En un subsuelo berlinés, en una calle de cuyo nombre no quiero acordarme, se esconde una librería. Regenteada por un hombre delgado y sereno, de años jóvenes, por su aspecto bien podría ser rumano o búlgaro, pero aseguran que es oriundo de alguna de las naciones de la vasta España. Acaso de Cataluña. En esta librería, y en el barrrio de Kreuzberg, se llega como viniendo hacia el centro, pero no es el centro sino la periferia, y en dirección al bajo, donde los suburbios obreros se encuentran con vagabundos y bohemios y viajeros. En esa librería del subsuelo berlinés fuimos convocados a continuar “engordando el Aleph” para acompañar e imitar al escritor argentino Pablo Katchadjian. Pablo, que emprendió con coraje y una buena dosis de esperanza la tarea de escritura nutritiva arremetiendo contra toda dieta literaria.
Y fuimos muchos los poetas y escritores y músicos que llegamos a Bartleby, aunque en la sociedad de la abundancia y la cultura del fitness, el engorde es subversivo. Casi todos estaban sentados en el piso de Bartleby, mientras yo, de pie toda la santa noche, por no quitar el ojo a un Aleph que descubrí en ese escalón que nadie baja porque trabaja de estante. Y en ese Aleph me pareció ver todos los libros y los experimentos, las letras y su simbología, los perturbados momentos del poema, la mínima sombra de un titubeo, el artista en su reverberancia y los idiomas... y también esa noche increíble de Bartleby que la artista Dafne Narvaez registró en un film, buena prueba que así discurrió.
Al principio fue la música de Os Mares, de Nacho Buk y Gabriela Turano.
Después Leandro Uría introdujo la ceremonia, y habló sobre la amenaza que significa para la literatura y la creación el proceso judicial del escritor Pablo Katchadjian por El aleph engordado -una autoedición de 200 ejemplares-, y abrió el hambre con el bocado original, leyendo un texto del escritor procesado. (*)
Por mi parte fui por un momento la viuda de Macedonio, quien, como su nombre lo indica, era afecto a mezclas, experimentaciones y juegos de azar en la pensión donde tomaba mate y escribía la moderna literatura argentina. Sería negligencia no imitar esa senda dijo Borges en su entierro y no ocultó su entusiasmo para engordar a Macedonio Fernández: Yo, por aquellos años lo imité, hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto plagio, admitió Jorge Luis.
El poeta y editor Jorge Locane leyó un fragmento de El Aleph engordado y “adelgazado”, porque eligió la primera página del “engorde” del Aleph sólo de Pablo, y sin Borges. ¿Se entiende? Pablo bien podría hacerme un juicio, porque estoy utilizando su trabajo y modificándolo, comentó Locane.
Entonces Roberto Equisoain, más conocido como El Equi, tomó una edición de El Aleph, aseguró que era un original pero no dio más datos, amasó el libro, luego lo abrió hacia las cuatro dimensiones y lo depositó en un cuenco de madera. Lo dejó descansar un tiempo, que es relativo, y entretanto batía un buen pote de crema de leche de 3,5 de grasa con un tenedor y una cuchara, tal como es usual en el campo de su país, el vasco. Entre batida y batida, el público, en su mayoría sentado en el piso, podía observar como el engorde se solidificaba, y cuando estuvo a punto, El Equi, también llamado Equisoain, fiel a sus orígenes inciertos, derramó la crema de leche sobre El Aleph, previamente engordado con nueces de Castilla y azúcar morena. Repartió cucharas entre los presentes y fuimos exhortados a engordar el Aleph. Convidados a seguir la senda lo que cumplimos devorando el canon con exceso.
Y la ceremonia comenzó.
El Aleph engordado de Pablo Katchadjian se leyó en tres tandas, en las voces de Victoria Pérez y Julio Sivautt, de Sandra Rosas y Jorge Palomino, de Luis Cháves y Juanjo Muñoz-Knudsen. Gente de la literatura llegada desde los cuatro puntos cardinales, de las lenguas de Cervantes, y de las lenguas del Norte, hubo entremeses de lecturas de los poetas Cristian Chino Loaiza, Ginebra Raventós que leyó en occitano romance, y Cristian Forte que hizo sonar al Aleph con sus cuerdas. A los postres Gimena Cattáneo engordó a Roberto Arlt.
Rajá turrito rajá, desde el estante de Bartleby, escondiéndose detrás de El museo de la Novela de la Eterna me pareció que el Aleph me guiñaba un ojo. O era yo que estaba perdiendo la vista. Y me tragó la noche berlinesa.
Esther Andradi
Berlín, Alemania, EdM, Septiembre 2015
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