Hace no mucho tiempo leí Espacios libres de Mario Levrero y encuentro en otros libros suyos, como Dejen todo en mis manos, reunidos el don de aquello que abarca la sintaxis, la gramática y la retórica de un gran escritor. Descubrí a Mario Levrero, uruguayo de origen (1940-2004), cuando ya no podía acercarme a él y decirle qué placer me daban sus textos. Tampoco conocí a tiempo a otro admirable, Juan Carlos Onetti, aún con el incentivo de que mi cuento “La viajera perdida” fue premiado por él en un concurso del semanario Marcha. Podría haberlos encontrado como a muchos de sus contemporáneos y compatriotas, amigos míos que ya no están, Ricardo Prieto, Julio Ricci o Marosa Di Giorgio, u otros a quienes veo, aprecio y leo, como a Sylvia Lago, Teresa Porzecanski, Rafael Courtoisie, entre otros.
Línea tras línea, página tras página, Mario Levrero sorprende con personajes residentes en lugares transitorios que tan pronto se deslizan, tan pronto se esfuman dejando una estela de sorpresa y encanto. Su libertad de imaginación tan propia de la magia, de la estética del surrealismo, tiene el profundo sentido del juego, la gracia infinita de la ironía, del humor, la audacia de encontrar correspondencias entre otros escritores, pintores, cómics, directores de cine, frases de alguna canción popular, con lo que enriquece y extiende las fronteras de sus textos. Y sin embargo, no es leído lo suficiente. Parecería que su escritura no sedujera de inmediato. Con toda seguridad, no encabezaría una lista de best-sellers. Mario Levrero es para mí como Felisberto Hernández, otro de los escritores preferidos, aquellos con quienes a cada comienzo del Nuevo Año disfruto al leer algún cuento, o al ponerlo en la lista de los que voy a releer, para sentir que el tiempo ha pasado muy bien en sus manos de fantasía.
Noemí Ulla (Buenos Aires)
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