Hace una semana, una amiga me contó lo siguiente. Ocurrió el día que fue a colaborar con una actividad en el Espacio Memoria y Derechos Humanos, donde antes funcionaba la ESMA. Al caer la noche, los empleados del lugar empezaron a guardar sus cosas y comentaron que convenía estar afuera antes de las nueve, porque a esa hora "salían todos". Nadie dio explicaciones, pero a mi amiga le quedó claro que, cuando decían "todos", no se referían al resto de los empleados. Más bien hablaban, con naturalidad, de los espectros del lugar.
Mi amiga es escritora y, sospecho, me contó esto porque piensa utilizarlo en su próxima novela, que será —me lo confesó— "una de terror". Y yo se los cuento a ustedes porque creo que ese futuro libro, como otros pocos que florecieron en este tiempo, representa un signo de salud.
Durante los últimos cuarenta años, la mayoría de los escritores argentinos hizo lo mismo que los empleados del Espacio Memoria y salió de la literatura antes de que diesen las nueve. El imperativo era rajar antes de verse obligados a acercarse a los espectros, a confrontarlos, a interrogarlos. Buena parte de la crítica apoyó esta huida, acuñando un dictum: si el relato no trasciende la burbuja del yo del escritor y se la hace difícil a los lectores, es bueno. Y las grandes editoriales optaron por el laissez faire, porque vender autores argentinos no constituía una prioridad. ¿Para qué preocuparse, cuando sus ganancias estaban aseguradas por los próximos Follett, Coelho y compañía?
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