La última vez que lo vi era una tarde helada y oscura. Caminaba con la ayuda de un bastón. El salón era largo y el mostrador, detrás del cual estaba yo, se hallaba en el fondo. La escena se hubiera perdido en la memoria, pero lo que Enrique sabía que ocurriría poco después, la llenó de significado.
Me pidió que me acercara hasta el taxi que esperaba en la puerta. Bajé cuatro cajas con libros que mi colega me entregaba con la promesa de que en los días siguientes acordaríamos un precio. Quiso que las abriéramos juntos. Era buen material: ejemplares viejos y amarillentos de ensayos literarios y lingüísticos editados por Gredos, en los años cuarenta o cincuenta, además de unos pocos clásicos. Hizo comentarios sobre alguno de los libros. Nada impedía que le pusiéramos precio al lote. Sin embargo, se negó. Estaba dolorido y quería volver pronto a su casa, donde lo esperaban sus catorce gatos y un ocelote que tenía aislado en uno de los cuartos.
El encierro no solamente buscaba la protección de sus mascotas menos salvajes, sino la de él mismo. Aseguraba que el animal se había comportado perfectamente durante un tiempo, que su conducta se había alterado repentinamente, que lo había atacado sin razones y que, desde entonces, vivía en lo alto de una escalera de pintor. Cuando Enrique abría la puerta, tenía que darse prisa para soltar el alimento si no quería perder la mano de un zarpazo. Aun así, el hombre amaba al animal (esto era cierto) y afirmaba que el animal amaba al hombre (algo que resultaba difícil de creer).
Mi amigo enunciaba estas cosas con seriedad y justeza en el hablar, lo que impedía percibir de inmediato su tendencia a fabular. Así también resultaba imposible refutar las numerosas causas que atribuía a su estado presente, todas vinculadas con una imprecisa enfermedad crónica o terminal que padecían la Argentina, los argentinos, la argentinidad.
Su departamento tenía un embargo pendiente de ejecución por una deuda vieja que contrajo con su última librería. Le habían cortado la electricidad, el gas y el teléfono. Para escribir se sentaba en un McDonald, donde no le exigían consumición. Almorzaba en un comedor social de la colectividad judía. Sus ingresos se limitaban a la venta de postales antiguas, los domingos por la mañana, en el parque Rivadavia. En su casa, además de los gatos, tenía unos treinta mil libros metidos en cajas que jamás abría. Se negaba a ponerlos a la venta en mi local, nunca supe bien por qué. Curiosamente, cuando tenía algo de dinero en el bolsillo, no dudaba en comprar uno más. Jamás aceptó que lo obsequiara ni que le hiciera descuentos. Con frecuencia, me pedía una moneda para viajar hasta el centro. Podía demorar unas horas o una semana, pero me la devolvía sin falta. Esos mínimos favores parecían tener mucha importancia para él.
Inversamente, menospreciaba las horas que perdió una tarde traduciendo los datos de cada uno de los trescientos libros en alemán que yo había comprado recientemente y de los cuales era incapaz de distinguir el título del autor. Enrique leía perfectamente en cinco idiomas, incluso en aquella tipografía gótica que los alemanes usaban antes de la Segunda Guerra.
Una semana después de aquel encuentro con las cajas, lo llamé por teléfono para acordar un precio por los libros. Me respondió con evasivas; me pareció advertir cierto disgusto o malhumor. Luego ya no respondió al teléfono.
Cuando me enteré de su muerte, supe que un hermano se lo había llevado a su casa, que su mayor preocupación eran los gatos, que pronto lo internaron en el Pirovano y que no tardó en irse, presa del cáncer y de la amargura.
Cinco años después, todavía tengo conmigo algún libro de aquel lote que Enrique me regaló silenciosamente. Más tiempo llevaré su recuerdo y el hábito de espiar cada ejemplar de las ediciones de Eudeba, de los años setenta, tratando de encontrar su nombre impreso, en cuerpo 6, después de la palabra traductor.
Raúl Tamargo
Buenos Aires, EdM, noviembre de 2012
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