Sabe bien qué clase de mujer se fue volviendo con el tiempo. Lejos ya de lo que cualquier chico con bermudas desflecadas que camina descalzo por la playa consideraría una “chica”. Por eso piensa que lo mejor va a ser que el chico no la siga mirando así. Que mejor pase de largo y se lleve a su harén de amigas nuevas, rubiecitas serias -sus hermanas, quizá, de vacaciones como él-, intensas recolectoras de caracoles, pequeñas ladronas. La mujer piensa que no tendrían que parar a juntar caracoles en esta parte de la playa. Aunque a lo mejor, sí. Tal vez el chico debería dejar que toda niña se aleje y quedar recortado contra el mar sólo para ella. Y mirarla bien ya que estamos. Si la hubiera mirado bien, todo sería distinto. Porque llegar hasta acá le ha costado demasiado a esta mujer.
Porque esta mujer nunca quiso tener que llegar al borde de un mar en teoría exótico, y en esencia tan vivo, y en realidad tan plano y quieto, tan transparentemente verde, al pie de una ciudad que es la meca del esparcimiento y que ella no puede ver más que como el cadáver maquillado de una vieja actriz con cara de muñeca de los años veinte. Y verse ahí, un gusanito más, sentada en la arena, vista panorámica al abismo. O debería describir ese mar como un desierto. Un desierto fulgurante. Fulgurante y por supuesto líquido e infinito, lo cual, piensa la mujer, ya es demasiado para cualquier mar. Se lo vuelve a decir a sí misma: batallones de reposeras iguales orientadas al infinito, sólo eso. Cada una, con su respectiva sombrilla plegada, perfectamente dispuesta y perfectamente vacía. Cientos de postigos cerrados y persianas bajas de hoteles como rascacielos, uno al lado del otro hasta donde el mundo se acaba y se precipitan los barcos y los monstruos marinos devoran a los náufragos.
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