77 años de la quema de libros en Berlín. No ha mucho: a una interpelación más o menos urgente de la comisión especial del Bundestag (Parlamento Alemán) que investigaba la posible complicidad de los actuales servicios de inteligencia de Alemania, en los delitos de secuestro y tortura cometidos por su socia noramericana, la CIA, en contra de ciudadanos alemanes en el marco de la lucha global contra el terrorismo, un desolado burócrata de esos servicios respondió quejumbroso que por desgracia no iba a ser posible responder satisfactoriamente a los requerimientos de la comisión investigadora. Por “error”, un funcionario había borrado del computer central de “la Firma” todos los datos relativos al caso. Un error irreparable, dijo. Expertos en computación afirman que para cometer tal “error” se requiere de una notable energía creadora. Eliminar un dato de un disco duro no es asunto fácil. Ni los más sofisticados programas de overwriting pueden asegurar la desaparición total y completa de esas ominosas revelaciones. Hoy como ayer, el único método infalible es la destrucción física del medio que las contiene.
El ritual de destrucción de los portadores de mensajes indeseados tiene una luenga tradición en el todavía inconcluso devenir del mono en Hombre. Muy anteriormente al prodigioso invento del papel, y casi treinta siglos antes del aún más prodigioso ingenio de la imprenta, en 1468 a.C., el faraón Thutmosis III, por alguna razón que no se registra, ordena a sus picapedreros que el nombre de su antecesora, la reina Hatschepsut, sea borrado a golpe de cincel de toda piedra escrita. Doscientos años después, un Moisés iracundo destruye las tablas de la Ley a los pies del Sinaí, para castigar así las desviaciones de su pueblo frente al Becerro de Oro. Y en Babilonia, la Bella, Grande y Poderosa, el rey Nabonassar ordena en el 747 a.C., el “ajusticiamiento” público de tablillas de greda con cuneigramas que contenían loores a todos los reyes anteriores a él. La orden la cumplieron sacerdotes acadios, quienes -invocando la divina voluntad de su señor- las dejaron caer desde las terrazas de los zikkurat. Y ante los ojos de una muchedumbre sin rostro los textos condenados saltaron hecho trizas.
El fuego, como verdugo principal de libros, comienza su tarea en el siglo 221 a.C., en las vastedades asiáticas del gran imperio Qin, cuando Shih Huang Ti, el Emperador Amarillo, el primero de su dinastía y unificador implacable de lo que después sería China, ordena la quema de todos los libros que narraban la historia del ayer y de aquellos que propagaban una filosofía diferente a la del estado en formación. A la ínfima minoría lectora sólo se le permitió la tenencia de libros de agricultura, medicina, astronomía y adivinación. (Entre estos últimos, por suerte, el sin duda más famoso de todos, el I-Ching, aquel cautivador compendio de todas las posibles combinaciones proféticas.) El emperador Shih Huang Ti quiso simbolizar con la quema de libros la destrucción del pasado. Pero en un acto de rara simbiosis de memoria y desmemoria ordenó al mismo tiempo la construcción de la Gran Muralla, la que debería defender el presente y asegurar el futuro de su imperio. Los libros inmolados por el Primer Emperador estaban escritos en rajas de bambú unidas entre sí. El bambú arde tan bien como el pergamino de los libros de la biblioteca de Alejandría, la más grande de la Antigüedad. Según Herodoto alcanzó a albergar 700.000 volúmenes griegos, judíos y egipcios. (Todos los viajeros y sabios que llegaban a la metrópolis del delta del Nilo estaban obligados a dejar un ejemplar de los libros que poseían). El esplendor de la biblioteca de Alejandría comenzó a extinguirse en el año 391, cuando cayó víctima de la piadosa piromanía del emperador cristiano Teodosio I, llamado por alguna razón que se nos escapa El Grande, quien por edicto ordenó la destrucción por fuego de todos los falansterios y templos paganos de la ciudad. Para no ser menos, doscientos cincuenta años más tarde los reconquistadores sarracenos del califa Omar usaron los últimos pergaminos y rollos de papiro de la biblioteca alejandrina para calentar por seis meses el agua de los baños públicos de la ciudad.
En el Poniente por otro lado, durante siglos, censores y verdugos de libros fundamentaron la imprescindible necesidad de sus oficios con aquella palabra neotestamentaria que da cuenta de la rotunda victoria de Pablo durante su apostolado en Efeso sobre los exorcistas judíos y griegos: “Asimismo muchos de los que habían practicado la magia trajeron los libros y los quemaron delante de todos; y hecha la cuenta de su precio, hallaron que eran cincuenta mil piezas de plata.” (Hechos, 19, 19). La historiografía de occidente registra una lista digamos infinita -en el sentido más prístina y sentidamente literario del término- de ejecuciones públicas de libros. Esto hace que una enumeración de estas, por somera que sea, conlleve el riesgo latente de que la significación del hecho desaparezca detrás del bostezo habitual que provocan las aburridas estadísticas de lo excesivo. La burocracia del Poder no sólo no olvidó legitimar por ley, cada vez que fue necesario, el carnificio libresco; también se cuidó de registrarlo en una minuciosa contabilidad y una detallada crónica. Gracias a estos cuidados sabemos de la destrucción de los opúsculos heréticos en Bizancio en el siglo VII; o de aquel 12 de julio de 1562, cuando Diego de Landa, el obispo español de Yucatán, condena a la hoguera los códices mayas en Maní; o de la incineración oficial de “literatura comunista” ejecutada por la Aduana Postal del Perú en 1967. Ahí está el oficio público del Ministerio del Interior del General Augusto Pinochet, por el que se ordena el autodafé del 28 de noviembre de 1986 en los recintos portuarios de Valparaíso, donde se consumieron 15000 ejemplares del libro “Las aventuras de Miguel Littin clandestino en Chile” de Gabriel García Márquez. Como decíamos, larga y monótona es la lista de libros y autores que han sufrido, sin resistirla, la prueba del fuego. Demasiado larga como para ignorar frente a ella los deberes de la memoria y la obligación urgente de la advertencia.
En la historia universal del libricidio destaca sin embargo con particular resplandor la quema de libros del 10 de mayo de 1933 en Berlín, capital del Tercer Reich Alemán. Precisamente en el corazón de un país que, no sin alguna razón, se preciaba de albergar a una “nación de poetas y pensadores”. A las diez en punto de la noche, bomberos bradburianos, encienden una hoguera gigantesca en la Plaza de la Opera, ubicada en la bella avenida Unter den Linden. Mientras bandas de las SA hacen resonar la estridencia de sus himnos de guerra, estudiantes de la universidad de enfrente, la Friedrich-Wilhelm-Universität, unos en el uniforme de gala de sus corporaciones, y de simple camisa parda los otros, dan comienzo a una ceremonia litúrgica, esencialmente nueva, de la modernidad. Las palabras inaugurales del acto las pronuncia Joseph Goebbels. La primera conjura que se escucha en esa noche de Walpurgis es programática. El primero en arder es un ex-alumno de la misma universidad. “¡Contra la lucha de clases y el materialismo, por una comunidad popular y una actitud idealista frente a la vida! ¡Entrego a las llamas los escritos de Marx y Kautzky!”. El fervor entusiasta de la muchedumbre irradia más que las llamas. Siguen otros escritores, filósofos, científicos, periodistas, teólogos y hasta humoristas. Son acusados de ruina moral, de decadencia, de traición, de falsificación, de calumnia en contra el espíritu nacional. Son quemados en nombre del espíritu y genio alemán, de la historia alemana, de la moral alemana, de la nobleza alemana, de la incondicionalidad al Reich. Son convertidos en cenizas en nombre de la educación más pura, de la cultura más limpia, de la verdad más alta: la de la Raza Superior. Son devorados por las llamas Engels y Lenin y Trotzky; Henri Barbusse, Romain Rolland, Máximo Gorki; Kafka, Feuchtwanger, Max Brod; Heinrich y Thomas Mann; Bertolt Brecht y Alfred Kerr; Sigmund Freud, Walter Benjamin, Ernst Bloch; comunistas, socialistas, sindicalistas, pacifistas, y judíos ante todo. Como “una nube de insectos” definió un connotado germanista a esa masa ardiente. Insectos malignos, dignos del fuego. Tan sólo en Berlín, en esa noche de primavera, se consumen diezmil quintales métricos de literatura, ciencia y arte. La fogata ardió dos días. A la quemazón de Berlín siguieron en las semanas siguientes espectáculos semejantes en veintidós ciudades universitarias alemanas. Entre ellas, venerables nombres pinaculares de la academia europea: Heidelberg, Frankfurt, Göttingen, Munich, Könisgberg.
Un siempre vivo revisionismo histórico en Alemania y Europa se esfuerza por ingresar la quema de libros del 10 de mayo de 1933 en Berlín, como un simple ítem más en el inventario de la barbarie. No es así. La impecable puesta en escena de este ritual dantesco, esta representación magnífica de la racionalidad de la irracionalidad, su metodología y sistemática, el cálculo exacto de la catarsis popular que ella desató, le otorgan a este autodafé en la Plaza de la Opera un carácter único, inédito, en la historia subcultural del Hombre desde la antigüedad hasta el presente. Heinrich Heine, (el mismo “autor anónimo” del alemanísimo “Loreley”, el bello poema de amor al terruño que la Wehrmacht incluyó en la antología poética para sus soldados en campaña), en su tragedia “Almanzor, hace decir a un desesperado rey Hassan: “Sólo era un prólogo, allí donde se queman libros / se queman luego hombres”. La predicción terrible del poeta fue hecha en 1821. Transcurrirá poco más de un siglo y se hará realidad. El carácter único de la pira berlinesa del 10 de mayo de 1933 se elevará exponencialmente a lo indecible con lo que vino después. Las llamas de la Plaza de la Opera, como aquellas que consumieran al Reichstag en enero del mismo año, sólo fueron la bengala anunciatoria del incendio de Europa y los hornos de Auschwitz.
Otra fue la intención que llevó a Prometeo, hijo de Clímene y Japeto, a cometer su famoso delito de propiedad en contra de Zeus y el Olimpo. Una que al parecer, aún no comprendemos.
Omar Saavedra Santis (Chile)
Su última novela es Die Oper der Mörder, Rhino Verlag, 2003. También se editó ese mismo año en castellano, en Chile, con el título La Ópera de los asesinos.
https://es.wikipedia.org/wiki/Omar_Saavedra_Santis
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