Mis amigos, mis amigas y yo estamos en una pileta pública. Tenemos quince años, dieciséis a lo sumo. Nuestra amiga más deseada trajo a su nuevo novio. Un flaco de veinte años. No sé cómo se llama, pero no me animo a preguntar. Es un flaco de pocas palabras, pero no es tímido ni callado. Es preciso, delicado y viril a la vez. Mis amigos y yo asumimos el rencor en silencio.
El momento de entrar a la pileta, el momento de dormir bajo el sol, el momento de los sánguches o de tomar una cerveza va a ser decidido por él. Nadie se va animar a contradecirlo, ninguna de las chicas nos escucharía en tal caso e, incluso, él no necesitaría poner en palabras aquello que decidiera.
Así son las cosas. Desde que llegamos a la mañana hasta que comienza el atardecer y se va apagando el bullicio, y el chapotea, y él se levanta de su toalla. Camina despacio hacia el borde más lejano de la pileta. No es una invitación colectiva. Nadie lo sigue. Ni siquiera su novia. Entendemos que ese andar excesivamente lento nos excluye de su mundo.
Cuando llega al borde de la pileta, se detiene. Es claro que no se va a meter, y no se mete. Con su mano derecha se comienza a acariciar el pelo que cubre su nuca. Inclina levemente la cabeza hacia la derecha, y sin hacer nada más se queda mirando hacia un punto perdido: ni el pasto, ni las personas, ni el cielo.
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