APUNTES

Sobre Más liviano que el aire de Federico Jeanmaire, por Aquiles Cristiani


Así se llamaba la novela de Federico Jeanmaire cuando todavía era un documento de Word. Después le agregó al título un más-que, no sé cuándo ni conozco las razones.
   Leer novelas en computadora es más famosamente molesto que molesto. Es cierto que si el mouse no tiene la ruedita para bajar y subir, cada página uno se ve obligado a hacer correr el cursor por entre las palabras de otro. Es indecente. Está esa cosa de ponerse el traje invisible y entrar al baño de damas, aunque, en este caso, era más como meterse a espiar en la recámara del prójimo. Porque cuando una novela ya está escrita, y por alguien que ya lleva escritas diez o doce novelas, dirimir entre el bien y el mal –siempre velado detrás de la consigna “leela y decime qué te parece”– es, precisamente, aconsejar desde una posición hipotética sobre lo que no somos capaces de hacer. Es fácil ponerse en la cabeza de un escritor pero no en su mano.
   Las personas que no son escritores creo que dan mejores consejos a los escritores, pero en cuanto se entusiasman y se proyectan ideando la historia, como si fueran un volante sirviendo el pase de gol al delantero, muy rápidamente aburren. Había subrayado en el documento un par de frases que para mí reforzaban de más la historia de la vieja Rafaela que encierra en el baño a Santi, un adolescente que había entrado a su casa a robar –la situación estaba dada desde el comienzo.
   Había subrayado dos o tres frases como “Noventa y tres años, tengo. Para noventa y cuatro. Mucho, ¿no?”. Al mismo tiempo, esa piedra saltarina que es el habla machacaba con buen tranco su repetición, y no en favor de un realismo sino quizá constatando esa vida interior de nuestros propios cuentos, esos que ponen un peso o un nudo en ciertas palabras, que queremos soltar. Quiero decir, la luz se cuela por las grietas... Tal vez por eso las personas oscuras siempre parecen a punto de estallar. Y a partir de ahí ya me empezaba a perder pensando. Eso me gustaba, que la novela tuviera extraños después, y después, y después.
   De ida en el colectivo hice un repaso argumental desde una clave más sociológica/editorial. Estaba esa cosa de la inseguridad invertida, lo raro es que me di cuenta que esta lectura era producto de una defensa, la mía, por estar llegando un poco tarde, por viajar de píe y apretado, para justificar mi retraso diciendo: pensé. No le comenté nada.
   Su hijo ahora era bastante más alto que yo, casi el doble, no tanto, pero esa fue la impresión que me dio al verlo. Pedimos a una parrilla; antes de que llegara la moto le dije lo de las frases esas, recordaba una: “Está bien, no me voy más por las ramas. Voy al grano”.
   Y después ya estaba, quizá ver que yo no tenía cara de espanto, o que no daba muchas vueltas al hablar fue suficiente devolución. Juan entró y salió del baño y noté a lo Barnes que la puerta era demasiado frágil como para ser la de la novela. Juan tenía la misma edad que Santi, de una patada podía derribarla, ni hablar si arrancaba el caño de la bacha y entraba a dar hachazos. Juan había empezado a tocar saxo alto, ¿Federico no habría querido encerrarlo? Quizá alguna vez, pero no creo. Más allá de sus logros narrativos, el ingrediente secreto de su obra es su felicidad literaria, el trabajo diario, medido, ¡saludable!
   Seguramente escribe cuando Juan está en el colegio. No era esa la puerta de la novela: era el marco. Comimos tira con papas fritas, charlamos del Age of Empires. También Bolaño y su hijo pasaban horas en red con este juego de estrategia. No había una mujer en casa. Cada uno en su cuarto con su compu. Se llevaban muy bien –y eso que Juan estaba en una edad bisagra. De pronto el hijo no tenía tanto que ver con la pareja como pensaba. Cada vez que lo veo a Federico pasa algo así, algo estaba ahí, tan cerca como el alcance de una mano.

Aquiles Cristiani (Buenos Aires)

Sobre F. Jeanmaire: https://www.clarin.com/diario/2009/10/28/sociedad/s-02028543.htm
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