MAPAS COMPARTIDOS

Cuaderno de trabajo: Historias del Cielo. Diario de trabajo y confesión de imposibilidades, por María Rosa Lojo


stoy trabajando, hace años, en un libro mixto de poemas y microficciones que deberá o debería llamarse “Historias del cielo”. Desde el principio, claro, todo es una paradoja. Cómo hablar de “historias” o de “Historia” en un ámbito donde el tiempo se anula: por eso el primer texto de ese libro inconcluso se titula “Lo que no pasa en ese no lugar”: El Cielo –se ha dicho— es el lugar en donde no hay historia. El tiempo cesa allí, se coagula, como cesa de fluir la sangre de una herida. Quizás, en ese espacio donde ningún cuerpo pesa, no hay más que el tiempo de lo que ya se vivió, fragmentado como un rompecabezas, que se arma y se desarma una y otra vez, hasta agotar todas las combinaciones posibles del temor y el deseo.

   El Cielo será lógica y empíricamente imposible e indemostrable. Pero no es inimaginable ni inconcebible, y así lo prueban tantas representaciones mitológicas, literarias y teológicas como ha generado, dentro y fuera de la tradicción occidental. Mi opción no es conciliar o borrar las aristas de lo paradójico, sino extremarlas: Algunos padres serán hijos de sus hijos en el Cielo. Los esperarán, absurdamente jóvenes, como lo eran cuando los despidieron a la puerta de casa para ir a una guerra o al viaje que los mataría. En el Cielo no hay paredes, ni salas, ni dormitorios, pero hay ventanas suspendidas en el vacío que no sirven para cerrar ni para abrir. Son los marcos donde se encuadra la mirada, el borde donde se colocan los ojos para que no se pierdan, para que no enloquezcan, para que no los ciegue la Luz Desconocida.
   Por el mapa de ese Cielo seguramente deambula más gente extraviada que encontrada. Otros, a los que no espera nadie, de todas maneras se van quedando, quizás porque no tienen más remedio: Están exhaustos por el largo viaje y ya no hay para ellos, en el mundo o fuera de él, otro lugar mejor a donde ir.
   ¿Es el Cielo el Paraíso o el Infierno? Más allá de estos clichés tranquilizadores, el Cielo de estas “historias”, o “escenas”, o “definiciones de lo indefinible”, parece ser lo que cada uno espera encontrar, lo que cada uno lleva dentro de sí mismo, incluso el mal. Lo mismo pasa con Dios: Descomunal, amorfo como una ameba, giratorio como un caleidoscopio, intrincado, regurgitante, topoderoso, insaciable, indestructible. Feo, sucio, malo, corrupto como un pantano donde medran las larvas de todo lo viviente, ávido, invasivo, penetrante, siempre volviendo. Dios: Eso. Ésa es la perspectiva del Rey Ubú. Pero la del poeta sufí resulta muy distinta: Como la huella de su pie /Sobre la alfombra donde danzó/ Mi amada./ Así de leve, Dios,/ Así de imperceptible./ Todo ausencia/ para cualquiera/ Salvo para quien ama.
   ¿Por qué no termino nunca este absurdo libro del Cielo? ¿O este Cielo que se solaza en lo absurdo? ¿Acaso porque es interminable? ¿Porque se alimenta de iluminaciones rimbaldianas, casi místicas, y éstas son, por supuesto, antojadizas, y llegan cuando quieren? Algo de eso hay. No alcanza la formulación ingeniosa de una paradoja para producir un texto. Al menos, no para hacer el texto que yo quiero. Necesito el impacto visual, la dislocación de la perspectiva, la subversión emocional. Algo que sea verbalmente cercano a la pintura surrealista, a Magritte, sobre todo. La metáfora viva de Ricoeur, chocante, revulsiva, sorprendente. La única que lograría producir algún tipo de conocimiento sobre estas materias, ya que el camino científico y aun el filosófico nos están vedados, conducen a puntos ciegos, sin que ningún esplendor, ninguna chispa salten de esos pobres palitos que la razón, siempre primitiva, frota inútilmente para provocar el fuego.
   Pero qué locas ambiciones. ¿Andar por las huellas amorosas de San Juan Cruz, o por el camino prohibido de los poetas malditos? Sería eso, tal vez, si la ironía y el humor no convirtiesen ese proyecto en el umbral de un juego maravilloso cuya memoria o testimonio se retacea siempre. Es que se puede entrar al Cielo una vez cada año, apoyando el peso del cuerpo sobre una puerta que se dibuja de pronto en la pared. Los que entran saben que han estado en el Cielo por un olor inolvidable que borra cualquier otra memoria. Hay un inconveniente. Ese olor es indescriptible, e imperceptible para todos los demás seres humanos y no se parece a ninguno de los aromas conocidos. Pero existe una prueba que podría convencer a algunos incrédulos, porque detrás del visitante se alinean los gatos y olfatean con adoración al que regresa del Cielo y maúllan, despechados, a la Luna que nunca baja, que siempre está demasiado lejos para olerla.
   Mi hija Leonor, artista plástica, vio uno de esos gatos y lo dibujó así:

«Gato mareado por el olor del Cielo», por Leonor Beuter

Sigo imaginando el Cielo, a veces con horror y otras con esperanza. Abro un cuaderno gordo y a rayas, y espero, como la alumna torpe de un maestro zen que nunca muestra la cara, a que los burros vuelen y las ranas críen pelo, y que mi mano autónoma se vuelva taquígrafa de los mensajes celestes sobre el papel en blanco.


María Rosa Lojo (Buenos Aires)
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