e noche en el avión, dejando atrás Los Pirineos para llegar a Alemania, centellea otra vez en mi cabeza una reflexión que me viene acompañando por años. A fin de cuentas, las ideas también son el equipaje del viajero; algunas son abandonadas por siempre, otras se pierdan con el paso del tiempo y no faltan las persistentes que se acoplan a las demás o se ramifican sin tener fin. Una idea que viene y va es más potente que un pasaporte: no hay frontera que se le resista.
Pensaba, recordaba… Con la victoria sobre los incas y la conquista del Tahuantinsuyo, en el siglo xvi, se incrementaron a más de una veintena los textos de carácter híbrido que aspiraban a dar cuenta de la geografía extraña, las costumbres inéditas, los hechos de armas y los desórdenes políticos con palabras en español que referían un universo ajeno que se comunicaba en runa simi (“lengua del hombre”). Los autores, cronistas de Indias como Diego de Trujillo, Pedro Sancho de la Hoz, Francisco de Xerez o Miguel de Estete, y varios más, apelaron a estrategias retóricas similares entre sí para referir su encuentro con el otro.
Tzvetan Todorov, en su inagotable libro La conquista de América, sostiene que “el descubrimiento del otro tiene varios grados, desde el otro como objeto, confundido con el mundo que lo rodea, hasta el otro como sujeto, igual que yo”. Y son esos grados, por su iniquidad, los que ponen de manifiesto los cronistas.
En primer término, identifican los bienes y hábitos incaicos con los del universo musulmán (por ejemplo, llaman “mezquitas” a los templos del Ande o al acllahuasi, “harén”), con lo cual logran que el lector de su tiempo ⎯que incluso podía ser el monarca de España⎯ imagine de forma más cabal lo que solo columbra desde el horizonte de las palabras… imagine, pero bajo la sugerencia de que el otro es tan adversario como aquel que trasnochó la Península durante ocho siglos.
En segundo término, las crónicas no escatiman adjetivos para explicar el poderío bélico del enemigo, incluso su desarrollo técnico y habilidades de diversa índole, con lo cual ponen énfasis en lo épico de la aventura de sangre que han sabido emprender, así como en la valentía que espolea los ánimos de los baqueanos y los bisoños... Se vence a un contendiente de valía, superior en número y conocimientos territoriales aunque no en estrategia y perspectiva cultural, de tal forma que el rival es mostrado como una masa poderosa que lucha; una masa que cae derrotada hasta en términos cósmicos, pues se impone el dios cristiano sobre sus deidades tutelares.
En tercer término, las crónicas individualizan a los miembros que componen ese otro colectivo con caracteres que le regatean su condición humana; por ejemplo, los autores enfatizan la mirada bestial del inca Atahualpa, resaltan la inteligibilidad de su idioma y la ferocidad de sus gestos a través de símiles con animales silvestres ⎯abundan los halcones y felinos en estas analogías retóricas⎯. Por tanto, el otro no es como yo; yo, humano, no le reconozco humanidad a ese que se resiste a ser dominado, a ese que por sus prácticas, resolución hostil y condición, asumo que puedo y debo someter.
El afán de deshumanización de una persona nos remonta, en la tradición occidental, a la legendaria defensa que hizo Cicerón de Sextus Roscius, unos cuantos años antes de iniciar nuestra era. Sextus Roscius, ciudadano romano, era acosado por una dictadura que pretendía despojarlo de sus bienes y acabar con su vida, como ya venía haciendo con miles. En el tramo final de su alegato, Cicerón proclama: “Viendo y escuchando constantemente que ocurren acontecimientos terribles, corremos el riesgo, todos, hasta los más sensibles, habituados ya al sufrimiento, de perder el sentimiento de humanidad de nuestro corazón” (Miguel Giusti y Pepi Patrón (eds.). El futuro de las humanidades. Lima: Fondo Editorial de la PUCP, 2010.) Entonces, como sostiene el filósofo Miguel Giusti, el término humanitas aparece por primera vez como un “sentimiento de piedad y de compasión hacia los otros, por el solo hecho de ser humanos”. A Sextus Roscius se le reconoce la condición de ser humano, como lo es su defensor Cicerón, como lo es el tirano Sila; más aún, es un ciudadano. Así, la humanidad del otro se sustenta, entre otros pilares, en la plataforma de la ciudadanía. La maravilla de la piedad y la compasión con el otro que se encuentra en desventaja o en situación desvalida pasa por el tamiz de su pertenencia reconocida a un territorio normado y reglamentado del cual el yo también forma parte.
No era esa la ubicación real e imaginada del poblador indígena del Tahuantisuyo, tan poco humano y nada ciudadano ⎯si bien luego fue vasallo de la Corona, por lo que tuvo que pagar impuestos, aunque no recibiera a cambio mayores beneficios que un trabajo inacabable, casi forzado, errante y mortal en las minas⎯… Pero hoy, al cabo de cinco siglos, ¿recibe una mirada por fin distinta el poblador de la zona sur del mundo cuando se anima a arribar al hemisferio norte? ¿Ya forma parte de esta fraternidad del compadrazgo regional, en medio de la crisis global?
Transcurridos cinco siglos, se perpetúan estereotipos de pareja intensidad. La generalización que no observa rasgos ni matices, que de forma grosera abrevia las diferencias y establece las desigualdades, homogenizando al otro sin poner en consideración su procedencia, su pertenencia a una comunidad, sus documentos o la falta de ellos ⎯quizá sí, la ciudadanía es el mayor obstáculo que enfrenta el progreso con justicia⎯. Así, se asigna la etiqueta de migrante al extranjero, con lo cual una persona que aporta un conjunto de saberes culturales y tradicionales es reducida al ser que “llega a un lugar para establecerse en él”, de acuerdo con la definición de un par de diccionarios… Quien arriba a un sitio ajeno para quedarse. En consecuencia, ese otro que llega es el que se asienta para ocupar puestos laborales, intentar oportunidades estudiantiles, usar un carril de la vía con su bicicleta y tomar una posición en la cola de los supermercados. Por tanto, va más allá de ser un nuevo habitante, puede ser un contendiente; tal vez, el rival que, por su propia necesidad, es feroz en la búsqueda de un destino y persistente a la hora de mantener las posiciones que va consiguiendo. Por último, ese otro, con un color de piel distinto, costumbres de reunión diferentes, que se moviliza en grupo y que atrae a su núcleo familiar para establecerse también en el lugar ajeno, es percibido como si portara una humanidad dispar, rústica, asalvajada; acaso, inferior.
La utilización extendida y homogenizante que se da a la palabra migrante, que simplifica un proceso más complejo que el mero hecho de ir de un punto a otro y que responde a la búsqueda del estado del bienestar y, por tanto, de la ilusión de desarrollo ⎯noción tan cercana a la de “seguridad humana”, como defiende Amartya Sen⎯, debe ser revisado y reformulado. Y es que, si Wittgenstein tiene razón cuando dice que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, entonces estamos inmersos en una globalización en la que el discurso hegemónico es groseramente estrecho, con fronteras que se han levantado de espaldas a la pluralidad, al respeto que se debe guardar por las personas y a la consideración maravillosamente piadosa y compasiva con quienes están en situación de desamparo.
En la misma línea, sintagmas deshumanizados como “mano de obra” —metáfora terrible del utilitarismo llano del trabajo, que relega las dimensiones emocional, afectiva e intelectiva de las personas—, “recursos humanos” —como si las personas fuéramos algo que se explota o un simple medio para alcanzar un fin-, entre otros, deben quedar en el pasado y extirparse del discurso retórico mediático, académico, cotidiano. Nunca es tarde para convertirlos en fósiles, inofensivos aunque útiles para explicar un proceso del pasado; y no como marcas de un mundo que ya está en el momento maduro de aspirar a la equidad en el reconocimiento pleno de los derechos y valores y de todos.
El desbalance entre buena parte de los hemisferios norte y sur, que responde a diversas condiciones donde las económicas son básicas ⎯cabe recordar el compromiso que suscribieron varios Estados con el fin de alcanzar los Objetivos de Desarrollo del Milenio sobre la base de brindar al año 130 000 millones de dólares de ayuda solidaria, y que hasta ayer no superan los 80 000 millones; además, que es con organismos mundiales y de varias de estas naciones con quienes los más desposeídos del planeta mantienen deudas externas, en muchas casos, ilegítimas⎯, no es producto solamente de un asunto de finanzas, tiene también su fuente en un lenguaje de conquistador que se perpetúa, destiempado e irreflexivo, en todo territorio y en tantísimos idiomas que lo engendran o lo adoptan como una forma natural de decir aquello que se tiene por fin que renombrar. Si “el nombre es arquetipo de la cosa”, como afirma Jorge Luis Borges en un poema, es esencial que ese modelo o forma ideal reciba la designación más consistente, equilibrada, íntegra y fraterna posible. Las palabras, y la responsabilidad tras ellas.
Palabra y parábola tienen, etimológicamente, el mismo origen latino; y, quizá, responden a un significado análogo. Lo que a menudo se olvida es que las palabras, como las parábolas, también pueden llevar a través de comparaciones o semejanzas deductivas —sobre todo, sin ellas— a una enseñanza, a una revelación, a una verdad importante. Las palabras, poderosas en el niño o en el orador de plaza, también son una contingencia. Y qué mejor contingencia que hablar el idioma de la solidaridad… Todavía tenemos tiempo para hacerlo, antes de caer en lo que Jürgen Habermas llama “una solidaridad casi exhausta”.
Juan Manuel Chávez
Lima, Perú, EdM, septiembre 2012
Imprimir
No hay comentarios:
Publicar un comentario