RELATOS

"Carne rota", por Flavia Pantanelli


Flavia Pantanelli ha publicado relatos en distintas antologías argentinas y extranjeras. Siempre con tonos muy diferentes, como si cada relato prefiriera andar en vez de quedarse sentado. Y esto es lo que el lector se pregunta en “Carne rota” mientras escucha a la presa inmóvil de ese perro. O mientras piensa en ese perro y en largo viaje del narrador hacia el fondo de sus ojos.
     El relato forma parte de Carne rota, su segundo libro de cuentos, editado hace pocos meses por la editorial Modesto Rima.

Carne rota

Turco, servime otra.
      Y cómo querés que ande Turquito, todavía no puedo pisar bien del todo. Me tira la pierna, de noche me arde como el fuego. Mañana tengo que volver al puesto, todavía con la pierna inútil. Y ahí va a estar el patrón. El patrón de mierda y su perro también de mierda.
        Lo calé enseguida, apenas lo vi, que ese perro era jodido. Fue al pedo decírselo a Don Julio, qué me iba a dar bola, creído, como todos los de la ciudad. No, si el patrón es mas gil con los perros que con las minas. Al menos éste no lo cornea, pero ya le bajó como tres terneros. Pedazo de perro es, para que te voy a mentir. Un ovejero como hace mucho que no se ve.
       Dame otra caña, Turco. Sí. Ya sé que es la última. A ver si se me apaga un poco algo acá adentro.
        Más de una vez le dije al viejo que el Rob se le estaba cebando.
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Relato inédito: Especies, por Raúl Tamargo


En el mes de marzo Raúl Tamargo (Argentina, 1958) publicó su primera novela, Más que nada (Alción editora), después de dos años y algo más que la misma editorial nos permitiera conocer su excelente libro de relatos El hilo del engaño (Alción, 2014). EdM quiere compartir ahora un relato que integra una nueva serie que Tamargo está escribiendo sobre animales. Eso es lo que dice su autor, pero, claro, uno también podría pensar que en realidad tratan de las fronteras entre los animales y los animales. O mejor: que son relatos poblados de parlantes animales tamarguinos.

En el principio estábamos las moscas y yo. A mí me asistía el derecho de la propiedad privada. A ellas, el instinto de acercarse a las deposiciones de las vacas. Desde luego que sobrevolaban la bosta, pero el asunto no les alcanzaba. Invadieron la galería, atraídas por las migas que yo dejaba sobre la mesa, en las horas del mate. Me cuidé de no volver a olvidar ese cebo, pero se ve que se aquerenciaron porque ya no abandonaron el lugar.
     La lucha era desigual; podía ganar alguna que otra batalla, pero la guerra estaba perdida. Lo supe desde el principio, por eso es que decidí asumir el problema como un modesto desafío de superación personal. Deseché la facilidad de las palmetas y el carácter indirecto de los venenos o las trampas. Como única herramienta, me permití usar mi cuchillo de asador. No más de diez centímetros de acero, cabo de hueso, manufactura de un artesano de Tandil. Fui perfeccionando el procedimiento hasta que encontré su mayor grado de eficacia. Apoyaba mi antebrazo sobre la superficie de la mesa, con el cuchillo bien sujeto. Solo debía tener un poco de paciencia hasta que alguna de las moscas se posaba a distancia de tiro. Entonces debía pivotear la muñeca en un movimiento difícil de explicar, pero que, a fuerza de practicarlo, se me hizo tan natural como el de girar las llaves adentro de una cerradura. De cada diez golpes, tres o cuatro rendían sus frutos. El resultado me dejaba satisfecho.
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Relato inédito: Nítidos progresos, por Eric Chevillard (traducción de Corinne Ferrero)


Eric Chevillard (Francia, 1964) es uno de esos autores para los que la escritura funciona como un campo de exploración. Publicó su primera novela, Mourir m´enrhume, en 1987, y los críticos reconocieron en ella ciertos ecos de Lawrence Sterne. Desde entonces ha publicado más de veinte de libros, pero este relato es lo primero que se traduce al español.
     Desde 2007 lleva un blog, L´Autofictif, donde escribe a diario al menos dos líneas.
     Corinne Ferrero (Pau, Francia) ha realizado, especialmente para EdM, la traducción de este relato.
    El relato se publica en ambas lenguas.


Fue muy repentino. Advertí un progreso asombroso de mi inteligencia. Cuestiones atinentes tanto a la condición humana en general como al secreto de mi propia persona, y que hasta ese día ni por sombra había podido dilucidar, se esclarecieron de golpe. De golpe, accedí a una comprensión superior.
    Sin embargo, yo no había introducido cambio alguno en la conducta de mi existencia. No estaba sacando in fine provecho de un largo y paciente estudio. Y nada veía tampoco que pudiese relacionarse con las vicisitudes de mi vida. Muchos sostienen que ciertas adversidades producen efectos fulminantes sobre nuestra natural complexión, que se rasga un velo, que revelaciones íntimas se producen.
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Relato: "La olla" de Yiğit Bener (traducción de Corinne Ferrero)


El escritor turco Yiğit Bener nació en 1958 en Bruselas, casi por azar. “La olla” es lo primero que se conoce en castellano del autor, y EdM tiene el orgullo de publicarlo también en turco y francés. El cuento pertenece a la colección Oteki Kabuslar (2009), su primer libro traducido al francés. Yiğit Bener ha publicado cuatro novelas, colecciones de relatos, ensayos, entre las que se destaca su versión al turco de Voyage au bout de la nuit de Louis-Ferdinand Céline, que recibió en Estambul el premio a la mejor traducción en 2002. En 2015 la editorial Actes de Sud publicará su novela Le Revenant.
    “La olla” es tan sutil como exquisitamente ambigua.
     La traducción del francés fue realizada por Corinne Ferrero, especialmente para EdM.

El agua está hirviendo. Ya puedo desahogarme: total, poco queda para que empiecen a decorticarme y comerme.
    Si yo hubiera sido de color marrón, o incluso negra como el carbón, igual que mis primos del continente, ¿les parece que me hubiera sucedido eso? ¡Qué tabú! A ellos no hay quien se les acerque. Y no me vengan a decir que algunos sí se los comen. Ustedes nunca los probaron, si lo sabré yo.
Ser o no ser comido… Vivir o morir… Es frágil la frontera: una simple cuestión de color, de raza… ¡Discriminación!
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Relatos: La castaña, por Hernán Ronsino


Un relato inédito de Hernán Ronsino que, como sus novelas La descomposición (2009, Glaxo (2009) y Lumbre (2013), tensa las palabras entre el recuerdo y aquello que nunca puede ser dicho. Escribir con los ojos en el presente, y aun así saber que eso ya es pasado. “Yo estuve en Liscia, nona, acabo de llegar”, dice el nieto, como si eso pudiera ser más que la ilusión de haber estado, como siempre.

Están sentados en la vereda, en unos sillones de mimbre. Hace calor. Los pájaros chillan cada tanto entre las ramas. La nona teje y hace balancear los pies, que no llegan a tocar el piso. Y mientras teje cuenta de su pueblo, Liscia, en Italia; cuenta que trabajaba en el campo; cuenta de la guerra, de la miseria, del barco que la trajo al país. Entonces él le dice: Yo estuve en Liscia, nona, acabo de llegar, recorrí las callecitas, busqué tu casa, te imaginé andando por ahí. La nona deja de tejer, sorprendida, deja, incluso, de balancear los pies. Y lo mira, en silencio. Cómo, dice, estuviste en la Liscia. Él asiente con la cabeza. La nona mira a lo lejos, tratando de acomodar algo. Lo único que le sale es preguntar por la castaña. Y cómo está la castaña, dice y lo mira con esos ojos azules parecidos al color del río Treste que cruza el valle. Él dice la verdad. Dice que la castaña está seca y dice que antes de que llegue la primavera la van a cortar de raíz para plantar otra. La nona se queda en silencio. Mira un punto lejano. Y enseguida vuelve a tejer. Teje un rato. Cuando vuelve a mover los pies, él comprende que todo lo que han charlado se ha disuelto en una bruma espesa. Él comprende que la nona, tal cual le han dicho, cuando empieza a mover los pies se olvida de todo. Pero no pasará mucho para que la nona vuelva, como si nada, a contar de la Liscia, del trabajo en el campo, de la guerra, del hambre, de un viaje en barco a la Argentina. Entonces él insiste. Cree que es necesario decirlo otra vez: Yo estuve en la Liscia, nona. Y detalla los lugares, las calles, las personas. Ella, sorprendida, suspende otra vez el tejido, deja de mover los pies, mira un punto lejano como acomodando algo. Pregunta por la castaña. Entonces él dice – y cree que hacer eso es lo mejor – que ahora hay tres castañas, la más vieja donde vos jugabas y dos más. Están frondosas, nona, grandes, llenas de pájaros. La nona se emociona y mira a lo lejos, mira un punto. Se seca los ojos y vuelve a dar la batalla del tejido, los entramados, la lana interminable que desovilla. Ahora la nona dice que en la Liscia había víboras así de grandes; dice que desde la Liscia se escuchaba el canto de los gallos de los otros pueblitos que resplandecían en las montañas: San Buono, Palmoli, Carunchio; dice que se oía también el sonar de las campanas de esas iglesias. Y habla del río Treste, cristalino, que corre silencioso por el valle, habla de los viajes que hacía con las cubas en la cabeza para lavar la ropa o para juntar agua. Dice que desde el río la castaña era lo primero que se veía. En verano, dice, dibujaba una sombra parecida a un lobo hambriento. Después se queda en silencio, respira mirando un punto a lo lejos y le pregunta: ¿Así que ahora hay tres? Él asiente con la cabeza. La nona sonríe, dice: Qué lindo. Y vuelve a tejer, vuelve a tejer moviendo los pies, hamacándolos en el aire, sin que lleguen, por ejemplo, a tocar el piso.

Hernán Ronsino
Buenos Aires, EdM, 2015
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Relato: “Qué remedio”, por Ana Ojeda


Ana Ojeda es escritora y editora de El 8vo. Loco, una de las editoriales que desde hace ya varios años participa en el panorama de la nueva literatura argentina. En 2012 publicó su novela Falso Contacto, un recorrido por la piel de la ciudad en las voces de personajes que la atraviesan durante casi todo el siglo XX. El relato “Qué remedio” también está atento al tiempo, y sobre todo a esas marcas que nos marcan cuando creemos que vamos desmarcados por la calle.


Fue un caso de falta de respeto diacrónica. Lo que apenas pasados los 60 parecía obligatorio, a los 75 se volvió innecesario y después de los 90, ridículo. Cuidado con el escalón, por ejemplo. Cadera quebrada y recompuesta una, dos, tres veces.
–Tiene adentro más titanio que Terminator.
    Ella seguía en pie y silencio, habitando su tiempo huraño.
    Los nietos llegaron como guarnición de noisette. Comenzaron los deslices.
–¿Y si la disfrazamos de Mamá Noel? Total, con que esté sentada basta.
     La metamorfosis se operó múltiple y la convirtió en árbol de navidad, elfo del bosque o enana de jardín. El efecto encantaba a la parva de menores que acompañaba sin resistencia en la visita semanal obligatoria, pensando que la esquina de Independencia y Boedo era una especie de pelotero clandestino.
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Sobre no morir sin despertar, por Fernando Form

“Alice ha cambiado mucho desde aquellas historias del País de las Maravillas.”
Jean-Pierre Enard


Sean las diez de la mañana o las tres de la tarde, lunes o sábado, siempre, antes de entrar a la librería, desde el banquito de plástico Miguel me dice “…recién pasó el loco”.
     De día vive ahí, estacionado frente a la quiniela, junto a una parada de varias líneas, o escondido tras la puerta izquierda del kiosko de diarios, bajo un techo provisorio. Vive hace treinta años, más menos, en el barrio, y la gente le da de almorzar. De noche va a dormir a un parador de Macri, dice Miguel, y ahí también come.
     Insistente con prevenirme del loco (se refiere a un ladrón de libros que nunca volvió), siempre luce igual: un pantalón de vestir grande y oscuro, y una campera más grande todavía que le donó la Iglesia. La usa hagan diez o treinta grados. En este último caso impresiona verlo habitando ese sarcófago negro, sacando la cabeza como una tortuga, rengueando sentado sobre el pie herido que envuelve en una bolsa blanca.
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Cuento inédito: “Jonathan” de Esther Cross


En las narraciones de Esther Cross (Buenos Aires, 1961) la elegancia envuelve el mundo de los personajes como si fuera una brisa distraída. Nada busca imponerse ni se esfuerza siquiera por disimularlo, todo está allí delante y a la espera. Así en su primera novela, Crónica de alados y aprendices (1992), que tiene en Leonardo Da Vinci a uno de sus personajes, como en su último libro, La mujer que escribió Frankestein (2013), una biografía que se lee como novela pero que es también un ensayo sobre el arte de escribir: ¿Acaso escribir no es construir un cuerpo-Frankestein con restos de otros libros y otras lecturas?
   En “Jonathan” se presiente el aliento que anticipa otro tipo de transformaciones. ¿O serán las mismas que parecen otras?

Íbamos al monte todos los días. Mi hermano mayor apartaba las ramas, abriendo camino. Lo seguía con mi hermanito, que siempre estaba con el sombrero puesto –todos teníamos uno pero él no se lo sacaba. En el monte encontrábamos huevos de urraca, pichones de paloma, huesos y cosas nunca vistas, raras. Era un lugar ideal para esconder otras, robadas de la casa.
    Al lado del molino y el tanque australiano estaba la quinta. El quintero se llamaba Antonio Reina, Nelson Antonio Reina. Estaba siempre borracho pero decía que sólo tomaba naranjín. Era de Catriló y había girado mucho por la zona, hasta aparecer en el campo. Su perro se llamaba el Jonathan y lo ayudamos a enterrarlo.
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"Siesta", por Luciana De Luca


Luciana De Luca (1978) participó en las antologías Cuentos Raros (Outsider), Brasil, ficciones de argentinos (Casa Nova) y El libro de los muertos vivientes (LEA). En 2013 publicó el volumen de cuentos Las fiestas no son para los niños (Milena Cacerola y El 8vo. Loco).

Abuelo, abuelo

Con la boca abierta y la mandíbula apaisada, dejando al aire sin vergüenza esos dientes de piano de estudio.

¡Abuelo, abuelo!

Dormido, ocupado en las cosas de dentro, acunado por la música de la digestión.

¿Abuelo?

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El hermano mayor, por Ximena Espeche


Ximena Espeche nació en Montevideo en 1974 y vive en Buenos Aires desde 1982. Publicó el libro de poemas Cosa y sombra (Montevideo, Estuario, 2003). Fue parte del colectivo No Quiero Ser Tu Beto, una hoja de pura literatura y crítica que, a lo largo de los 90, se repartía gratuitamente en los lugares más disímiles, incluso en las universidades. En 2005 el grupo hizo una edición de esos escritos que publicó la editorial Santiago Arcos. También formó parte de Zapatos Rojos, que entre fines de los 90 y los primeros años de la década siguiente organizaba lecturas públicas de narradores y poetas de distintas generaciones y tendencias estéticas. Es difícil encontrar a algún escritor, de ambas márgenes del Río de la Plata, que no haya participado en Zapatos Rojos o que no fuese leído en No Quiero Ser Tu Beto.
   Estudio dramaturgia y es egresada de la carrera de letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Actualmente se desempeña como docente en la UBA y es investigadora del CONICET.


a Federico Scigliano

Un hermano mayor que se muere a los dos años, y que es un medio hermano ¿cómo sigue siendo un hermano mayor? ¿es un medio-hermano mayor? No importa: para mi viejo es mi hermano mayor y así se murió, antes de que yo naciera.

Mi viejo no se acuerda de los cumpleaños. Ni el de él. No sabe porqué. Nosotros tampoco hasta que se nos ocurre después de ver las fotos. Mi viejo no se acuerda de los cumpleaños porque, aunque después los festeja, aunque después viene y feliz te da un regalo (hasta lo piensa y lo va a comprar), no quiere acordarse de que cada cumpleaños no estamos todos. Y el que siempre falta es su primer hijo, Juan Eduardo, “Juane”; el primero que tuvo con su ex-mujer. Hablo de mi hermano mayor como si eso hubiera sido posible.
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Cinco vueltas, por Natalia Zito


Natalia Zito (Buenos Aires, 1977) obtuvo el Primer premio del Concurso Microrrelato 2011 organizado por la Editorial Outsider, y una Mención Especial en el Concurso Itaú Digital 2012 con el relato “Nombre de almacenera” (parte de Agua del mismo caño, su primer libro aún inédito)
   Ha publicado textos en las revistas Anfibia, Casquivana y Lamujerdemivida, entre otras.


Eduardo se sentó, sacó la soga y la apoyó sobre sus piernas. Tendría que haber comprado un metro más, pensó. Agarró la hoja metida en un folio que tenía al costado. La estudió durante dos o tres minutos y la volvió a apoyar sobre la cama. Hizo una ese con la soga y con un extremo comenzó a dar las vueltas tal como en las indicaciones. Se dio cuenta de que lo había hecho al revés. Lo desarmó y comenzó de nuevo. Mientras tanto, contó en voz alta las vueltas del nudo de la foto. Siete. Su nudo tenía cuatro. Recordó que en otro sitio de Internet había leído que la cantidad de vueltas tenía que ser impar. Otra vez lo desarmó y volvió a comenzar. Cinco vueltas. Cinco y siete debe ser lo mismo, pensó y se sintió satisfecho, pero no supo cómo hacer para que el nudo quedara ajustado. Tuvo que usar su sentido común. Pasó el extremo que le quedaba suelto por dentro de las vueltas. Se fastidió porque no era tan estético como en la foto. Dispuso la parte circular hacia la derecha y probó el mecanismo. Uno de los extremos estaba fijo, mientras que el otro se deslizaba. Perfecto, dijo en voz baja. Se levantó, alzó la soga hacia el ventilador de techo y se dio cuenta de que le había quedado demasiado larga. Tuvo que repetir el procedimiento tres veces más hasta que logró una longitud que le permitiera ponerse la soga al cuello y que al mismo tiempo fuera lo suficientemente distante del piso como para que sus pies quedaran colgando.
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Un cuento de El hilo del engaño, por Raúl Tamargo


“Itinerario de una invención” es uno de los sutiles relatos que integran El hilo del engaño, que publicará la editorial Alción a mediados de noviembre. La historia de la literatura está atravesada por relatos construidos sobre la suerte que va corriendo un objeto. Si alguna vez se hace una antología de ellos, el cuento de Raúl Tamargo (Buenos Aires, 1958) sin duda va a integrar ese volumen. Es la historia una pierna que escapa de un libro, pero no es una pierna cualquiera, es una pierna preparada para otros fines que Roberto Arlt acarició como quien abraza a un fracaso.

Itinerario de una invención

Entre el 27 de julio de 1942 y finales de esa misma década, nada se sabe sobre el paradero de la pierna. No es disparatado imaginarla arrumbada en el local de Lanús, donde Roberto Arlt trabajaba en su proyecto.
   En el verano de 1950, un obrero anarquista, devenido peronista, alquila un cuarto en el fondo de una propiedad ubicada en los lindes entre Lanús y Gerli y la descubre allí, abandonada dentro de un ropero maltrecho, junto a dos perchas de madera y una libreta de almacén. El obrero ha leído con fervor la obra de Arlt y todo artículo en el que su nombre apareciera mencionado. Conoce sus afanes de inventor, pero no los relaciona con la pierna hasta unos meses después, cuando se publica “Roberto Arlt, el torturado”. Lee el trabajo de Raúl Larra como una reivindicación necesaria. Lee un párrafo que comparten las páginas 143 y 144 en el que se mencionan la pierna de duraluminio y el taller de Lanús. Se convence de que se trata de la misma pierna que ha encontrado en su ropero y que no ha tirado a la basura solo para evitar posibles reclamos de los dueños. De su pasado ácrata conserva un ateísmo militante. Aun así, en lo fortuito del episodio cree vislumbrar aquello que otros llaman sentimiento religioso.
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Esperando a Emilia, por Francisco Barreiro


Una mujer en la vida de un hombre, y un hombre que no desea más que estar con ella. O tal vez podríamos cambiar las proposiciones y decir que es una mujer la que está con la vida de ese hombre y que él se desvive por estar en ella. Así son las cosas en este cuento de Francisco Barreiro.


La conocí un viernes en el Gargantúa. Ahora que pienso, pareciera que todo empieza o termina algún viernes en el Gargantúa. De todas maneras, no quiero hablar de ningún viernes. El viernes es una erección saludable. El sábado es un buen orgasmo. Y ya sabemos lo que es un domingo. Un domingo es hoy. Al deseo y a la esperanza, Emilia los hizo sinónimos, pero esto no es poesía. Estoy resfriado, con la nariz tapada, con tos seca y con resaca: esto no puede ser poético. Cuando tuve oportunidad de pensar en mi deseo y en mi esperanza, ya todo esto se había convertido en una mierda. Ya tenía una banda elástica en la muñeca y me aplicaba pequeños latigazos cuando me acordaba de ella. Ponete una gomita, dijo mi viejo, te acordás que yo tenía una siempre cuando vos eras chico. Terminé entendiendo que era más fácil picarme con la gomita cuando no me acordaba de ella. La gomita no sirve, pensé, pero escribir siempre me hizo bien. He decidido escribir todo sobre Emilia en este cuaderno, hasta que no quede ni un espacio en blanco. Es un librito/agenda que le compré a un tipo por la calle. Yo no tenía casi plata, tampoco gano mucho (cobro por día y muy poco) ¿No le querés regalar algo a tu novia?, preguntó el tipo. Ese es el problema, dije. ¿Te peleaste?, dijo. Algo así. Me habló de que las minas tienen esas cosas, de que si uno se pone a pensar en todas las minas que hay y etcétera. El cuadernito está forrado con papel de diario y en la portada hay una foto de dos niños sentados en bancos de escuela. Parecen hermanos. El más grande mira atento hacia el frente, rígido en su silla; el chiquito, agarra un lápiz como lo haría un mono y mira el reloj de pared, un metro más arriba. El reloj divide y separa a los dos hermanos. Tal vez eso sea lo que nos separa a todos. No, no puede existir una sola cosa que nos separe. Que la muerte nos une, es algo que sabemos todos (Fabricio no se cansa de decírmelo). Pero no fue el tiempo lo que me separó de Emilia. Tuvo que haber otra causa. Sé que en el fondo escribo esto creyendo que puede tener efecto sobre las causas que rigen la vida. Tal vez, muchas palabras en un papel, me traen a sus pómulos exagerados acá y evito tener que perseguirla para que me diga que ya está; que ya fue; que soy un tipo copado; inteligente pero…Pero la concha de la lora, ¡el ex novio la ataba!, la mordía, le pegaba y a ella le encantaba. Imagino a ese enfermo de mierda yendo a comprar una soga a la ferretería y ella poniéndose contenta. Ella atada. Emilia atada. Una negra hermosa atada como Tupac Amaru, con pezones de tres centímetros que pueden decapitarle la pija a Lacan y a todos sus parientes. Ayer le dije, ¿hoy cenamos algo sano?, anoche nos emborrachamos como si el suicidio fuera la segunda opción. Sí, dijo ella, pero dejame que te confirme, no te quiero hacer perder tiempo como la otra vez. Avisame, dije yo, por sí o por no, pero avisame.
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El paraíso, por Elida Saidler


Elida Saidler nació y vive en Buenos Aires. Es médica. Su libro de relatos La Resistencia de los Árboles obtuvo la segunda mención en el Régimen de fomento a la Producción Literaria 2012 del Fondo Nacional de las Artes. 

El ruido, un chirrido largo y sostenido, no la despierta. Desde las cinco Elvira está con los ojos abiertos, el cuerpo laxo demorado en la tibieza de la cama. La mano huesuda roza a contrapelo el lomo de la gata, hecha un ovillo en su cintura, como si no hubiera en el mundo nada más que hacer. La radio está prendida. Las voces sobrevuelan la habitación pero ella ignora las palabras. Cuando una luz débil se cuela por la banderola y dibuja gotas de polvo en el aire, la gata salta de la cama y escapa al patio. Elvira se pone el audífono y escucha las noticias con poco interés hasta que anuncian el pronóstico del tiempo, sol pleno después de una semana de lluvias. Hoy es el día, piensa, tengo que preparar todo; pero se queda en la cama, la mirada perdida en las manchas de humedad del empapelado.
     A las ocho el ruido intenso, metálico invade el aire. Elvira lo reconoce. Sabe que en minutos llegarán las voces de los obreros desde la calle. La lluvia fue una tregua. Se levanta con energía pero enseguida tiene que apoyarse en la cómoda. Hice todo lo que dijiste, tengo todo listo, dame fuerza viejo, le murmura a su esposo que sonríe imperturbable desde la foto con marco dorado. Dame fuerza madrecita y acaricia el manto celeste y blanco de la virgen de porcelana. Elvira se cubre el cuerpo magro con una bata y se envuelve en un chal tejido; cruza el patio y sale al jardín, arrastrando las chinelas. En los canteros las rosas se curvan cargadas de agua.
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A media voz, por Mariana Travacio


Mariana Travacio (1967) nació en Rosario, vivió en São Paulo y actualmente reside en Buenos Aires. “A media voz” fue finalista en el Premio Juan Rulfo (París, 2012) y en el Premio Ángel Ganivet (Helsinki, 2012). Sus libros de cuentos Hendijas, Ausencias y Perpetua disolución fueron finalistas, respectivamente, en los concursos Adolfo Bioy Casares (Argentina, 2012), Caza de letras (México, 2013) y Eugenio Cambaceres de la Biblioteca Nacional (Argentina, 2013).

Pero si con la edad nos da por repetir ciertas historias
no es por demencia senil, sino porque algunas historias
no paran de ocurrir en nosotros hasta el final de la vida.
Chico Buarque

Esta historia me persigue sin descanso. Me acecha de noche, cuando apoyo mi cabeza en la almohada. Basta que apague la luz para que se me aparezca: Angelita sentada en el patio y Teresa ofreciéndole un té; o Angelita en su mecedora y Teresa cortando las verduras para la sopa. Y si llego tarde y me quedo dormida apenas apoyo la cabeza en la almohada, es peor. Porque las imágenes que se me aparecen en sueño son mucho más vívidas que los recuerdos que me invaden en la duermevela: veo a mi padre de pie frente a una puerta rota, o a las vecinas haciendo collares en la terraza, o hamacándose en el zoológico; siempre quiero alcanzarlos, pero una bruma los envuelve, y desaparecen. Y me quedo sola, un poco huérfana. Yo no sabía cuánto esta historia iba a molestarme, pero voy entendiendo que tengo que hacer algo con ella. Acaso alcance con describir las imágenes que me persiguen. Después de todo, sólo quiero agotarles la persistencia.
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Las palabras, por Juan Cortázar


Juan Cortázar nació en Lima, Perú, en 1964 y actualmente viven Buenos Aires. Ha publicado la novela corta Tantos angelitos (Buenos Aires: Ediciones Del dragón, 2012). Su novela El habitante fue finalista en el concurso de narrativa Eugenio Cambaceres 2012, organizado por la Biblioteca Nacional de Argentina. “Las palabras” es uno de los cuentos de un libro que tiene en preparación.

Me gustan los hombres, dice él, un tipo ya maduro, con poco más de cuarenta años. Lo hace sin mirar a la terapeuta, que permanece en silencio. Piensa en las palabras que ha pronunciado, mientras sus dedos juegan con la cadena de plata alrededor de su cuello –un gesto automático, inconsciente, clara señal de ansiedad desde su juventud- y siente la necesidad de completar la frase me gustan los hombres con un eso creo… No se siente cómodo con el añadido, pero de alguna manera amortigua lo tajante, ¿lo hiriente?, de aquella frase. La terapeuta interviene, da vueltas a la idea de que sus sentimientos son por completo normales, luego pregunta: ¿qué piensa hacer ahora? Sin prestar mucha atención a la inquietud de la terapeuta, él sigue concentrado en la necesidad que tiene de atenuar la dureza de sus palabras con el eso creo. Es porque me ha tomado la mitad de la vida llegar a decir esto, piensa y recuerda las mil y una maneras en que su cuerpo, sus ojos, le insinuaron su preferencia, con terquedad. Pero él no escuchó, o no quiso, o no pudo escucharse. ¿Es posible oír algo que no se dice? Vienen a su memoria los últimos años de su largo matrimonio, desnudo sobre la cama, con ella, los intentos de actuar tal cual se esperaba de él. Sí, qué fuerte era el miedo.
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El taf, por Omar Saavedra Santis


Omar Saavedra Santis (Valaparaíso, 1944) es uno de los más destacados escritores latinoamericanos que se dieron a conocer en los tiempos del llamado “post-boom”. Los treinta años vividos en el exilio aún no han dejado de postergar el encuentro entre buena parte de su obra y los lectores hispanohablantes; novelas, relatos y piezas de teatro y radio que fueron publicadas en alemán y difundidas también en polaco, ruso, inglés, japonés, entre otras lenguas, y que todavía hoy esperan ser leídas en la lengua en que fueron soñadas. 
     Afortunadamente, en 2010 publicó en España un volumen de relatos, El legado de Bruno (Editorial Alcalá) y, un año después, en Chile su novela Prontuarios y claveles (Simplemente editores, 2011).
     El taf es un cuento inédito que Saavedra Santis, como en otras ocasiones, ha tenido la generosidad de compartir con EdM. Como en el resto de su obra, en El taf late en cada línea la ironía y la exquisita erudición sobre todo –en Saavedra Santis las bibliotecas también ríen y las calles se leen!-, y una lengua que no se conforma a respirarse sola, ni en un solo lugar, ni siquiera en el presente.

A Jaime, mi hermano

Lovers and madmen have such seething brains,
Such shaping fantasies, that apprehend
More than cool reason ever comprehends.
The lunatic, the lover, and the poet,
Are of imagination all compact…
(William Shakespeare, “Midsummer Night´s Dream”)


La historia, si se la puede llamar así, me la contó Roberto A., quien además, como me enteró esa tarde, llegó a cultivar una relación, digamos si se quiere de amistad más o menos estrecha, con Borges, el escritor, en los últimos años de la vida deste. Mi tono de duda es porque sé lo que el propio Roberto A., y todo el mundo sabe: que Borges confundía a menudo amigos con oyentes. Confusión que alcanzaba incluso a Bioy, mucho antes que a Borges le diera por confundir también a lazarillas con amigas.
   
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Perfiles: Labordeboy, Cotton Cowboy, 2013 de Félix Busso, por Mónica Yemayel


La inquietante experiencia de video-retratos de Félix Busso estrenada
en el Centro Cultural de España a principios de mayo.




Por las noches, en Labordeboy, sólo quedan iluminadas dos de las cuadras del boulevard principal. Una pista corta en un pueblo oscuro de 120 km2 y 1200 habitantes. Martín trabaja de día y entrena de noche en su bicicleta de competición. Repite cuatrocientas veces el recorrido de doscientos metros, bajo las farolas de luces blancas. Va y viene sin parar, los amigos lo saludan, le tocan bocina. Uno maneja un camión, ese fantasma gigante que persigue a los ciclistas de ruta; acelera y le acerca la trompa, bien cerca, y clava los frenos, con ruido. Martín no le hace caso, sigue pedaleando. Ya conoce las bromas del pueblo. Otra vez: acelera, la trompa cerquita, ríe, calcula mal y lo toca. La bicicleta vuela y se parte; Martín vuela, se quiebra varios huesos y no sube a una bicicleta nunca más.
     
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El eclipse, por María Elena Spina


El viento por fin se había calmado y el lago era un cristal inmenso y liso, verde claro hasta el veril y después azul profundo. El borde del agua formaba sobre la playa una línea quieta. Estábamos sentados sobre las piedras, Lucho y yo. Adela no había vuelto de la cascada. Los chicos se habían alejado, veíamos sus siluetas, los tres parados sobre una roca plana, con sus cañas, ahí donde la playa terminaba y empezaban las piedras grandes. A veces oíamos un grito o una risa en el aire inmóvil. El mate estaba tibio y hundíamos el pan directamente en el pote de mermelada. De atrás nos llegaba el perfume áspero de las rosas mosquetas, calientes del sol de todo el día.
 
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RELATOS

La coronación del peón, por Leticia Martin


Una noche de julio traté de cruzarme a Bernardo Balderoa. Sucedió del siguiente modo. Fui a un lugar que se llamaba Pitágoras, por la avenida Medrano, y subí las escaleras sin pensarlo mucho. Hacía varios años que vivía en Buenos Aires pero tenía la ansiedad de una chica del conurbano que se siente en otro pozo. Me abrió la puerta una mujer emperifollada que me preguntó si era socia. Le dije que no, pero que quería, y alcé la vista para recorrer el vestíbulo. Las aberturas selladas en vitrales de colores me recordaron la primera vez que pisé Las Violetas. Los ojos no me alcanzaban para verlo todo. La mujer sacó un libro de actas y anotó mi nombre con una caligrafía casi perfecta. María Amelia Bergenmacher. Ese nombre le di, y la edad adulta de dieciocho años. Después, mientras le pagaba la mensualidad, la mujer me explicó una mecánica muy simple de cómo participar del club.
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