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1. Hace trece años fui a Londres a visitar a Diego Berruecos. Diego iba por la vida con una cámara de fotos registrando el mundo exterior. Registrando el mundo como era, tan fiel a si mismo que parecía que lo estaba fotocopiando para la posteridad. Fotocopiaba momentos sin aparente importancia. Sacaba fotos a todo, y todo formaba parte de algo no demasiado definido, pero de algo. La falta de definición de ese concepto que unificara y contuviera lo registrado, hacía que Diego retratara el mundo exterior dejando al margen la expresión de su mundo interior. No se trataba de él, se trataba del mundo. El mundo exterior era el mundo minuto a minuto, tal como es, retratado en su crudeza, sin filtros, sin la composición subjetiva del autor que luego será interpretada por el espectador. En las fotos de Diego, el margen de interpretación es mínimo o nulo. No hay lectura entrelineas. Hay imágenes.
En una foto de la serie de Diego Berruecos, que se expone estos días en el Centro de la Imagen del Distrito Federal, un taxi en el Zócalo mexicano, escarabajo verde y blanco, placa número 4774. No es más que lo acabo de describir: un escarabajo verde y blanco, placa número 4774. El autor no está pensando ni diciendo ni sugiriendo que, por ejemplo, “México es una país inmenso, desigual, colorido, violento, y superpoblado con una flota de escarabajos superior a la población de Uruguay”. No. Lo que Diego muestra es un auto andando por una calle determinada. El espectador vive cada foto como vive cada instante de su vida en que, por el simple hecho de vivir y ver, mira lo que está en frente suyo. Se trata del sentido de la vista, de la existencia de las cosas y del hecho de que una cosa sucede, siempre, después de otra. No hay más.
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Estas casi 1440 imágenes, son las que forman parte de la exposición 1440. Se trata de una serie de fotografías que el fotógrafo Diego Berruecos fue sacando durante los últimos 15 años alrededor del mundo, cada una de las cuales fue tomada en un minuto diferente del día, y cada minuto fue elegido por una persona al azar. Cada una de las fotos llegó o llegará, en su momento, a la casa de quien eligió el minuto del día que capturan.
Son 1440 no solo porque el día esté dividido en tal cantidad de minutos, sino porque es la capacidad humana de Diego lo que lo hizo dividir el día en fragmentos de esa dimensión, pero podría haberlo dividido en infinitos instantes, como hacía ese griego que siempre dividía en dos lo que ya había dividido en dos. Tal vez si hubieran mil Diegos Berruecos, la exposición de se llamaría 1440.000.
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4. Berruecos sacaba fotos todos el tiempo, eternizando lo que nunca más volvería a suceder. Recuerdo tres fotos inolvidables. Hace 12 años que no las veo y se mantienen indelebles en la memoria. No sé bien por qué, pero así es, será por la sincera relación que entablan con un mundo usualmente filtrado por conocimientos. La primera foto es la de una pelota que flota sola y triste en el rio Thames, quieta y lejos de las orillas. La recuerdo con nostalgia, a la pelota digo, como si expresara el abandono total. Sin embargo, en ningún momento pensé en el niño que había perdido esa pelota y que ahora estaba pensando en ella. No, yo sentía empatía por la pelota, no por quien fuera su dueño. Como si las fotos de Diego no tuvieran más allá. Otra foto es la de una parada de buses donde más de 15 personas esperan un autobús que no pasa. Sus caras reflejaban la larga espera. Miran a lo lejos, hacia el horizonte de la calle, haciendo fuerza para que aparezca y los lleve a su destino. Sin embargo, al lado de ellos, un cartel del que ninguno se ha percatado, dice: “Disculpe las molestias, esta parada no funciona”. La foto es impresionante porque da vida a un presente eterno. Los usuarios no dejarán nunca de esperar ese autobús que, solo nosotros sabemos, nunca pasará. La ultima foto no tiene parangón: Diego pasaba todos los días por una esquina en la que había varios conitos de plástico naranja, de esos que se usan para señalizar el transito o para delimitar una zona con pintura húmeda o cemento fresco. Los conitos, más o menos siete, estaban ahí tirados, olvidados, desordenados y, podríamos decir, desorientados. Cuando Diego pasó por esa esquina por séptima vez consecutiva y todo seguía igual, decidió que era hora hacer algo. Los levantó, los puso a todos en circulo alrededor uno que estaba al medio, les puso gorritos de cumpleaños y serpentinas de colores. Así, los conitos del transito, tuvieron el cumpleaños de una semana de existencia. Esa foto no se condice con la lógica de su obra, esa lógica sin intervención humana, pero yo tenía que contarla porque el conito del medio estaba muy feliz y a mi me dio mucha alegría.
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4. No sé si antes o después o al mismo tiempo, comenzó a llevar consigo la planilla de papel donde tenía el listado de minutos del día, y comenzó a hacerse amigos por todo el mundo de forma ininterrumpida. Se subía a un taxi en cualquier parte del mundo y le pedía al taxista que eligiera un minuto del día. “Cuando llego a mi casa, prendo la tele y me tomo una cerveza”, dice el taxista, “No, no, el momento no, –decía Diego- el minuto del día, el número”. Finalmente el taxista elegía las 19:45. Diego le pedía su dirección postal, ¡sí, postal!, para luego, una vez sacada la foto en ese minuto del día, que en este caso vendría siendo el 1185, enviársela a su casa. Y así repetía la formula con el verdulero, la mujer del verdulero, con su novia, con el taquero de los tacos al pastor, con la novia del taquero de los tacos al pastor, con su madre, con mi madre, con varias madres más, y con el resto del mundo.
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Yo había elegido algo así como las tres de la mañana, un minuto cercano al 223, y hace años ya, un día cualquiera, recibí en mi casa un sobre de papel color madera con una diapositiva en su interior que donde aparecía una estufa de pared. Supongo que Diego se había despertado por algún ruido o pensamiento y había sacado la foto de lo que tenía en frente, ¡un radiador! No sabía qué pensar sobre esa imagen, pero tenía clarísimo que formaba parte de una experiencia en la que Diego hacía conexiones entre hechos y personas de todo el mundo, como un anzuelo con su tanza que iba de una casa a otra de los dueños de los minutos y los unía en un lazo real. Y con real digo no virtual, un lazo donde la persona, la foto, su casa, su puerta, sus manos, la oficina de correos, la señora de la ventanilla de la oficina de correos, el buzón con su ranura, el tiempo libre de Diego, su imaginación, y todo lo demás, eran necesarios para crear ese lazo. Era la inercia, la resaca y la estela, de un mundo material.
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0. No recuerdo cuál era la explicación que Diego daba a este ejercicio fotográfico. No recuerdo el porqué de su accionar, pero sí recuerdo que me parecía bastante posmoderno, como varias experiencias del Londres en que nos encontrábamos. Quince años después, sin embargo, sentado en los pasillos del Centro de la Imagen del Distrito Federal, sorprende darse cuenta de que lo que un día pareció posmoderno ahora es moderno. Paradigma de lo moderno, incluso. Pero no por el paso de tiempo, no por haber caducado, sino porque siempre lo fue. Moderno porque se construye con herramientas y elementos de un mundo casi extinguido, de un mundo pre-informático, de un mundo pre-virtual. La experiencia fotográfica de Diego era, quizás sin saberlo, una despedida de la materialidad. De una materialidad que hoy no está incluida en eso que llaman “tiempo real” y no lo es. La experiencia de Diego necesitaba de personas alrededor del mundo, esas personas que ahora son perfiles y da casi igual si existen o no.
Diego estaba firmando un pacto de extremo respeto con las condiciones materiales del tiempo y el espacio. Una relación purista con el eje vertical y horizontal del universo. Firmaba un pacto que tenía como premisa no alterar ni un ápice las condiciones materiales de la existencia. Entablaba una relación de igual a igual con el tiempo-espacio que prontamente desaparecería. Así, sabiendo o no que el tiempo y el espacio estaban a punto de ser disociados, inventó un juego romántico y extraño para que se despidieran. Tiempo y espacio, pensados eternamente en términos relacionales, se estaban por independizar y Diego les hacía su fiesta de despedida.
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Diego se aferró a una ilusión que al poco tiempo se esfumaría: la materialidad. Lo que ahora se llama tiempo real es justamente un tiempo inmaterial que convierte al ser humano en flujo y que poco a poco va prescindiendo de él, sin por eso eliminar el flujo. Diego no sabía, o sí, que las cosas comenzarían a suceder sin las cosas mismas, sin su materialidad, y que los seres humanos existirían con independencia de su cuerpo, pero se adelantó y comenzó, antes de tiempo, a remar contra la desaparición de lo real.
En la exposición, las fotos están siendo proyectadas una después de la otra, minuto a minuto, en el orden que el día les da. Yo miré varios minutos hasta que tuve que ir al baño. El factor biológico intervino mi relación con la obra, una obra que dura 24 horas y que, por tanto, su observación tiene que ser, sí o sí, intervenida por algún factor material. Puede ser el sueño, el hambre, el tedio, el trabajo, las responsabilidades cotidianas, la llamada urgente de la amante, la salida del colegio de los hijos. Yo duré 37 minutos porque no tenía nada que hacer en mi vida y no tenía un solo ser humano que reclamara mi atención.
En este momento, transcurre el minuto 1030 del día, yo estoy haciendo escala en el aeropuerto de Panamá, rumbo al sur, y termino esta nota. El vuelo saldrá al minuto 1150 y llegaré a Buenos Aires al minuto 60 del día de mañana.
Sebastían Kohan Esquenazi
Buenos Aires, EdM, Noviembre 2015
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