Caminábamos callados, recorriendo las colinas cercanas a Enna en el ombligo de Sicilia, mientras el sol de la tarde iluminaba las piedras con la fuerza del relámpago. Debajo de una de las rocas, H.encontró algo que a simple vista semejaba una raíz y me la ofreció.
-Para vos, que siempre estás recogiendo cosas del suelo -me dijo.
Más que raíz parecía un cactus, porque aunque carecía de espinas, debajo de la corteza algo áspera se podía adivinar la pulpa fresca de las plantas que acumulan agua. No mediría más de seis centímetros y tenía el grosor del dedo de una mano. Sin mucho parlamento, y sin comprender del todo el significado de tamaña ofrenda, se la agradecí, y metí el vegetal en un bolso como un souvenir.
Ya de regreso a casa, deposité la raíz junto a los recuerdos de ese viaje, dispuesta a ordenarlos en algún momento, bien para preparar el retorno a ese lugar, bien para hacer una especie de altar evocativo que incluyera la boleta del espectáculo que vimos en Taormina, la tarjeta del hotelucho del puerto donde nos alojamos, la marca de la cerveza. Era alemana, no lo podía creer -pensar que voy a Sicilia para tomar cerveza alemana, discutía-. Los muchachos del bar me miraban desconcertados. Dónde habrá aprendido a chapucear ese italiano desfachatado -parecían preguntarme con la mirada, pero no les podía contar que mi madre era piamontesa, porque entonces habría estallado el conflicto norte-sur, y no es que tuviese ni una mínima posibilidad de ganar, así que al mazo.
-Salud -les dije, y ellos bebieron y me dejaron en paz.
Dos años más tarde, mientras organizaba los trastos recogidos en el último viaje, cayó en mis manos el sobre correspondiente a Sicilia y la encontré. La raíz, verde como entonces, permanecía húmeda y fresca al tacto.
-¡Está viva...! -me emocioné, sorprendida por esa sobrevivencia tenaz, y la puse en un recipiente con agua en la ventana de la cocina.
La raíz vivió en aquel vaso de cristal más de un año, luego la trasladé a un cuenco de porcelana, y después al ornamento con forma de bota que me regaló Nancy, donde soportó sin problemas cambios y embalajes, hasta el día que abandonamos el país. La traje envuelta en una bolsa de plástico apretada entre los dedos, como parte del equipaje de mano, tolerando mal la desesperación de este rigor de planta de aire que podía ser confundida con otra, a mi paso por los controles electrónicos de tanto aeropuerto. Algo asfixiada, y agotada después del largo viaje, la instalé en un frasco en la ventana del baño, para su recuperación, y a fin de contenerla mientras durase nuestra estadía temporaria en aquel lugar.
Durante varios días se mantuvo, más o menos dispuesta, resistiendo estoica esa disciplina de transición, enchufada en unos centímetros de tierra colorada, balanceándose por encima del inodoro.
Hay vientos y tempestades, aguaceros furiosos, temporada de lluvias, granizos del estío azotando frutales, pero ninguno como aquel temporal que se desató durante esa corta residencia en San José de Costa Rica, antes de nuestro regreso a Argentina.
Ráfagas jamás imaginadas penetraron con la velocidad del relámpago en todos los rincones de esa casa donde nos hospedábamos. Sorprendieron a la raíz en su albergue transitorio y la arrojaron a la intemperie durante mi ausencia.
Cuando llegué a rescatarla ya era tarde. La busqué inútilmente entre los destrozos arrancados por el viento. El frasco de vidrio se había hecho trizas al golpear contra el piso, alcancé a ver todavía algunos terrones de tierra rojiza mezclada entre los pedazos de cristal, pero de la raíz ni rastros.
Afuera, la lluvia, ya más tranquila, caía como una manta cubriendo de niebla todas las cosas.
Esther Andradi
Buenos Aires/Berlín, EdM, noviembre 2012
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