PIES DE IMAGEN

Sandes, por Javier Trímboli


No hay muchos daguerrotipos como éste. Me refiero a la pose elegida, al torso desnudo. En cuero diríamos hoy, incluso descamisado. Hacia 1862 la técnica ya no requería de largos minutos frente al aparato, pero seguía siendo un punto alto de la modernización y su artificiosidad. Se sabe que lo nuestro nunca fue victoriano, no tanto porque no se lo pretendiera sino porque la agitada vida política y social del siglo XIX impidió el reinado de modales adecentados a gusto de la burguesía consagrada. Pero Ambrosio Sandes da un paso más allá. Él y todos quienes intervinieron en la realización de este daguerrotipo que se transformó en carte du visite, es decir, que se puso en circulación —moderada es cierto— y no se guardó en secreto como pornografía. Mira Sandes entre desconfiado y desdeñoso.
     En un folleto del mismo año, Sarmiento se refiere a este “retrato”. Quien sólo en algunas páginas fue cultor de buenos modales, eligió con cuidado cómo quedar guardado en las placas fotográficas. Conciencia de la posteridad y del significado de los atuendos. Ante el de Sandes, se rinde. “Su retrato, desnudo el busto, reproducido por la fotografía es el más extraño museo de la variedad de cicatrices que pueden dilacerar la piel humana. Tiénelas en cruz, paralelas, redondas, angulares y de todas las formas, como arabescos.” Quizás con el recuerdo de la sensualidad de las imágenes de santos, Sarmiento hace números: 49 heridas ornamentan el cuerpo de Sandes. Y agrega que es nuestro Cid Campeador. ¿Legajo? Con certeza sólo se sabe de él en los alrededores de esos años, los últimos de su vida. Oriental como tantos militares que fueron fundamentales en la avalancha mitrista, Sandes pelea en Pavón y sale herido; sin embargo, de inmediato participa del episodio de Cañada de Gómez que si a algo se parece es a una masacre y se une al ejército que desde Buenos Aires es lanzado hacia las provincias para que se adapten a la nueva situación. Ahí Sarmiento lo conoce. De ese momento breve es el daguerrotipo. Juntos llegan a Cuyo; uno gobernador de San Juan, el otro coronel.

     Hernández lo menciona pero no se detiene, descontando que sus lectores conocen la catadura criminal del personaje. Que nunca se olvidará. Eduardo Gutiérrez lo compara con Moreira en páginas decisivas del folletín de 1879. Chirino le hunde la bayoneta por la espalda; a cualquier otro lo hubiera dejado muerto de inmediato, no a Moreira, tampoco a Sandes. “Dos naturalezas de bronce que se pueden llamar gemelas”. A la vez, porque para sorpresa de quienes le sacan la camisa, el cuerpo yaciente de Moreira también está revestido de “un tejido de enormes cicatrices que lo cruzaban en todas las direcciones”. Unos años después, para presentar al Chacho Peñaloza a sus lectores que poco saben de los entreveros de estos pagos, también se sirve de Moreira. “El Chacho era valiente sobre toda exageración. Era un Juan Moreira, en otro campo de acción, con otros medios y otras inclinaciones.” Moreira pivotea con uno y con otro, pero ellos son enemigos, de hecho ésa es la gran guerra que libra Sandes. Contra el Chacho y con el auspicio de Sarmiento.
     En 1866 Sarmiento había vuelto a escribir sobre Sandes en el libro injurioso dedicado al caudillo riojano. Ya las heridas son 53 y es Orlando Furioso. “Pródigo en la sangre, no había de mostrarse económico de la ajena, y su odio y desprecio por el gaucho, de que él era un tipo elevado, le hacía, como es la idea del montonero argentino, propender al exterminio.” De largo obsesionado con hacer más eficaz la guerra contra los gauchos, Sarmiento encuentra la solución en esta inoculación en las propias filas de la barbarie que él mismo ha descripto y juzgado.
      Las cicatrices dibujan el mapa del odio que se le profesa. Mucho tiempo tuvo Gutiérrez para poner la oreja en el fogón de los milicos. Cuenta que hecho prisionero un joven montonero catamarqueño, Sandes le exige que encuentre una aguada. El muchacho colabora pero está exhausto; el coronel desconfía, lo obliga con puntazos de lanza a marchar una y otra vez hasta que ya no se levanta más. Pasan unos meses, un hombre se presenta ante Sandes y le ofrece sus servicios de baqueano; ante las sospechas, dice que lo anima una venganza. Su trabajo es exitoso y se gana la confianza de todos. Cuando parece haberlos encaminado hacia el Chacho, avisa que es el padre del montonerito y le hunde el cuchillo a Sandes. Se reencuentra con el Chacho convencido de que finalmente ha acabado con ese azote. El caudillo no comparte el optimismo: “Sandes no ha muerto, yo lo conozco y sé que tiene una carne como si fuera agua; no bien se ha retirado el cuchillo cuando se han juntado los labios”. Gutiérrez –Gutierrito le decía Sarmiento- ya no sabe qué hacer con él y lo hace morir envenenado.
     En La Rioja no se dejó de recordar nunca la “carbonera de Sandes”, el pozo en el que incineró los cuerpos de muertos y heridos después de la batalla de Lomas Blancas. ¿Cómo puede ser que se dijera que la ferocidad del golpe de 1976 era inimaginable? No caben dudas de que el olvido tiene sus virtudes, pero si llega alguna vez el Mesías lo hará como vencedor del Anticristo. Por lo tanto, no perdamos sus señas. ¿Dónde meterlo a Sandes? Está enterrado en Mendoza pero el tema son sus “manes”, esos que según Sarmiento alcanzan y deguellan al Chacho que lo había sobrevivido unos días. Compañeros alzan la voz y dicen que es del linaje de Astiz y de Camps. Por motivos distintos, ni Sarmiento ni Gutiérrez lo aceptarían. Ni banalidad del mal ni industrialización de la muerte, tampoco dobleces o traición. Sandes es la manía del poder y la violencia cuerpo a cuerpo. Ahab sin Antiguo Testamento, persiguiéndonos a todos aunque seamos cornalitos, en pelotas. El poder o las clases dominantes —o la conjugación que se crea más pertinente entre ellos— ya no precisa de sus servicios, lo que sólo revela que sobran los dispositivos que lo reemplazan.

Javier Trímboli
Buenos Aires, EdM, Marzo 2014
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