Un adelanto de la novela de Carlos Gamerro que publicará en marzo de 2011 la editorial Edhasa.
La había encontrado sentada en el muelle, fumando, y cuando se dio vuelta Ernesto descubrió que había estado llorando. Los dedos de sus pies rozaban la superficie del agua alta.
- ¿Lo querías muchísimo, no? – había dicho, finalmente animándose a tocar su hombro, con un dedo apenas.
María Eva permaneció inmóvil, como pensando. Después sacudió la cabeza despacio.
- No, ya no. Lloro de pena. Pero por él, no por mí. Y lloro de culpa.
- ¿Por qué? Vos no podías…
- Es horrible, Ernesto. Yo quería que pasara. Mil veces lo imaginé. Hasta lo soñaba.
La mirada que le dirigió en ese momento le paralizó el corazón.
- Porque yo te amo a vos, Ernesto. ¿Entendés? Y ahora que Miguel está muerto podemos estar juntos… Si vos querés, claro.
Ernesto se sentó a su lado. Sus pies entraron en el agua. Estaba tibia, y la corriente silenciosa tiraba con fuerza, profundo y largo.
- Sí, quiero.
- Menos mal, ¿no? Mira si encima me decías que no.
- ¿Y ahora qué hacemos? – preguntó él.
- El Reglamento Montonero dice que hay que esperar por lo menos seis meses para formar una nueva pareja.
- Bueno. No es tanto.
María Eva le dirigió una mirada incrédula, antes de erguirse sobre él y decirle las palabras que Ernesto, supo en ese instante, había vivido cada minuto de sus treinta años de vida para escuchar:
- ¿Estás loco? ¿Quién te dijo que tenemos tanto? Nos pueden matar mañana. Y yo no me muero sin coger con vos, Ernesto.
Sin decir otra palabra lo levantó de un tirón, y de la mano lo llevó por el sendero hasta la casa y el dormitorio, donde dándose vuelta para enfrentarlo se arrancó haciendo saltar los botones la camisa verde oliva, y enseguida, tumbándose de espaldas sobre la cama, el pantalón de fajina, en un único tirón profundo que lo llevó hasta los tobillos junto con la bombacha. Él, entretanto, apenas había atinado a desabrocharse la bragueta, que le dio algún trabajo por ser de botones, y se lanzó sobre el sexo de María Eva que lo esperaba desplegado debajo; pero al primer contacto del glande con su vello electrizado toda la leche acumulada a lo largo de dos meses de abstinencia se eyectó de su miembro como el piloto de un avión en picada, regando como un surtidor inextinguible el vientre de María Eva de arriba abajo y de lado a lado, en la eyaculación más copiosa y prolongada de su vida. No acababa de soltar su cuerpo el último espasmo que ya estaba temblando de muda indignación, sacudiéndose como una hoja ante la inaudita reiteración de la afrenta y de la estafa. ¿Para esto se había hecho revolucionario?
María Eva, mientras tanto, había estirado una mano para tocar incrédula el charco sobre su panza.
- Ernesto… ¿Que pasó? ¿Qué es esto, Ernesto?
Esta vez no iba a balbucear explicaciones abyectas. Esta vez iba a suicidarse directamente: armas no le faltaban. Entonces sucedió lo impensable:
- Mirá… Mirá qué cantidad de leche. ¡Nunca vi tanta en mi vida! Ernesto… Sos un semental. Estabas… Estabas tan caliente que no podías contenerte, ¿verdad? Me viste así… y te saltó la leche. ¡Te saltó, Ernesto! ¡Como un volcán!
Ernesto empezó a levantar los ojos incrédulos, muy despacio. María Eva, el mentón pegado al pecho para verse, como en un trance pasaba una y otra vez la mano sobre su vientre combado por el esfuerzo, como si fuera una fuente y estuviera enmantecándola.
- ¡Vení, vení, ponémela así como está, no importa que no entre, ponémela ya entre las piernas que me quemo!
Atónito todavía dejó que lo llevara del miembro hasta la puerta abierta de sus piernas, entre las cuales sin proponérselo lo sintió mágicamente volver a crecer, y al crecer, naturalmente abrirse paso entre ellas, lubricado por la leche que María Eva frenéticamente se había untado; y entonces, claro, porque ya estaba adentro, no podía acabar afuera aunque quisiera… Cuando lo hizo, al cabo de una larga serie de embates muy profundos y muy lentos, en los que estaba empeñada hasta la última fibra de sus muslos y nalgas, sintió como una fuerza todopoderosa lo sacudía como a un muñeco de trapo, hasta sacarle el alma del cuerpo, y tras el relámpago blanco que lo barrió por unos segundos de la faz de la tierra se reencontró desplomado riendo y llorando sobre el cuerpo de ella. Que también lloraba.
- Ernesto… ¿Qué pasa? ¿Por qué llorás? Me hacés llorar a mí también, boludo. Boludo… Dos polvazos así al hilo. ¡Qué cacho de macho que sos! ¿De qué estás hecho? Pará… ¿La sentís? Está creciendo de nuevo. ¿Tres al hilo y sin sacarla? ¿Me estás cargando?
No pararon de coger en toda la noche. En las pausas, María Eva se quejaba débilmente:
- Basta, Ernesto. No puedo más. Sos una estación de bombeo. Tuve más orgasmos en una noche que en los últimos doce meses… Pobre Miguel…
El centro de su recuerdo lo ocupa ahora su primer despertar junto al inaudito cuerpo desnudo de María Eva, nítido hasta lo intolerable en el sol que entra a raudales por la ventana y vuelve incandescentes los microscópicos pelitos de su espalda y nalgas; y Ernesto torna a contemplar sus labios entreabiertos, sus párpados cerrados que reaccionan con un estremecimiento al contacto de una mosca que él le espanta con la mano, el pelo que le cruza en ramalazos como de lluvia la cara, una pierna doblada hasta rozar la curva de un pecho y la otra estirada desde la curva de las nalgas, el remolino de las sábanas en cuyas arrugas, pliegues, dobleces, trenzas, volutas y arabescos un experto podría haber descifrado entera la historia de la interminable noche pasada. No había tenido, en aquel momento, palabras para nombrar la felicidad que le manaba de todos los poros, vaciando su mente de pensamientos y sus ojos de imágenes, mientras incrédulo de deleite contemplaba su propio cuerpo despatarrado asertivo y territorial por toda la cama, su miembro descansando sobre un musculoso muslo como un magnífico animal saciado.
Cuidándose de no despertarla había bajado la crujiente y abierto la chirriante madera para recibir la tibia lengua del sol en el cuerpo de arriba a abajo, y vuelven también, en la luz de esa mañana primera, las paredes de piel de cal y músculos de junco y barro, la galería escorada como navío herido, con su selva cautiva de helechos y azaleas; los pilotes de sauce verde retoñados en tal profusión bajo la casa que parecía ésta, ya que no coronada, sobre blando lecho de laureles descansando. Vuelve el sendero que pasaba entre un añoso ceibo y una magnolia venerable, de flores como carnosas llamas el primero crepitando; de pétalos como leche fría la segunda constelada; floración que, combinada, de María Eva la blanca piel remedaba, y el ascua relumbrante de su sexo. Tras una empalizada viviente de cipreses y casuarinas se extendía una brillante alfombra de juncos, pelaje de macrofotografía que respondía con sus ondulaciones trémulas al menor empuje de la ola o caricia del viento; la superficie del río navegado por efímeros galeones verdes coronados de celestes estandartes y, ya en la orilla opuesta, plegado y replegado y vuelto a plegar, el denso cortinado de la selva que los resguardaba de los ojos y reclamos del mundo circundante. No había, en esa cabaña perdida en la intricadísima maraña de islas en que se divide y subdivide, río arriba, el delta entrerriano, no ya un radiotransmisor, sino siquiera una mísera radio portátil, así que quedaron, de hecho, aislados. Había, eso sí, una despensa bien provista: salames, quesos, jamones, galletas, papas, cebollas, una variedad de pastas secas, sacos de harina, arroz, maíz, lentejas, porotos y garbanzos, latas de todas clases, nueces, turrones, chocolates, frutas secas y abrillantadas y otras provisiones en abundancia, pues la base debía servir de posta de abastecimiento para el ejército de liberación. Tenían además una huerta de hortalizas, y abundantes líneas de pesca, y mientras él probaba los anzuelos, las horas del día y las carnadas para las distintas variedades de peces, ella ensayaba las recetas adecuadas (el dorado a la parrilla, con limón y romero; el pejerrey enharinado, el patí frito en rodajas; nadando en el fondo de un especiado caldo de vino blanco y tomates frescos la tararira; en bolitas soperas o panes humeantes la mezcla molida de surubí, boga y dorado). Variaba la ictícola monotonía el ocasional pichón, abatido por Ernesto y cocido por María Eva en el horno de barro en cuya ardiente matriz ingresaba fofo y pálido para renacer, Fénix culinario, crujiente y dorado, derramando al primer trinche su prole de ciruelas y nueces pecanas. En ese horno cocían también panes de cascarón de crustáceo y blanda miga humeante, suculentada con hierbas frescas o ajos pisados, con aceite de oliva, con aros de aceituna negra, con cubos de queso de campo que luego chorreaba en largos filamentos del corazón de la mordida hogaza; o, abiertos al medio, los tapizaban de jamón crudo, cuyas fetas de duro ébano y marfil se derretían sobre la lengua en delicuescencia inmasticada. Completaba la dieta una abundante provisión de frutas: ciruelas de piel de poniente y corazón de sol alto, nueces que resguardaban cerebros de suntuoso tafilete en bastos dolicocéfalos de terciada, naranjas, mandarinas, limones y pomelos cuyos gajos, con todo el tiempo del mundo a su disposición, pelaban uno a uno y disponían en polícromos rosetones traslúcidos que María Eva bautizó citraux.
Era una bendición, esta abundancia de alimentos, porque salvo cocinar y comer, poco hicieron en esos primeros días más que copular desaforadamente, y Ernesto no se cansaba de comprobar la reiteración del milagro originario: su cuerpo podía arquearse hasta el punto de tensión máxima; su venablo (punta carmesí y plumas ensortijadas) temblar por la cercanía del blanco; pero su mente, Arquero Zen, sabía sostenerlo ahí, en la quietud de su energía acumulada, hasta que el arquero se hiciera uno con su blanco y, soltada, la flecha recorriera de la A a la Z el abecedario, dejando a Zenón sin palabras. Nunca había conocido una mujer como ella (aunque tampoco, por su problema, había conocido tantas), tan sensible que ante el mínimo contacto se retorcía como una lombriz cortada con un cuchillo, gritaba y gemía, corcoveaba como un potro montado; hacerlo con Mabel, en comparación, era como hacerlo con una tabla de planchar agujereada. Su sexo, especialmente, se le había revelado como un libro abierto en el que podía leer sin cansarse, un blando mazo que sus dedos en húmeda prestidigitación barajaban en combinaciones siempre renovadas, un lábil plegado de ostra que sus labios sorbían de duros muslos de nácar. Su experiencia sexual, que hasta ese momento hubiera entrado holgadamente en un folleto ilustrativo, se expandió en cuestión de días a las dimensiones de una enciclopedia ilustrada. Lo hacían
por adelante, pegados o casi separados,
ella arriba y él abajo, viceversa y de costado,
por vía anal y vaginal, por atrás o por adelante,
con o sin masturbación propia o mutua simultáneamente en ambos casos;
el 69 vuelta y vuelta y una vez, por puro virtuosismo, hasta de parados
(ella cabeza abajo, claro).
Junto con las posturas y los modos, variaban los lugares: en la cama, en el suelo, contra puertas, paredes y ventanas,
en las escaleras, sobre los peldaños y contra las barandas;
en la cocina, sobre la mesa y también debajo,
en las sillas, sentados sobre una o acostados sobre varias,
y encima de la cocina económica (apagada);
en el jardín sobre la hierba a pleno sol calcinándose,
o refrescándose en la humedad del primer rocío de la mañana;
bajo el cielo ebrio de estrellas y bajo las lluvias torrenciales;
en el parque, contra los troncos trémulos de hiedra,
y en el huerto, sobre un colchón de ciruelas caídas, en una nube de moscas y abejas zumbantes;
sobre el muelle y en el bote que se sacudía de lado a lado,
y en el agua que fluía desde el norte caliente como sangre
(entrar en María Eva era como entrar en el agua del río, un agua más ajustada).
Ernesto recuerda también el día en que ella regresó de alguna incursión selvática, triunfante, con un yuyo enarbolado (“Mirá lo que encontré. Ahora sí vas a ver lo que es bueno”). Al punto lo pusieron de cabeza - marxistas al fin y al cabo -, balanceado sobre una tenue fogata y envuelto en un cucurucho de diario: a los dos días, mezclada con tabaco, pudieron fumarla (“guardalo todo lo que puedas – no lo largues tan rápido”). Nunca había probado la marihuana, y a las tres pitadas (“secas,” lo corrigió María Eva, didáctica) el nuevo Ernesto se desplegó en el humo arabescoso y dulzón como una mariposa que emerge de su crisálida, y desde su nueva altura contempló al cascarón del viejo que había quedado debajo. ¿Era tan fácil entonces? ¿Y por esto se había hecho tanta mala sangre? De un momento a otro la vida se había vuelto simple, su corazón alegre, su cuerpo liviano; caminaba por el parque como andan en la luna los astronautas, pero sin tanto equipaje; los sabores de todas las comidas se intensificaban y le recorrían el cuerpo en mudos espasmos, como si las papilas gustativas hundieran sus raíces hasta los dedos de sus pies y manos; pero era en el sexo donde sus efectos más se notaban: animales y dioses habitaban en su ingle y nalgas, toda clase de imágenes y de situaciones pasaban por su mente, caleidoscópicamente combinándose y recombinándose, y algunas veces (no tantas; descendía como la gracia de Dios cuando menos se lo esperaba) llegó a sentir como si un ángel que pasaba en vuelo rasante atravesara su cuerpo en el preciso instante del orgasmo. Pero más vívidas en la memoria que los actos en algún punto reiterativos, y que las sensaciones a todo punto irrecuperables, vuelven, ahora, al hombre que tiembla en el sofá blanco en su bata de raso, las historias que María Eva le susurraba, gemía y finalmente gritaba al oído para excitarlo y excitarse:
- Yo soy una burguesita, ¿sabés? Una nena de mamá y papá. Y entonces venís… ¿Sos un guerrillero, dale? Y me secuestrás. Me llevan toda atada, muy ajustados los nudos, en la parte de atrás del auto, por todos los caminos de la provincia, y con los barquinazos se me sube un poquito la pollera – llevo puesta una pollera muy cortita, tableadita, escocesa… ¡Soy una colegiala! ¡Una nena de colegio inglés! Se me sube así, hasta acá, y se me ve el bordecito de una bombachita de algodón blanco… Y vos la ves, y enseguida apartás la mirada, porque sos un revolucionario de conducta férrea, inflexible, rígida... Mmmm… Y te hacés el que mira por la ventanilla, vigilante, pero cada tanto se te piantan los ojos, ya no podés pensar en otra cosa y de pronto yo veo desde abajo que se te empieza a poner dura, y al principio me asusto, me vienen a la cabeza todas las cosas terribles que los guerrilleros hacen a sus prisioneros – lo que le contaban en la familia, no, toda la paranoia de clase de la burguesía – pero enseguida me doy cuenta de que el algodón de la bombachita está un poquitito mojado – mojado, Ernesto -. Para bajarme me pones una venda – también muy ajustada – y me echás así sobre tu hombro y me agarrás de los muslos para que no me caiga – acá – y te voy rozando con las tetitas la espalda… y entonces… y entonces…Ya van varios días que estoy… ¿dale? Y vos hacés turnos de guardia… Ahora llevás un pañuelo en la cara, pero igual sé que sos vos... Y trato de darte charla… Pero vos no me contestás, sos muy disciplinado, muy severo sos Ernesto… Entonces un día te pido de darme una ducha, y veo que te ponés incómodo, decís que esperemos a la compañera, entonces me pongo colorada y te digo que me vino (pero es mentira) y entonces ya no me podés decir que no, además ya te debés estar imaginando mi conchita de adolescente toda aterciopelada como una rosa rebosante de sangre derramada, ¿eso te excita, no? Y te quedás afuera del baño, pero con la puerta entreabierta, porque hay que vigilarme, y sin querer abrís antes de tiempo… no, pará… Yo hago que me resbalo, pego un grito, y vos, que tenés reflejos de combatiente, entrás de un salto, y me ves... Toda mojada, con estas tetitas así…y mi conchita toda brillante… No te podés contener, Ernesto. Todo tu fervor revolucionario se convierte en leche. Leche hirviendo. Y entonces me acostás como en un suelo de… ¡paja! Es como un granero, ¿entendés? Con mucha paja. Y sin sacarte las botas – un guerrillero debe estar siempre alerta – te desabrochas el cinturón y te bajás los pantalones – no llevás nunca calzoncillo vos, te parece un prejuicio burgués – y salta una pija que no lo puedo creer, es como el cañón de un tanque. Y entonces venís y me la metés, al principio me apoyás la punta nomás y yo me asusto porque soy muy virgencita, ¿sabés? Mi conchita es muy nueva y muy cerradita, toda como un capullo. Pero con tu pija se va abriendo como una rosa con todos sus pétalos… Y entra y entra y no para de entrar… Me llena, Ernesto. Y me cogés… así… y yo sé que te estás por venir… Que me vas a llenar de tu leche… Y me decís… ¡Te voy a llenar de combatientes! ¡Vas a parir como una vietnamita, puta!
Carlos Gamerro (Buenos Aires)
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