguno. O por miedo de no poder soportar la felicidad al hallar por fin la mesa deseada entre las macetas.
Sobreviví a la felicidad. Aunque ésa fue tan intensa que en toda mi vida de oficios literarios no volví a conocer otra parecida. Por eso mantengo la foto exhibida en el escritorio “de verdad”, tres veces más grande que la mesita de caña, desde donde veo ciertamente un jardín, pero tengo que imaginarme, con paciencia y trabajo, a las criaturas camufladas entre las plantas que deben de haber perdido todo interés en mí, y ya no se dignan dirigirme la palabra.

María Rosa Lojo (Buenos Aires)

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MAPAS COMPARTIDOS

Cuaderno de trabajo: Historias del Cielo. Diario de trabajo y confesión de imposibilidades, por María Rosa Lojo


stoy trabajando, hace años, en un libro mixto de poemas y microficciones que deberá o debería llamarse “Historias del cielo”. Desde el principio, claro, todo es una paradoja. Cómo hablar de “historias” o de “Historia” en un ámbito donde el tiempo se anula: por eso el primer texto de ese libro inconcluso se titula “Lo que no pasa en ese no lugar”: El Cielo –se ha dicho— es el lugar en donde no hay historia. El tiempo cesa allí, se coagula, como cesa de fluir la sangre de una herida. Quizás, en ese espacio donde ningún cuerpo pesa, no hay más que el tiempo de lo que ya se vivió, fragmentado como un rompecabezas, que se arma y se desarma una y otra vez, hasta agotar todas las combinaciones posibles del temor y el deseo.

   El Cielo será lógica y empíricamente imposible e indemostrable. Pero no es inimaginable ni inconcebible, y así lo prueban tantas representaciones mitológicas, literarias y teológicas como ha generado, dentro y fuera de la tradicción occidental. Mi opción no es conciliar o borrar las aristas de lo paradójico, sino extremarlas: Algunos padres serán hijos de sus hijos en el Cielo. Los esperarán, absurdamente jóvenes, como lo eran cuando los despidieron a la puerta de casa para ir a una guerra o al viaje que los mataría. En el Cielo no hay paredes, ni salas, ni dormitorios, pero hay ventanas suspendidas en el vacío que no sirven para cerrar ni para abrir. Son los marcos donde se encuadra la mirada, el borde donde se colocan los ojos para que no se pierdan, para que no enloquezcan, para que no los ciegue la Luz Desconocida.
   Por el mapa de ese Cielo seguramente deambula más gente extraviada que encontrada. Otros, a los que no espera nadie, de todas maneras se van quedando, quizás porque no tienen más remedio: Están exhaustos por el largo viaje y ya no hay para ellos, en el mundo o fuera de él, otro lugar mejor a donde ir.
   ¿Es el Cielo el Paraíso o el Infierno? Más allá de estos clichés tranquilizadores, el Cielo de estas “historias”, o “escenas”, o “definiciones de lo indefinible”, parece ser lo que cada uno espera encontrar, lo que cada uno lleva dentro de sí mismo, incluso el mal. Lo mismo pasa con Dios: Descomunal, amorfo como una ameba, giratorio como un caleidoscopio, intrincado, regurgitante, topoderoso, insaciable, indestructible. Feo, sucio, malo, corrupto como un pantano donde medran las larvas de todo lo viviente, ávido, invasivo, penetrante, siempre volviendo. Dios: Eso. Ésa es la perspectiva del Rey Ubú. Pero la del poeta sufí resulta muy distinta: Como la huella de su pie /Sobre la alfombra donde danzó/ Mi amada./ Así de leve, Dios,/ Así de imperceptible./ Todo ausencia/ para cualquiera/ Salvo para quien ama.
   ¿Por qué no termino nunca este absurdo libro del Cielo? ¿O este Cielo que se solaza en lo absurdo? ¿Acaso porque es interminable? ¿Porque se alimenta de iluminaciones rimbaldianas, casi místicas, y éstas son, por supuesto, antojadizas, y llegan cuando quieren? Algo de eso hay. No alcanza la formulación ingeniosa de una paradoja para producir un texto. Al menos, no para hacer el texto que yo quiero. Necesito el impacto visual, la dislocación de la perspectiva, la subversión emocional. Algo que sea verbalmente cercano a la pintura surrealista, a Magritte, sobre todo. La metáfora viva de Ricoeur, chocante, revulsiva, sorprendente. La única que lograría producir algún tipo de conocimiento sobre estas materias, ya que el camino científico y aun el filosófico nos están vedados, conducen a puntos ciegos, sin que ningún esplendor, ninguna chispa salten de esos pobres palitos que la razón, siempre primitiva, frota inútilmente para provocar el fuego.
   Pero qué locas ambiciones. ¿Andar por las huellas amorosas de San Juan Cruz, o por el camino prohibido de los poetas malditos? Sería eso, tal vez, si la ironía y el humor no convirtiesen ese proyecto en el umbral de un juego maravilloso cuya memoria o testimonio se retacea siempre. Es que se puede entrar al Cielo una vez cada año, apoyando el peso del cuerpo sobre una puerta que se dibuja de pronto en la pared. Los que entran saben que han estado en el Cielo por un olor inolvidable que borra cualquier otra memoria. Hay un inconveniente. Ese olor es indescriptible, e imperceptible para todos los demás seres humanos y no se parece a ninguno de los aromas conocidos. Pero existe una prueba que podría convencer a algunos incrédulos, porque detrás del visitante se alinean los gatos y olfatean con adoración al que regresa del Cielo y maúllan, despechados, a la Luna que nunca baja, que siempre está demasiado lejos para olerla.
   Mi hija Leonor, artista plástica, vio uno de esos gatos y lo dibujó así:

«Gato mareado por el olor del Cielo», por Leonor Beuter

Sigo imaginando el Cielo, a veces con horror y otras con esperanza. Abro un cuaderno gordo y a rayas, y espero, como la alumna torpe de un maestro zen que nunca muestra la cara, a que los burros vuelen y las ranas críen pelo, y que mi mano autónoma se vuelva taquígrafa de los mensajes celestes sobre el papel en blanco.


María Rosa Lojo (Buenos Aires)
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