APUNTES

Confesiones de un librero: El personaje, por Raúl Tamargo

 
   -Usted no se acuerda de mí –saluda el hombre.
   Está en lo cierto. Él, en cambio, recuerda bien que hace unos años consiguió en mi librería una obra que buscaba desde hace tiempo. No hay nada especial en ello; todos recordamos los sitios donde nos encontró la suerte. Tampoco resulta extraordinario que elaboremos una ley general: si allí encontré algo que buscaba, todo lo que busque en adelante allí lo encontraré.
    El visitante se muestra decepcionado al comprobar que, al menos esta vez, su presunción es falsa, pero se repone pronto. Tiene el don de la conversación. Me entero entonces que vive en una pequeña ciudad de la provincia de Buenos Aires, que es médico, que acaba de visitar un nuevo hospital del conurbano y que esa obra reciente ha reforzado su simpatía por la presidenta; un prefacio para decir lo que ha venido a decirme:
    -Usted, para mí, es todo un personaje.
   Le pido precisiones, pero obtengo vaguedades: los anteojos, la computadora que consulto, el escenario en que me muevo. Fotografías que no alcanzan para construir un personaje, según pienso.
   El hombre se va; sus palabras, no. Yo, que paso muchas horas en el lugar del observador, también soy observado. Convertido en personaje, habrá cosas de mí que todavía no conozco. El visitante (un hombre mayor, un hombre sabio) se las ha llevado. No como quien roba algo, sino como quien se reserva alguna cosa para que se lo recuerde.

Raúl Tamargo
Buenos Aires, EdM, septiembre 2012 Seguir leyendo
APUNTES

Sobre La preponderancia de lo pequeño, de Daniela Rico Artigas, por Pablo Luzuriaga




El 9 de noviembre de 1989 fue tirado abajo el muro en Berlín. Ese mismo mes otro muro compuesto por ladrillos de ideas era levantado desde la capital de los Estados Unidos para los países latinoamericanos: la primera formulación del Washington Consensus elaborada por John Williamson contenía ya el paquete de medidas que reformaría las economías de Latinoamérica a la manera de una fatalidad. Disminución del gasto público, liberalización financiera, presupuestos sin déficit, apertura de barreras comerciales y de inversión, desregulación de los mercados, protección de la propiedad privada y privatizaciones; al otro lado de este nuevo muro, que ya no separaba zonas geopolíticamente enfrentadas, sino al pasado del futuro, quedaban cantidad de palabras que de inmediato se habían vuelto obsoletas: imperialismo, dominación, revolución, ideología, izquierdas y derechas. El muro del “consenso” caería años después junto a las Torres Gemelas en septiembre de 2001; en nuestro país, su caída estrepitosa llegaría tres meses más tarde. La crisis del 19 y 20 de diciembre fue un acontecimiento que también afectó a la sensibilidad, a la percepción, como si hubiera habido algo entre los ojos y las cosas que de golpe se hacía polvo como las torres y nos permitía ver el “en sí” del mundo. Esa sensación de pasaje, de vivir dentro de un paréntesis, que experimentamos los argentinos durante el verano de 2002 es la que compone la atmósfera de La preponderancia de lo pequeño, la obra escrita y dirigida por Daniela Rico Artigas que se encuentra en cartel actualmente en el Teatro Vera Vera.

   Decimos que de esa sensibilidad está compuesta la atmósfera de La preponderancia... porque las referencias concretas a la crisis, aunque pocas, son el punto de la trama. Germán (Román Melendrez), el personaje que estructura el relato, vivió el corralito del lado de adentro: el estallido lo encuentra empleado en un banco, observa de frente a los ahorristas enfervorizados golpeando las puertas de su trabajo, ve cómo sus compañeros estallan en crisis nerviosas y él mismo, a través de esa vivencia, sufre un profundo proceso de transformación. La obra comienza in medias res, Germán ya en plena crisis se encuentra arrojado sobre el sillón de la casa que comparte con Dulce (Mercedes Ferrería) su explosiva amiga de la infancia en Venado Tuerto. De esa ciudad al sur de la provincia de Santa Fé, está por llegar Nahuel (Gabriel Reich), el primo de Germán. Los tres van a compartir el mismo departamento a lo largo de la obra, en ellos toma cuerpo la atmósfera de incertidumbre y cambio que sucede afuera y de la que nos llegan pocos datos. “Afuera se está juntando gente, vamos a ver”: en Nahuel, ese nuevo mundo que hay “afuera” se traduce en su viaje de la provincia a la capital; en Dulce, el cambio crítico está cifrado a través del vínculo que mantiene con su madre con quien al principio de la obra no se habla por algún motivo traumático que no conocemos pero que se nos presenta terrorífico; en Germán, por último, la atmósfera de pasaje, la lógica del umbral o el paréntesis, el puente, la conexión, la vía de escape o el punto de fuga se va a traducir en su poesía, se asume poeta, impulsado por una necesidad.
    De empleado bancario a poeta que vende sus escritos en trenes y subtes, Germán afirma que de la escena puertas adentro del banco se vio impulsado a irse y escribir. Durante la obra va tomando notas en sus cuadernos Gloria, apuntes para futuros versos, ideas que toma del aire como mariposas que llevan un secreto: susurran algo sobre las cosas, lo hacen entrar en contacto con “la cosa”. Mientras Germán se encuentra en pleno proceso de metamorfosis aparece una artista española, Fernanda (Carolina Ferrer), quien de incógnito le toma una serie de fotografías que lo capturan en plena crisis nerviosa. Como si fuera una viajera naturalista que encontró en medio del descalabro social de aquel verano de 2002, escondida entre la selva de gases lacrimógenos y piedras que vuelan, una crisálida en pleno cambio metabólico y morfológico, una ex oruga-bancaria que está a punto de volverse mariposa-poeta. A través del personaje de Fernanda, la artista conceptual del siglo XXI que repite el gesto del viajero naturalista del siglo XIX, La preponderancia de lo pequeño transforma, en los términos de una reflexión, a la historia en naturaleza: ¿se puede ver la historia?
    Para insistir con la idea de estar en medio de las cosas, donde prepondera lo pequeño, in medias res también sabemos acerca de la escena donde fueron tomadas las fotos. Germán entra al estudio de Fernanda y se observa retratado en las imágenes, ella le pide sus escritos, allí dialogan sobre una imagen que está en la poesía de Germán y que Fernanda quiere encontrar para capturar con su cámara: se trata de un instante que Germán anotó mientras deambulaba por el conurbano, una pareja de cartoneros besándose con pasión sobre el carro, donde “el beso era tan beso” y “el cartón tan cartón”. Germán reúne poesía y verdad, ahora que se “cayó la pared”, el velo de la convertibilidad, de la desregulación y las privatizaciones, ahora que el sistema financiero dejó al descubierto su intrínseca falsedad, entonces él puede tener contacto con “las cosas”.
     Dentro del estudio de Fernanda, Germán se acerca a la pared invisible que se encuentra hacia donde está el público, la cuarta pared, y lleva su dedo índice hacia los espectadores. Fernanda lo detiene y le cuenta que esa es una obra suya que se llama “Las manos en la masa”, se trata de una imagen de la que nunca sabemos nada, pero que se presenta como un deseo de tocar imposible de no ser satisfecho, cuando el espectador de la obra de Fernanda pone su dedo sobre el objeto de deseo, de inmediato suena una alarma y se activa un mecanismo que dispara una fotografía y captura el rostro del espectador. Germán se queda un momento observando el artefacto invisible que está entre él y el público; no se nos dice más nada, es el momento en que “la masa”, “la cosa” se refiere al mundo que está fuera del escenario, más allá incluso del afuera que está dentro de las otras tres paredes.
     La preponderancia de lo pequeño pliega múltiples sentidos en variadas capas de su trama y los dispone al goce interpretativo: acciones, escenas completas, pequeñas líneas del texto que lindan el absurdo o apenas un cruce en algún diálogo, la figura metonímica entre las fotografías de Fernanda sobre el 2001 y la propia obra; en todas esas unidades de diferente medida esconde la problemática del carácter cognoscitivo del arte, “Son pobres, Germán” le indica Dulce cuando lo ve embelesado con su imagen de los cartoneros; “Ya lo leí, escribís contra mí” le dice Nahuel a Germán en otro momento, “no es contra vos, es sobre vos, sos vos y no sos vos”, responde el poeta.
     Al igual que en Bien bien, muy bien (2008), que contaba la historia de una familia decadente también en plena crisis, Rico Artigas en La preponderancia de lo pequeño intenta resucitar la atmósfera de un tiempo pasado, como si para hablar del estallido de 2001 fuera necesario primero recordar cuáles eran los aromas que circulaban por la ciudad de Buenos Aires, cuál era la sensibilidad que estaba en pleno cambio.


Pablo Luzuriaga
Buenos Aires, EdM, Septiembre 2012


Daniela Rico Artigas es dramaturga, directora y actriz, trabaja en dos obras que están en cartel: La manchada y Casi que no está). Bien bien, muy bien (2008), obtuvo una mención en el Concurso Metrovías de Guiones de Teatro.

La preponderancia de lo pequeño se puede ir a ver los días Jueves a las 21hs. en Vera Vera Teatro, Vera 108 (Almagro), CABA.
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Agosto/12

Escriben este mes:   // Bertorello /
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/ Martínez  // A. Rodríguez /F. Rodríguez //  /
/ Scavino // Tamargo /Vitagliano /
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PIES DE IMAGEN

El anarquismo de Jesucristo, por Alcides Rodríguez


El mundo está firmemente dominado por un poder maligno y tiránico que posee una capacidad de destrucción casi ilimitada. La situación es insoportable. El sufrimiento de las víctimas, intolerable. Súbitamente suena la hora señalada. El diabólico poder que ha tiranizado a la humanidad desaparece, definitivamente derrotado por los santos de Dios, los elegidos, el pueblo santo, que surgen victoriosos para heredar el dominio sobre toda la Tierra. El nuevo reino supera en gloria a todos los anteriores, inaugurando la última, eterna y feliz etapa de una hermanada humanidad. Es el fin de la Historia. 


El relato apocalíptico comenzó a tomar forma a partir del 63 a.C., cuando Pompeyo convirtió a Palestina en una provincia romana. En ese nuevo contexto la antigua idea del Mesías liberador tomó una fuerza inaudita entre las diversas corrientes del judaísmo radicalizado de la época. El Fin de los Tiempos estaba allí, al alcance de la mano. Años más tarde comenzó a ser un problema para judíos y cristianos decidir qué hacer con los relatos apocalípticos a la hora de fijar el canon bíblico. A medida que el cristianismo se fue consolidando en la estructura imperial romana estos relatos se volvieron antiguallas incómodamente explosivas. La inclusión de un único apocalipsis en el canon cristiano fue una cuestión bastante debatida. El gran peso de la tradición apocalíptica lo salvó de quedar afuera. 


Si bien los textos bíblicos han legitimado infinidad de situaciones de desigualdad social, es cierto que también le han dado letra a situaciones revolucionarias. “Cuando Adán cavaba y Eva hilaba, ¿quién era el noble?” se preguntaba en sus discursos el clérigo John Ball, líder de la revolución campesina inglesa de 1381. El teólogo John Wyclif sostenía en su De civili domino (1374) que según la ley de Dios todos los bienes debían ser comunes. Los seres humanos son iguales, sostenía, por el sólo hecho de descender de Adán y Eva. Argumentos similares guiaron a numerosas rebeliones campesinas y urbanas de los siglos XV y XVI. La Biblia fue también la principal fuente de las corrientes más radicales de la Revolución Inglesa del siglo XVII. Gerrard Winstanley, por ejemplo, sostenía en La ley de la libertad (1651) que el mismísimo rey Salomón había dicho que el hombre trabaja para gozar del libre uso de la tierra y sus frutos. La verdadera libertad de la comunidad descansaba sobre el uso libre de la tierra. 

En el verano de 1904 los obreros de la ciudad rusa de Bialystok celebraron una asamblea con la finalidad de organizar un plan de lucha contra los grandes capitanes de la industria textil. En cuanto se escucharon los primeros gritos de “¡Anarquía!” y “¡Viva la socialdemocracia!” la policía irrumpió violentamente en el local, arrestando e hiriendo a decenas de asambleístas. Un anarquista de dieciocho años, Nisán Fárber, decidió encargarse de la venganza. Armó varias bombas y, tras probarlas en un parque local, colocó una en la entrada del cuartel central de policía. La violenta explosión hirió a varios oficiales y mató al joven terrorista. 

Miembro de la organización Chórnoe Znamia (Bandera Negra), Fárber se transformó pronto en una leyenda. El 1º de mayo de 1909 una gran manifestación obrera en Buenos Aires fue ferozmente reprimida por la policía. La represión fue dirigida por el más implacable enemigo de los anarquistas, el comisario Ramón L. Falcón. Hubo decenas de muertos y heridos. Esta masacre también tuvo su vengador. Siguiendo el ejemplo de Fárber, un joven ácrata de origen ruso, Simón Radowitzky, preparó una bomba y se la arrojó a Falcón cuando volvía en su carruaje del funeral de un policía. Falcón murió horas más tarde en el Hospital Fernández. Preso en el penal de Ushuaia, Radowitzky se convirtió, al igual que Fárber, en una leyenda. 

Más de uno renovó su fe anarquista tras el crack de la bolsa neoyorquina de 1929 y la crisis del capitalismo de los años treinta. En 1930 Radowitzky quedó en libertad gracias a un indulto firmado por el presidente Yrigoyen. Ese mismo año el golpista general Uriburu tomaba el poder por la fuerza e inauguraba un gobierno breve pero fuertemente autoritario. Toda manifestación de la izquierda política fue duramente reprimida. Varios anarquistas fueron encarcelados, y otros fueron condenados a muerte y fusilados. A pesar del clima reaccionario reinante en el país, la revista Claridad anunciaba en 1936 la publicación de Cristo el anarquista, del brasileño Aníbal Vaz de Mello. Bajo el título original de Cristo, o Maior dos Anarquistas, la obra era una respuesta a la biografía del escritor nacionalista Plinio Salgado, en la que Cristo aparecía como un precursor del fascismo. Como era de esperar, la obra de Salgado se publicó y la de Vaz de Mello fue prohibida por el gobierno de Getulio Vargas. 

 Considerar a Cristo un anarquista no era una novedad en el Brasil. Como señala Carlos Rama, ya en 1920 el poeta Sylvio de Figueiredo había escrito un soneto dedicado a Jesús, en el que decía 

“¡Grande Anarquista! O pálida figura 
 de rebelado que, entre gente insana, 
 ousaste erguer, como una durindana, 
 o ingente brado contra a escravatura 
 e que, em contraste à podridão 
 romana, 
 e do opulento à orgia asquerosa e impura 
 sonhaste um dia a universal ventura, 
 a libertade e a redenção humana.” 

El Cristo de Vaz de Mello es un consumado revolucionario anarquista de gran fortaleza física y “prodigiosa potencia intelectual”, capaz de asociar “el individualismo de los espíritus al comunismo de las manos”. En la tapa del libro el Redentor está a punto de lanzar, a la manera de Fárber y Radowitzky, una bomba que destruirá la ultramoderna ciudadela capitalista. La explosión resultante seguramente impulsará al proletariado mundial a cumplir su misión histórica de destruir al capitalismo opresor. Como escribía el anarquista italiano Erico Malatesta, de sus ruinas surgirá una nueva sociedad que, ya sin Estado, patrones ni religión, estará regida por la bondad natural del hombre. La explotación y el sufrimiento desaparecerán para dar lugar a la fraternidad, la igualdad y la armonía entre todos los seres humanos. La humanidad vivirá eternamente libre y feliz. Una vez más, será el fin de la Historia. 

Alcides Rodríguez, 
Buenos Aires, EdM, Agosto 2012
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APUNTES

Secretos de librero: El olor de los libros, por Raúl Tamargo


El muchacho revisaba la batea con libros de oferta, dispuestos verticalmente. Los movía con el dedo índice y sostenía con el pulgar los ya inspeccionados. Cuando la extensión de la mano llegaba a su límite, terminaba el ciclo y comenzaba uno nuevo. A menos que en medio del proceso encontrara algún libro de su interés. En ese caso, lo levantaba con las dos manos y se lo acercaba a la nariz. Repitió la operación varias veces hasta que consiguió lo que buscaba. Cuando se acercó a la caja, algo en su expresión me impidió preguntar, aunque me comía la curiosidad. Pagó su libro sin decir una palabra y se fue. Me acerqué a la batea y olí, uno por uno, los primeros diez o quince libros de la hilera. No percibí nada especial; aspirando fuerte, con la nariz pegada en el doblez de las hojas,  me llegó apenas un ligero olor a humedad en alguno de ellos. 


Quince días después, el muchacho volvió. Repitió los gestos de la primera visita. Se acercó hasta la caja con la misma cara de pocos amigos, pero esta vez me decidí a preguntar. Demoró en responder. Pasaba las hojas como si aireara el papel. Hacía cálculos, concluí después. Con amabilidad inesperada, me explicó que ese libro le llevaría entre dieciséis y veinticinco horas de lectura. Mucho tiempo para compartir el mal olor, me dijo. Y agregó: nunca lo admitiríamos en una mujer ¿verdad? 

 Raúl Tamargo 
 Buenos Aires, EdM, agosto 2012
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ESCRITORES EN SITUACIÓN

Máquinas para escribir: De Lord Byron a Bioy Casares y las computadoras, por Miguel Vitagliano


El fuego consumió rápido la fábrica de hilados. Cientos de hombres y mujeres entregaron a las llamas la máquina tejedora que había venido a arrancarles el trabajo y condenarlos a la miseria. Esa noche de abril de 1811 ardieron decenas de fábricas textiles en Inglaterra, no sólo en Nottinghamshire, también en York, Lancashire y Derby. Miles de soldados fueron encomendados a la represión. Pronto se sumaron espías para localizar al líder que había levantado a las masas contra las máquinas y el progreso. Pero no pudieron encontrar a Ned Ludd: no era más que el nombre que todos repetían y que estaba escrito con carbón en los muros. La lucha de los luddistas tardaría en apagarse cuatro años, aun cuando en febrero de 1812 el parlamento inglés aprobó la pena de muerte para cualquier individuo sospechado de simpatizar con el movimiento. El único en alzar la voz en contra de la ley fue Lord Byron con su “Defensa al Luddismo”, la primera vez que ese nombre de todos se escribió con la pluma y la tinta de un poeta: “Es más fácil fabricar personas que maquinarias/ Y más valiosa la mercancía que una vida humana.” 


Lord Byron murió de cólera en 1824, mientras combatía por la independencia de Grecia. Lejos de la suerte de los luddistas, y muchísimo más lejos de la hija que había abandonado en la cuna en 1815. Nunca imaginó que las máquinas tejerían su propio juego de azar. Nadie sabe tampoco cuál habría sido su reacción de haber conocido las máquinas de escribir. 

Cien años después no fueron pocos los escritores que se resistieron a usar las Underwood, menos por reconocerse epígonos del luddismo que por reconocerlas máquinas. Y la situación se redobló en la década del 80 con los procesadores de texto. ¿Escribir sobre una pantalla como si fuera la televisión? García Márquez salió en defensa de la nueva tecnología y compartió con sus lectores las ventajas que le había dado escribir en una Macintosh plus su novela El amor en los tiempos del cólera: la presión de una tecla había bastado para que el nombre de un personaje cambiara luego de cien páginas de existencia. Era 1985, y un año antes João Ubaldo Ribeiro hacía público que su novela Viva el pueblo brasilero había sido escrita con una IBM y que una nueva era se abría para los escritores. Osvaldo Soriano contaba haber cambiado su Lettera 22 por una computadora para escribir su cuarta novela, A sus plantas rendido un león, y mencionaba en un artículo (“La escritura electrónica…”, Crisis, mayo de 1988) a diez autores argentinos que ya habían hecho lo mismo. El registro daba cuenta de un debate tragado por la aceleración de las últimas décadas. 

Macintosh terminó por ganarle la pulseada a IBM en pocos años; su sistema no precisaba ningún saber operativo, era cuestión de clickear en la pantalla el ícono de lo que se buscaba. El vestigio de cualquier proceso mecánico quedaba borrado, o borroneado, para dar lugar a la eléctrica instantaneidad. Luz, iluminación y razón siempre estuvieron simbólicamente asociadas. Las máquinas de escribir declinaron a la cuenta del resto animal en nuestra evolución. El problema ya no era morder la manzana sino ser parte de Apple Mac, como proponían en esos días las narraciones cyberpunk: individuos cruzados con terminales de computadoras, organismos en los que el tejido humano se combinaba con plaquetas digitales. 

Jamás imaginó algo semejante el padre de la computación, Charles Babbage (1792-1871), cuando, desde 1812, puso todo su empeño en inventar una máquina que ejecutara programas para hacer cálculos. Quizás sí Ada Lovelace (1815 -1852), la joven matemática que se sumó a asistirlo en la investigación. Ella parecía más dispuesta a tomar por asalto el porvenir. ¿Habrá tenido en cuenta que textos y tejidos compartían una misma etimología? Solía decir que la máquina analítica que preparaban tejería fórmulas algebraicas con la misma facilidad que un telar componía guardas de flores, y que algún día hasta podría ser programada para escribir música. Eran sueños en los que Babbage la acompañaba a prudente distancia, aunque estaba tan enamorado de ella que no puso reparos en ayudarla con los cálculos probabilísticos para usar en las carreras de caballos. Ada perdió su fortuna en las apuestas, pero, como dice Pablo Capanna, “nos dejó sus brillantes intuiciones sobre el futuro de las computadoras” (“La increíble vida…”, Página 12, 4-XII, 04) antes de morir a los 36 años; es decir, a la misma edad que su padre, Lord Byron, a quien no recordaba haber visto desde su cuna. En 1984, mientras que el cyberpunk hacía su aparición con la novela Neuromante de Gibson, el Departamento de Defensa de EE.UU. puso en circulación un programa al que llamó Ada, en honor a la mujer que había soñado que las computadoras diseñarían los destinos de los individuos. 

Sentado frente a su Mac, que ya no era la misma que había utilizado para sus dos libros anteriores, William Gibson escribió, en coautoría con Bruce Sterling La Máquina diferencial (1990), una novela en la que se destejía la historia para componerla de otro modo: Ada y Babbage lograban inventar lo que no habían inventado, y Lord Byron sobrevivía a la independencia griega y se convertía en un hombre poderosísimo en Inglaterra. 

La novela se publicó en el umbral de un tiempo decisivo. Dejaba atrás los años de la Guerra Fría en los que un llamado en el “teléfono rojo” era la salvaguarda ante la hecatombe mundial, y dejaba paso a lo que en tres años sería el uso comercial de internet a través de las redes telefónicas. En la imaginación de Ada Lovelace no hubo lugar para predecir algo tan lejano como internet. Lord Byron, en cambio, había llegado más cerca de vislumbrar el presente cuando escribió sobre el riesgo de que la técnica fabricara individuos y disimulara la desigualdad social. Un temor que H.G.Wells interpretó en clave darwiniana en La isla del doctor Moreau (1896), donde un científico transforma animales en seres humanos, y que Adolfo Bioy Casares urdió en clave visual en La invención de Morel (1940): la máquina retiene y reproduce escenas con la ilusión de la eternidad, pero al mismo tiempo que consume la vida de los individuos. Esa máquina fue interpretada como un anuncio de la televisión, de los hologramas, de la realidad virtual, de la vampirización de la mirada, de los simulacros de las “dobles vidas” en la red, y acaso también se la pueda ver como una máquina para escribir: el lugar en el que convergen la pérdida de una vida y el deseo de construir otra. 

Pero Bioy Casares no utilizaba máquinas de escribir, prefería escribir a mano, con rasgos firmes y muy velozmente, como destacó Hermes Villordo (Genio y figura de A.B.C, 1983). Una sola vez entró en su casa una computadora, fue el viernes 15 de marzo de 1996, cuando Clarín llevó un equipo para que el escritor dialogara con lectores de todo el mundo a través de internet. “¿Así que hay alguien preguntando desde Chicago? ¿Y desde dónde más hablan? ¿Eso se ve en la pantalla?”, preguntó Bioy Casares acercándose al monitor a la persona que transcribía sus comentarios. Uno de los participantes quiso saber qué sentía estando frente a una máquina que hacía preguntas. “Trato de sobreponerme. Yo he inventado máquinas, como en La invención de Morel. Pero fueron invenciones falsas, puramente literarias.” 

La nota destacaba que era “la primera vez que un autor argentino conversa con sus lectores a través de la red de internet” (E.Martínez, Clarín, 17/III/96). En la fotografía que ilustraba el evento, Bioy Casares sigue sentado para siempre frente a la computadora y la pantalla; es decir, simulando estar a punto de volver sobre el teclado y el mouse que nunca tocó. 

Miguel Vitagliano 
Buenos Aires, EdM, agosto 2012
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MAPAS COMPARTIDOS

Palabras: “Energúmeno”, por Dardo Scavino


os griegos no tenían inconvenientes en aceptar que los dioses pudieran poseer a los humanos. Y a esta experiencia, común a las pitonisas, los poetas y a todos quienes profiriesen, alguna vez, vaticinios, la llamaban en-théon o en-thou-siasmos, vocablos que significaban “inspiración” aunque aludieran literalmente a la ocupación del interior por una divinidad. Pero sin llegar hasta esta experiencia esporádica, el simple daimon era una potencia divina que ejercía su influencia sobre cualquiera trazándole, por este motivo, un destino. Que este daimon haya ido asumiendo la forma de un “genio”, nadie lo ignora: el buen o el mal “genio”, sinónimo de buen o mal carácter, también le trazaría un destino a los sujetos. 


Los primeros cristianos creían todavía en los raptos proféticos que las iglesias pentecostales recuperarían más adelante bajo la calificación de “carismáticos”. El misterioso “don de lenguas” se explicaba, según ellos, por la intervención del Espíritu Santo (es decir, y esta vez literalmente, por la divina “inspiración”). Pero San Pablo ya había desalentado esas prácticas entre los miembros de las comunidades cristianas, sugiriéndoles que se limitaran a seguir la palabra de Cristo y amarse los unos a los otros. 

Con el paso de los siglos, sin embargo, esas posesiones se convertirían en intervenciones inexorablemente maléficas o demoníacas. Todo ocurre entonces como si esa potencia divina que los griegos llamaban daimon se hubiese transformado en ese ser maligno que toma posesión de las almas destituyendo el gobierno de la razón y precipitándolas, como consecuencia, en la locura. Alberto el Grande llamaba obsessus (literalmente, sitiado) a la persona poseída por el demonio. Y su discípulo Santo Tomás lo llamaría, retomando un vocablo griego, energoumenos. Este participo pasivo significa “ser actuado”, agitado” o “movido”, como si el cuerpo de una persona obedeciera a la voluntad de otra.

De modo que no había ya, para el doctor angelicus, una buena y una mala posesión: cualquier interferencia en la autonomía del sujeto resultaba, para él, maléfica o irracional. Y aunque el vocablo energúmeno no tenga ya la dignidad satánica de antaño, conserva las connotaciones despectivas que adquiriese en esos tiempos. Es cierto que, algunos siglos más tarde, palabras como entusiasmo o genio, desposeídas de sus dimensiones teológicas, recuperaron su buena reputación. Pero no dejaron de mantener, aun así, su vínculo con la locura y la irracionalidad en el ámbito de la creación artística. E incluso estas experiencias, que el romanticismo había resacralizado, y que van a guardar este estatuto hasta bien entrado el siglo XX, perdieron, como cualquiera sabe, su aura. 

Tal vez consideremos que resulta muchísimo más racional creer en la autonomía del sujeto que en aquel conjunto de fuerzas oscuras que afectaban sus comportamientos. Tal vez supongamos que el hecho de rendirle culto a esa presunta independencia del individuo nos salve de alguna de esas maldiciones políticas que se abatieron sobre varias poblaciones a lo largo del siglo XX. La mayoría de las disciplinas sociales, no obstante, pusieron en entredicho hace rato ese mito narcisista de la autonomía del sujeto. Esta creencia subsiste, aun así, como tantas otras, religiosas, tal vez porque repose sobre ella la supervivencia de algunas instituciones, como las elecciones libres y el igualmente libre mercado. 

Dardo Scavino 
Bordaux, Francia, EdM, agosto 2012
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RELATOS

Unos ojos fatigados, por Guillermo Martínez


El hombre que me abre la puerta es viejo, aunque no de los más viejos que me han tocado. Tiene unos ojos fatigados, con esa fragilidad algo acuosa de la edad, pero la mirada es lúcida, casi hiriente, y sus maneras son dignas y calmas. Cierra la puerta y se mueve lentamente de regreso a su sillón como si fuera un trayecto peligroso en el que tuviera que poner sumo cuidado; sólo cuando logra sentarse me indica otro sillón enfrente de él. Se sirve un vasito de licor de una botella facetada con una mano que tiembla ligeramente. Un Parkinson todavía controlable. 

    --Discúlpeme por la hora -me dice-; espero no haberlo despertado. 
    --No, duermo muy poco -lo tranquilizo-. Y realmente quería salir, en todo el día no había tenido llamados. 
    --¿No llaman mucho, entonces? - Sus párpados se alzan un poco; las pupilas son de un color celeste acerado, pero a la luz de la lámpara se ven casi grises. 
    --Sí llaman. Bastante. Más de lo que nadie hubiera supuesto en un principio. Sólo que no me llaman a mí
    --Entiendo -dijo-: vi los otros avisos. ¿Qué prefieren? ¿Mujeres? ¿Sacerdotes? 
    --Mujeres, supongo, sí. Pero no en un sentido sexual, casi nunca. Buscan caras parecidas. A la madre, a una antigua novia; alguien que les recuerde a un ser querido. Pero también hay modas. Muchos piden enfermeras, o médicos. 
    --¿Y quiénes lo piden a usted? -su mirada parece por un momento irónica pero la atenúa enseguida una sonrisa cortés.
    --Ex-académicos, sobre todo. Universitarios, escritores. Gente que todavía tiene bibliotecas, como usted, y quieren una conversación "filosófica". 
   --No, no se preocupe, nada de conversaciones. Sólo quiero terminar mi copita. ¿Puede creer que ellos intentaron enviarme un verdadero filósofo? 
    --Bueno, se supone que tienen que intentarlo todo. ¿Cuántos embajadores tuvo?
    --¿"Embajadores"? ¿Así los llaman? - Se sonríe y mueve la cabeza-. A veces pueden ser verdaderamente graciosos. Fueron nueve en total, llevé la cuenta. Son realmente ingenuos, estuve a punto de escribir un último ensayo: el desfile de las razones para seguir. Me enviaron incluso una prostituta, una chica joven. Joven de verdad. Tuve que decirle: M'hijita, podría haberlo considerado... hace cien años! 
    --En general envían sólo tres. Pero escuché hablar de casos como el suyo. Son los que consideran una anomalía. Usted no es tan viejo, no parece enfermo, ni perdió las facultades mentales: yo veo únicamente un Parkinson muy suave. 
    --Sí, estoy sano, éso los desesperaba sobre todo. En un momento llegué a pensar que en realidad me estaban estudiando, debajo de distintos disfraces. O que era una clase de trampa legal, y que nunca dejarían de sucederse, uno tras otro. Pero evidentemente se resignaron, esta mañana me llegó el permiso oficial. Me dediqué a buscar la persona apropiada toda la tarde. Vi muchos avisos en la red, pero no sabía a quién llamar. Del suyo me gustó el título: Un final definitivo. Eso es exactamente lo que quiero: que sea definitivo- Suspira y deja en la mesa el vasito vacío-. ¿Lo tiene en el maletín? 
    Sus ojos vuelven a mirarme y otra vez me llama la atención el color cambiante de las pupilas bajo la luz. Apoyo el maletín en la mesita y lo abro con cuidado. Parece decepcionado al ver sólo una jeringa. 
    --No -dice-: tiene que ser algo más drástico. Si no le parece mal, voy a buscar mi escopeta. No pienso dejarles el cerebro. Son como buitres y están en todas partes: en las morgues, en los cementerios, en los hospitales. Sé que se infiltran incluso entre ustedes para recuperar la masa encefálica. 
    --Como usted quiera -digo. Lo dejo incorporarse y caminar dos pasos, hasta que me vuelve la espalda. Me acerco por atrás, le paso el brazo izquierdo debajo del cuello, abro la palma sobre la nuca y empujo con fuerza hacia adelante. Es el procedimiento alternativo, y se supone que preserva por unos minutos el flujo sanguíneo a la cabeza. Llamo por teléfono mientras doy vuelta con una mano el cuerpo reseco y delgado. Alzo con cuidado uno de los párpados para mirar la pupila de cerca. 
    --¿Recuperable o irrecuperable? -me preguntan.
    --Recuperable -contesto-. Pero cambié de idea sobre el trato. Prefiero quedarme con algo para mi colección. 
   --Sólo puede ser algo externo -me advierten. 
    --Los ojos -digo-. Creo que son antiguos. Creo que son auténticos ojos humanos.

Guillermo Martínez
Buenos Aires, EdM, agosto 2012
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NOTICIAS DE AYER

La guerra de los Antartes, por Pablo Luzuriaga


1957-1977 Dos figuras de los años setenta comparten la muerte trágica de la lucha revolucionaria (ambos fueron asesinados por un grupo de tareas entre el 77 y el 78) y desde esa muerte hacia atrás, un itinerario que sorprende por su paralelismo: treinta años antes de morir, en 1957, ambos escribieron sus obras más importantes, nos referimos a Operación Masacre, de Rodolfo Walsh y a El Eternauta, de Héctor Oesterheld. Un ensayo novelado y una novela gráfica que buscan al público masivo de la prensa, dos obras que nacen con los límites de los géneros trastocados y que entrecruzan como pocos otros casos en Argentina a la ética y la estética. En repudio de la Ley Domingorena, el 19 de septiembre de 1958, 300.000 estudiantes se movilizaron hacia Plaza del Congreso, finalmente a pesar de las movilizaciones hubo enseñanza privada universitaria y católica.


1983-2013 Tras la muerte de ambos escritores, las ediciones de estas obras clave de la tradición literaria argentina tuvieron mejores y peores momentos. Operación Masacre nunca dejó de editarse, Ediciones de la Flor desde que volvió la democracia repuso una y otra vez ejemplares de la edición definitiva del 72, revisada por el mismo Walsh. El Eternauta también estuvo a disposición de quien tuviera ganas de encontrarlo, aunque su búsqueda se restringió durante muchos años a alguna de las pocas casas de venta de historietas que durante los ochenta y noventa alimentaban el exiguo mercado local, muchos leyeron la novela gráfica en cuadernillos separados, otros en la edición de tapa blanda y algunos tuvieron el privilegio de la tapa dura, agotada durante años. El 8 de febrero de 1986, muere en una piscina militar el Ministro de Defensa de Alfonsín Roque Carraza.

1957-1977 Ambas obras, asimismo, entre que fueron publicadas por vez primera en el 57, y la muerte de ambos autores, también fueron reeditadas en distintas oportunidades. Lo particular del caso es que una y otra historia fueron a su vez reescritas, una práctica por demás excepcional, no hay muchos casos de escritores que vuelvan sobre una obra suya años después de ser publicada y la envíen de vuelta al público con modificaciones. Operación Masacre fue editada en el 59, en el 64, en el 69 y en el 72 con cambios realizados por Walsh. El Eternauta tiene tres versiones, la original dibujada por Solano López, la edición dibujada por Alberto Breccia (1969) y la versión completamente renovada que lleva por título La guerra de los Antartes. Hay quienes dirán que esta última es otra historia distinta a El Eternauta, lo cierto es que uno y otro caso relatan una invasión alienigena al planeta tierra desde el punto de vista de los argentinos que resisten frente a fuerzas desiguales. Durante mayo y septiembre de 1969 la ciudad de Rosario se levantó contra el gobierno de Onganía, en Mayo fue el Cordobazo y hubo puebladas también en corrientes, tucumán (1970), catamarca (1970), mendoza (1972), entre otras provincias del país.

1983-2013 Recién en el año 2009 Operación Masacre salió a la luz en una edición crítica a cargo de R. Ferro, la edición más completa hasta hoy que incluye la campaña periodística que dio origen al libro. También durante la última década, El Eternauta se volvió un objeto fácil de encontrar. Ambas obras aparecieron en la colección Los Clásicos de la Biblioteca Argentina del diario Clarín que hizo Ricardo Piglia en 2001. Fue durante la última década que ambas obras ingresaron masivamente al sistema escolar, muchos docentes decidieron incluir Operación Masacre entre la literatura para leer en el último tramo de la escuela secundaria y El Eternauta, entre las lecturas al término de la escuela primaria. Durante los años ochenta y noventa esto sucedía, pero de modo aislado y excepcional, hoy son parte del canon escolar y así sus ediciones ingresaron al mundo privilegiado de las permanentes reediciones. El 30 de junio de 2009 fue lanzada la versión 3.5 del navegador Firefox de la Fundación Mozilla.

1957-1977 Las obras de Oesterheld y Walsh fueron intervenidas por sus propios autores en un mismo sentido: para hacer crecer el conflicto social al interior del relato. En Operación Masacre del 72, por medio de la inclusión del guión del film dirigido por Cedrón donde actúa Julio Troxler (víctima directa de los fusilamientos de José León Suárez), el conflicto social es de clases en el marco de una guerra revolucionaria y ya no el de un Estado que debe hacer justicia; en El Eternauta dibujado por Breccia, Favalli formula un discurso antimperialista muy distinto a la edición de Solano López y en La guerra de los Antartes directamente se trata de un conflicto entre los países del Tercer Mundo enfrentados a los alienigenas y a los países desarrollados que han decidido traicionar a su propia especie. “Europa, enero de 1956 - El nuevo Ministro de Relaciones Exteriores designado por la revolución llamada Libertadora, en base a importante recomendación nombró a Leopoldo Druscovich tercer secretario de la Embajada Argentina en un país escandinavo, donde habría de desempeñarse hasta 1962. Para entonces un poco deseable traslado a Sudáfrica lo obligó a renunciar a su cargo” (Manuel Puig, The Buenos Aires Affair. Novela Policial, p.116)

1983-2013 Durante los años ochenta y noventa circuló una imagen en remeras y pancartas en la que podía verse a los personajes inventados por el autor de El Eternauta en una manifestación cargando un cartel que decía: ¨Dónde está Oesterheld¨, como si sus personajes de historieta dejaran sus papeles por un rato para manifestarse públicamente en contra de la desaparición forzada de personas. Rodofo Walsh se volvió el emblema de los escritores desaparecidos, durante varios años en posdictadura su perfil tuvo más que ver con el escritor denuncialista de la carta abierta que con el militante revolucionario de Montoneros. En diciembre de 1993 fue el santiagueñazo.

1957-1977 La hija de Rodolfo Walsh fue asesinada por un grupo de tareas. Cuatro hijas de Héctor Germán Oesterheld fueron asesinadas por grupos de tareas.

1983-2013 Muchos estudiantes cuando se encuentran por vez primera con Operación Masacre creen que el libro habla sobre la violencia estatal durante la última dictadura militar. Muchos también creen que El Eternauta “habla de la dictadura”. Como si la dictadura que terminó con el primer peronismo hablara de la dictadura que terminó con el del 73. El 24 de agosto pasado, el Jefe de Gobierno porteño, Mauricio Macri dijo que El Eternauta no entra en las escuelas, y eso lo dijo reivindicando la educación como vehículo de la libertad.

La guerra de los antartes fue escrita por Oesterheld en 1974 para el diario Noticias. En ella cuenta la historia de una invasión extraterrestre que sucede en un futuro utópico donde nos gobierna un consejo de revolucionarios del peronismo socialista. Se trata de un futuro donde ya sucedió la revolución que hacia el 74 muchos esperaban, un segundo 17 de octubre, y donde se libró una batalla contra los “Marines” de la que los argentinos salimos vencedores. Se trata de un mundo como el de hoy, pero como si en nuestro pasado de los setenta hubiera ganado la izquierda.

El 29 de septiembre de 1976, Vicky Walsh muere resistiendo a un grupo de tarea. 
El 25 de marzo de 1977, Rodolfo Walsh muere resistiendo a un grupo de tarea.
Oesterheld muere, presumiblemente en 1978, sus cuatro hijas entre el 76 y el 77.

 Pablo Luzuriaga
Buenos Aires, EdM, agosto 2012
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APUNTES

El chiste y su relación con el biopoder: 2666, de R. Bolaño, por Fermín Rodríguez


Al igual que el policía que se entretiene contando las heridas de armas blanca que recibió el cuerpo de una mujer antes de morir estrangulada y “se aburrió al llegar a la herida número treinta y cinco” (Bolaño 724), quien recorra de punta a punta la serie de ciento nueve cadáveres de mujeres asesinadas entre 1993 y 1997 (pero hubo otras antes, y habrá otras después: la serie es abierta por definición) que se acumulan en las páginas de "La parte de los crímenes", perderá en algún momento la cuenta. Como ojos que se cierran ante el peligro, las palabras desafectadas y anestesiantes con que se contabilizan los cadáveres, privadas de un sentido humano, son propias de un informe forense que aplasta la monstruosidad del fenómeno con el peso de la estadística. No hay en este sentido estetización del crimen. No estamos ante “cadáveres exquisitos” inspirados en la estética surrealista del azar, el corte y la fragmentación; ni ante una transformación del afecto en delicadas sensaciones estéticas que hagan de los asesinatos una de las bellas artes, sino más bien en las inmediaciones de una pura pulsión de muerte, esa ciega insistencia maquínica, pre-individual y a-subjetiva que paradójicamente nombra su opuesto: un exceso tanático de vida que vive de repetirse compulsivamente; un impulso vital ciego y destructivo que excede los límites del bios individual y colectivo, al que la sucesión de asesinatos, en su crueldad, abastece literalmente de carne que se escapa del cuerpo a través de orificios desgarrados, tajos y heridas. 


Frente a este umbral de despersonalización en el que la identidad individual se disuelve y que, como un abismo, se traga todo, “llamarse Kelly o llamarse Luz María en el fondo es lo mismo. Todos los nombres se desvanecen” (755), sostiene con melancolía uno de los tantos personajes que investigan un caso, hasta que la pista que persigue se pierde en el desierto. El goteo constante de informes forenses, precisos, impersonales, purgados de afectos y de emociones, como si los hubiera redactado un descendiente de los narradores de Rulfo (Lalo Cura, el joven aprendiz de policía y de criminólogo, reclutado en una comunidad indígena, es un descendiente de un linaje de cinco generaciones de madres solteras, comparte un aire de familia con Juan Preciado), aplasta la identidad jurídico-política de las víctimas sobre un sustrato anatómico sin forma personal, que reduce a las mujeres de sujetos individuales a mera “especie” arrancada del campo del derecho y arrojadas como cadáver a un terreno donde lo orgánico es indiscernible de lo inorgánico. 

Como la biologización de la política está en conflicto con las ideas democráticas y el poder sobre la vida pone en crisis la noción jurídica de ciudadanía, en sociedades como la de Santa Teresa no todos los seres humanos pueden aspirar al estatuto jurídico-político de persona (Esposito). En el campo permanente de la excepción, la transgresión de la ley pone en marcha los mecanismos de la violencia soberana que se hunden en la vida, donde da lo mismo violar derechos que mujeres. 

 Porque para poder ser eliminadas de manera no criminal, para que sus nombres e historias de vida pudieran ser borrados de la representación pública, las obreras de Santa Teresa tuvieron que ser previamente convertidas en vidas residuales por un poder que las había dejado al desnudo, abandonadas en el campo de la vida sin atributos, en un estado de excepción permanente y generalizado. Produciendo y haciendo circular las imágenes y deseos que se identifican con lo humano, estableciendo jerarquías y manipulando afectos e intensidades, el poder sobre la vida reproduce ciertas concepciones acerca de qué vidas valen la pena y qué muertes son impensables e indoloras. Marcado por la imaginación biopolítica, los chistes son fragmentos de una ficción donde esa verdad se dice mintiendo y riendo, en un lenguaje embrutecido, cargado de intensidades que rondan la sociedad como fieras sueltas. Pero la novela repite los chistes como tragedia, revelando la mueca de espanto por detrás de la farsa. El humor biopolítico que, entre risotadas, comparten los policías y judiciales que investigan el caso, define a las mujeres como “un conjunto de células medianamente organizadas” alrededor del agujero negro de su sexo. Las mujeres, dice otro chiste, son como las leyes: están hechas para ser violadas. Su cerebro está dividido en varias partes, según lo duro que le pegues y, como una pelota de squash, cuanto más fuerte le das, más rápido vuelven (689-692). 

Mujeres peligrosas

Envueltos en estos fragmentos de lengua afectiva corrupta, entre restos de basura, deshechos industriales y escombros, con toda la muerte al aire, los cuerpos salvajemente apuñalados, mutilados, eviscerados, chamuscados, con los pezones y el sexo desgarrados a mordiscones, “como si un perro callejero se la hubiera intentado comer” (577), yacen insepultos en tierras baldías no siempre despobladas. Muchas veces los cuerpos quedan a la vista de todos, para que fueran encontrados lo antes posible—sospecha alguien (657), como si el poder tuviera la necesidad constante de producir y exhibir la desnudez para aterrorizarnos y preservar las jerarquías, mostrando la vida al borde de la miseria y el peligro. 

Pero la vida es más potente que la desnudez. Asumir la desnudez como representación de la vida, ¿no significa confundir la naturaleza del sujeto con la del poder que lo deja desnudo e impotente? Se trata en todo caso de una desnudez impuesta, forzada, infligida por un poder de hacer vivir y dejar morir que crea y refuerza las condiciones de vulnerabilidad, inseguridad e indefensión en las que viven y desaparecen las obreras de Santa Teresa (“El monstruo político”). 

Al temor de morir, las operarias, camareras, enfermeras, prostitutas y estudiantes de Santa Teresa oponen la vitalidad y la potencia de un antagonismo difuso que interrumpe la normativización absoluta de la vida. La violenta extensión del capitalismo a la totalidad de lo viviente, su acecho y explotación de la potencia de creación y transformación de los cuerpos, es una reacción a un deseo de vida previo al poder que busca capturarlo. Se trata de un deseo que no puede ser reprimido, un exceso de vida que salta por encima de las identificaciones que sujetan un cuerpo a un rol. Una de las víctimas había sido en vida “pura voluntad, pura explosión, puro deseo de placer”, pura expresión de potencia (740). Otras tenían planes para el futuro: querían estudiar computación o aprender inglés para no quedarse toda la vida trabajando en la maquiladora (585, 579). Otras habían sido despedidas porque habían intentado organizar un sindicato (721), se organizan en grupos de protesta contra la violencia o arremeten a golpes de puño contra un vecino golpeador (523). De un modo u otro, la vida se multiplicaba alrededor suyo, creando espacios de circulación y autonomía donde el deseo es soberano, lo que significa "no deberle nada a nadie, ni tener que dar explicaciones de nada a nadie" (740). 

Muchas de las trabajadoras asesinadas murieron anónimamente, sin que nadie reclame sus cadáveres ni las eche en falta. Acababan de llegar a Santa Teresa en busca de trabajo en las maquiladoras o tratando de pasar al lado norteamericano, siguiendo flujos de cuerpos y cosas que circulan a través de fronteras que son umbrales biopolíticos antes que líneas de demarcación geográfica. Fueron forzadas a desplazarse, pero viajan llenas de vida y de posibilidades, de afectos y deseos, como una necesidad que se abre a nuevos horizontes. Pero sobre todo, representan un éxodo respecto del rol tradicional de mujer, trazando sobre lo real líneas de desujetamiento y de cambio que son, al mismo tiempo, una experimentación con la materialidad del cuerpo y los límites de la vida. “¿Para qué queremos un hombre”—afirma una de las jóvenes obreras—“si nosotras solas ya trabajamos y nos ganamos nuestro sueldo y somos independientes?” (586). ¿Epidemia de ginefobia? ¿O qué nombre tendrá el horror al cuerpo como lugar de afirmación, soberanía y placer? A la producción de sujetos por parte del poder, a la completa colonización de la vida, las mujeres que matan en 2666 opusieron una producción de subjetividad a partir de la vida misma, del trabajo, del lenguaje, de la cooperación, del cuerpo y la sexualidad. Son la comunidad de los que no tienen comunidad. Un corpus del delito de mujeres que matan porque son peligrosas. 

 Fermín Rodríguez 
 Buenos Aires, Argentina, EdM, agosto 2012
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ESCRITORES EN SITUACIÓN

La tragedia del Marqués de Sade, por Marcos Bertorello


No parece complicado imaginárselo. Puedo hacerlo; lo veo: está sentado en una banqueta de madera, medio desvencijada, a punto de caerse. Es un lugar estrecho, sucio, de paredes de piedra, húmedo, con poca luz. Hay una mesa. Está gordo, viejo, agriado: fueron demasiados años de vida carcelaria para un marques. Escribe, el divino marqués Donatien Alphonse François de Sade, escribe: sus cejas se contraen, cada tanto se muerde el labio inferior, como si alguna ocurrencia le pareciera especialmente escandalosa, y hasta creo saber lo que piensa: el marques, cuando escribe algún que otro pasaje especialmente revulsivo, supongo, piensa en lo que van a decir los religiosos, esos: los curas, las damas de la corte, los mojigatos, los cobardes. En ellos piensa el marqués. Pero no se da cuenta, creo, no comprende, no logra saberlo, supongo, lo mucho de predicador que tiene: el marqués está tan empecinado en hacernos creer en lo que él cree, que olvida la sutileza de sus personajes. Entonces los carga de sentencias. Es verdad: son sentencias transgresoras y hasta revolucionarias, pero aún así: no dejan de ser sentencias, sermones libertinos que buscan convencernos de las bondades de una moral hedonista. 


Y en eso, en la manía catequística con la que repite sin aburrirse cada uno de sus argumentos, en eso, digo, se puede percibir la grandeza y los límites del marques. Me explico: el marqués es un razonador consuetudinario, cree en el poder persuasivo de un argumento. Por eso, laboriosamente, amasa razones: las pone en fila, las cuestiona, las da vuelta y hasta la hace travestirse, en fin: el marques es un sofista y un sofista que conoce los resortes íntimos de su aparato. El punto es otro, entonces. Lo que realmente conmueve del marqués es que usa toda esa artillería argumental para defender atrocidades: el crimen social, el filicidio, la violación, el asesinato, el hurto, la inequidad, la injusticia, el fratricidio, el incesto. El marqués parece ignorar la temperatura de las palabras, eso: lo que hace que una palabra tenga un erotismo propio, ajeno a toda argumentación, esa intimidad que se fue sedimentando a lo largo de la historia de la lengua y con la que, pacientemente, un escritor quiere hacernos cómplices del modo singular en el que logró erotizar el lenguaje. 

Marcos Bertorello 
Buenos Aires EdM, Agosto 2012
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MAPAS COMPARTIDOS

Verso a verso IV: Mallarmé, Eliot, Shonagon, por Liliana Lukin


l texto anterior se cierra con esa especie de maldición escrita por Mallarmé: “La carne es triste, ¡ay!, y todo lo he leído”, del poema ‘Brisa marina’, y ahora que está copiada aquí, ahora que ha sido proferida, qué necesaria parece la cita de Eliot, una ablución que se lleva por el desaguadero la revelación, por un instante insoportable, de que entre carne y lectura sólo habría tristeza y nada… 


En cambio, Eliot instala una relación entre certeza y tiempo (“Y claro que habrá tiempo”), entre valor y pena (“Y habría valido la pena, después de todo”) y esos versos de ‘La canción de amor de Alfred L. Pruffrock’, escritos a comienzos del siglo XX, después de todo esperanzados en sí mismos, casi responden a aquél escrito a fines del siglo XIX. 

Cómo redimen del golpe, de la segura melancolía con que se hunde en nosotros la disyunción dolorida del “¡ay!” que divide en el verso mallarmeano dos certezas terribles, y cómo, sin nombrar ni carne ni tristeza ni libros, esos versos casi conversados, disuelven, evaporan, vuelven frágil tanta seguridad: devuelven el cuerpo al texto y el texto al lector, como asegurando que siempre habrá lectura, sexo, muerte. 

Se dice que escribió Sei Shonagon en El libro de la almohada, en el año 1000: “Hay dos cosas en la vida en las que confiar: los placeres de la carne y los de la literatura”, y si bien no es seguro que estos poetas hubieran leído ese diario, ni es seguro que los versos dialoguen en anacronismos o secuencias, qué buen descanso el de una frase como ésa, encontrarla cuando todo parece perdido. 

Liliana Lukin 
Buenos Aires, Argentina, EdM, agosto 2012
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APUNTES

Sobre El cansancio de los hijos de María Mascheroni, por Laura Klein


Muchos no han comenzado aún a ser lectores de este libro al que los quiero invitar. Por eso, y sólo por eso, quiero comenzar diciendo que El cansancio de los hijos no refiere a los padres. No se trata de hijos cansados de ser hijos, de hijos que quisieran emanciparse de esa condición o liberarse, directa o indirectamente, de sus padres. Tampoco de padres cansados. Es una expresión compacta, que no se puede descomponer en una sensación (espiritual o física, con extensión animal) y un sujeto humano universal. 


 “Cansancio de los hijos”. El lenguaje no nos deja decir todo junto, pero a veces, bajo la presión empeñosa de la escritura poética, permite avizorar una babilonia más orgánica que este gran caos de significaciones hacinadas una al lado de otra, exteriores entre sí, obligadas a precipitarse en explicaciones. 

En Tiempo Cero, hay un cuento de Calvino donde los pájaros son un error en la evolución, una irrupción a destiempo, un lapsus en medio de la causalidad. Todo el libro de M. Mascheroni bordea e investiga con perplejidad ese desajuste o esencia de la vida que en el anteúltimo poema encuentra su origen en un olvido, una distracción: “Los depredadores se olvidaron en la cima / un error de mecanismo suspende en picada el descenso… Así fuimos despreciados / elegidos para no morir durante dos inviernos”. 

“Cansancio de los hijos” menta la agitación silenciosa de las células que avanzan hacia su incierta culminación. Ese esfuerzo: “todo eso todo eso sólo para volver a comenzar / entre tumores y milagros / la inveterada la empeñosa vida”. Azorada, la voz confirma que seguimos vivos y que nada justifica ese error. Del cansancio al desconcierto. Las criaturas en las cuales no se ha apagado el instinto o la voz de dios, corren otra suerte –no más feliz sino menos aleatoria. Sin embargo, metódica, loca, insistentemente, esas criaturas son convocadas para comprender a dónde ir; porque “Sólo los hombres permanecen inmóviles innumerables días con sus noches y quieren vivir”. 

Y quieren vivir. 

Los animales han entrado a la literatura de diversas maneras. 

En las fábulas donde son protagonistas, los personajes tienen cuerpo de animal y conciencia humana. Puede ser una explicación mítica de la manera en que las cosas llegaron a ser como son. En el símil animal se describe su comportamiento considerado típico suyo y lo demás no interesa. 

El cansancio de los hijos no es un encuentro romántico con el animal. Es un encuentro de otro tipo. No son los pájaros, sino lo pájaro –el viaje, el cruce, el pasaje-: lo único que aparece de estos pájaros es morir. Objeto de interés más que de afecto. Observación de la agonía. Los pájaros como cuerpo propio, en la agonía, de una vida que no se puede enterrar. 

“El pájaro es una interrupción, otra la muerte”. 

¿Cómo vuelan? 

“Pueden verse cientos miles de patas encogidas y de espaldas / surcar cada día la mañana”.

Vigilancia sobre el detalle de la vida. Vigilancia sobre el detalle de la vida que se apaga. De la vida que no se quiere apagar. De la vida indiferente a la mirada que vela. 

Un árbol no construye sus ramas y hojas ni un pájaro sus plumas y pico. Empero, Mascheroni inquiere en esas lejanas formas de la vida para descubrir el mecanismo de la nuestra. Y nunca se queda en la reflexión; con todo lo interesante que es, podría sacarle usura pero no; no es que se aburre, se va a observar para no descansar en lo humano. Porque el animal tiene que actuar, acecha la caída, la respiración, el corte de la vida, el no va más del pasto y la comida. 

 (¿Alguien vio alguna vez a un ser vivo tratando, inmóvil, de seguir viviendo? Eso no se olvida. Queda al fondo del ojo como una espina para el futuro sobreviviente. 

Seriedad del cuerpo enfermo. 

Cada célula ocupada en sobrevivir. 

Esto es lo que observa la hija –con curiosidad, meticulosa, expectante. 

No huye. También el amor es crueldad. 

¿Alguien observó cómo en ese cuerpo que intenta juntar sus células para seguir viviendo no hay tiempo para las convenciones?) 

 “Y las flores muestran su obligada manera de nacer”. 

Ciclos o naturaleza, cada cual obligado a hacer lo único que sabe hacer, que puede hacer: envejecer, unos, florecer, otras. 

Una y otra vez, María nos enfrenta, implacable, a la “zona que la cámara no capta”. La pared, la obstrucción, se alzó justo cuando empezaba a sonar “una aterrada canción de cuna”. En esa secuencia ínfima, puede condensarse el espíritu de El cansancio de los hijos. Ningún nudo se ata al cuello del dolor. Gritos no se arrastran ni presumen: deletrean g-r-i-t-o-. 


Si no mueren en el cielo, el que surcan todas las mañanas, y no se encuentran sus cuerpos muertos en los adoquines ni en las veredas del alba, dónde sucede ese acontecimiento que en los seres queridos vigilamos al detalle y sin pudor? 

 Perdido el referente, árboles y pájaros suplen la falta de idea de cómo es -cómo vive y muere un hombre, los hombres: 

 “de tal palo pobres ramas” 

“un árbol frenético, impotente, pide socorro con todas sus hojas” 

“busco pájaro en cada cosa que muere” 

¿Qué hace que encuentre a pájaro para enterrar a padre? 


Antes de que aparecieran los pájaros, cuando sólo había pichones y gorriones y pobres ramas, había un nido de este lado. No de pájaros. Ni hecho por pájaros. “Y en el centro mero de ese nido / los ojos redondos como las bodas conectadas más acá de mi padre que mientras tanto / agoniza”. 

Si un pájaro queda de espaldas podremos enterrarlo -enterrar al padre y dejar una piedra en el camino y avanzar hacia el producto numeroso de la tierra. 

 Se entierra al pájaro como sustituto del padre. Pero en realidad el pájaro, ya lo sabíamos, era uno mismo. 

 María Mascheroni nos empuja a los lectores, hijos, a observar a ése que a veces es llamado padre como a un ser aún vivo que se trata de reconocer. Nos conmina al esfuerzo de conocer aquello que quería abandonarse, y albergarlo en este refugio cruel de seguir, si no amando, el contacto.

 Reconocer: no porque vaya a coincidir con lo que conocíamos, sino como se ha de reconocer algo bajo juramento porque, desfigurado, no se sabe quién es. 

 Como un detective que persigue las pistas que ha dejado el criminal en su huida, así el ojo del poema detecta lugares donde hubo vida y ahora están vacíos, el cuerpo donde hubo alguien y ahora sólo vida, las partes donde el pájaro que muere se escondería si pudiese vivir un minuto más. 

 Pero lejos de ser pistas falsas que desvían del camino, aquí las mismas nos devuelven al camino del que escribe. La “anatomía deshabitada” no levantó el juego. Por un lado, esos “tendones aferrados a los parietales del hombre” parecen indicarnos lo que del padre queda y, empeñoso, inmóvil, humano, quiere vivir. Por otro, la gramática del poema señala que ése es el lugar de los hijos, esas “costas ociosas huesos inútiles”. “Restos erectos”. 

Los tendones siguen aferrados, los hijos no pueden abandonar el juego, los lectores encuentran, sobre cada declaración de pista falsa, que la investigación no es si algo o alguien está vivo o muerto sino sobre la propia mirada que quiere discernir lo que sabe que es indiscernible. 

 “Vigilia absorta”. 

¿Para qué estar despierto? 

- “¿Cómo es esto?” - Esto: ¿qué? 

- Esto: lo que puedo señalar con el dedo. 

 Esto, aquí, se mueve. 

Esto, ahí, respira. 

´Esto´ está muy cerca, más que ´eso´, mucho más que ´aquello´. 

- Pero este ´esto´, que parece tan concreto, es tan abstracto… 

- Ciertamente táctil. 

 Absolutamente bajo la vista, pero indiscernible. 

 De ninguna manera visible. 

 Ciertamente táctil, bajo cuerda. …. 

- ¿Cómo es que la vida se extingue y la muerte no llega? 

- ¿Cómo es que el riel del nacimiento tropieza con el malentendido de la edad? 


 La mano que escribe hace un rodeo fantasmal alrededor de la materia: cuando parece que va a decir lo que siente, describe lo que ve. De lo cocido a lo crudo. “Casi lastimando”. Casi. Pero se bifurca en ojo, cámara, visión. Vigilancia de la respiración. Mirada inquisidora y un afecto desencarnado, un poco suelto. Si se respira o no respira, no busca provocar algo, ni especula, convoca un pasaje. 

 De la vigilancia muda a la vigilancia absorta. 

 ¿Cómo es que el pájaro, padre en el entierro, sigue volando con las patas plegadas y el párpado encubierto -en el medio, entreabierto- abierto? 

El mundo absorto deja pasar a la mirada que precipita en espía. 

 Del ojo que vigila los signos de la agonía a los ojos que se ven obligados a esconderse para sobrevivir, el acecho reúne un nosotros desamparado. 

 Uno vigila los rastros del morir, el otro rastrea, a la intemperie que se abrió en la cueva, dónde, cuándo, cómo, despertamos del sueño a la muerte vigilada. Uno acecha la visible próxima extinción de la vida, el otro es la primera persona que se retuerce sobre sí misma, plural y presente, para contar lo que vio, ya no el pan inalcanzable, sino su impropio desmoronamiento. 

 ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? la cosa es urgente, no porque así se vaya a evitar otros desastres –“hubo otros muertos, los habrá”- ni porque haya una confianza en aprender algo –la confianza está puesta claramente en otro lado- sino como un recurso momentáneo contra la confusión –esos otros pájaros que gritan en la noche y seguirán gritando “hasta que algo, algo encaje por favor”. 


 El animal que muere en el aire articula la evidencia cerrada de nuestro presente con una historia imposible de contar. 

La mirada que persigue los signos de la vida se convierte en un nosotros infuso. ¿Cómo vigilar la agonía cuando no es el cuerpo individual el que está en peligro? ¿Cómo observar la respiración enjundiosa del cuerpo social que no se aviene a morir ni a vivir? ¿Cómo mantener esa impiedad, sí, esa amorosa vista impiadosa, cuando el organismo agónico ya no es alguien, allá, muy querido, sino nosotros, aquí, orfanados por la historia que se cortó por la mitad, la que ahora no se puede contar? 

Del yo al nosotros: en la espiral de las especies se ubica el miedo animal, el mundo animal que nos contiene. El pájaro de El cansancio de los hijos vuela pero no es libre. Surca el cielo pero no para alcanzar otras tierras –la primavera- sino para caer bajo el montículo escrito golpe a golpe. Se abraza a un madero ¡el pájaro! como si un mar fuera el cielo y lo atraviesa de espaldas, con las patas encogidas y las alas plegadas. En esta desaforada bóveda terrestre que cubre a una generación -la nuestra- ese pájaro no es metáfora de la libertad sino del violento después que no fue enterrado (esa muerte y esta imposibilidad de decirla). 

 La primavera de todos modos llegará, porque no es cosa nuestra. 

 La escritura de María Mascheroni rastrea, en el ojo encapuchado, el ciego ímpetu de vivir. Mirada que se adelanta sin dejar atrás lo mirado. Asombro de estar vivos. Asombro de estar vivos después de haber estado muertos. El sobreviviente no pregunta, es la mano que escribe, el ojo que arroja el futuro en la flecha de un pájaro que vuela porque no sabe qué otra cosa hacer con las plumas. Si lo supiera, escribiría El cansancio de los hijos

 Laura Klein 
 Buenos Aires, EdM, agosto 2012. 

  El cansancio de los hijos, de María Mascheroni (Hilos Editora, Buenos Aires, 2011)
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Julio/12

Escriben este mes:  Andradi  // Consiglio /
/ Klein // Lukin // Luzuriaga // Lysyj  // Ojeda /
/ A. Rodríguez /F. Rodríguez // Setton /
Tamargo /Vitagliano /
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PIES DE IMAGEN

Le baiser de l´hotel de ville, de Robert Doisneau, por Viviana Lysyj


La llamada fotografía humanista francesa llega a los objetos de diseño hogareños que una marca de acolchados y artículos de blanquería pone a la venta junto a las sopas Campbell y las fotos de Marylin, así es como descubro los individuales y posavasos de la famosa foto de Robert Doisneau: Le baiser de l´Hotel de Ville tomada en 1950 y no dudo en comprarlos para acompañar mi ingesta cotidiana de sabor vegetariano. Por esa foto se ha pagado recientemente en una subasta la suma sideral de 155.000 euros, la bajada de martillo arrancó en 10.000 euros y un coleccionista suizo se la llevó por esa suma considerada altísima para la fotografía francesa.

Parece que Doisneau entró un día al bar Le Vilars donde un par de jóvenes estudiantes de teatro se estaban besando apasionadamente y quedó prendado de la imagen: “Tengo un pedido de LIFE para que retrate a los enamorados de París , y ustedes me parecen adorables, tan jóvenes, enternecedores” les dijo el fotógrafo a Francoise Bornet y Jacques Corteaud, tras lo cual, y con la anuencia de ambos enamorados, Doisneau salió a la calle y les pidió a los besadores que se movieran con total libertad, que se acariciaran, mimaran y besaran a su antojo, versión contraria a la leyenda negra que sugiere que la foto fue posada, es decir, armada, estudiada minuciosamente, menos espontánea que lo que su belleza casual en blanco y negro sugiere, pero Catherine, la besadora, presente en la subasta europea con su ancianidad sonriente y motivo de interés suplementario para los curiosos que han querido ver de cerca a esa mujer que en los años 50 ha representado como nadie el glamour de París y el símbolo de un amor que atraviesa décadas, desmiente el carácter de pose, sí, la foto está pensada, pero los protagonistas se han besado con naturalidad, sino no tendrían sus brazos esa expresión entre frágil y casual como tallos de planta, sobre todo las manos, entreabiertas como pétalos de flores, a mitad de camino entre el vuelo y el repliegue, algo que sólo es posible con el movimiento.

La particularidad formal de esta foto es que el centro –el beso de los enamorados- es nítido, y su contorno –los autos, la ciudad, el cabello de un peatón sentado de espaldas en un bar de la vereda- es borroso, desdibujado, inestable, movido, flou, como sugiriendo aquello que todo enamorado percibe: “estoy en una nube”, “el mundo exterior no existe”, “me siento volar”: ellos dos están de pie y en movimiento, sólidos en la materialidad de su beso eterno, como soldados para siempre en una soldadura que más que captar la intensidad del amor se adueña de la fugacidad del instante y el misterio del tiempo, porque ese beso ahí, desparramado en individuales y posavasos, dura una eternidad, algo que en la realidad no existe porque ningún beso dura una eternidad, salvo el beso de la fotografía, la literatura, la escultura o la pintura. Ambos estudiantes de teatro parecen captados en un momento furtivo que al espectador le encanta espiar, eso que debería ser un tesoro de a dos, esa felicidad minúscula de una intimidad gozosa, se transforma en una visión abierta al colectivo de los espectadores. Quien mire el beso de Doisneau va a creer para siempre que el ojo mirón de la cámara se ha apropiado a hurtadillas del gozo de los enamorados, ese es su encanto, ese beso como robado a los protagonistas. Las enamoradas de otras épocas solían decir: me robó un beso, como recalcando la ausencia de voluntad de la mujer cuyo deseo no estaba bien visto, y Truffaut inmortalizó la expresión en su film les baisers volés. De modo que Doisneau finge robar con su cámara ese beso anónimo para placer de los voyeurs, aunque después nos enteremos de la pose, una pose que parece invitar eternamente al carpe diem: atrapa el día, porque pronto se hace de noche y los coches antiguos que circulan por París y esas boinas y el peinado revuelto y rebelde del besador tan parecido al actor Gérard Philippe desaparecerán del radio que circunda al Hotel de Ville.

Viviana Lysyj
Buenos Aires, EdM, julio de 2012

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