El viernes 14 de agosto, en la Sala Augusto Raúl Cortázar de la Biblioteca Nacional, fue presentado Desarma y sangra. Rock, política y Nación, de Cecilia Flachsland. La presentación estuvo a Cargo de Matías Farías, Guillermo Korn y Liliana Herrero. A continuación, tenemos el gusto de reproducir la lectura que hiciera Guillermo Korn aquella tarde.
Como comienzo, me parece honesto reconocer que conozco bastante la discografía de Paco Ibañez y, en contrapartida, que carezco por completo de idea de qué se trata Viejas locas; que me siento más cercano a las composiciones de Chico Buarque que a las de Luis Alberto Spinetta. Y diría algo más: que así como me entusiasma buscar datos en la web sobre Eduardo Rovira, mi curiosidad es nula si se trata de leer algún comentario del diario, en el caso, por ejemplo, de La Renga. Esta confesión de partes y reconocimiento público de algunos de mis límites es el paso previo a decir que me alegra mucho sumarme en esta mesa de amigos, convocada por Cecilia, y que estoy muy gustoso de actuar como banda soporte en la presentación de este esperado libro.
Dicho esto a manera de agradecimiento por la invitación y de disculpas por adentrarme a un universo no muy frecuentado en mis escuchas, voy dejando la primera persona y paso a hacerme cargo del convite de comentar este trabajo.
A diferencia de otros libros que entienden esta expresión cultural, el rock, desde una perspectiva universal, con poco y nada de condimento local, Desarma y sangra. Rock, política y nación es un libro donde lo argentino es fundante. Cuesta imaginar de todos modos, y este es uno de sus tantos méritos, que alguien poco familiarizado con el contexto histórico-político argentino no pueda entender el análisis que el libro nos ofrece, o que deba recurrir a buscar referencias por fuera de sus páginas. Porque Desarma y sangra no habla de qué significan las bandas de rock, a la manera del grupie, dando cuenta de qué discos, en qué estudios y en qué años fueron editados, o con qué formación se compuso cada grupo en algún momento. No. La propuesta de lectura de estas páginas tiene una identidad y un anclaje fuertemente argentino. De hecho, dos de las dimensiones de su subtítulo: Política y Nación tienen una pregnancia no menor a la primera: el Rock.
En esta propuesta que Cecilia hace no existe posibilidad de entender al rock nacional sin reponerle esos dos conceptos que lo determinan y también lo habitan. Esa propuesta de lectura la hace distintiva de algunas otras donde las cronologías, las disputas autorales y aquello de quién tocó dónde y en qué disco son preponderantes. Las líneas que recorren estas páginas parten de indagar cómo y de qué manera las prácticas musicales interpelan e interpretan la cuestión nacional en varias de sus formas.
Un abordaje cronológico lineal: desde fines de los años sesenta a la lucha armada, la dictadura como quiebre –vale decir del Buenos Aires rock a los espacios cerrados–, y el tramo que va del neoliberalismo al kirchnerismo –donde aparece tanto Cromagnón como las bandas en la Plaza de mayo o en la fiesta del Bicentenario. El tiempo, como antes se decía sobre esta música, también es progresivo.
Algunas claves de lectura, se explica en la introducción, son deudoras de las hipótesis que Gramsci trazó. Así nos enteramos que en este pensador, las canciones de música popular son importantes por aquella concepción del mundo que conllevan y por su modo de disputar con las visiones oficiales. La preferencia es por el descarte de las vetas pintoresquistas y el resalte del poutpourri. La mezcla compuesta por cosas diversas y heterogéneas, al modo –dice Gramsci– de un “un conglomerado indigesto” donde se encuentran “documentos mutilados y refundidos”, en algo no siempre coherente. De allí que los muchos interrogantes que vertebran estos ensayos pasen por preguntarse por cómo se debe escuchar en el rock –ese lenguaje forjado en el centro (geográfico y material) de la industria cultural– una impronta ligada a lo “nacional y popular”.
El rock nacional, con la carga de ese gentilicio que se acentúa y agiganta cada vez que nos referimos a él desde la guerra de Malvinas en adelante, ha roto –me parece– con la impronta que traía como marca en el orillo. Me refiero a aquella apelación del rock a superar fronteras y, al mismo tiempo, a oponerse a los modos vigentes de la cultura. El rock argentino, siguiendo la lectura de Desarma y sangra, sobre todo en el último capítulo pareciera haber encontrado un suelo más habitable en estos tiempos, kirchnerismo mediante. Pero cabe preguntarnos si al aceptar la interlocución con el Estado y con esta época, esta expresión cultural no dio un giro sobre aquello que le había sido característico, que lo constituyó en lo que por definición era su veta más disruptiva. Pero, quizás, me estoy adelantando. Mejor vuelvo sobre mis pasos, para decir algunas cosas sobre los capítulos previos: que son nueve, que varios de los cuales fueron publicados en revistas culturales y políticas y algunos dejaron de ser un esbozo al ser retomados para el libro, pero también que tienen un modo de articulación semejante. Bajo una lúcida y atenta lectura, casi siempre hay dos, a veces tres, elementos presentados en igualdad de condiciones, para ser comparados y analizados al tiempo que, como telón de fondo, vemos proyectado un tema que los relaciona y entrelaza bajo un eje que –ensayo tras ensayo– cambia de rostro, no siendo siempre el mismo. En esa comparación, en ese análisis es donde reconocemos el gesto amable y amoroso característico de Cecilia, donde no prevalece –y se agradece como lector– ni el juicio de valor, ni el dedo en alto del crítico. Lo que se impone es un estudio minucioso sobre los fenómenos que se van presentando. Intentaré ser más explícito para quienes no leyeron aún el libro con algunos casos puntuales.
En el primer artículo, por ejemplo, el Himno es el eje que se toma para hablar de lo nacional, pero dos de sus interpretaciones versionadas: la de Charly García y la compuesta por los anarquistas en los años 20, son el modo de llegada. En otro caso, el eje nacional pasa a ser la revolución y los años setenta: pero el acercamiento al tema se da al analizar el tema A desalambrar de Daniel Viglietti y Casa con diez pinos, de Javier Martínez, o en el tenso contraste que la autora establece entre una escena de la película Hasta que se ponga el sol y Los traidores, de Raymundo Gleyzer. Así se componen esos diálogos: a veces de modo fructífero, a veces de modo crispado. Otro momento se da a través de tres canciones: una compuesta por Yupanqui, una por Charly García y otra por Almafuerte. En las tres versiones, los acordes no son los adecuados para la proyección de fondo que resuena con Malvinas.
Cuando lo nacional –en cualquiera de sus formas histórico-políticas– no aparece, el núcleo a analizar es un tipo de expresión cultural que caracteriza una época. Por ejemplo, los años ochenta a través de la imagen –sea más visible o sea más opaca–, los medios audiovisuales y el modo de concebirlos, entre la ironía y la clandestinidad. En este caso la revisión de esos ejes, se da al poner la lupa sobre Virus y los Redonditos de Ricota. Y, como plato fuerte, el artículo que tiene la idea de la globalización como eje y al caso de Manu Chao como síntoma. Allí el cantautor francés será leído como contracara de Kurt Cobain, de Fito Páez y también de Atahualpa Yupanqui.
Distinta es la aproximación y la lectura de “El santuario de Cromagnon”, donde las autoras –me refiero a Cecilia, en coautoría con Violeta Rosemberg– aparecen implicadas en el texto, con una carga de subjetividad mayor, donde lo emocional aflora al aludir a sus recorridas por el lugar. Aquí el eje sería, más que el grupo Callejeros (prácticamente no mencionado), los seguidores del grupo, sobrevivientes o muertos, y los modos de pensar la religiosidad popular.
En más de un aspecto, me parece que en el libro sobrevuela la idea de una clase. No sólo porque se diga por allí que algunos artículos fueron pensados como tales, ni porque Cecilia refiera a su experiencia como docente de adolescentes, jóvenes y adultos y sostenga que a veces una referencia musical sirve de lazo para “mantener a flote una clase siempre a punto de naufragar”, o porque describa que en la experiencia autogestiva del grupo MIA todos sus integrantes valoraban dar clases. Me interesa resaltar un par de movimientos expositivos: por ejemplo, en las observaciones donde se refuerza una afirmación que parecen ser de tipo condicional: “si tal cosa es para este, tal otra para este otro”; o los de modo causa /consecuencia: “si acá pasa esto, allá pasa aquello”. O los “parece decir”. Por ejemplo: “en su versión del Himno parece decir: sólo hay nación” / o cuando se busca darle sentido a una imagen, a una alegoría, a una letra, y se le agrega –en un gesto animista– el “parece decir”. Ejemplifico: se habla de las topper como símbolo y se dice: “Herederas de las alpargatas, fabricadas por la industria nacional, que parecen decir “yo no soy Nike”.” Allí el docente asume otro rol, el de intérprete y busca explicarnos el sentido o significado de una cosa, nos traduce esa lengua a un significado otro.
Desarma y sangra piensa sobre aquello que la cultura rock expresa. Leo un párrafo: “La cultura rock –una práctica artística en la que se combinan música, palabras y cuerpos en escena– tiene un amplio catálogo de esos cuerpos. Tal vez porque la fuerza del rock no está en lo que deliberadamente quiere decir sino en sus desbordes no planificados. Las obras de rock pueden ser en apariencia precarias pero sus excesos, algunas veces espontáneos y otras tantas trazados desde oficinas de marketing, provocaron –y provocan– revoluciones. Así como no hay rock sin espectáculo, no lo hay tampoco sin cuerpo y sin excesos: de volumen, de drogas, de angustia, de poesía, de energía, de palabras, de declaraciones, de escándalos.” Cecilia repone, por el revés de trama, algo de lo que asoma también como desarme, en Diego Capusotto con su cuota de humor absurdo y ácido. En contrapunto con esa cita del libro, esta otra del programa de TV: “El rock es inconsciencia, audacia, transgresión y muchas veces también es música... amigos”.
Expresiones y lecturas de esta época, que me llevan, para ir cerrando, a retomar algunos postulados de Desarma y sangra donde se define qué es el rock y cómo se relaciona con el mundo de las ideas. Apelo al montaje de algunas interpelaciones flaschandianas como procedimiento:
. “En el rock los debates pocas veces prosperan. Se insinúan pero no se desarrollan. Son apenas un destello. ‘Las cosas se hacen, no se discuten’, parecen decir los rockeros. Para ellos, el rock nace de un instinto. Más que trazar planes, los músicos –al menos en la primera etapa del movimiento local– se lanzaban a la aventura”.
. “Esta primitiva opción por el “hacer” en lugar del “decir” o “reflexionar” –muchas veces producto de una limitación más que de una elección– atraviesa al rock nacional desde sus inicios.”
. “El rock tira una idea y después corre detrás de su sentido. Es el reverso del becario del Conicet, que antes de publicitar sus ideas investiga, las pone a prueba, las discute, las corrobora, etcétera. El rockero está más cerca del ensayista, es una suerte de ensayista callejero. Piensa, pero sobre la marcha.”
. ”En la desprolijidad del rock hay un pensamiento sobre el mundo. El acorde simple pero distorsionado, la rabia, el volumen son formas de decir algo sobre el mundo.”
. “El rock no se caracteriza por sostener grandes debates intelectuales. Tal vez porque dispara frases y después corre detrás de su sentido. De ahí que sus palabras puedan ser tantas veces precarias como muchas otras reveladoras.”
Pues bien, hasta ahí llega mi precario montaje de citas del libro. Quería terminar diciendo que Desarma y sangra. Rock, política y nación tiene un perfil que lo ubica también como libro de combate. Y como tal deberá luchar contra los modos clasificatorios que pretendan ubicarlo con la etiqueta Libro sobre rock.
En tal caso, esa definición creo que sólo puede ser aceptada, si entendemos la propuesta –insisto– en el sentido más amplio posible: vale decir, si valoramos al libro por todo aquello que busca comprender y que no siempre el género mismo termina de formular. En
su búsqueda de interpretar tradiciones, deconstruir símbolos e imágenes, releer mitos y desarmar en parte, algo del sentido común que pesa sobre sí, pero también al pensar cómo se da el diálogo o la ruptura con la historia, con otras experiencias musicales y políticas
con las que hace lazo indisoluble a veces y otras establece diálogos truncos, balbuceos e intentos fallidos para esa conversación.
Guillermo Korn,
Buenos Aires, EdM, agosto 2015
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