RELATOS

El taf, por Omar Saavedra Santis


Omar Saavedra Santis (Valaparaíso, 1944) es uno de los más destacados escritores latinoamericanos que se dieron a conocer en los tiempos del llamado “post-boom”. Los treinta años vividos en el exilio aún no han dejado de postergar el encuentro entre buena parte de su obra y los lectores hispanohablantes; novelas, relatos y piezas de teatro y radio que fueron publicadas en alemán y difundidas también en polaco, ruso, inglés, japonés, entre otras lenguas, y que todavía hoy esperan ser leídas en la lengua en que fueron soñadas. 
     Afortunadamente, en 2010 publicó en España un volumen de relatos, El legado de Bruno (Editorial Alcalá) y, un año después, en Chile su novela Prontuarios y claveles (Simplemente editores, 2011).
     El taf es un cuento inédito que Saavedra Santis, como en otras ocasiones, ha tenido la generosidad de compartir con EdM. Como en el resto de su obra, en El taf late en cada línea la ironía y la exquisita erudición sobre todo –en Saavedra Santis las bibliotecas también ríen y las calles se leen!-, y una lengua que no se conforma a respirarse sola, ni en un solo lugar, ni siquiera en el presente.

A Jaime, mi hermano

Lovers and madmen have such seething brains,
Such shaping fantasies, that apprehend
More than cool reason ever comprehends.
The lunatic, the lover, and the poet,
Are of imagination all compact…
(William Shakespeare, “Midsummer Night´s Dream”)


La historia, si se la puede llamar así, me la contó Roberto A., quien además, como me enteró esa tarde, llegó a cultivar una relación, digamos si se quiere de amistad más o menos estrecha, con Borges, el escritor, en los últimos años de la vida deste. Mi tono de duda es porque sé lo que el propio Roberto A., y todo el mundo sabe: que Borges confundía a menudo amigos con oyentes. Confusión que alcanzaba incluso a Bioy, mucho antes que a Borges le diera por confundir también a lazarillas con amigas.
   
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“El funcionario” de Omar Saavedra Santis


Omar Saavedra Santis (Valparaíso, 1944) es uno de los más luminosos escritores latinoamericanos contemporáneos. Su literatura es siempre una visita al mundo que nos hace descubrirlo, sutilmente, extraño. Tal vez sea por el humor y por la sagaz erudición, capaz de combinar los recónditos libros de una biblioteca con las incesantes estrategias de supervivencia cotidiana que llamamos cultura; tal vez sea por la atención de su escritura a las diversas entonaciones del castellano, o por el desencanto que arrastran sus personajes, en los que siempre se intuye un pasado que les falta. Es que los personajes de Omar Saavedra Santis llevan arrancado el pasado de sus vidas, al que nosotros, los lectores, terminamos por creer tan propio como secreto. A principios de septiembre, la Sociedad de Escritores de Chile le otorgó el Primer Premio en el Concurso Nacional de Cuentos por su relato “El funcionario”, que EdM ahora publica. 


   La noticia no me había sorprendido. 
   Eran apenas siete líneas a dos columnas en el diario de la tarde. Sin fotos. Se mencionaba un nombre que no me dijo nada. Pero sólo podía tratarse de él. La breve descripción policial del hecho y la persona no dejaba lugar a dudas. 
    De alguna manera extraña, difícil de precisar, me sentí responsable de lo ocurrido, aunque sólo hasta cierto punto. Incluso me recordé, quizá para exculpar mi conciencia, que yo había previsto la posibilidad de aquel fatal desenlace y así se lo había advertido al hombrecillo al final de la tarde en que lo conocí. 

   “Tenga cuidado”, le había dicho al despedirse. Como respuesta el otro había agitado la mano con el mismo desdén con que me había saludado, salió del local, y sin darse vuelta había trepado al coche que lo esperaba.  

   La breve nota periodística demostraba que esa advertencia mía había sido inútil. Tal vez el hombre creyó que sólo había sido una de esas frases rituales que uno pronuncia por decir algo cuando una conversación llega a su término y no hay nada más que agregar. 
    ¿Qué otra cosa podría haberle dicho? 
   Al tipo ese sólo lo había visto una única vez en el “Normandie”. Hacía exactamente tres semanas. Me recordaba con toda precisión porque el encuentro había ocurrido en el último viernes del mes pasado. Como era mi costumbre yo había llegado al bar (a esa hora que la más antigua literatura bíblica llama el atardecer de la paloma) sin más preocupación que sentarme a mi mesa junto a la ventana y esperar a que Leticia, la camarera, me trajera el primero, por lo tanto el mejor, de los tres whiskies con que me acompaño en la mórbida tarea de observar, sin ser observado, a los transeúntes que allá afuera van y vienen, jugando a adivinar sus biografías, destinos y caminos. (Es la única costumbre que he conservado de mis muy viejos tiempos de aprendiz de poeta: oficio, por suerte para la poesía, que nunca aprendí y mucho menos ejercí). El bar estaba semidesierto. Muy grande fue mi decepción, cuando vi que precisamente “mi” mesa estaba ocupada. Al saludarme, Leticia se había encogido pesarosa de hombros, sintiéndose culpable de tal desaguisado. A modo de compensación me había ofrecido la mesita vecina, que acepté sonriente y con disgusto. Miré con resentimiento manifiesto al usurpador de mi lugar. Di un respingo a pesar mío.  
   Era un enano. 
   Tuve que mirarlo un rato largo, para convencerme que no era una broma de mi miopía. Por cierto la mesa era demasiado alta para él, pero la minucia de hombre se obstinaba en apoyar ambos codos en ella. Bebía ensimismado un mojito. Para hacerlo tenía que tomar el vaso con ambas manitas, lo que lo hacía verse como un niño empeñado en imitar a los adultos. Es siempre difícil calcular la edad de tales ejemplares, pero ese estaba muy lejos de ser joven. (Aunque bastante menor que yo). Su cabezota mostraba una calva avanzada, de la que se descolgaba frívola hacia atrás un larga coleta gris, sujeta con un elástico rojo. Una rala barba española, también entrecana, le cubría apenas los labios gruesos y el mentón. 
    Leticia me sirvió el primer whisky e hizo un comentario oficioso sobre algo que no escuché. Toda mi atención le pertenecía al homúnculo. Yo sabía que era una impertinencia, pero me había resultado difícil, sí, imposible, apartar la mirada de él. Gracias a mi larga experiencia como observador de gentes, yo sabía que en ninguna ciudad del mundo es muy frecuente que los enanos se muestren en público, ni siquiera en New York, en cuyas calles babilónicas puede verse casi toda la fauna humana. También me había parecido muy extraño que el hombrecillo me recordara a alguien que en ese momento inicial mi memoria no había logrado identificar. 
    Con rutina no exenta de cierta avidez, el enano había vaciado el vaso de un largo trago y hecho chasquear sus deditos para ordenarle a Leticia otro del mismo. Después de cumplir con la orden ella se había alejado al fondo del local, a su lugar detrás de la barra, donde retomó el trabajo de envolver parejas de tenedores y cuchillos en servilletas de papel. 
   Yo no suelo entablar conversaciones con desconocidos, ni en bares ni en ningún lugar, pero sentado ahí, mirando a ese canijo de feria de entretenciones, fui incapaz de resistir la tentación de dirigirle la palabra. 
   “¡Mi daiquiri en la Bodeguita, y mi mojito en el Floridita!”, le dije jovial, a guisa de saludo. 
   El pequeño se había vuelto para mirarme casi con desdén. 
   “Usted se equivoca”, su voz era aguda como la de todos los chicos, pero impecable su modulación, “lo correcto es «mi mojito en la Bodeguita, mi daiquiri en el Floridita»”. 
   Lo había dicho con un dejo que me pareció presuntuoso. 
   “¿Está seguro?”, había insistido yo entonces con súbita irritación. Que aquella miniatura deforme se arrogara la facultad de corregirme, me había parecido de pronto, sin saber bien porqué, un exabrupto desmedido. 
   “Por supuesto que estoy seguro”, me respondió el pigmeo, y calmo había vuelto a vaciar su vaso hasta la mitad, “puede creerme. He estado varias veces en la Bodeguita, que es el lugar donde Hemingway escribió la famosa frase esa. En verdad ni siquiera es de él. Sólo tradujo al inglés un dicho que cualquier habanero de ese tiempo conocía. Pero el 12 de mayo de 1953, a las tres de la mañana, a él se le ocurrió inmortalizarla en la pared del bar que da a la calle del Empedrado, un mes después de recibir el Premio Pulitzer por «El viejo y el mar». La conoce la novelita esa, me imagino. O al menos vio la película con Spencer Tracy”. 
   El tonillo suficiente con que ese ente mínimo me hablaba, había terminado por irritarme de veras. Entre los muchos contemporáneos que no soporto, están en primer lugar esos gallipavos jactanciosos. Sin embargo, me obligué a fingir una despreocupación que estaba lejos de sentir. Yo, como todos, sé que los chicos, por su tamaño, suelen padecer de un sentimiento de inferioridad que ellos disimulan con una ampulosidad verbal y gestual exagerada. 
   “Gracias por la información cultural.”, le retruqué pues, con un acento que quiso ser irónico, “Apuesto que usted es profesor de literatura. ¿Me equivoco otra vez?” 
   Fue en ese instante que el enano me había mirado por primera vez a los ojos. Los suyos eran azulencos, pero en el blanco se repartía el fino mapa de filigranas carmesí que delatan a los buenos bebedores. 
   “Sí, otra vez se equivoca”, con un teatral chasquido de dedos, aquel pulgarcito sabelotodo le mostró a Leticia su vaso vacío, “y repítale al amigo acá lo que esté bebiendo”. 
   Con otro gesto engolado, mi reducido interlocutor me invitó a sentarme con él. 
   “Por favor, acérquese, le ruego que comparta mi mesa”. 
   No había sonado como invitación; más bien como una orden inapelable del tacuaco, que yo cumplí sonriente y también con molestia. Me había sentado, pues, frente a ese personaje, dispuesto a satisfacer mi creciente curiosidad que lentamente amenazaba con devorarme de pies a cabeza. Sí, con seguridad fue mi interés morboso el vero gestor de la inesperada y ominosa conversación que tuvo lugar aquella tarde en el “Normandie”. 
   No había comenzado de inmediato. Sólo después que Leticia trajera los tragos y volviera a alejarse, el minúsculo se decidió a abrir la boca. 
   “¡Salud!”, fue lo primero que dijo. 
    Ceremoniosos, hicimos chocar los vasos. 
   “¡Habría apostado que usted era profesor de literatura!”, le repetí al liliputiense después del brindis, “¡Esos detalles sobre Hemingway no los conoce cualquiera!”, y lo halagué con una sonrisa de dientes.
   El enano me había quedado mirando serio y luego se había inclinado hacia mí. 
   “¿De veras le interesa saber lo que hago?”, me preguntó, limpiándose el bigotillo con pulgar e índice y bajando la voz a un seductor nivel de confidencia personal. Yo no le respondí, pero imaginé de inmediato varias posibilidades laborales: un circo o un cabaret o algo parecido. Y si atendía a la calidad de su vestuario, cual fuera la ocupación con que el retaco se ganaba la vida debía recibir un buen salario por ella. 
   “Soy funcionario de gobierno”, me había espetado el enanito, bajando aún más la voz, como revelando un secreto de la mayor importancia. Al escucharlo, aquella revelación me había sonado puerilmente presumida, pero algunas horas después, luego de escuchar el detallado relato que él otro me hizo sobre sus funciones, me quedó claro que ella sólo entregaba un pálido reflejo de sus verdaderas magnitudes. 
   Sin embargo, al comienzo de la conversación de aquella tarde en el “Normandie”, yo había estado convencido que el enano era sólo un fanfarrón que trataba de suplir su ausencia de estatura con hipérboles altisonantes. Por lo mismo no había podido evitar que mi comentario a esa breve información que el hombrecito me había dado sobre su trabajo sonara mordaz. 
   “Me imagino que usted ocupa un alto cargo”, le dije, enfatizando innecesariamente el adjetivo, “importante, quiero decir”. 
   Antes de contestarme, el otro había bebido el resto del tercer mojito y esperado mudo a que yo terminara mi whisky para ordenar una otra ronda, la que Leticia sirvió pronta. 
   “Usted lo dice, mi amigo”, había sentenciado caviloso, “es un cargo a veces demasiado agobiante para un hombre solo. ¡Pero alguien tiene que hacerlo!”. El suspiro con que remató este juicio sobre el peso de sus responsabilidades, sin dejar de ser melodramático, había nacido en una hondura demasiado íntima como para dudar de su sinceridad. Esto me había llevado a suponer que aquel gnomo cargaba tal vez los galones y atributos de una jefatura de importancia en la jerarquía de gobierno. Una vez más mi suposición había resultado equivocada. 
   “Si, hay cargos que son cargantes”, le dije intentando una cacofonía ingeniosa y esperé a que continuara. Yo estaba decidido a no preguntarle directamente al petiso en qué consistían esas labores tan abrumadoras. Por lo demás, no fue necesario. Fue el mismo quien me lo dijo. 
   “Soy el bufón de palacio”, soltó de sopetón. Fue entonces cuando un recuerdo súbito de mi infancia me golpeó la cabeza: una mala ilustración de la Enciclopedia Concisa Sopena en tres tomos de mi padre y que mostraba a Don Sebastián de Morra, el bufón de Felipe el Pasmado. El enano que tenía al frente se veía igual. 
   A mi edad y con mi experiencia de vida (un poco más intensa que la de otros me atrevo a afirmar sin ínfulas de ningún tipo) debo decir que no son demasiadas las cosas que consiguen asombrarme. El enano y su relato de esa tarde lo lograron con un impacto directo que dio de lleno en mi cabeza y mi pecho. Como no podía ser de otra manera, traté de recuperarme de la conmoción que me produjeron las palabras del enano con ayuda de fórmulas verbales más o menos lógicas. 
   “Usted bromea”, le dije. 
   “Por supuesto que lo hago, pero sólo cuando trabajo”, fue su seca respuesta, “nunca en mi escaso tiempo libre.” 
   “Perdone”, insistí débil, “pero si no me equivoco, su oficio, digamos, hace mucho que desapareció del mercado de las ofertas laborales, tal como el de los juglares, los matadragones y los caballeros andantes. Además, no olvide que este país es y ha sido desde hace doscientos años una república. Mal hecha quizá, pero una.” 
   Su manita me interrumpió con el impaciente gesto de arrogancia del erudito que sabe muy bien de lo que habla. 
   “Escuche bien, joven”, me dijo categórico, arreglándoselas (aun siendo yo de tamaño normal y seguramente también más viejo que él) para mirarme hacia abajo con un aire de preceptor indulgente, “deje que le recuerde algo bastante elemental: en cualquier tiempo y lugar donde se ejerza el poder, existe una corte; y allí donde existe una corte, habrá siempre un bufón. Es una ley natural de nuestra humana sociedad. O « humana suciedad» si usted prefiere”, agregó serio. 
   Aquí debo reconocer que yo no sabía ni sé mucho de bufones. El origen de aquel viejo oficio, como el de putas, traidores, artistas y filósofos es de cronología y geografía incierta. Lo único que sabía, es lo que mi recién conocido acababa de decir: que su oficio había crecido y desarrollado al amparo de sus señores de turno. ¿Su tarea principal? Distraer a sus principales de los múltiples avatares que les deparaba el ejercicio de su poder. Me recordé también, entre brumas, lo que Herodoto contaba en sus “Historias” sobre la nerviosa espera antes de la batalla de Marathon contra los ejércitos medos de Artafernes. Milcíades (el jefe de las tropas atenienses) se había preocupado que a los oficiales y soldados no les faltara una entretención que los distrajera de las conjeturas sobre los resultados de la batalla por librar al día siguiente. Para eso, había contratado a todas las meretrices y cómicos de Atenas.
   “¿Le parece si nos bebemos otro? Con suerte, todavía tengo algo de tiempo”. 
   Antes de que yo pudiera pronunciar palabra, el bufón de palacio había levantado su dedo para indicarle a Leticia que nuestros vasos estaban vacíos. Soy un bebedor consecuente pero moderado. Hacía mucho tiempo, con seguridad años, que no traspasaba la línea de los tres whiskies vespertinos. Aquella noche dejé de contarlos en el número cinco. No obstante esta ingesta algo ubérrima de Johnnie Walker etiqueta roja, recuerdo con toda claridad que en ningún momento me alejé de las coordenadas de la realidad. Tampoco mi interlocutor, que bebía sus mojitos a una velocidad contra reloj, mostró en ningún momento las habituales alteraciones conductuales de las borracheras. Así, la conversación con el enano había sido un acto de la más absoluta y coherente racionalidad. Si el alcohol tuvo algún efecto, este sólo fue el de aumentar la concentración con que atendí a las confesiones que escuché, y la intensidad con que el bufón las hizo. Confesión: tanto en su profundo sentido teológico como en su rigor psicoanalítico, es la palabra exacta para definir ese desborde emocional con que él me enteró de las sinuosidades más oscuras y retorcidas de su trabajo en palacio. 
   “Ya ve usted, yo trabajo en un lugar donde la luz del día no llega, mi amigo”, me advertía el bufón después de cada anécdota y antes de empezar la siguiente, “cuando le digo que mi trabajo es agobiante, no es por lo que hago sino por lo que escucho y veo.” 
   Lo que aquella noche en el “Normandie” llegó a mis oídos excede en mucho mi capacidad de reproducirlo con fidelidad. Baste decir que una décima parte de lo que escuché de boca del enano daría a muchos de los “indignados” posmodernos, material suficiente para incendiar el país por los cuatro costados. No por casualidad me recordé (soy profesor jubilado de historia) que Bel Ami, el verdugo más importante y carismático de la Revolución Francesa, había servido diez años como bufón y secretario a Marie Antoinette en el Petit Trianon de Versailles, a la que saludó con una graciosa reverencia antes de conducirla a la guillotina. 
   A pesar de la franqueza evidente con que ese espantajo de gobierno me relataba los más íntimos pormenores de su oficio, seguía molestándome el retintín arrogante con que lo hacía. Es más, mientras lo escuchaba me ganó la certidumbre que el enano no solamente se autocompadecía, sino también disfrutaba de su propio relato y del papel que le tocaba cumplir en él. Fue esta la razón que me llevó (lo reconozco, un poco impensadamente) a hacerle la pregunta que cambió el rumbo de nuestra conversación.
   “Lo que usted me cuenta es apabullante”, le dije, “pero dígame ¿qué pasa cuándo usted les muestra su espejo?” 
   Las manitas que sostenían el vaso se detuvieron a medio camino. El enano se paralizó. “
  ¿El espejo? ¿Cual espejo?” 
  “Bueno”, carraspeé yo inseguro, “he leído que junto con el cetro y la gorra de cascabeles, uno de los implementos, quizá el más importante de su oficio, es el espejo de mano. El que entre chiste y chiste, entre payasada y payasada, ustedes sostienen ante el rostro de sus señores para que reconozcan lo que son en verdad. ¿Cómo reaccionan ante él en el palacio?”. 
   “No sé de lo que me habla”, dijo cortante y de un golpe se tragó el resto del mojito con verdura y todo. 
   Fue en ese momento que yo intuí el secreto esencial del hombrecillo. 
   “Usted sabe perfectamente de lo que hablo”, espoleado por el whisky insistí con franca pesadez, “un bufón sin espejo no es nada”. 
   La mudez con que el mirmidón respondió a mis palabras, corroboró mis sospechas. El pobre diablo era un baladrón sin coraje. Por eso su afán en contarme de las inmundicias su trabajo. Lo había hecho para aliviar la culpa que sentía por ser parte de ellas.
   “Está bien, lo comprendo”, dije perdonavidas y le di un golpecito en el hombro, “En su lugar, también yo tendría miedo”. 
   Los siete primeros compases de una “Pequeña Serenata Nocturna” digital pusieron el punto final al pesado silencio que siguió a mis palabras. Con apresuramiento torpe, el enano sacó de entre sus bolsillos un iPhone de la última generación, de color rojo. Leyó el mensaje y se levantó presuroso de la silla. De pie, era apenas una cabeza más alto que la mesa. 
   “Debo irme”, dijo sin mirarme, “me esperan”. 
    Con gesto ahora tímido depositó varios billetes en la mesa. Demasiados. 
   “Creo que eso es suficiente”, murmuró. Me tendió la manito. “Fue un gusto”, mintió sin sonrisas. 
   “El gusto fue mío”, respondí y agregué sin saber porqué: “tenga cuidado”. Sin volverse, el enano agitó la mano con el mismo desdén con que me había saludado y salió del local. Un chofer esperaba por él, con la puerta del coche abierta. 
   Ese fue mi único encuentro con el bufón. 
   Al viernes siguiente regresé al “Normandie” con la esperanza de reencontrarlo, pero la mesa junto a la ventana esperaba solitaria por mí. Mirando a la gente que allá afuera iba y venía, y mientras Leticia iba por mi primer whisky, no me costó demasiado archivar al enano funcionario en mi desmemoria. 
   La noticia del diario de la tarde me lo trajo de regreso. 
   Supe que era él por el breve informe de la policía que daba cuenta del hecho. La noche anterior había sido encontrado, colgando de un árbol del Parque Forestal, el cuerpo de un hombre de “porte reducido”. Junto con su documento de identidad, en su bolsillo se encontraba un espejo de mano. Roto. Los peritos forenses descartaban la intervención de terceros. Quizá tenían razón, pero yo no me hubiera atrevido a jurarlo. 

Omar Saavedra Santis
Santiago de Chile, EdM, enero del 2012
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Los viajes del lunes, por Omar Saavedra Santis


A Marcelito, el mayor,
en su cumpleaños nosécuantito

Ocurrió en mi primer día de trabajo.
     Después, hasta llegué a pensar que sólo había sido una suerte de test, una manera de poner a prueba mi iniciativa ante situaciones que se presentan a menudo en la llamada vida real pero nunca en los textos de estudio. O tal vez una agudeza de mi jefe, una de esas bromas pesadas que en todas partes los empleados más viejos suelen gastarle a los novatos a modo de bienvenida. Pero no, el asunto había ocurrido realmente, aunque no mereció sino tres líneas en la prensa del día siguiente, vacías por supuesto de toda esa verdad que yo alcancé a vislumbrar.
     Esa mañana de mi primer día ni siquiera había alcanzado a sentarme a mi escritorio cuando al pasar frente a mí, el jefe me ordenó con una señal que lo siguiera a su oficina.
     “Acabo de recibir esto. Vaya y vea lo que puede hacer”, había dicho sin saludarme ni mirarme, “si no puede, me llama. Yo me hago cargo”, y como despedida me había tendido unos papeles. Mi jefe no se molestaba en disimular la animadversión que yo le provocaba. Su candidato para el puesto que yo ahora ocupaba había sido otro. Yo simplemente había tenido la suerte de presentar un mejor currículum. Y la suerte además, de que una larga amistad de juventud y parrandas uniera a mi padre con el jefe de mi jefe, el fiscal nacional.
     Antes de salir de la oficina me detuve indeciso en la puerta.
     “¿Cómo llego hasta allá?”, pregunté alzando las hojas con gesto interrogante.
     Mi jefe me miró con una mezcla de burla y enojo contenido.
     “Su Rolls Royce está en el lavado”, dijo, “¿le molestaría mucho tomar un taxi?”.
     Fue un sarcasmo ramplón que preferí olvidar. En verdad, la antipatía que mi jefe me profesaba no me preocupaba mucho. Yo no pensaba permanecer demasiado tiempo como ayudante suyo en las oficinas de la fiscalía sur. Sólo el suficiente antes de comenzar mi beca de posgrado en Lovaina o Heidelberg, los lugares donde habían hecho su doctorado todos los juristas de mi familia, es decir, mi abuelo, mi padre y mis tres hermanos mayores.
     En el taxi eché un vistazo a los pocos papeles del escrito. Aunque confuso, a prima vista parecía un caso serio, lo que no me sorprendió. Para poner a prueba mis capacidades mi jefe no iba a encargarme precisamente una bagatela de solución fácil, sino todo lo contrario. El parte policial, con su acostumbrada precariedad gramatical, hacía referencia a una presunta “alteración grave del orden público”, sin entregar detalles de ningún tipo. Y la nota del Departamento de Operaciones del Metro S.A., dirigida a la intendencia provincial, sólo era un par de líneas en las que se solicitaba “la discreta cooperación del ministerio público” para buscar una “solución inmediata y satisfactoria” a un problema que no se precisaba.
     En contra de mis expectativas en la estación del metro no se observaba nada que escapara a la condición de normal, lo que en mi fuero más íntimo no dejó de desilusionarme. Nada de acordonamientos, nada de curiosos, y sobre todo, nada de cámaras de televisión ni periodistas con micrófonos en ristre. La boca de entrada de la estación ingurgitaba y vomitaba los pasajeros con el ritmo aburrido de la rutina diaria. Sólo un carabinero, con un chaleco verdenilo con rayas reflectantes que lo hacía verse como un obrero de vialidad, se acercó y apresuró en abrir la puerta del taxi.
     “¿Usted es el fiscal?”, me saludó.
     “Fiscal adjunto”, corregí modesto.
     “Lo están esperando. Por acá, por favor”.
     Lo obedecí.
     A paso rápido me condujo al interior de la estación, era la última (o la primera si se quiere) de esa línea de metro, que unía algunas comunas del sur con otras del norte de la ciudad. Tampoco en la estación se observaba signo alguno de anormalidad. Estoy muy lejos de ser usuario habitual del transporte público y la monótona similitud de las estaciones las hacía a mis ojos todas perfectamente confundibles. Por lo mismo no recordaba haber estado allí alguna vez. De lo que sí estaba seguro, era de no haber traspasado nunca una de esas pequeñas barreras que marcan los confines de cada andén y el comienzo de la oscuridad del túnel. En ese límite nos esperaba un hombrecillo nervioso que a guisa de saludo en lugar de tenderme la mano, me alcanzó un casco de seguridad.
     “Buenos días. Soy Julián Lértora, director de operaciones del metro. Póngase esto”.
     Al escucharlo, disimulando mi asombro, volví a mirar al hombrecillo. No sé porqué siempre había imaginado a los directores ejecutivos de cualquier empresa con un activo superior a los cien millones de dólares, (rango que yo mismo aspiraba alcanzar alguna vez), como hombres jóvenes, dinámicos, exultantes de aplomo, con gel fijador en los cabellos y en la sonrisa. El aspecto de este señor Lértora en cambio, con su terno de arrugas lustrosas y con una camisa que excedía en algunos números la talla real de su cuello, era el de un ratón a punto de jubilar.
     Me puse el casco y lo seguí, a la luz enfermiza de unos pocos tubos de neón, por el estrecho sendero de cemento adosado a la pared mohosa del túnel. Con rechinamiento de hierro contra hierro un tren sobrecargado de pasajeros pasó veloz a nuestro lado. En alguna parte de la pared, el hombrecillo empujó una puerta cuasi invisible y nos encontramos en un cubículo estrecho en el que se apilaban herramientas, cables y una pequeña mesita de metal que ahora servía de escritorio. Había allí otro hombre, blindado en un uniforme antimotín.
     “Le presento al teniente...”, el hombrecillo trastabilló un segundo en su frase de presentación para corregirla en el segundo siguiente, “... a la teniente Cereceda de las fuerzas especiales de carabineros”, dijo.
     Confundido le estreché la mano a la mujer y me apresuré en murmurar un “mucho gusto” en un tono que sonó como una excusa a mí mismo por mi comprensible error impronunciado de haberla tomado por un varón. La luz escasa y las gruesas guarniciones del casco que deformaban su mentón y mejillas, apenas permitían entrever sus ojos pequeños y sus labios delgados. Nadie podía suponer que bajo esas parafernalias blindadas se escondía el cuerpo de una mujer. Tal era la fuerza sugestiva de su recio aspecto que hasta me pareció que olía a Old Spice, la barata loción para después de afeitar que mi abuelo insiste en usar desde sus tiempos inmemoriales de estudiante.
     “¿Cómo piensa proceder?”. El señor Lértora cortó el hilo de mis mudas divagaciones.
     “¿Podría explicarme la situación actual?”, retruqué automáticamente.
     El conciso reporte del señor Lértora corroboró mis sospechas. Se trataba de un asunto serio que en cualquier momento podía derivar a grave.
     Un grupo indeterminado de personas había ocupado un tren del metro, se había parapetado en el último vagón y bloqueado sus puertas para impedir el acceso de los guardas. La reacción del conductor había sido si se quiere audaz, pero sin duda acertada. De inmediato había maniobrado el tren del andén hasta un ramal de los túneles de mantención, y ahí lo había estacionado con sus ocupantes, aislado y fuera de la vista de todos. Luego, había corrido a informar al jefe de estación. Esta oportuna decisión del conductor había permitido que el servicio de pasajeros, aparte de un par de minutos de retraso, no sufriera interrupciones de ningún tipo y que, por ende, nadie hasta el momento se hubiera percatado del incidente. El hecho había ocurrido a primeras horas de la mañana, poco antes de que la estación abriera sus puertas al público, lo que hacía suponer que el grupo de ocupantes había ingresado por uno de los ductos de ventilación que comunicaban los túneles con la calle.
     El señor Lértora terminó su breve exposición y se quedó mirándome con sus ojillos de ratón triste, a la espera de mi primer comentario de oficio. También la teniente Cereceda me miraba y esperaba.
     Pero el señor Lértora en su nerviosismo había olvidado mencionar lo esencial de toda acción tan radicalmente jacobina como aquella: sus causas.
     “¿Qué alegan? ¿Qué quieren? ¿Qué piden?”, pregunté.
     Por primera vez el director de operaciones elevó la voz.
“¡Bah, tonterías! ¡Estupideces! ¡Están locos de remate!”, casi chilló al decirlo. “Venga, lo mejor es que los vea usted mismo”, dijo perentorio, levantándose.
     La teniente Cereceda y yo lo seguimos sin palabras. El estrecho sendero, ahora de gruesos tablones de madera, se alzaba aproximadamente a un metro y medio del suelo y se extendía por entre los trenes que, inmóviles en las penumbras del túnel, semejaban gigantescas larvas mecánicas madurando su tiempo de nacencia antes de la primavera.
     “¿Y usted qué piensa?”, le pregunté a la teniente, con más curiosidad por escuchar su voz antes que interés por conocer su opinión.
     “Mis hombres están listos”, fue su áspera respuesta. Una, reconozco, que junto con impresionarme por su crudeza me hizo imaginar cosas que no venían al caso.
     “Ahí los tiene”, murmuró el señor Lértora.
     Era el único tren que mantenía encendida su iluminación interior. Pero la luz que arrojaban sus ventanas, en lugar de devolverle naturalidad al lugar se la restaba, transformándolo en una escena de película policial antigua. Esta impresión la reforzaba una veintena de carabineros de las fuerzas especiales que permanecían junto al tren, con atuendo de combate, inmóviles como una foto en blanco y negro. Asordinados por las ventanas cerradas llegaban a nosotros los ruidos de los pitos y matracas que los ocupantes del vagón hacían sonar con un entusiasmo poco convincente. A los vidrios habían pegoteado unos pocos papeles cuyas leyendas se podían leer al trasluz:
     “¡Exijimos restitusión inmediata del servicio especial de los lunes!”
     “¡Sólo hablaremos con don Ángel!”
     “¡Basta de privilejios para pocos! ¡Viajes para todos!”
     Interrogué con la mirada al señor Lértora y él se encogió despectivo de hombros.
     “Están chiflados”, repitió, “absolutamente chiflados”.
     La teniente Cereceda no dijo nada.
     “¿Ya habló con ellos?”, pregunté intuyendo de antemano la respuesta.
     “Sólo dicen idioteces. Quizá usted tenga mejor suerte”, agregó sin mirarme, “y si no la tiene voy a pedirle a la señorita Cereceda, quiero decir a la teniente Cereceda, que proceda al desalojo”. El ratoncillo director de operaciones lanzó un suspiro teatral pero decidido.
     Con seguridad era lo que mi jefe esperaba: que este asunto se me escapara de las manos y descarrilara en un conflicto mayúsculo con un final que sólo podía ser desastroso.
     Había llegado pues, mi hora.
     Disimulando una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir me encaminé por el sendero de tablones al tren tomado. Miré a través de la primera ventana del último vagón. Tal vez eran más, pero los ocupantes que yo vi no eran muchos. Diez o doce. Con mi mano abierta golpeé el vidrio con fuerza hasta que varios de ellos se acercaron.
     “¿Usted es don Ángel Morris?”, me preguntó uno a través de la escotilla entreabierta de la ventana.
     Estuve en un tris de responderle con una mentira y afirmar que sí, que yo era ese don Ángel, al parecer el único que reconocían como interlocutor válido pero evidentemente no habían visto nunca en persona.
     “No. No soy funcionario del metro ni de carabineros”, le aclaré, “soy abogado y sólo quiero ayudarlos a solucionar este problema”, añadí con voz tranquila, que es lo que mejor me sale cuando estoy nervioso.
     Luego de una corta deliberación entre ellos, el que parecía ser el cabecilla accionó un mecanismo y descorrió la puerta apenas unos centímetros para que yo pudiera ingresar. Después, volvió a cerrarla.
     Era efectivamente un grupo pequeño. Conté trece. Siete hombres y seis mujeres. No estaban armados. A menos que se quiera llamar armas a unos pitos de árbitro y unas matracas de plástico. Sus cuerpos, rostros, gestos y sobre todo su voz gastada, delataban que todos ya habían cruzado hacía mucho la línea de los cincuenta años de vida, una que a todas luces no había sido de coser y cantar, lo que los hacía verse incluso mayores, aunque no lo fueran. Ese tipo de gentes modestas y anodinas que por miríadas pululan por ahí por las calles, ante los ojos de todos y sin que nadie los vea.
     Una mujer se levantó y me ofreció su asiento. Una cortesía innecesaria porque todos los asientos estaban desocupados, pero que yo agradecí con efusión más o menos exagerada. Me senté y esperé. Ellos me miraron y esperaron.
     “Soy abogado y estoy aquí para ayudarlos”, repetí después de un rato, sin aclararles por supuesto que yo trabajaba no para ellos sino para la contraparte que después levantaría la acusatoria en contra de ellos, “todo eso sería mucho más fácil si me explican de qué se trata”.
     “Sólo queremos que repongan el servicio especial de los lunes”, dijo enérgico el que me había abierto la puerta, “nada más”.
     “¡Eso!”, lo apoyó una mujer, “¡no queremos más que eso!”
     “¡Y los viajes de don Ángel!”, se sumó un tercero.
     De pronto, como suele suceder en tales casos, hablaron todos a la vez.
     Me llevó un tiempo comprender de qué hablaban. Ahora mismo no estoy seguro que todo lo que escuché esa mañana de mi primer día de trabajo fuera comprensible para todos. Sólo sabía que me encontraba en un túnel del metro, en un tren ocupado por una docena de personas mayores que tampoco parecían darse cuenta exactamente de las dimensiones de su delito. De lo único que estaban seguros todos era de la plena justicia de sus exigencias.
     También coincidían todos en que el primer viaje había sido a Petra.
     “¿Petra?”. Mi pregunta había sonado estúpida, pero se apresuraron en aclarármela como se hace con un niño.
     Todos se recordaban de aquel primer viaje con tal precisión y fidelidad, que el suyo había sido en realidad un perfecto relato coral, fluido y tranquilo, sin interrupciones ni turbulencias.
     Se recordaban que el primer viaje había comenzado en un lunes frío de julio del año pasado en el primer tren de la mañana, el que arrancaba de madrugada de la estación terminal cuando aún era noche, a una hora en que los pasajeros son escasos y cuatro quintos de la ciudad todavía duermen. La mujer que me había dado el asiento dijo que aún sin conocerse, todos los pocos pasajeros se habían mirado intrigados cuando por los altoparlantes del tren escucharon algo muy diferente a ese anuncio acostumbrado de “precaución con el cierre de puertas”.
     “Muy buenos días”, escucharon todos una voz bien modulada y algo ronca, “mi nombre es Ángel Morris y tendré el placer de servirles como guía en este viaje con que inauguramos nuestro servicio especial de los días lunes“.
     Y el tren se había puesto en movimiento.
     Todos coincidían también en que había sido a la altura del 12500 cuando la voz de Ángel Morris había vuelto a escucharse por el altoparlante. (Se referían a esos números que cada cierto tramo aparecen pintados de rojos en las paredes de los túneles del metro y que indican una cota de significado arcano).
     “A su izquierda”, había anunciado la voz, “ustedes pueden ver ahora las famosas ruinas de Petra, la metrópolis nabatea del siglo ll antes de Cristo, la que una vez fuera el corazón de la legendaria Ruta del Incienso, hoy en los territorios de Jordania. Siglos antes de la llegada de las legiones romanas esta ruta se extendía desde los verdes montes de Suhar en Arabia del Sur hasta Alejandría, Damasco y Bagdad. Como ustedes bien pueden observar”, había agregado don Ángel con pasión de especialista, “los templos, monasterios y criptas funerarias de Petra fueron tallados directamente en la pared rocosa del angosto cañón al este del valle de Aravá...”
     No me percaté de cuánto duró la narración que los ocupantes del tren hicieron de ese primer viaje a Petra Y ellos parecieron olvidar por completo la situación en que se encontraban. Lo único que parecía interesarles era volver a rememorar con minucia relojera, para volver a disfrutarlos, aquellos viajes de los lunes en que el señor Ángel Morris los había guiado por lugares que nada ni nadie lograría borrar de sus memorias.
     El viaje del lunes siguiente se había iniciado a la altura del número 11700 del túnel. Esta vez, don Ángel los había conducido a la siempre bella Piazza del Duomo con su campanil de 56 metros, la muy afamada Torre de Pisa. Los viajeros me contaron además que don Ángel, como si les hubiera leído el pensamiento, los había tranquilizado con la información adicional sobre los costosos trabajos de reparación que se habían realizado para impedir el desplome definitivo de la magnífica construcción. Para gran contento e hilaridad de aquel grupo de ajados okupas, la mujer que me había cedido su asiento se recordó de aquella pareja de turistas japoneses que se había retratado con los brazos estirados, que los hacía verse como si sujetaran la torre. Era evidente que se trataba de una de las anécdotas que los viajeros consideraban una de sus favoritas.
     La oferta de viajes de don Ángel Morris parecía un libro de geografía mágica con un número infinito de páginas. Cada lunes por la mañana no sólo los llevaba a los lugares obligados de todo catálogo de turismo, sino también a los que ya habían desaparecido para siempre de la faz de la tierra o a los míticos que no habían existido sino en la imaginación de los poetas que los habían descrito.
     Así, lunes tras lunes, don Ángel había conducido al grupo a las maravillas erosionadas de Gizeh y a las alturas líricas de Macchu Picchu; les había hablado del origen del reverbero dorado de la Acrópolis y del blanco mortuorio del Taj Mahal; los había hecho estremecerse ante las inauditas extensiones de sed y sol del Sahara y con los susurros secretos de Angkor. El que parecía el cabecilla del grupo me narró con los ojos húmedos de agradecimiento de aquel caliente lunes de verano, cuando don Ángel Morris los llevó a visitar los jardines colgantes de Semiramis en Babilonia y al lunes siguiente la alegre Escalera del Agua en el Generalife. Con voz soterrada y risitas sofocadas supieron recordarse también de esa excursión nocturna por las callejas pecaminosas del Reeperbahn en Hamburgo, que había comenzado a la altura del 9800.
     De súbito, el grupo interrumpió su narración con la misma prontitud con que la había iniciado. El último viaje con don Ángel Morris -a la Gran Muralla China- había tenido lugar hacía cuatro lunes. Desde entonces, los altoparlantes del metro habían retomado sus acostumbradas advertencias que todos los pasajeros conocían y a los que nadie prestaba atención.
     “Sólo pedimos que repongan el servicio especial de los lunes”, repitió categórico, como para recalcar su reingreso a la realidad del momento, el que hacía de corifeo.
     “¡Y que nos devuelvan a don Ángel!”, exclamó la mujer enfrente mío, mostrando furibunda su ausencia de dientes.
     “¡Dígales que si nuestras exigencias no se cumplen, nos quedamos aquí hasta echar raíces!”, fue la frase con que me despidieron.
     La cabeza me daba vueltas cuando me reuní otra vez con el director de operaciones y la teniente Cereceda.
     Mucho antes de que yo concluyera el relato de lo que había escuchado, el ratoncillo Lértora alzó despectivo sus dos manitos ordenándome que me ahorrara el resto.
     “¡Ya lo sé, ya lo sé! ¡Boludeces, puras boludeces! ¡Ya le dije que no son más que un atado de locos! ¡Chiflados y rechiflados! ¡Escuche bien lo que voy a decirle, mi amigo!", inesperadamente el ratón clavó su índice derecho en mi pecho, “¡Nunca, se lo repito para que me entienda, nunca ha existido en el metro un servicio especial de los lunes! ¿Me entendió? ¡Nunca!”, y volviéndose a la teniente Cereceda le dijo, “¡Desalójelos, teniente, pero recuerde, nada de gases lacrimógenos!”.
     El ratón dió media vuelta y se alejó con pasitos de muñeco apurado.
     Lo alcancé antes de llegar al cubículo que le servía de oficina transitoria.
     “¡Por lo menos espere a que Ángel Morris hable con ellos! ¡Quizás él pueda convencerlos!”
     El director de operaciones se quedó mirándome con una decepción parecida al desprecio.
     “O yo no me expliqué bien o parece que usted no entiende el castellano, joven”, dijo, “cuando le digo que en el metro nunca ha existido un servicio especial de los lunes, también le estoy diciendo además que nunca hemos tenido a un Ángel Morris en nuestro personal”.
     Le devolví el casco y regresé a la superficie.
     Ahora sí había comenzado el show. Camarógrafos y periodistas, un escuadrón de carabineros en tenida de asalto y curiosos en cantidad creciente se arremolinaban en el andén y las escaleras. Con algún esfuerzo logré escapar del tumulto.
     Mientras esperaba por un taxi, creí ver de pronto a cien guerreros de terracota del emperador Qun Shi Huang montando guardia a la entrada del metro. Pero no eran más que las siluetas, multiplicadas por el sol flojo del otoño, de vendedores ambulantes que ofrecían parchecuritas y gomitas de eucaliptus para la tos.

Omar Saavedra Santis (Santiago, octubre del 2010)
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APUNTES

Barrio Sudaca con esquina porteña a orillas del Spree, por Omar Saavedra Santis


Sabemos que uno de los temas recurrentes de Jorge Luis Borges –además de sus tigres, cuchillos, laberintos y espejos- era, como en muchos agnósticos, la vieja pregunta por los posibles territorios y días que, según tantas literaturas, existan acaso más allá del último suspiro. Es asi como el Grand Epateur de Buenos Aires solía repetirle a sus embelesados oidores, que si había de existir un paraíso, él lo imaginaba como ese universo que otros llaman biblioteca. Esta representación borgeana de nuestro destino posmortal es sin duda subyugante, pero en caso alguno original. Las interpretaciones sobrenaturales de la sumatoria de libros son de data tan vieja como la escritura misma.
    Apenas consumado su sometimiento a las potestades temporales de las coronas luso-hispanas y a la espiritual del Papa, esa América que hoy llamamos latina se vió enfrentada de inmediato a la tarea más o menos urgente de rearticular su voz y recuperar su identidad perdida, o lo que había quedado de ella: una tarea sísifa que con más o menos fortuna perdura hasta hoy. En este ingente y permanente esfuerzo de autoliberación de la América Latina ha sido siempre el libro de papel una herramienta principal en la difícil producción de su pensamiento propio: curiosamente aquel mismo objeto -entonces tan desconocido como las cruces, mosquetes y lúes- que los conquistadores habían llevado a cuestas hasta las costas de las Nuevas Indias.
    Las primeras bibliotecas en el nuevo Continente fueron por cierto modestas.
    Su oferta en un comienzo no alcanzaba a ser más que un par de biblias y constituciones de las órdenes religiosas que las fundaron y rigieron. Porque siguiendo una tradición de las culturas más vetustas, las piedras fundacionales de estos lugares de libros fueron puestas por sacerdotes. Aunque la exportación de impresos de Europa al nuevo continente estuvo sometida al censorio de la Santa Inquisición a lo menos hasta fines del siglo XVIII, ello no impidió que – a pesar de las limitaciones que aquel control implicaba- el germen de las bibliotecas se enraizara y creciera con relativa pujanza en suelo americano. La administración de estas, fue por siglos tarea de los regulares de Dios. Fueron estos los encargados de tutelar el depósito, la preservación y la divulgación dosificada de un saber que en su origen y esencia se suponía divino.
    Así pues, el ejercicio de la lectura tuvo largo tiempo las trazas de un acto de iniciación.
    Se recalcaba de este modo el caracter sobrenatural de las bibliotecas, el que ha dejado su impronta en el devenir de esos “universos paralelos”, aún mucho después de concluído el proceso de su secularización y laicización. Este proceso, no podía haber sido de otro modo, fue una de las consecuencias políticas inmediatas de los movimientos independentistas americanos de inicios del siglo XIX, creaturas todas de reconocida inspiración librepensadora. Quizá sea la creación de las “bibliotecas nacionales” latinoamericanas lo que mejor ilustre la intención de lograr una transferencia efectiva del poder del pensamiento escrito de las viejas elites coloniales a las jóvenes criollas. El material inicial de la Biblioteca Nacional de Bolivia fue, por ejemplo, fueron los más de ochomil ejemplares existentes en los conventos agustinos de Chuquisaca. La Biblioteca Nacional de Chile partió en 1813 con las colecciones que conformaban el patrimonio bibliográfico de los jesuitas depositado en la Real Universidad de San Felipe. La Biblioteca Nacional del Uruguay se inició en 1815 con las donaciones de los presbíteros Dámaso Antonio Larrañaga, José Manuel Pérez Castellano y de los Padres Franciscanos de Montevideo. La Biblioteca Nacional de México se nutrió en su nacimiento de los fondos de libros de la Real y Pontificia Universidad de México y su primer asiento fue el templo de San Agustín. Y suma y sigue.
    Tales traspasos de competencias sobre los haberes librescos de las diferentes órdenes religiosas de la esfera espiritual a la mundana (incluídos los prohibidos y anatemizados) no fueron, en su mayoría, actos de discordia entre el poder civil y el religioso y difícilmente podría calificárselos de decomiso, por muy justo que este hubiera sido de haber sido necesario. Se trató por lo general de cesiones por la buena. En esta parte no se debe olvidar que muchos de los bibliotecarios de hábito y tonsura no sólo tomaron parte activa de los procesos independentistas, sino muchas veces se sumaron ellos mismos a los bienes traspasados y asumieron la misión de dirigir estas nuevas instituciones republicanas. La única excepción la constituye la expropiación por decreto supremo de los libros del obispo español de Tucumán, Rodrigo Antonio de Orellana, acusado de conspiración en contra de la Primera Junta Argentina de Gobierno de Cornelio Saavedra. En 1810 sus libros constituyeron el parabién bautismal de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires.
    De los activos actuales de las bibliotecas latinoamericanas dan cuenta los siempre eufóricos números de las estadísticas oficiales. Cierto es que lo que a lo largo de sus existencias más que centenarias, las actuales bibliotecas nacionales han ganado en peso y estatura, pero tal desarrollo es más obra de la sinergia de bibliotecarios porfiados y empedernidos gremios de lectores que de políticas ilustradas. (Tanto ayer como hoy y siempre, el poder político dominante cultiva una desconfianza esquizofrénica frente al libro.)
    No menos cierto es el hecho de que las colecciones más grandes de libros relacionados con América Latina se encuentran fuera de ella. En los Estados Unidos, The Library of Congress en Washington D.C., y la Nettie-Lee-Benson-Collection de la Universidad de Texas en Austin. En Europa, es el Ibero-Amerikanisches Institut zu Berlín el que alberga una biblioteca especializada en el tema iberoamericano, que se precia de ser la más vasta del viejo continente y la tercera del mundo.
    El “Ibero”, como lo llaman sus cofrades, nació de un curiosum tan irónico como significativo: las dos principales donaciones que constituyen el pedestal de lo que devendría en esta biblioteca berlinesa son obras de dos notables latinoamericanos. La primera y mayor de ellas (algo así como 82.000 volúmenes) refleja una actitud de menosprecio o indiferencia de las castas políticas latinoamericanas frente al desarrollo social y cultural de nuestros países. Esta donación fue hecha por el sociólogo, historiador, diplomático y político argentino Ernesto Quesada (1858-1934), hijo de Vicente Quesada (1830-1913), jurisconsulto, diplomático, escritor, político y bibliotecario, quién legó a su hijo Ernesto esa inmensa colección de libros y su archivo personal, con la tarea de disponer de ellos “según su buen criterio lo indique”. En el cumplimiento de la última voluntad de su padre, Ernesto Quesada se dió a la busca en Buenos Aires de una institución adecuada que asumiera la responsabilidad del cuantioso legado. Fue una vana búsqueda de más de doce años. Ni la academia bonaerense ni la biblioteca nacional argentina se vieron en condiciones de cumplir siquiera con las más mínimas condiciones exigidas por el donante. Diferentes universidades y fundaciones de la América del Norte ofrecieron sumas fabulosas por la colección Quesada, pero su destino final fue Berlín.
    En esta decisión de Ernesto Quesada de ceder la biblioteca familiar al estado prusiano jugó con toda seguridad un papel subjetivo pero importante su profunda relación personal con Alemania, surgida en sus tiempos de estudiante de derecho en Leipzig y Berlín. Pero ante todo fue una decisión tomada en la certeza de que esa biblioteca trasplantada de Buenos Aires a Berlín habría de ser el embrión de un futuro instituto alemán que hiciera suyo el cuidado y fomento de las relaciones culturales y académicas entre Alemania, Europa y la América latina, y que al mismo tiempo sirviera de oasis a los estudiantes y transmigrados latinoamericanos en Alemania. (Una Alemania que a fines de los años 20, Albert Einstein, Thomas Mann, Bertolt Brecht, Kurt Weill o Billy Wilder, entre otros, aún podían llamar suya).
    La segunda donación es el producto de una rumbosa gestión personal del general y presidente mexicano Plutarco Elías Calles (1877-1945). Encontrándose éste de paso en Berlín en 1924, escuchó de boca del profesor Dr. Hermann B. Hagen la carencia de literatura mexicana en Alemania. Calles le prometió su ayuda oficial y personal para superar este déficit. Así fue como en menos de tres años, en el Instituto Geográfico de Marburgo nació la “Biblioteca Mexicana” con más de 25000 volúmenes y unos 1400 mapas llegados desde México. Estos fueron agregados posteriormente a la colección Quesada y constituyeron el punto de partida de la biblioteca del “Ibero”.
    Tal rangosidad del general mexicano nos permite percibir el hálito de ese fachendoso modo de ser que muchos de nuestros prohombres gustaban de lucir a su paso por los salones públicos (y privés) de la vieja Europa, aún en detrimento de los patrimonios culturales latinoamericanos.
    El Ibero-Amerikanisches Institut fue fundado en enero de 1930, pero la ceremonia oficial tuvo lugar el 12 de octubre de ese año, día entonces aún apellidado “de la Raza”. (Esta rimbombante españolada de retintín tan zarzuelesco alcanzó ciertamente una tétrica resonancia durante los doce años del Tercer Reich alemán). En 1934, no mucho después de la toma del poder por Hitler y los suyos, asumió la dirección del Instituto el ex-general Wilhelm Faupel, soldado ultranacionalista, veterano de varias guerras, instructor de las academias militares de Perú y Argentina, que fungió además como el primer embajador alemán (1936-1937) ante el gobierno espurio del General Franco en Burgos, en plena Guerra Civil Española. Las metástasis del nacional-socialismo que devastaron a Europa y devoraron cuerpo y alma de Alemania no perdonaron, por supuesto, al “Ibero”. Bajo Faupel el Instituto tomó parte activa en el frente de propaganda nacionalsocialista, orientado al mundo iberoamericano. Por esta razón, acabada la guerra, fue incluído por el US-Military Government of Germany en la larga lista de instituciones consideradas particularmente comprometidas con el régimen NS. Después del trabajoso proceso de reconstrucción democrática de posguerra que devolvió a Alemania a la civilización, el “Ibero” retomó lentamente su tarea más primigenia: servir de puente cultural bidireccional entre nuestra América latina, la península ibérica, Alemania y resto de Europa. El desafío de la globalidad ha hecho tal tarea más presente y necesaria que nunca. La biblioteca del “Ibero”, flanqueada por sus importantes centros autónomos de investigación y documentación, constituye hoy en día un pequeño barrio sudaca a orillas del Spree, un pujante microuniverso latinoamericano en Berlín que evoca quizá en algunos de nosotros un sentimiento parecido a la nostalgia por un paraíso expulsado de su lugar de nacencia en el que pulsa vigoroso una parte importante de nuestro pensamiento -pasado, actual y futuro- sobre nosotros mismos.

Omar Saavedra Santis (Vaparaíso / Berlín)
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RELATOS

El legado de Bruno, por Omar Saavedra Santis


Aún durante mucho tiempo después, se había sentido tentado de interpretar aquella sospechosa casualidad como una agorera señal del fin de las bellas letras, como el comienzo de la degeneración del Verbo humano. Al mismo tiempo empero, se había obligado a reconocer que tales aprensiones suyas no sólo eran de un patetismo desproporcionado, sino además de penosa fatuidad. Luego de una larga y serena reflexión, se había obligado a aceptar lo acontecido como una real posibilidad de futuro. Cierto es que inmediatamente después había dejado para siempre de escribir, pero seguía esforzándose en escrutar los verdaderos alcances del hecho y de aceptarlo, sin emociones ni banderas, como el inicio de una nueva literatura: una en la que él y un número indeterminado de sus colegas escritores probablemente tendrían poco o nada que decir. O tal vez, mucho más de lo que pudiera pensarse. En todo caso, se había cuidado de no hablar con nadie al respecto. Siempre sólo consigo mismo.
    El asunto había ocurrido hacía algunos años en la egregia ciudad de Roma, poco después que su último libro -una ingeniosa disquisición sobre el sentido del sinsentido- fuera acogido con entusiasmo delirante por la crítica y el mercado europeos. Este tan largamente añorado reconocimiento literario lo había embriagado con la dulce certeza del éxito. Por tal motivo se había volcado de inmediato a la preparación de su próximo opus. Sin necesidad de cavilar muy largo, de entre la ubérrima oferta de su fantasía había escogido como sujet de su próxima novela la fatídica introducción de la tipografía por los jesuítas en el Chile colonial del siglo XVIII. Con este objeto, desde hacía tres semanas investigaba sin descanso en la biblioteca de la Pontificia Universitas Gregoriana, abriéndose paso por entre marañas de senectos manuscritos olorosos a papel oxidado y goma arábiga, en pos de aquellas verdades documentales de las que se nutren las ficciones verosímiles.
    Al tercer día de la tercera semana, un caliente martes de junio, había decidido descansar. A ello lo había obligado el constatar que su provisión de ropa limpia se había agotado. Meter tanta ropa de muda en su equipaje sólo había significado postergar y agrandar el problema del fondo, de modo alguno su solución. Cierto es que habría podido pedirle a la dueña del albergue donde se hospedaba que lo ayudara a resolver el problema, pero nunca había logrado distanciarse de esa vieja tradición cultural de su país de origen que recomendaba que el lavado de ropa sucia se hiciera en casa. Así pues, en esa caliente tarde de junio se había dado a la búsqueda de una lavandería automática, con una bolsa de plástico a punto de reventar en cada mano. Un acucioso estudio de las Páginas Amarillas de Roma le había revelado que el salón de lavado más cercano se hallaba en la Via della Spada d’Orlando 18. Tal nombre, había pensado al sesgo, habría satisfecho la oscura pasión nibelunga del viejo Borges, por héroes y filos. Quizás lo pensó porque era pleno verano y el fulgor sonoro del nombre concedía a la sucia brevedad de la calleja unos resplandores acerados, como los reverberos de un facón macho saliendo de su vaina. Pero el aliento caliente del lejano scirocco ya había alcanzado Roma, obligándolo a no pensar en otra cosa que no fuese huir de esa canícula inmesericorde. Para su gran decepción descubrió que en la calle de nombre tan eufónico el número 18 no existía. Allí donde debía estar, se alzaba una larga palizada alta de tablas semipodridas. Una gruesa costra de afiches publicitarios era lo único que parecía sostenerla. Desconcertado había espiado por una hendija el otro lado. Lo que vio fueron las ruinas de lo que en tiempos pretéritos había sido una mansión patricia. No se había sorprendido. Roma era pródiga en ruinas nobles. El vasto antejardín era ahora un erial gobernado por la maleza. Al fondo, los peldaños rotos de una escalinata de regia anchura conducían suavemente a una arcada dórica cuyos capiteles mutilados sostenían a duras penas un frontispicio semiderruído. Todo lo que había resplandecido alguna vez con el frescor espléndido del mármol, había desparecido bajo el plebeyo hollín de la civilización. Para impedir su desplome total, albañiles de prisa y sin amor propio habían unido columnas y paredes con tapias de ladrillos. Esa albañilería de emergencia le daba al conjunto el aspecto de un grotesco mausoleo faraónico sin terminar. Un algo indeterminado que el no pudo precisar de inmediato, flotaba sobre la casona muerta.
    Se aprestaba a enfrentar la frustración de la retirada cuando por entre la silvestre enredadera de afiches entrevió, semioculto, el orín verdoso de un bronce recordatorio.

S.P.Q.R
Palazzina della Scintilla
S. XVI – S. XVII

Las viejas iniciales imperiales indicaban que para los padres edilicios aquellas ruinas eran dignas de ser rememoradas. El bronce informaba que en 1585 el cardenal Ippolito Aldobrandini, Auditor de la Sacra Rota Romana, había ordenado al arquitecto Filippo di Gonzaga la construcción de la villa, la que fue terminada en 1595. Al convertirse en el papa Clemente VIII, la regaló en el Anno Santo 1600, a su sobrino, el cardenal Pietro Aldobrandini. Este encargó a Giacomo della Porta cambios en el frontispiscio y vestíbulo del primer piso, y al cavaliere d’Arpino la decoración del patio interior con una fontana de granito sardo y cinco frescos sobre la Santa Familia...
    Fue en ese momento en que su ojo había interrumpido la lectura para detenerse en un simple listón de madera que alguien había clavado más abajo, con una casi ilegible inscripción escrita a mano.

Lavanderia Self-service ad acqua »Punto Blu«
Tirare il cordoncino

    ¡Tire el cordelito!
    Otro recuerdo del subdesarrollo de su infancia lo conmovió hasta la médula de los huesos. Su primera niñez la había vivido en un conventillo del Cerro La Cruz de Valparaíso: una hilera de piezas sin ventanas alineadas militarmente en torno a un enorme patio de polvo. En cada pieza vivían una o más familias. Sus moradores, más por pudor que por afrancesamiento, llamaban “cités“ a esa forzada comunidad de la miseria. También en el portón de entrada de cada conventillo, junto a los nombres garrapateados a tiza o lápiz, se leía, como ahora, la misma modesta invitación: “Tire el cordelito”.
    Junto a la tablilla colgaba efectivamente la punta de un cordón pringoso, que el jaló con energía, contento de comprobar que la dirección resultaba finalmente ser la correcta. Tres veces debió accionar aquella prístina técnica telecomunicativa, antes de que en el cerco se abriera una minúscula puerta, en la que él no había reparado.
    Sin palabras, un viejo lo había dejado pasar. Luego había vuelto a correr el cerrojo y retomado a paso rápido el camino de regreso al mausoleo. El lo había seguido, aún demasiado aturdido por el calor como para asombrarse. En el fondo no lo sorprendía que la modernidad romana hubiera convertido a la Palazzina della Scintilla en una lavandería. Si el atelier donde Bernini había esculpido su Verità svelata dal Tempo era ahora una filial de McDonalds, bien podía entonces una ex-villa cardenalicia devenir en fregadero automático. El viejo que lo precedía vestía una de esas largas cotonas azules de auxiliares de escuela pública. Y sobre la cotona, un delantal de cuero apelmazado por un uso que delataba un trabajo mugroso. La indumentaria la completaba un alzacuello de clérigo ribeteado de sudor. ¿Por qué no?, había pensado. Total, no todos los sacerdotes de Roma debían trabajar necesariamente en el Vaticano. Y de alguna manera el cura coincidía con la atmósfera del lugar. Fue en ese momento que su nariz logró identificar ese algo impreciso que revoloteaba en el aire. Era el olor. El aire olía a amoníaco de zoológico, a tufaradas de animal prisionero. Él lo había achacado a las docenas de gatos que dormitaban por entre la pedacería de mármoles esparcidos en el extenso antejardín. Como en el Coliseo o en el Area Sacra del Largo Argentino también aquí, los más romanos de entre los félidos, velaban con hierática indolencia sobre lo oculto para siempre en todas las ruinas.
    Al esperpéntico mausoleo se accedía por atrás. Por una portezuela de hierro el viejo lo introdujo al interior de las ruinas de la Palazzina della Scintilla. El tránsito del calor a esa sombría algidez le había provocado una sensación de gratitud. La luz de un bombillo enchapado en mugre de moscas y tiempo iluminaba apenas el recinto, cuyas veras dimensiones sólo podían intuirse. Su guía lo había conducido por una escalera de caracol tallada en el roca misma de los fundamentos que abajo terminaba frente a otra puerta de hierro entreabierta. Por primera vez el viejo le cedió el paso. Entraron a un sótano cuyas dimensiones se perdían en penumbras y recovecos insospechados. Arcos de piedra sostenían el cielo de la bóveda. Otra vez Borges se le asomó a la memoria para decirle que no debía sorprenderse si en el centro de esa soledad subterránea se le aparecía la metageografía del Aleph, para develarle en un instante todas las cosas y sucesos. La caliginosa luz fría de un tubo de neón se derramaba sobre cuatro máquinas lavadoras. Por primera vez el viejo le había dirigido la palabra: “Lavato cinquemila, asciugatura altre cinquemila”, le dijo. Recibió dos fichas metálicas a cambio del billete de diezmil liras que el viejo hizo desaparecer en algún bolsillo. Luego, inopinadamente, el cura había dado media vuelta y se había marchado. Un momento largo sus pasos habían resonado por entre los recodos de las sombras.
    De pronto, al saberse solo en esa catacumba convertida en singular salón de lavado, lo había invadido un temor infantil. De común sabía manejar a discreción el tiempo ocioso de las esperas. Disfrutaba incluso de los juegos mentales con que los superaba, juegos que después, de una manera u otra, terminaban reflejándose en su creación literaria. Aquella vez sin embargo, la sóla idea de tener que esperar allí por el fin del lavado le había parecido insoportable. Atarantadamente había llenado con su ropa una de las lavadoras y después había buscado con incontrolada prisa el camino de regreso al exterior. Pero al llegar al extremo superior de la escalera de caracol lo había confundido enfrentarse a tres puertas de hierro. Como suele suceder en tales casos, había escogido la falsa.
    Así fue que de repente se había encontrado en el patio interior de la palazzina.
    De tal modo lo encandiló el golpe de luz, que al comienzo se había negado a creer lo que sus ojos le dijeron. Bajo el sol petrificado del verano un grupo de chimpancés disfrutaba de la holganza de los reos a la hora de patio. Apacibles paseaban por entre las columnas, se despiojaban unos a otros o cabeceaban simplemente a la sombra de los matorrales. Una alfombra de basura, excrementos y maleza agostada cubría el enorme patio, en cuyo centro un cuarteto de tritones de granito rojo hacía media eternidad que había dejado de soplar agua de sus caracolas en una fontana derruída. El olor a naturaleza podrida lo dominaba todo..
    Ante tal paisaje había permanecido inmóvil, incapaz de aprehenderlo en su totalidad.
    “Son bonobos”, había dicho de pronto una voz estropeada a sus espaldas, “los más inteligentes entre los chimpancés”. El viejo cura lo había dicho en un italiano sorprendentemente cristalino con el tono afectuoso de un abuelo chocho. “Especialmente ese: Umberto”, y había apuntado a un mono que miraba ausente en la encumbrada lejanía del azul mientras se rascaba el cuello con un objeto que se veía como una rama seca. Era un lápiz. Umberto se rascaba el cogote con un lápiz. Recién entonces el se había percatado que por doquier en el patio, entre montículos de mierda y restos de fruta podrida, yacían toscos lápices de carpintero y trozos cuadriculados de cartulina.
    Sin comprender, había mirado al viejo.
    “Es una historia bastante vieja”, había respondido este a su pregunta muda, “venga, ahí se está más fresco”. Y lo había llevado hasta una banca destartalada, bajo la sombra piadosa de un oleandro. “Ritorno subito”, había dicho y desaparecido premuroso.
    Él se había sentado sin dejar de mirar a los monos y sin lograr meter ese singular día de lavado dentro de una caja de modelos más o menos lógicos. La única certeza que no lo abandonaba, era que todo aquello estaba de veras ocurriendo.
    El viejo había regresado con una botella medio llena de vino blanco y dos vasos. Bajo el brazo sostenía una vieja caja de galletas, de hojalata, asegurada con elásticos. “Da dove vieni?”, quiso saber mientras llenaba los vasos.
    Él se lo había dicho. Y obedeciendo un irresistible impulso de vanidad había agregado: “Soy escritor”.
    “¡Oh!”, a todas luces divertido el viejo había tosido una risita y virado sin transición al castellano. “¡Entonces esto seguramente le va a gustar!”. Su brazo había descrito un amplio arco que abarcó el patio y los monos. “Esto es, por llamarlo de alguna manera, un experimento del remordimiento”, dijo. Luego de vaciar de un trago el vaso le había preguntado de sopetón: “¿Qué sabe de Giordano Bruno?”.
    “No mucho, creo”.
    “No importa. La ocurrencia fue de él. Una de entre las muchas que lo ayudaron a subir a la pira en Campo de‘ Fiori”. Ahí el viejo se había reído como si hubiera dicho algo felizmente cómico y encendido un cigarrillo sin filtro. “¿Sabe?, a los del Sant‘ Uffizio, la visión hereje del buen Giordano les molestaba menos que el sarcasmo con que la exponía públicamente. Lo que más enfurecía a los guardianes de la fe no era tanto la crítica de Bruno al dogma del Dios infinito, sino los ejemplos de que él se servía para apoyar sus argumentos.” El viejo sacerdote había vuelto a llenar los vasos. “La soberbia del Hombre –y de pasada seguramente también la de su Creador– de creerse seres superiores de la Naturaleza y sobre la Naturaleza enfurecía a Bruno. Fue eso lo que lo llevó a afirmar en su poema didáctico »De immenso et innumerabilis« que si un número infinito de monos jugara por un tiempo infinito con pluma, tinta y papel, lograrían escribir otra vez la »Divina Commedia«. ¿Comprende ahora?”
    Quizás porque ya había comenzado a sentir algo así como miedo, él se había abstenido de responder.
    Vaciando el segundo vaso, el viejo había continuado tranquilamente su monólogo.
“Después de la quema de Giordano, el Papa Clemente VIII, el único que podía haberlo salvado, se torturó hasta el final de sus días con su mala conciencia. O tal vez se torturaba con el pensamiento de que Bruno podía haber tenido razón. Lo que haya sido, el hecho es que en una cláusula secreta de su testamento dispuso que una parte no insignificante de su fortuna se invirtiera en la realización ad æternum de este experimento. Para tal efecto puso además esta Palazzina a disposición. Todo eso ocurrió hace cuatrocientos años. Desde entonces el Comite Pontificio de Ciencias Históricas, aunque a regañadientes, designa a un sacerdote secular para la supervisión de esta tarea. Y desde hace treinta y siete años me toca a mi hacerlo. Por supuesto que el dinero de Clemente se acabó hace tiempo y la Curia no nos da un centavo”. Esta vez el arco que describió su brazo había abarcado no sólo el patio, los monos, sino a el mismo. “Nos ayudamos como podemos con colectas y pequeños negocios como esta lavandería. ¿Qué me dice?”.
    “Comprendo”, había murmurado el con la boca reseca.
    Pero el viejo había negado divertido con la cabeza.
    “No, usted no comprende. ¡Todavía no!”, con toda parsimonia había abierto la vieja caja de hojalata, “en este largo tiempo siempre han habido monos que de vez en cuando han logrado dibujar cosas que se ven como letras. Pero recién el viernes 30 de octubre de 1922 vino a ocurrir algo que se podría llamar de veras interesante. Por extraña coincidencia, el mismo día en que Mussolini asumió el poder”, el viejo, más divertido que nunca, había lanzado otra carcajada, “Birilo, un bonobo de diez años, logró esto.” El viejo le había extendido un raído trozo de cartón amarillento que el había tomado y contemplado largamente.
    Tan largamente, que aún mucho después seguía viendo con toda nitidez lo que Birilo, en ese remoto viernes de octubre, ochenta años atrás, había escrito con infantil caligrafía pero inexorablemente explícito:

“Nel mezzo del cammin di nostra vita”


Omar Saavedra Santis, (Roma / Berlín, Octubre, 2009)
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PIES DE IMAGEN

Prometeo en la hoguera, por Omar Saavedra Santis


77 años de la quema de libros en Berlín. No ha mucho: a una interpelación más o menos urgente de la comisión especial del Bundestag (Parlamento Alemán) que investigaba la posible complicidad de los actuales servicios de inteligencia de Alemania, en los delitos de secuestro y tortura cometidos por su socia noramericana, la CIA, en contra de ciudadanos alemanes en el marco de la lucha global contra el terrorismo, un desolado burócrata de esos servicios respondió quejumbroso que por desgracia no iba a ser posible responder satisfactoriamente a los requerimientos de la comisión investigadora. Por “error”, un funcionario había borrado del computer central de “la Firma” todos los datos relativos al caso. Un error irreparable, dijo. Expertos en computación afirman que para cometer tal “error” se requiere de una notable energía creadora. Eliminar un dato de un disco duro no es asunto fácil. Ni los más sofisticados programas de overwriting pueden asegurar la desaparición total y completa de esas ominosas revelaciones. Hoy como ayer, el único método infalible es la destrucción física del medio que las contiene.

   El ritual de destrucción de los portadores de mensajes indeseados tiene una luenga tradición en el todavía inconcluso devenir del mono en Hombre. Muy anteriormente al prodigioso invento del papel, y casi treinta siglos antes del aún más prodigioso ingenio de la imprenta, en 1468 a.C., el faraón Thutmosis III, por alguna razón que no se registra, ordena a sus picapedreros que el nombre de su antecesora, la reina Hatschepsut, sea borrado a golpe de cincel de toda piedra escrita. Doscientos años después, un Moisés iracundo destruye las tablas de la Ley a los pies del Sinaí, para castigar así las desviaciones de su pueblo frente al Becerro de Oro. Y en Babilonia, la Bella, Grande y Poderosa, el rey Nabonassar ordena en el 747 a.C., el “ajusticiamiento” público de tablillas de greda con cuneigramas que contenían loores a todos los reyes anteriores a él. La orden la cumplieron sacerdotes acadios, quienes -invocando la divina voluntad de su señor- las dejaron caer desde las terrazas de los zikkurat. Y ante los ojos de una muchedumbre sin rostro los textos condenados saltaron hecho trizas.
   El fuego, como verdugo principal de libros, comienza su tarea en el siglo 221 a.C., en las vastedades asiáticas del gran imperio Qin, cuando Shih Huang Ti, el Emperador Amarillo, el primero de su dinastía y unificador implacable de lo que después sería China, ordena la quema de todos los libros que narraban la historia del ayer y de aquellos que propagaban una filosofía diferente a la del estado en formación. A la ínfima minoría lectora sólo se le permitió la tenencia de libros de agricultura, medicina, astronomía y adivinación. (Entre estos últimos, por suerte, el sin duda más famoso de todos, el I-Ching, aquel cautivador compendio de todas las posibles combinaciones proféticas.) El emperador Shih Huang Ti quiso simbolizar con la quema de libros la destrucción del pasado. Pero en un acto de rara simbiosis de memoria y desmemoria ordenó al mismo tiempo la construcción de la Gran Muralla, la que debería defender el presente y asegurar el futuro de su imperio. Los libros inmolados por el Primer Emperador estaban escritos en rajas de bambú unidas entre sí. El bambú arde tan bien como el pergamino de los libros de la biblioteca de Alejandría, la más grande de la Antigüedad. Según Herodoto alcanzó a albergar 700.000 volúmenes griegos, judíos y egipcios. (Todos los viajeros y sabios que llegaban a la metrópolis del delta del Nilo estaban obligados a dejar un ejemplar de los libros que poseían). El esplendor de la biblioteca de Alejandría comenzó a extinguirse en el año 391, cuando cayó víctima de la piadosa piromanía del emperador cristiano Teodosio I, llamado por alguna razón que se nos escapa El Grande, quien por edicto ordenó la destrucción por fuego de todos los falansterios y templos paganos de la ciudad. Para no ser menos, doscientos cincuenta años más tarde los reconquistadores sarracenos del califa Omar usaron los últimos pergaminos y rollos de papiro de la biblioteca alejandrina para calentar por seis meses el agua de los baños públicos de la ciudad.
   En el Poniente por otro lado, durante siglos, censores y verdugos de libros fundamentaron la imprescindible necesidad de sus oficios con aquella palabra neotestamentaria que da cuenta de la rotunda victoria de Pablo durante su apostolado en Efeso sobre los exorcistas judíos y griegos: “Asimismo muchos de los que habían practicado la magia trajeron los libros y los quemaron delante de todos; y hecha la cuenta de su precio, hallaron que eran cincuenta mil piezas de plata.” (Hechos, 19, 19). La historiografía de occidente registra una lista digamos infinita -en el sentido más prístina y sentidamente literario del término- de ejecuciones públicas de libros. Esto hace que una enumeración de estas, por somera que sea, conlleve el riesgo latente de que la significación del hecho desaparezca detrás del bostezo habitual que provocan las aburridas estadísticas de lo excesivo. La burocracia del Poder no sólo no olvidó legitimar por ley, cada vez que fue necesario, el carnificio libresco; también se cuidó de registrarlo en una minuciosa contabilidad y una detallada crónica. Gracias a estos cuidados sabemos de la destrucción de los opúsculos heréticos en Bizancio en el siglo VII; o de aquel 12 de julio de 1562, cuando Diego de Landa, el obispo español de Yucatán, condena a la hoguera los códices mayas en Maní; o de la incineración oficial de “literatura comunista” ejecutada por la Aduana Postal del Perú en 1967. Ahí está el oficio público del Ministerio del Interior del General Augusto Pinochet, por el que se ordena el autodafé del 28 de noviembre de 1986 en los recintos portuarios de Valparaíso, donde se consumieron 15000 ejemplares del libro “Las aventuras de Miguel Littin clandestino en Chile” de Gabriel García Márquez. Como decíamos, larga y monótona es la lista de libros y autores que han sufrido, sin resistirla, la prueba del fuego. Demasiado larga como para ignorar frente a ella los deberes de la memoria y la obligación urgente de la advertencia.
   En la historia universal del libricidio destaca sin embargo con particular resplandor la quema de libros del 10 de mayo de 1933 en Berlín, capital del Tercer Reich Alemán. Precisamente en el corazón de un país que, no sin alguna razón, se preciaba de albergar a una “nación de poetas y pensadores”. A las diez en punto de la noche, bomberos bradburianos, encienden una hoguera gigantesca en la Plaza de la Opera, ubicada en la bella avenida Unter den Linden. Mientras bandas de las SA hacen resonar la estridencia de sus himnos de guerra, estudiantes de la universidad de enfrente, la Friedrich-Wilhelm-Universität, unos en el uniforme de gala de sus corporaciones, y de simple camisa parda los otros, dan comienzo a una ceremonia litúrgica, esencialmente nueva, de la modernidad. Las palabras inaugurales del acto las pronuncia Joseph Goebbels. La primera conjura que se escucha en esa noche de Walpurgis es programática. El primero en arder es un ex-alumno de la misma universidad. “¡Contra la lucha de clases y el materialismo, por una comunidad popular y una actitud idealista frente a la vida! ¡Entrego a las llamas los escritos de Marx y Kautzky!”. El fervor entusiasta de la muchedumbre irradia más que las llamas. Siguen otros escritores, filósofos, científicos, periodistas, teólogos y hasta humoristas. Son acusados de ruina moral, de decadencia, de traición, de falsificación, de calumnia en contra el espíritu nacional. Son quemados en nombre del espíritu y genio alemán, de la historia alemana, de la moral alemana, de la nobleza alemana, de la incondicionalidad al Reich. Son convertidos en cenizas en nombre de la educación más pura, de la cultura más limpia, de la verdad más alta: la de la Raza Superior. Son devorados por las llamas Engels y Lenin y Trotzky; Henri Barbusse, Romain Rolland, Máximo Gorki; Kafka, Feuchtwanger, Max Brod; Heinrich y Thomas Mann; Bertolt Brecht y Alfred Kerr; Sigmund Freud, Walter Benjamin, Ernst Bloch; comunistas, socialistas, sindicalistas, pacifistas, y judíos ante todo. Como “una nube de insectos” definió un connotado germanista a esa masa ardiente. Insectos malignos, dignos del fuego. Tan sólo en Berlín, en esa noche de primavera, se consumen diezmil quintales métricos de literatura, ciencia y arte. La fogata ardió dos días. A la quemazón de Berlín siguieron en las semanas siguientes espectáculos semejantes en veintidós ciudades universitarias alemanas. Entre ellas, venerables nombres pinaculares de la academia europea: Heidelberg, Frankfurt, Göttingen, Munich, Könisgberg.
   Un siempre vivo revisionismo histórico en Alemania y Europa se esfuerza por ingresar la quema de libros del 10 de mayo de 1933 en Berlín, como un simple ítem más en el inventario de la barbarie. No es así. La impecable puesta en escena de este ritual dantesco, esta representación magnífica de la racionalidad de la irracionalidad, su metodología y sistemática, el cálculo exacto de la catarsis popular que ella desató, le otorgan a este autodafé en la Plaza de la Opera un carácter único, inédito, en la historia subcultural del Hombre desde la antigüedad hasta el presente. Heinrich Heine, (el mismo “autor anónimo” del alemanísimo “Loreley”, el bello poema de amor al terruño que la Wehrmacht incluyó en la antología poética para sus soldados en campaña), en su tragedia “Almanzor, hace decir a un desesperado rey Hassan: “Sólo era un prólogo, allí donde se queman libros / se queman luego hombres”. La predicción terrible del poeta fue hecha en 1821. Transcurrirá poco más de un siglo y se hará realidad. El carácter único de la pira berlinesa del 10 de mayo de 1933 se elevará exponencialmente a lo indecible con lo que vino después. Las llamas de la Plaza de la Opera, como aquellas que consumieran al Reichstag en enero del mismo año, sólo fueron la bengala anunciatoria del incendio de Europa y los hornos de Auschwitz.
   Otra fue la intención que llevó a Prometeo, hijo de Clímene y Japeto, a cometer su famoso delito de propiedad en contra de Zeus y el Olimpo. Una que al parecer, aún no comprendemos.


Omar Saavedra Santis (Chile)

Su última novela es Die Oper der Mörder, Rhino Verlag, 2003. También se editó ese mismo año en castellano, en Chile, con el título La Ópera de los asesinos.
https://es.wikipedia.org/wiki/Omar_Saavedra_Santis



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