Relato inédito: Especies, por Raúl Tamargo
Famosa Laika, por Rául Tamargo
Un cuento de El hilo del engaño, por Raúl Tamargo
Secretos de un librero: La perla que buscaba, por Raúl Tamargo
Secretos de un librero: Ley divina, por Raúl Tamargo
Secretos de un librero: Sobre Enrique Sabransky, por Raúl Tamargo
Secretos de librero: El precio de los libros, por Raúl Tamargo
Confesiones de un librero: El personaje, por Raúl Tamargo
-Usted no se acuerda de mí –saluda el hombre.
Está en lo cierto. Él, en cambio, recuerda bien que hace unos años consiguió en mi librería una obra que buscaba desde hace tiempo. No hay nada especial en ello; todos recordamos los sitios donde nos encontró la suerte. Tampoco resulta extraordinario que elaboremos una ley general: si allí encontré algo que buscaba, todo lo que busque en adelante allí lo encontraré.
El visitante se muestra decepcionado al comprobar que, al menos esta vez, su presunción es falsa, pero se repone pronto. Tiene el don de la conversación. Me entero entonces que vive en una pequeña ciudad de la provincia de Buenos Aires, que es médico, que acaba de visitar un nuevo hospital del conurbano y que esa obra reciente ha reforzado su simpatía por la presidenta; un prefacio para decir lo que ha venido a decirme:
-Usted, para mí, es todo un personaje.
Le pido precisiones, pero obtengo vaguedades: los anteojos, la computadora que consulto, el escenario en que me muevo. Fotografías que no alcanzan para construir un personaje, según pienso.
El hombre se va; sus palabras, no. Yo, que paso muchas horas en el lugar del observador, también soy observado. Convertido en personaje, habrá cosas de mí que todavía no conozco. El visitante (un hombre mayor, un hombre sabio) se las ha llevado. No como quien roba algo, sino como quien se reserva alguna cosa para que se lo recuerde.
Raúl Tamargo
Buenos Aires, EdM, septiembre 2012 Seguir leyendo
Secretos de librero: El olor de los libros, por Raúl Tamargo
Secretos de librero: Orgullo y vergüenza o La mujer que quería vender sus best-seller, por Raúl Tamargo
La mujer inclina ligeramente la cabeza y me dice:
-Estos otros no son míos. Eran de un tío lejano que murió. Como no tenía herederos, me quedaron a mí.
Por el tono de voz y su actitud corporal, es evidente que se siente avergonzada; la aclaración es una especie de disculpa.
Estoy en su casa, revisando una buena cantidad de libros que quiere vender. Los que señala ahora son novelas de lectura ligera, de las que suelen nombrarse como best-seller, un apelativo que proviene del marketing más que de la literatura, pero que ha conseguido colarse en el mundo de los libros casi como un género. Novelas de suspenso, de espionaje, románticas, de ambiente histórico o con una dosis estudiada de todos esos rasgos juntos.
Reviso rápidamente y digo:
-No trabajo este tipo de novelas –algo que es cierto solo a medias. Mi comentario es suficiente para que la mujer me considere en el lugar del juez.
-Me imaginaba –dice- Yo tampoco los leo, pero los heredé y no los quiero –algo que ya sabíamos los dos.
El caso de esta mujer no es el único. Lo evoco porque el encuentro terminó, como se verá, de un modo más o menos curioso.
Es más frecuente encontrarse con personas orgullosas de su biblioteca o tan solo de un libro en particular. En todos los casos, se puede conjeturar que arraigamos la idea de que nuestros libros nos dejan al desnudo frente a los demás. Comparto esa creencia, aunque leer al otro por el contenido de su biblioteca no deja de ser un acto rudimentario. Una biblioteca particular puede tener un perfil determinado, pero siempre mostrará saltos que pueden hablar de un momento preciso del pasado, de cierta evolución lectora, de cierto corrimiento en las zonas de interés… Mostrará, además, anomalías; puntos o sectores en los que es posible sospechar un regalo de alguien que no conocía bien al destinatario, herencias, libros abandonados por una persona que compartió los estantes, pero que ya no está. También estos cuerpos extraños hablan de nosotros, pero solo nosotros somos capaces de interpretar sus voces con certeza.
Motivo de orgullo suelen ser las bibliotecas voluminosas, más allá de su contenido. Quien tiene más de quinientos libros para exhibir suele percibirse como una persona culta, más culta que el promedio, y tratará de hacérnoslo saber.
Motivo de orgullo son aquellos libros que su dueño considera especialmente valiosos porque llevan una dedicatoria del autor, porque son ejemplares de una tirada única o restringida, porque sus autores pertenecen a algún canon consagrado en las academias o en los suplementos literarios. Quienes conocen estas consagraciones se sentirán avergonzados de aquellos libros que estén excluidos, peor, que sean especialmente despreciados por los especialistas. Los libros de autoayuda, las novelas masivamente exitosas y todo título promocionado en la televisión, suelen estar con mayor frecuencia entre aquellos por los que su dueño se sentirá obligado a presentar excusas.
Más curioso es el caso de ciertos autores que parecen provocar en muchos de sus lectores un cierto sentimiento de culpa. Es raro que un cliente que compra un libro de Vargas Llosa o de Hugo Wast no se sienta obligado a comentar que si bien se trata de escritores ligados a la derecha, “son muy buenos en su oficio”. No recibo excusas, en cambio, cuando vendo libros de autores que profesan ideas opuestas. O los lectores de derecha no compran libros de José Saramago o de Andrés Rivera, o bien no sienten ninguna culpa por hacerlo.
Comprar o vender un libro parece ser, para algunos lectores, un acto mucho más comprometido que el de cualquier otro mercadeo. La mujer que quería vender sus best-seller seguía presentando todo tipo de excusas. Estaba sinceramente angustiada. Tanto, que me sentí obligado a decir algo:
-Quédese tranquila, señora. Al fin y al cabo, usted no los escribió.
Raúl Tamargo
Buenos Aires, EdM, julio 2012
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Tres relatos breves, por Raúl Tamargo
Las sobras
Sobre la clasificación, o sobre las mil razones para la clasificación en una librería, por Raúl Tamargo
Cada criterio de clasificación responde a un dispositivo lógico más o menos personal y siempre atado a las necesidades particulares. El único propósito de clasificar los libros en las estanterías es encontrarlos. Por eso, desde mi punto de vista, cualquier criterio es válido mientras cumpla ese objetivo. Ahora bien, compartirlo, es otra cosa.
En mi librería es posible encontrar agrupada toda la obra de un autor en, por ejemplo, “narrativa argentina”. De este modo, el cliente que busque un libro de ensayos de ese autor y, naturalmente, lo haga en la sección “ensayos”, se sentirá frustrado. La decisión de agrupar toda la obra ha sido tomada bajo el supuesto de que se trata de un escritor cuyos lectores son algo fanáticos; en general, quieren cualquiera de sus libros. Podría decirse que lo quieren a él. Claro que ésta no es una regla de oro ni mucho menos.
Este tipo de clasificación no carece de problemas. Uno de ellos es que pone a prueba mi tolerancia al “error”. Es para mí desagradable encontrar un ensayo entre los libros de ficción. Otro problema (que afecta menos al ego que al bolsillo) es el que deriva de los clientes excesivamente tímidos; si no encuentran lo que buscan, en lugar de preguntar saludan (cuando lo hacen) y se van.
Hay otros casos en los que la variedad de posibilidades para ubicar un libro proviene del mismo libro. “El hombre en busca de sentido” es una obra de psicología, pero bien podría compartir estante con “El diario de Ana Frank”, con la trilogía de Primo Levi o con lo mejor de la “autoayuda” o de la “espiritualidad”. ¿Qué decisión tomar? En tren de confesiones, en este ejemplo, me gana la profesión del autor y el resto de sus trabajos: sé que lo encontraré en “psicología”, muy cerca de Freud y Fromm, autores que comparten la primera letra de sus apellidos.
Las decisiones que un librero debe tomar en relación con la ubicación de los libros caminan sobre el borde de sus propios criterios y los que presume en sus clientes. Una pésima decisión puede dar como resultado que el libro se extravíe para todos. Por eso suelo guiarme por mis criterios personales; pueden parecer, a veces, caprichosos, pero son conocidos para mí y me dan la chance de volver a caminarlos. Por otro lado ¿cómo podría conocer los caprichos ajenos? Valdrán algunos ejemplos para responder.
Están los clientes que “coleccionan”. Existen colecciones temáticas, como “El séptimo círculo”, lo que hace coincidir el criterio de “colección” con el de “policiales”. El problema se complica en colecciones como “Grandes pensadores” o “Premios Nobel”, que incluyen títulos de filosofía, sociología, ciencias políticas o narrativa y poesía, física y economía.
Un cliente pregunta:
-¿Tenés libros de la colección “Oro”(1)?
-¿Cuál buscás?
-No sé. Quiero completar la colección, pero no sé cuáles me faltan.
Es entonces cuando me arrepiento de mis propios criterios de clasificación y empiezo a valorar los ajenos. La demora en reunir los libros de “Oro” puede vulnerar la paciencia del cliente; por otro lado, no es seguro que los encuentre todos.
Está el cliente que sabe cuáles son los libros que busca, pero solamente conoce el número(2); desconoce títulos y autores, los dos grandes aliados a la hora de revolver en los estantes.
De todos modos, los coleccionistas responden a un criterio externo, propuesto por una editorial y conocido por el librero. El problema es más grave cuando el buscador ha estructurado categorías más misteriosas o más vagas.
He sido consultado por la sección de “moralistas ingleses” y la de “literatura gay”. El caso más extremo es el de un muchacho que buscaba libros editados en 1992. Lo interrogué con sincera curiosidad. No era muy elocuente o no sentía ganas de compartir sus misteriosas motivaciones. Solo pude sacar en claro que no tenía importancia para él el contenido de los libros sino tan solo la fecha de edición. Supuse que estaría encarando una tarea estadística o algo por el estilo, pero me aseguró que no. Con toda la elegancia de la que fui capaz, me negué a rescatar los volúmenes del ´92 en el momento. Le propuse que volviera otro día, algo que los dos sabíamos que no ocurriría.
Terreno más fértil para el vendedor de libros (porque lo pone a prueba y le ofrece posibilidades) es el de aquéllos clientes que buscan un libro “parecido” a otro, una novela con la misma temática de otra, libros que “enseñen algo”, que “dejen algo”, que sean “apropiados” para una persona mayor, para alguien que está internado en un hospital o, simplemente, un “libro bueno”.
Buenos Aires, Argentina, EdM, abril de 2012
(1) Colección de cultura general que publicaba la editorial Atlántida en los años 40.
(2) Muchas editoriales numeran los títulos que publican dentro de una colección con el único fin de sacar partido del altísimo grado de obsesión que padecen los coleccionistas. Éstos podrán vivir felices mientras ignoren que les falta un título en las estanterías de sus bibliotecas, pero ¿cómo podrán ser felices si ven, cada noche, que entre el número 220 y el 222, falta el 221?
Secretos de un librero: El lector de las huellas ajenas, por Raúl Tamargo
Contra la soledad de la lectura, por Raúl Tamargo
Un librero se confiesa: Sasturain y Enzensberger, por Raúl Tamargo
Los libros y la gente, por Raúl Tamargo
Una tesis
Cuatro relatos brevísimos, por Raúl Tamargo
La despedida
El animal sabe que la mano del hombre ha dejado surcos de sentido sobre su lomo. Sabe que fue el hombre quien ocupó el sitio de la jauría, para su salvación o su condena. La memoria del animal está en su cuerpo. En su cuerpo, el dolor, del que no trata de huir y al que otorga la libertad del tiempo.
Cuento maravilloso
De muchacho, descubrí por azar que una princesa que recupera su forma pierde sus ropas en la transformación. Aprendí entonces algunos rudimentos de hechicería y me lancé sobre los sapos del jardín.
Golfo San Julián (1520)*
Para hacer la travesía un poco más tolerable hay que inventarle esquinas al océano. Los que saben leer, los que saben contar, hablan para los otros y para sí mismos sobre gigantes que asolan las aldeas y sastrecillos que los combaten.
Cuando el personal de la funeraria comenzó a trabajar sobre el cuerpo de mi madre, debió echarme a la calle o a la oficina de recepción. En cambio, interpuso un biombo bajo el supuesto de que el dolor reciente habría atropellado mi curiosidad. Por las coladuras vi cómo lo aseaban, movilizándolo como se hace con un lechón en las faenas de invierno. No olvidaron recorrer con sus jabones parte alguna. Para fregar espalda y culo, lo pusieron de costado, de modo que su vientre me quedó a la vista. Entonces vi el sitio por donde asomé al mundo mi cabeza ciega, inconsciente y llorosa. Retiré la vista de inmediato. El pudor de ese gesto hizo que mi madre regresara, por un instante, a su cuerpo. Después se fue, definitivamente.
Raúl Tamargo ha participado del volumen de la antología de microficciones de autores latinoamericanos Cielo de relámpagos de María Cristina Ramos, Neuquén, Ruedamares, 2008.