Ningún brasileño sensato puede ignorar lo mucho que Carmen Miranda hizo por Brasil en el exterior, transportando este país en su equipaje, enseñándoles a los pueblos que jamás habían tomado conocimiento de nuestra existencia a cantar nuestras canciones y adorar nuestro ritmo.
Heitor Villa-Lobos
María do Carmo era el nombre que figuraba en su partida de nacimiento. Ese no fue el único cambio, aunque es probable que haya sido uno de los más importantes. En la lista se apuntan también sus zancos de veinte centímetros de plataforma para disimular la baja estatura, las numerosas pulseras, los aros de gran tamaño, las balangandãs y por supuesto, los exóticos vestidos y tocados con los que construyó una figura que conquistó al público.
Cierta osadía y desenfado le permitió pasar del colegio de monjas a la tienda La Femme Chic; de ser una cantora de radio a los escenarios y de allí, poco después, a la pantalla grande. Más gráfico: de la muchacha que luce vestido blanco y capelina blanca a tono en la película Alô, Alô, Brasil (1935) a su primera aparición como bahiana –cuatro años más tarde– en Banana da Terra, el último film brasileño. Esa caracterización –con un vestuario y un estilo eternizado, con matices, hasta el fin de sus días– fue la chispa que avivó el fuego de la pacatería carioca. La módica indecencia que supuso la cintura al aire y la blusa de escote redondo, sirvió para avivar el cotilleo de cierta clase y la adhesión sin más de aquella otra que le aseguró un rotundo éxito. En ese año fue la presentación en el Casino de Urca: el puente que proyectó su carrera en Estados Unidos. Tan significativo fue este viaje para su carrera como el permiso de su padre, años antes, para que ganase en tres minutos de grabación los mismos 200 reales que él conseguía como barbero en dos semanas. Rainha do Samba, Embaixatriz do Samba, Ditadora Risonha do Samba fueron las fórmulas para sintetizar ese arte donde el canto tenía un peso semejante a los artilugios escénicos: la sonrisa plena, los ojos vivaces y pícaros, el movimiento de brazos, la danza sensual. El lema definitivo lo aportó el presentador César Ladeira: A Pequena Notável. Con menos gracia poética, en los Estados Unidos, fue bautizada como La bomba brasileña.
Carmen Miranda visitó varias veces la Argentina en los años treinta. Ocho, para ser bien precisos. En la primera vino junto a Francisco Alves (el Rey de la voz) y el carioca Mario Reis, un antecesor de Joao Gilberto. En esa gira de 1931 los músicos compartieron el escenario del cine Brodway con Carlos Gardel. Carmen tendrá otros vínculos, más indirectos, con Argentina. Por ejemplo, el caso de su debut cinematográfico en Hollywood. Se trata una producción de la 20th Century Fox: Down Argentine Way (1940), doblada en algunos países como Serenata Tropical y en el nuestro, como Al compás de dos corazones. Las crónicas cinematográficas de La Nación y La Prensa evidencian su desazón por el modo en que aparece Argentina: “ligereza” dirá el diario de los Mitre, en los modos de reproducir el ambiente y los tipos locales; mientras que el de los Gainza Paz, protestaba por la “estampa gauchesca de carnaval”, aunque el cronista decía que por suerte la productora quitó un fragmento final de la película. En el estreno, el 24 de diciembre de 1941, en el cine Normandie se escucharon risas en la platea motivadas por los campos de cartón pintado. Down Argentine Way fue del tipo de películas pensadas para seducir al mercado latinoamericano durante la segunda guerra, bajo la impronta de la Buena Vecindad. Para ello enviaron un equipo a rodar exteriores de la ciudad de Buenos Aires que aparecen al comienzo del film y otro a Nueva York, para filmar a Carmen Miranda mientras participaba de la revista musical Las calles de París. En el film, Carmen hacía de sí misma, sin parlamentos, y cantaba tres de sus clásicos en un ficcional boliche porteño: “South American Way”, “Bambú bambú” y “Mamãe eu quero”. La película fue un suceso en Estados Unidos.
También hubo en 1940 dos hechos a destacar: su participación en una ceremonia en la Casa Blanca, dedicada al presidente Roosevelt y el triunfal regreso a Brasil, que comenzó con un paseo por la Avenida Rio Branco en un coche descapotable para que el público pudiera saludarla. En contraste, Carmen fue recibida con frialdad en un espectáculo de caridad, en el Casino da Urca, en el que tuvo el mal tino de saludar en inglés. La frialdad y la indiferencia apenas disimulaban la idea de que la cantante había sido cooptada. Por Getulio Vargas para algunos, por la cultura norteamericana para otros. “No representa lo brasileño”, “es aburrido el espectáculo”, “ni siquiera es brasileña”, farfullaban las comadres de alta clase. La humillación fue superada con la respuesta a través de la samba “Disseram que voltei americanizada”: “Eu digo é mesmo ‘eu te amo’ e nunca ‘I love you’.”
Lo que siguió a partir de la vuelta a Estados Unidos es historia conocida: el tentador contrato de la 20th Century Fox que aseguraba una ascendente carrera al estrellato, los ensayos eternos, las pruebas de vestido, el inglés mal pronunciado, las manos estampadas en el cemento del Teatro Chino Grauman de Hollywood, el aborto, sus rasgos en la traza de Disney entre Zé Carioca y el Pato Donald, ser la mujer mejor paga de los Estados Unidos en 1945, lucir sombreros cada vez más estrambóticos como condición de latinoamericanidad, su figura incorporada en Tom y Jerry o con Bugs Bunny, el casamiento infeliz, la burda imitación de Mickey Rooney, el pasaje del estereotipo a la caricatura, la dependencia al alcohol, los sedantes y las anfetaminas, el agotamiento físico, los tratamientos con electroshocks, la vuelta a Brasil después de casi quince años, la intentona televisiva y la muerte en su casa de Beverly Hills.
Repatriado su cuerpo, una multitud de casi un millón de admiradores se acercaron a despedirla. El acontecimiento tenía pocos antecedentes: el más cercano se había dado con el sepelio del suicidado Getulio Vargas, el año anterior.
Caetano Veloso reinterpreta su arte: “ella, por sí misma, era un emblema tropicalista, un signo sobrecargado de afectos contradictorios que yo había blandido en la letra de Tropicália, la canción manifiesto. Carmen Miranda surgía en aquellos discos como la inventora de la samba. Llena de frescura e impresionante destreza, sin ser siempre cuidadosa o capaz de definir con precisión las notas, resultaba fantástica en la claridad de sus intenciones. Más allá de la significación histórica, era una maestra en la dicción rápida y el trato cómico y alegre con el ritmo. El hecho de que su éxito en Estados Unidos la hubiese transformado en una figura caricaturesca, de la que habíamos crecido un poco avergonzados, provocaba que la simple mención de su nombre fuera una bomba a la que fatalmente recurrían los guerrilleros tropicalistas. Pero lanzar esa bomba significaba, a la vez, decretar la muerte de esa vergüenza y aceptar de forma desafiante la cultura de masas .americana (por lo tanto, del Hollywood en el que había brillado Carmen) y la imagen estereotipada de un Brasil expuesto sexualmente, hipercolorido y frutal (versión que Carmen extremaba); lo aceptamos porque habíamos descubierto que tanto la cultura de masas como ese estereotipo eran (o podían ser) reveladores más abarcadores sobre la cultura y sobre Brasil, que aquellas a las que hasta entonces estábamos limitados”.
La cantante que había nacido, en 1909, en un pequeño pueblo de Portugal demostró que las fronteras eran más laxas que lo que indicaban los datos del pasaporte. Y también por los enlaces que las distintas generaciones formularon al reconocerla como emblema cultural. Por eso las espléndidas reversiones que van de Ney Matogrosso a Roberta Sa, de Ná Ozzetti a Marisa Monte, muestran su viviente actualidad, más allá de cualquier estereotipo o parodia.
Guillermo Korn
Buenos Aires, EdM, abril 2016
Imprimir
1 comentario:
Interesante nota, la historia de una artista iluminando su humanidad, es decir, sus contradicciones... así como la humanidad de aquellos que la juzgan...
Publicar un comentario