Fue a las tres veintitrés de la madrugada del seis de octubre de 1804 que me convertí en el primer ser humano en soñar con el tren a vapor. Obtuve así el primer lugar en la reñida carrera que tuvo lugar esa noche, mientras todos dormíamos. Me siguió, a las tres veinticinco, el segundo sueño habitado por el humo de locomotoras, que, a su vez, fue sucedido por el tercer sueño humano con trenes, producido tres minutos más tarde. Así y todo, el primero fue el mío. Algunos dirán que es un premio que no merezco, pues casi nada tengo que ver con el proceso mecánico que llevó al surgimiento de la primera máquina capaz de circular con éxito sobre rieles. Sin embargo, es innegable que yo fui el primero en soñarla por la noche. Mi nombre apareció encabezando la tríada publicada en La Salamanca, el periódico local. Aunque en un principio los otros dos nombres me resultaron desconocidos, tras varias relecturas pude comenzar a repetir sus sonidos con familiaridad, una vez y otra vez y otra vez. George Stepson y John Blinkistop. Comunes, extensivos, amplificados; nombres como cualquier nombre, como el mío también. Nombres de los tres primeros sueños de locomotoras; vagón tras vagón tras vagón, llenos de imágenes oníricas para tres ensambles ajenos entre sí. Richard Trevithink, el mío, arriba de los otros dos nombres.
Un mes después de la publicación, ya habíamos acordado el encuentro para relatarnos los tres sueños. Un miércoles de lluvia, tras el almuerzo, nos dimos cita en un bar del centro de la ciudad. Aún no nos habíamos visto las caras, por lo que, en nuestra correspondencia previa, convinimos en llevar sombrero de ala amplia y en acomodarnos cerca de la entrada a la espera del resto. Cuando abrí la puerta vidriada del local, Stepson y Blinkistop ya estaban conversando. Consideré justo haber llegado en último lugar: el segundo y el tercer sueño debían ser los que aguardaran atentos la llegada del primero. Con los sombreros todavía encastrados en las cabezas, azul uno y marrón el otro, ambos parecían entablar un diálogo de formas cordiales, introductorio por demás. Giraron ante el sonido de las bisagras, y sus caras, como marcos flamantes, encuadraron la mía dirigiéndome hacia sus facciones de presentación.
Un paso, dos pasos, tres pasos. La mano de Stepson, la mano de Blinkistop. Todavía de pie, los tres sombreros describieron una curva que los soltó de las cabezas con el influjo de las manos derechas. Juntos, los tres coronaron la mesa a la que nos sentamos. Las sillas, al unísono, hacia atrás. Los trajes, desabotonados de repente. Los chalecos, estirados hacia abajo, corroborados así sus perfectos ajustes.
Mi padre, en la cabina, controla la locomotora y los seis vagones que la siguen sin remedio. Lleva un traje blanco, cigarro en la comisura derecha de sus labios y aceite nuevo en el cabello. Sonríe a medias mientras, con una sola mano, dirige los controles giratorios de la máquina. El pulgar de la otra mano cuelga de su cinto, que ajusta su pantalón a la altura de la cintura; la sonrisa se le dibuja un poco más, ascendiendo hasta que la llama de su cigarro ilumina su pupila derecha. Se vuelve. El ojo me divisa con sigilo. Espero no haber sido visto, aunque es en vano. Doy vuelta la cara, hacia atrás: las pasturas verdes de afuera pasan a velocidad y se confunden con el campo de tulipanes que están destinadas a proteger. El viento se escurre hacia adentro de la cabina y me hace girar nuevamente. Mi padre ya ha vuelto su mirada al frente, sus ojos a los circuitos y su cigarro cerca del foco aspiratorio de su garganta. La sonrisa permanece. Una brisa leve se marca en su saco y él relaja las facciones por un instante. Lo escucho respirar pausadamente, acompañando cada movimiento de los controles; oigo el papel del cigarro que se quema con cada inspiración bucal. Los humos perfumados ascienden con naturalidad hasta chocar con el cielo de la cabina, donde se disuelven y se integran al resto del aire, que los recibe y les imanta su frescura.
El corredor recorre todos los vagones, hasta lograr comunicar el primero con el último. Empiezo a caminar, a lo largo, trazando con mi dedo una huella horizontal y temblorosa en la zona vidriada de las ventanillas que me separan del mundo que, afuera, se mueve. Los cortinares azules desplegados ocultan la intimidad de los camarotes, aunque sé que están todos por completo vacíos. Un paso, dos pasos, tres pasos; sigo alejándome en la otra dirección, hacia el extremo opuesto de la máquina, hacia el último vagón. Comienzo de a poco, empujándome sin esfuerzo. Escucho el crepitar de la madera al ritmo de mis pisadas pero, sin embargo, no logro distinguir el movimiento: un estrato flotatorio parece tener lugar entre el piso y las plantas embotinadas de mis pies. Corren uno tras otro los colores de las flores, afuera, combinados con el absoluto continuo de las hierbas. El horizonte, un poco más lejos, agudizado por los ápices de algunos árboles que se invitan entre sí.
Desde el punto medio del quinto vagón, noto que el corredor, a lo lejos, se oscurece, se anula, se acaba, incapaz de llegar a un sexto vagón. Mi dedo ha dejado una marca endeble en la seguidilla de ventanillas, que se pierde casi al término del quinto vagón, donde finalizan también las superficies vidriadas. Avanzo los metros que me quedan por recorrer deletreando cada contacto que las suelas de mis botas hacen con la superficie de madera del piso. Hacia abajo, veo las rodillas de huesos redondos, al descubierto, que van cerrando el camino, ya cerca de la angosta compuerta que pauta el final del vagón. Llego. Extiendo la mano hacia la manecilla redonda y la cubro con los dedos curvados, que ejercen luego su presión circular. El piso de madera recibe ahora la agudeza de las puntas de mis pies: antes de terminar de abrir la compuerta intento ver, a través del enmarcado de vidrio, qué hay en el lugar del sexto vagón.
Los controles circulares, en esta segunda cabina paralela, siguen a sus suaves órdenes, impuestas con la mesura de una sola mano. El humo de su cigarro continúa su expansión en la superficie del techo; la silueta blanca, lineal y austera, se recorta sobre el fondo de luz que penetra desde el ventanal del frente de la cabina; el dobladillo del pantalón, en su justa medida, apenas roza el piso. Estable, la nuca, repartiendo la atención de la cabeza entre los comandos y el horizonte luminoso, describe una leve oscilación entre una perfecta vertical y un destino de ángulo descendiente. Si vuelvo la vista hacia afuera, otra vez, el movimiento de las flores se funde con el pasillo verde que corre paralelo a los rieles.
Abro los ojos. El humo de carbón me arruinó el descanso al subir por mi nariz. La señora de tocado azul que subió en la última estación desenfunda un refrigerio casero, preparado antes de salir; sus cachetes rosados me sonríen flacamente y luego vuelven a acercase a los mordiscos gustosos que da la boca. Me acomodo el sombrero hacia atrás, para ver mejor qué me depara el paisaje de la ventanilla abierta: una bandada de patos que asume posición de flecha en el viento nuevo, sembrados más o menos maduros, animales a veces sueltos, a veces tras los cercos. Todo se mueve de a poco, cambiando al ritmo de mi necesidad visual. De repente recibo, sin embargo, a través de las pupilas, una estela de humos grises que cubre por varios segundos la superficie entera del vidrio. Acierto a cerrar la ventana con rapidez, pero la densidad de claroscuros ya se ha hecho lugar en el camarote.
Maldigo la suerte que llevó a la infección gaseosa de mis sentidos. Sin mirar u oler más que destilados de carbón molido, las manos se me van compulsivamente a los ojos y a la nariz, que me froto con dureza. Sin querer abro la boca: una bocanada de aire viciado comienza a bajar hacia los pulmones cuando la tos se precipita. Abiertos los ojos a causa del acto reflejo, llego a ver los gestos impávidos de mi acompañante, que sigue en la tarea de su almuerzo frugal. Sus tonos rosados, impecables, se van rellenando con los nutrientes que la preparación les tenía dispuestos. Mi tos insistente no la perturba; a cada uno de mis estertores, ella asesta un nuevo mordisco a su colación. Es así que nos dictamos un ritmo el uno al otro: sus ingestas, mis expulsiones; sus sabrosas degustaciones, mis arcadas resecas; una vez y otra vez y otra vez.
Se abre la compuerta del camarote y nuestro ensamble a dúo se detiene instantáneamente. Ella posa sus alimentos sobre su falda, yo me trago mi tos como una burbuja de aire. Ropas ennegrecidas, gorra inclinada, zapatos acordonados, piel impresa de carbonilla. El fogonero nos pide los boletos con un ademán de su mano callosa. Las gotas de sudor que bajan por su cara enjuagan apenas los restos de carbón, sin lograr disminuir su temperatura corporal. La señora revuelve en su comida y encuentra un rollo de papel, que le entrega. Empiezo a tantear mis bolsillos: primero los del pantalón, luego los del saco y los del chaleco. Él la mira conforme, con un parpadeo, y ella vuelve a su alimentación. Me paro, revuelvo, doy vuelta mis ropas. En el bolsillo interno del saco, doy con un volumen rugoso, firme, polvoriento. Lo aferro con la palma encriptada y lo saco de su escondite. Abro la mano, ahora negra, y le doy al fogonero la piedra de carbón. Él prepara un nido entre sus dos manos, donde la encierra; a través de las hendijas que forman sus dedos, la mira, la escucha, la aspira. Nos da la espalda y sale del camarote.
Se cierra la compuerta. Por entre los marcos, comienza a filtrarse el humo, más cerrado, más grávido, más oscuro. Todavía parado, retrocedo hasta sentir el apoyo de mi espalda sobre la ventanilla. Mantengo la posición. La señora continúa su almuerzo mirando hacia abajo, con las mejillas encendidas de deleite. Los restos gasificados de combustión, como espirales fluidos, me presionan contra el vidrio de la ventanilla. Vuelvo a respirarlos, y mis fosas nasales revisten sus mucosas con un polvillo negro y pegajoso. Entra, por la nariz, por la boca, por los poros de la piel. Los ojos lagrimean sin lograr ni siquiera humedecerme las mejillas y, por última vez, intento dirigirlos hacia la señora: satisfecha, ahora duerme con gestualidad de niña. Quiero seguir mirándola; sin embargo, el humo se hace más denso y contamina mis ojos desde adentro. Con la visión impedida y el olfato saturado, me doy vuelta. Afuera, el mismo gris.
No la escucho; ella me habla pero no puedo escuchar ni una palabra de lo que dice, aun estando tan cerca. Sentada frente a mí en los primeros asientos del vagón, mi esposa mueve los labios con delicadeza y, con las manos, acompaña sus palabras que, aunque supongo dulces, no logran llegarme. El traqueteo de los engranajes y el constante quejido de los carbones me impiden oír las frases amorosas que ella me dirige. Mi cabeza se mueve de un lado al otro, en un intento de crear un sortilegio de gesto negativo que le indique que es el ruido agudo el que me separa de ella. Finalmente, parece comprender mi seña, pliega los labios y me muestra sus párpados nacarados.
Intento cerrar los ojos, como ella, pero los temblores de las palas, de las chimeneas, de los hornos, no dejan de acelerar mi propio retumbe mental. Por el rabillo de los ojos, llego a entrever, a mis costados, los brillos diminutos de una nube pulverizada que se aproxima por ambos lados. Los destellos negros del material quemado transportan la temperatura de su estufa de incineraciones que siento, de repente, hirviendo sobre mi rostro.
Giro. El horno se llena rápido de carbón: ellos se ocupan de que nada se demore. Una boca llena de fuego, abierta de par en par, recibe las paladas rebosantes, que empujan su combustible y se retiran ágilmente, temerosas de las quemaduras. Las llamas del fluido ardiente casi llegan a tocarles las uñas. El primero en la fila termina su labor y vuelve a recargar material, mientras los otros dos toman su lugar y siguen saciando el apetito del horno.
Me pongo de pie, me acerco, intento tocarlos. Los golpes del metal se retuercen al entrar en mis oídos y bajan de a poco, rebotando en las paredes de la traquea y multiplicando los rebotes en el cráneo. Ellos me alejan, me disipan, me disuelven de su entorno; permanecen en su circuito. Las piedras estallan cuando alcanzan su máxima temperatura, crepitan cerca de los ojos, vuelan por arriba de nuestras cabezas. El trío de hombres adquiere velocidad sin darle a mi presencia ninguna relevancia. Forman una rueda giratoria alrededor del horno, que los sigue llamando con gritos de bosque antiguo. Paladas permanentes, incontables: sólo brazos que cargan, descargan y recargan. El resto es pura materia bañada en carbón: las caras sin relleno, los torsos imperceptibles, los pies sin apoyo. La estufa crece con cada nueva piedra, y empieza a inflarse hacia fuera, a franquear sus límites. Junto a ella, la temperatura se agita y asciende.
Giro. Ella luce despeinada; su pecho late alto sobre su vestido de encajes viejos. De pie, con movimientos rápidos, toma todo lo que sus brazos pueden llegar a cargar: algunas ropas de viaje, un pequeño maletín que me pertenece, las valijas. La articulación exclamatoria de sus labios indica que me grita algo quizás urgente que sigo sin oír. Sin embargo, de un momento a otro, la suma de voces exaltadas se infiltra por mis oídos y comienzo a escuchar todos los gritos. Las parejas se besan antes de saltar del vagón; los padres dan a sus hijos el ímpetu necesario para abandonar el tren en movimiento; los ancianos se entregan a sus asientos, con los gestos detenidos. A los suspiros y llantos se suman los golpes secos de los cuerpos que dan contra la tierra, vagón tras vagón tras vagón. El espacio aéreo exterior se habita de equipaje, arrojado como inservible para ser, acaso, encontrado más tarde. Ella vuelve a mirarme y sus labios explotan con estallidos sonoros dirigidos a mis oídos. Vuelan nuestras ropas y nuestras valijas. El aire se embolsa en los pliegues reñidos de su vestido y llego a ver la extraña pose de sus piernas al caer.
Yamila Bêgné (Buenos Aires)
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