México es una cuenta pendiente en la agenda de mis deseos. Me armaré de valor y un día viajaré, incluso al norte, a su zona roja, pese a que en una reciente entrevista que el periodista Jorge Ramos le hizo a la Secretaria de Turismo, Gloria Guevara Manzo, ella no se atrevió a garantizar la seguridad del turista en esa región, asumiendo que “todo país tiene desafíos”. Con ese término ─”desafíos”─ se refería a la increíble estadística de asesinatos cometidos por el narcotráfico y a la tradición de mutilar mujeres a modo de pagar el ticket de ingreso a los más “exitosos” cárteles. Hay, pues, millares de tickets en las fosas comunes del desierto fronterizo, donde la compañía esquelética de los sahuaros debe ser lo más preciado.
No censuro el deseo de resemantizar la imagen de un país súper satanizado por los medios de comunicación –con mayor o menor razón-, especialmente porque ya sabemos cuán sinecdóquicos pueden ser los mensajes sobre la violencia en una sociedad en crisis, pero creo que recurrir a la publicidad negadora no adelanta mucho y de algún modo, más bien, se cae en una peligrosa complicidad. En todo caso, desde las tareas intelectuales, habría que reconocer los cortes, las fisuras, que la cultura comienza a hacerse en su propio cuerpo para dar cabida e esas inaceptables prácticas que bajo la apariencia de “nuevo costumbrismo” se yuxtaponen al viejo nacionalismo.
Hablo, por supuesto, como espectadora mediática, pues también he escuchado enunciados de amigos mexicanos o que viven en distintas regiones del imperio azteca que, cansados de esta contraépica, asumen una posición menos alarmista. En México, dicen, el crimen es un asunto tan preocupante como en cualquier país latinoamericano, y es probable incluso que este inédito asco pase por intereses gringos, ¿o acaso es menos criminal la embestida institucional de la Ley de Arizona o la cada vez más frecuente “equivocación de oficio” de agarrar a balazos a cualquier hispano ante el mínimo e incierto movimiento de la mano? Así, con rima, es que no mano, no hay derecho. Y es cierto, casi sin darnos cuenta, hemos construido una riesgosa equivalencia entre política y ética.
De todas maneras, la violencia es real. Hay sangre, cabezas sin dueño, secuestros, vídeos porno con narcoactores y teleseries con narcolíderes muy guapos que se suman a este nuevo folk. Sí, narcos muy muy guapos, romantizados hasta la impudicia por esta onda ficcional de la pantalla chica. Pero volvamos de nuevo la realidad (¿no es curioso que en temas como estos siempre nos esté seduciendo la ficción, convocándonos a su orilla mentirosa?). Un perfil de víctima que siempre me ha desconcertado es el que corresponde a los cantantes gruperos, de los cuales una buena porción encuentra en el tópico de la narcoaventura una fuente de inspiración inagotable, algo similar a la fascinación que contrajo el cine hollywoodense respecto a la mafia italiana en Nueva York a mediados del Siglo XX. La diferencia es que este juglar pone su talento al servicio de un rey caprichoso, que lo mismo puede irritarse por la dudosa calidad de la letra con la que se lo honra como por el maldito silencio con que se niega su poder o por la traición del maravilloso romance lírico con que se elogia la superioridad del enemigo, otro melómano boss de un cártel hasta más lépero. Una de las víctimas recientes de esta fobia bipolar es Sergio Vega, el Chaka de Sinaloa, cuya tragedia no presenta ninguna variante original, a no ser que tras su muerte surgieron con orgullo compartido los 17 hijos que engendró, todos en la zona roja, todos legítimos, y que su último hit no fue uno de aquellos narcocorridos con los que se hizo famoso sino una balada norteña tipo Tex Mex cuyo estribillo dice algo tan cursi y bonito como : “soy millonario de amor”. Los seis tiros que recibió al cabo de una escalofriante persecución mientras viajaba en su fabuloso Cadillac rojo por una carretera desierta de Sonora no solo recuerdan a la marca de la bestia, sino que insinúan una saña desapasionada y cabalística con la que el terrorismo del narcotráfico va alimentando la imagen de monstruo invencible para dejarle claro al gobierno quién manda a quién. Vicariamente se usa la fama de los cantantes para que los ecos de la explosión lleguen a cada par de oídos de ese país vasto e incomprensiblemente autodestructivo.
¿Qué queda? Encomendarse a San La Muerte, no hablar mal de “Los Zetas” porque el vecino puede ser un secreto “zeta”, no hacerse pasar jamás por un “zeta” para extorsionar a la gente, al vendedor de discos piratas o al aventajado prestamista, pues esta usurpación de identidad puede costarte la vida, no imitar la pinta del “zeta”: todo de negro, o en su defecto, si se es más “fresa”, polerita Abercrombie, sólido crucifijo en el pescuezo, so riesgo de experimentar una súbita desfiguración con ácido. Pero lo que es más importante, asegurarte de que tus gustos musicales no agredan abiertamente el ego del rey, en caso de que por una malísima casualidad este suela frecuentar tu cuadra, regenteando su colonia como perro con ganas de hacer pis.
Con esta insólita alquimia entre religión, arte y narcotráfico, este nuevo caudillismo va expandiendo la narcocultura, de modo que no solo la pantalla chica cede a su influjo seductor, sino las generaciones emergentes que, como toda alocada juventud, hace de la transgresión un ejercicio. Así, no es raro que un chavo declare su amor, al estilo de las narcomantas, extendiendo una colcha en un lugar público con algún mensaje amoroso. No sería raro, incluso, que en lo venidero antiguas leyendas tipo “el hombre sin cabeza” o “la mujer sin rostro” se actualicen con una mirada noir y perversamente gótica. Mientras tanto, también el humor ha naturalizado esta coexistencia de vivos con futuros muertos, como esta clave de autenticidad que extraje de www.hazmeelchingadofavor.com: “Los zetas visten de negro, hacen sus desmadres en centros comerciales, son antisociales, provocan temor irracional en la población, utilizan internet y celulares como principales medios de comunicación y cargan metralletas MP5 y reproductores MP3 : en conclusión, los zetas son Emos fuertemente armados”. La muerte, la muerte, siempre gozosa destapando historias.
Giovanna Rivero (Santa Cruz de la Sierra, Bolivia)
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