Laura Meradi (Buenos Aires)
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PIES DE IMAGEN
NOTICIAS DE AYER
Pobre Alicia, por Laura Meradi
El 14 de febrero de 1988, día de los enamorados, amanecimos al borde de la ruta, en nuestras cuchetas, con la noticia de que el campeón y su mujer se habían caído, durante una discusión, del balcón de un primer piso en Mar del Plata. Ella había resultado muerta. Su hijo, de seis años, también estaba de vacaciones en Mar del Plata, y dormía en otro cuarto cuando se escucharon los gritos de su padre diciendo que su madre había muerto. Mis padres, mi hermano y yo estábamos veraneando en una casa rodante en el noreste argentino y la noticia hizo más sabroso el desayuno: nos horrorizaba y nos fascinaba por igual, estábamos ávidos de morbo y con mi hermano abrimos con un cuchillo una lata de leche condensada y nos la turnamos de mano en mano para chupar directo del agujerito y llenarnos la boca de dulce, hasta que nos salieran llagas.
Por la tarde mi mamá se puso a juntar flores del Ceibo y me hizo una coronita de novia. Me coronó bajo un árbol, a la orilla del río Uruguay, y cuando mi papá le pidió que mirara a la cámara para sacarnos una foto, mi mamá se dio vuelta y le vi lágrimas en los ojos: decía que ya sabía que lo que él había hecho estaba mal, pero que ella pensaba en lo mucho que le había costado salir de donde salió y llegar adonde había llegado, y que ahora iba a ir preso por boludo y a ella los boludos le daban mucha pena, y que la cárcel, para ella, era peor que la muerte. Hablaba de la libertad, que no hay cosa peor, decía, que te quiten tu libertad. Le miré los ojos a mi papá. Lo vi con un ojo cerrado a la fuerza y el otro tapado por la cámara que sostenía con una mano, mientras con la otra agarraba el cuchillo con el que estaba preparando el asado. Mi hermano estaba más atrás sentado sobre un tronco en la orilla del río: le sacaba punta con un cuchillo a una rama larga. Ya teníamos una colección de lanzas atadas al paragolpe de la casa rodante, tipos de todos los lugares por los que habíamos andado, y pensé: ¿a quién quiere matar? Pensé en lo que había dicho mi mamá: que te quiten la libertad es peor que la muerte, y en ella apiadándose de ellos, de mi hermano y de mi papá y sus cuchillos, y en la pena que le daban los boludos. Yo era de una estirpe distinta: calzaba coronita de novia y también tenía que apiadarme de los boludos de nuestros hijos y maridos, así que la tristeza de mi mamá me inundó a mí también, y en la foto estamos las dos a punto de llorar.
Anoche le pregunté si ella recordaba el día que Monzón había matado a su mujer. Sí, me dijo, y me acuerdo que yo lloraba por él. Yo decía: ¿cómo puede ser, si yo sé que él la mató, cómo puede ser que esté triste por él y no por ella? Pero yo pensaba en lo mucho que le había costado llegar adonde llegó, yo había visto toda su carrera, lo había visto crecer, lo había visto con Susana, en sus películas, y de repente eso, y pensaba que iba a ir preso y me daba mucha pena. Porque además para mí la cárcel es peor que la muerte, no hay peor cosa que te quiten tu libertad. Yo no, dijo la amiga: yo estaba en Mar del Plata y dije: qué hijo de puta, qué hijo-de-puta. Porque él ya le había pegado a sus otras mujeres, no era que la fama lo volvió loco y fue víctima de las sanguijuelas que tenía alrededor: él era un golpeador. Pero él era muy bruto, dijo mi mamá, muy muy bruto. Y buen mozo. Así bruto y todo como era, me parecía buen mozo y lo veía pelear y me encantaba cómo peleaba, no sé, y mirá que a mí la violencia nunca me gustó, pero yo lo veía pelear y me agarraba una cosa, y se agarra la garganta y después cierra fuerte los puños, como si fuera a descargar en el aire, pero se resiste y apoya las manos en la mesa.
Unos días después, mi mamá trajo una revista Gente en la que la tapa estaba la foto de Alicia Muñiz. Mi hermano y yo miramos la revista bajo un árbol, a la hora de la siesta: el cuerpo de Alicia aplastado contra el piso, desnudo, dorado, una pata en alto como si estuviera mirando la televisión boca abajo en una cama, y el cuello dado vuelta, demasiado dado vuelta, y su cara que se oculta a la lente del fotógrafo. Está muerta. Podemos ver el peso muerto de su cuerpo en esa foto. Es como una roca: no hay ningún signo de vitalidad que empuje el cuerpo en dirección opuesta a la ley de gravedad. Nada que empuje hacia arriba, hacia el cielo, hacia la parte del mundo donde caminan y saltan los vivos. Él está arriba en una foto más chiquita, en un balcón, con la mitad del cuerpo enyesado, y mira hacia abajo junto a un hombre que viste un traje: ¿qué hace mirando desde el balcón? ¿no se había caído también él?
Por la noche apenas nos iluminan las luces color cremita de los bordes de las ventanillas. Afuera ni una sola luz. De un lado el río Uruguay, de donde era el cadáver de la foto; del otro lado, del lado que dormimos, los árboles llenos de ramas que mi hermano corta para hacer lanzas. Nosotros estamos encerrados en esa cajita y la revista con el cuerpo de Alicia sigue dando vueltas de mano en mano. Parece ser que el campeón la estranguló mientras discutían en el cuarto, y después la arrojó por el balcón. Ya estaba muerta cuando cayó, él la mató antes de la caída y la tiró después, y después se tiró encima para hacerse el que se había caído con ella. Que habían caído discutiendo, por accidente, y que a ella se le había estrellado el cráneo contra el piso y a él, que es fuerte, que recibió millones de golpes en su vida y defendió el título de campeón mundial catorce veces, golpe tras golpe, sólo se le había quebrado un brazo. Un cartonero había mirado toda la escena desde la calle y le había contado a la justicia: Monzón la estranguló, y después tiró el cuerpo por el balcón como una bolsa de papas. Las fotos que muestran que Alicia cayó sin apoyar las manos, favorecen la teoría de ya estaba muerta antes de caer. Asesinato, empieza a decir la justicia. Y se discute en casa si es posible que el cartonero Báez haya visto la pelea desde la calle, o si es un mentiroso. Ella es una modelo uruguaya, dice mi papá. Era, dice mi mamá. Debía ser más loca que una cabra, dice mi hermano.
Esa noche duermo en la cama grande con mi hermano porque tengo miedo. Desarmamos la mesa de la cena y armamos la cama: mi mamá nos ayuda con las sábanas y las frazadas y nos metemos ahí, uno al lado del otro. Antes de dormir mi hermano le saca punta a la lanza. Yo tampoco puedo dormir, y le pregunto: ¿me dejas hacerlo un ratito a mí? No, me dice, vos no sabés usar el cuchillo, te vas a cortar. Miro un ratito cómo la hoja del cuchillo se incrusta plateada en la madera y saltan hebras a la cama. Correte, me dice, te voy a sacar un ojo. Agarro la revista que quedó debajo de la cama y vuelvo a mirar la foto de Alicia. Le busco las manos y no se las encuentro: lo primero que nos dijo la señorita es que no vayamos con las manos en el bolsillo del delantal porque si nos caemos no podemos apoyar las manos, le digo: yo si me caigo de boca y estoy viva lo primero que hago es poner las manos, ¿o no? Él me dice que deje la revista en el piso y que cierre los ojos, y apaga la luz. En la oscuridad, lo escucho acomodar la lanza y el cuchillo a su lado, en la cuenca que se forma entre la cama y la pared.
Sueño con el campeón. Lo sueño enorme, como un viento fuerte, mirándome desde arriba con los puños cerrados. Las aletas de la nariz inflándose como un toro, me vigila mientras duermo. Sueño que a la que meten presa es a mí, por disturbios en la vía pública.
A la mañana todos ya se habían levantado y yo seguía durmiendo sobre lo que sería la mesa del desayuno, cuando vino mi hermano y levantó la frazada de golpe. Yo estaba durmiendo con la bombacha por las rodillas y él se rió. Yo me había bajado la bombacha para sentir mejor esas sensaciones durante la noche, como todas las noches adentro de mi cama, y él simplemente se rió y me volvió a tapar. Me levanté de un salto, todavía con la bombacha por las rodillas, y me encerré en el baño. Hubiese llorado, pero en cambio me enojé. Y cuando volví a salir, con la bombacha puesta y la cara limpia, le dije: Puto. Mi papá, que ya se había acomodado para desayunar en lo que segundos antes era la cama, se dio vuelta y me dio una cachetada. Lisa, me dijo después: pedile perdón a tu hermano. Y yo me quedé callada y lo miré, y lo vi afilando una lanza nueva sentado en el escalón entre el asiento del conductor y el acompañante, y dije: puto. Mi hermano se levantó sostenido por la lanza y me agarró la muñeca: ¿qué dijiste?, preguntó. Y fue aumentando la presión y yo sentía que la mano se me dormía y que ya no era mía, y repetí: puto. Entonces mi hermano, que era cinturón rojo punta negra de karate y conocía las maniobras para retorcer a la gente sin mancharse las rodillas, me torció la muñeca en un segundo y me dejó boca abajo en el piso. Vi por un agujerito entre el piso y mi brazo los pies descalzos de mi papá que venían hacia mí, y sentí la piña que descargó sobre mi hermano. Mi hermano me soltó y se fue para atrás, y mi papá repitió: pedile perdón a tu hermano. Yo estaba dispuesta a enfrentar la situación con mi cara de odio, cerrada hacia adentro, sin una sola lágrima, pero mi mamá cerró fuerte los puños y se arrojó con ímpetu sobre el pecho de mi papá. Lo golpeó tres veces, y recién entonces mi hermano la agarró de la cintura y la arrastró hacia la puerta de la casa rodante. Mi mamá se resistió a salir y cuando mi hermano ya la había sacado afuera ella mantuvo los pies en la escalera y cayó de espaldas sobre la tierra. Gritaba cosas. Se agarraba la espalda y gritaba cosas que no recuerdo, y yo que pensaba que mi mamá se había roto toda y tal vez no se volviera a levantar, bajé de la casa rodante de un salto y la abracé en el suelo y me puse a llorar. Apoyé mi cara sobre la cara de ella y le lloré encima, y mientras le tapaba la boca porque me daba miedo que siguiera hablando, pensé: Alicia, pobre Alicia, Alicia Muñiz de Monzón. Mi hermano estaba parado atrás y nos miraba desde arriba con los brazos cruzados, y al mitigar los gritos de mi mamá pude escuchar que le decía: te dije que apoyaras los pies en el piso, sos boluda, ¿eh? te caíste sola, si me hacías caso no te caías. Le destapé la boca a mi mamá para escuchar lo que decía pero tragó y se pasó la lengua por los labios, y fue un segundo donde sólo se escuchó el ruido del agua, como una única ola que vino y se fue, y al mirar hacia allá vi el río Uruguay al fondo, un pedacito de río marrón recortado por las piernas de mi hermano. Y recordé la coronita de novia que mi papá me había colgado con una tanza al Ceibo, para que se secara fresca.
Laura Meradi (Buenos Aires)
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MAPAS COMPARTIDOS
Cuaderno de trabajo: La alpinista, por Laura Meradi
A Guillermo Saccomanno
“Desesperar de sí y en cuanto a sí.
De aquí esa oscuridad, sobre todo inherente a las formas inferiores.”
Soren Kierkegaard
e pregunta cómo se escribe después de haber publicado mi primer libro. Le respondo: no se escribe. Y en todo caso: ¿qué es escribir? Yo siento como si me estuviera recuperando de una enfermedad. Mi amiga me pregunta: qué es más fácil, ¿escribir o no escribir más? A veces pienso que podría ser feliz cruzando el país en trenes, mirando por la ventanilla, imaginándome mil aventuras en esos paisajes. Como cuando viajaba de Neuquén a Río Negro, y miraba por las ventanas y decía: yo sólo quiero ser alpinista. Y mientras decía esto y miraba las montañas con el corazón hinchado de deseo, mi mano izquierda sostenía una birome y estaba apoyada levemente pero tensa, toda condensada en ella misma, sobre una hoja blanca en la que hacia descargas eléctricas, pensamientos que aparecían mientras tenía los ojos puestos en el paisaje, y escribía: “Amo estas montañas. Quiero morirme acá, quiero morirme ahora. ¿Y si no vuelvo, si no vuelvo nunca más? Quiero trepar a la cima para hacer un agujero en la nieve y dormirme ahí adentro, con el viento frío en la cara, hasta que la montaña me lleve un paso más allá de mi vida.” Después me bajé del micro, me senté en un lugar caliente y bien iluminado, y en la misma hoja, sobre una mesa de roble, escribí el final de mi primera novela. Mi amiga me pregunta: qué es más difícil, ¿seguir escribiendo o no escribir más? Le respondo: qué es escribir; hago lo que puedo.
La siguiente vez que fui al sur fue con mi familia. Me habían invitado a Bariloche, y compartíamos una habitación en una hostería frente al Nahuel Huapi. Desde la ventana se veía el lago azul con un reflejo magenta que parecía desprenderse de las laderas rocosas de las montañas. Al acercarme, por las mañanas, con un libro en la mano, el agua se volvía transparente y veía mis pies más blancos y con aumento sobre el canto rodado del fondo. Me mantuve una semana en la parte inferior de esa geografía, al borde del lago, hasta que la cara se me empezó a transformar. Me volví taciturna y amarga. Miraba a mi familia con odio y cuando me hablaban procuraba ser cruel, que comprendieran que eran el objeto de mi odio, pero no podía alejarme de ellos. Una mañana me arranqué de mi familia. Estábamos desayunando, y cuando terminé el café agarré la mochila que había dejado preparada debajo de la mesa y dije: querida familia, me voy. Necesito pasar la noche en la montaña. Mi mamá se paró y me dijo que era peligroso, que podían matarme y violarme, que esas cosas pasaban en el pueblo pero nadie las decía. Y agregó también que si yo pensaba que podía lidiar con la fuerza de un hombre, no así con la fuerza del Nahuelito, el monstruo del lago. Yo tenía miedo, pero no ese miedo que se parece al miedo: ese miedo que te hace invencible, y me levanté de la mesa, me puse la mochila al hombro y salí a la ruta. El hotel no se parecía en nada al de El resplandor, pero esos últimos días yo me había estado despertando antes de que saliera el sol con una voz en mi cabeza que decía así: no por mucho madrugar se amanece más temprano. Un mes atrás había entregado a la editorial la última versión de mi segundo libro, que sería publicado antes que el primero, y tenía en la mochila una novela que había empezado mientras escribía el anterior, y en la que no podía avanzar. Además del manuscrito, llevaba la ropa que tenía puesta, un libro, un cuaderno, una birome, una botella de agua, un paquete de galletitas, unos saquitos de té y la campera. Caminé por la ruta hasta que un auto me levantó y me llevó al pie del cerro. Me bajé y miré hacia arriba y después hacia delante y otra vez hacia arriba, a los árboles. Lo que me había imaginado como una rampa lisa hacia la cima era un bosque lleno de ramas entrecruzadas que no me dejaban ver el camino. Desde ahí abajo podía imaginarme lo que había del otro lado de la cima, las cosas que sabía que estaban ahí: el Lanin, el Tronador, Laguna Negra. Pero hasta no estar arriba no iba a saber cómo se veían esas mismas cosas desde un punto de vista que no fuera familiar. El camino es corto pero muy empinado, me dijeron: dos horas siempre hacia arriba, cuando llegues te vas a dar cuenta porque vas a ver el refugio. Okey, dije, me sujeté con las manos a las tiras de mi mochila y subí en cuarenta minutos. Los ojos se me llenaron de gotas de transpiración y hubo momentos en los que no veía. Me latían las mejillas, como incendiadas, y sentía en las piernas una presión aguda que salía de las crestas de las caderas, se concentraba en los gemelos, grave, y volvía a hacerse aguda en los metatarsos. Ahí el dolor se frenaba y se hacía chiquitito, se dividía en un montón de pequeños dolores, como pellizcos en cada huesito del empeine. Tenía la espalda transpirada, pegada a la mochila, y cuando respiraba sentía un raspón en el pecho, como si la gran cantidad de aire que tenía que ingresar a mi cuerpo para ir al ritmo de mis piernas o de mi mente, fuera erosionándome el plexo solar, ese lugar oscurecido, ahuecado, en sombra por el resto de mi cuerpo que avanzaba encorvado, la cabeza caída hacia adelante, mirándome las puntas de los pies. Subía doblada en dos como si estuviera luchando mano a mano con otro ser. Un ser que estaba adentro mío, tal vez, y que luchaba por volver al hotel y a la mesa del desayuno familiar. Comprendo ahora, y cuando digo ahora es “mientras escribo esto”, lo que me repitió G. tantas veces: no se escribe para la familia. Pero tampoco se escribe en contra. Se escribe de lejos. Aunque en un primer momento el movimiento parezca de ataque, lo que uno intenta es alejarse para ver mejor. Y así se escribe todo. Y uno se escribe, también. Lejos. Y lejos se entristece y se desespera, y si quiere terminar un libro, si el libro es un acto de fe, tiene que aguantársela. Se aleja y se mira, y se vuelve al centro para descansar, pero hay una mirada, un par de ojos, que queda para siempre del lado de afuera del cuerpo, y uno se siente extrañado, y desesperado, y desde ese par de ojos te mirás y te ves moverte como un fantasma, y decís: qué estoy haciendo de mi vida. Así me veía yo, mientras corría hacia arriba, en una carrera enloquecida contra mí misma, a la cima de un cerro. ¿A dónde estaba yendo? ¿Para qué? Frené un segundo, respiré, dije: quiero ser alpinista. Y al decir esto levanté la vista y vi dos pájaros locos dándose la cabeza contra un roble.
Cuando llegué el paisaje no me gustó, porque desde el punto en que estaba ubicado el refugio se podía ver perfectamente hacia abajo, al lago, pero todavía faltaba una larga caminata para llegar a la cima. En el refugio sólo estaba Milagros. Una chica con cuerpo de deportista, pesada y fibrosa, que cuidaba el cerro. Cenamos juntas en la cocina del refugio, con velas. Y le pregunté si era posible quedarme con ella trabajando ahí. Me dijo que sí, y yo le pregunté por los recorridos que se podían hacer en el lugar, y ella me habló de caminatas que podían durar hasta un mes, de montaña a montaña, pero que había que aprender en qué momento salir y cómo caminar. Le pregunté si se podía subir a ese pedazo de montaña que estaba sobre el refugio, una especie de pared cóncava que ocupaba todo el campo visual, como una muralla de nieve. Hay que tener cuidado dónde pisás, me dijo: en algunas partes la nieve sólo es una capa fina de agua congelada, y te podés caer adentro de una grieta.
Al rato ella subió al altillo, donde se dormía, y yo me quedé en la cocina. Saqué de mi mochila el cuaderno, y anoté: Estoy sola en el comedor del refugio, iluminada por una vela, frente a una ventana que da al filo, a la cordillera de los andes y al lago Nahuel Huapi, escribiendo lo que hice en el día. Comí unos fideos con bolognesa que me hizo Milagros, la refugiera, y charlé con ella sobre su vida en la montaña. Le pregunté si me podía quedar a vivir acá, trabajando, y me dijo que sí. El atardecer fue maravilloso. Estaba sentada en una roca que parecía la luna, y la luna verdadera apareció grande y partida a la mitad, como una C rellena de luna, alumbrando todas las rocas del cerro, y las partes sombrías se volvieron más oscuras, negras, y otras partes, más lisas y superficiales, brillaban, y toda la cima estaba iluminada, como si estuviera en la luna misma. Me pregunto: ¿con qué soñaré esta noche?
Al otro día me levanté temprano. Milagros todavía dormía. Anoté: Sueño con mi abuela: que la quiero mucho. La llevamos en procesión. Ella me mira mientras la alejan. Se va convirtiendo en gusanitos de seda, como larvas, como pequeños camarones con ojitos oscuros. Me los llevo a la boca para besarlos y se deshacen. La piel se me pega a la boca y me los como sin querer. Termino de desayunar: té con azúcar, el que me llevé del hotel, y galletitas de miel, las que compramos el sábado pasado cuando llegamos a Bariloche. Las que comía T. en Brasil. Posiblemente me quede a trabajar acá. Cerré el cuaderno, lavé la taza y salí afuera. Hacía un poco de frío y el sol estaba pleno, descubierto. Miré la muralla de nieve, me ajusté los cordones de las zapatillas, y empecé a subir. Este sí que era un camino empinado. Había tramos que tenía que caminarlos en cuatro patas, pero vertical. Es decir: agarrándome de las paredes. Cuando llegué a la parte de la nieve temí pisar demasiado fuerte e irme por una grieta. Miré hacia abajo un segundo y pensé en volver, pero volví la cara hacia arriba, hacia el sol, y empecé a correr sin volver a mirar para abajo. Las patas se me hundían hasta la rodilla en la nieve, y yo las sacaba deprisa y volvía a dar otro paso, para evitar que el piso se quebrara con el peso de mi cuerpo. En un momento me frené para respirar. La nieve me llegaba a los muslos y yo tiré apenas la cola hacia atrás para terminar de sentarme. Vi que estaba cruzando la muralla, y que el refugio, por nuevas ondulaciones que fueron apareciendo en el terreno, ya no se veía. Entonces sí, me sentí sola y sentí miedo. Pero no ese miedo que se parece al miedo y paraliza, ni esa soledad que asusta. Eran un miedo y una soledad que no prometían nada, sólo estaban ahí, conmigo. Pensé que podría llorar, detenerme a llorar un poco, y apenas me tapé la cara y cerré los ojos para generar la escena, pensé: che, que no es de seres humanos esperar que las cosas se solucionen mágicamente. Y me puse las manos en la cintura, me aguanté las ganas de llorar, y seguí subiendo.
Desde el filo vi todos los cerros que Milagros me había nombrado la noche anterior. Entendí que la cima de la muralla se llamaba filo porque realmente era un borde finito que separaba mi panorama en dos: de un lado la nieve blanca; del otro lado piedras quebradas y filosas, marrones, como espadas oxidadas que salían de adentro de la tierra. Me acordé de la historia que me contó de ese señor, el refugiero descendiente de polacos, que conectó una manguerita a una vertiente de agua y convirtió la ladera rocosa de una montaña en una pista de hielo, y cómo se tiraba con esquís desde no se cuántos metros de altura, y que se podía morir, sí, pero que no le importaba. Un día se quebró todos los huesos, desde las cervicales hasta los pies, pero se recuperó y volvió a la pista de hielo. El montañista sabe, me dijo Milagros, cada vez que sale a hacer una travesía, que puede morirse en la montaña, pero eso no importa. Lo que importa es la montaña. Me imaginé los recorridos que iba a hacer. Y mientras miraba hacia abajo, al otro lado de la muralla, y pensaba de qué manera podría descender hasta la olla sin clavarme esas rocas afiladas que estaban en punta hacia arriba, como los dientes torcidos de un dragón, pensé en que yo no quería tirarme con esquís. Yo quería escribir mi novela. Pero, ¿cómo se hace para escribir desde la cima de una montaña, con las ganas, todo el tiempo, de arrojarte a un agujero negro abierto en la nieve? Dice mi amiga que desde la cima se ven los dos lados, y que es un punto de vista más que interesante. Estoy de acuerdo, pero la experiencia me dice que siempre tenés que caerte para uno de los dos lados para escribir, y que escribir vendría a ser como volver a subir a la cima de la montaña. Es decir: uno primero la ve, y quiere escribirla, pero en cuanto la viste es como si el dueño del universo te sacara la verdad de un golpe. Uno cae finalmente en el agujero negro, indaga debajo de la nieve blanca, cegadora. Y ahí, en el agujero, se escribe. Porque no se puede morir en el agujero. No se muere así porque sí. A la muerte hay que ganársela. No es haciendo cualquier cosa que la muerte nos va a venir a cerrar los ojos con un beso frío en los párpados. Volví a acomodarme los puños en la cintura, y miré hacia un lado y hacia el otro. Fue un instante: mientras movía los ojos de derecha a izquierda, por un segundo habían quedado en el centro, y entendí que todas las aventuras que me había imaginado desde todas las ventanillas de los trenes y desde todas las ventanas de los refugios, seguían siendo eso: imaginaciones, ensueños, sueños, promesas. Yo era una persona que escribía, ni más ni menos. Y no una escritora. Simplemente una persona que escribía, y que escribía lo que había desayunado a la mañana y lo que había visto en el día, lo que había soñado la noche anterior, lo que había pensado cuando leía tal libro o cuando su madre le decía que creía en el Nahuelito. Una persona que escribía lo que se imaginaba y nunca llegaría a ser. Esa era la única clase de cosas que podía escribir. Las cosas que le pasaban como nubes deformes por la mente, creyendo descubrir de pronto, en una figura pomposa y gris, la figura oculta y exacta de un animal. Creyendo, en cada nube que pasaba, que encontraba su verdad, por fin, y que ahora sí podría dedicarse a caminar las montañas. Pero al intentar esforzarse más allá de su propia naturaleza, pecaba porque se figuraba igual a dios. Y lo único que ella quería, lo único que buscaba cuando escribía, era quedar frente a dios. Ella quería estar con dios en el mundo, y si tenía que dejar de escribir para encontrarse con él, iba a hacerlo. Pero dios no aparecía por ninguna parte, y entonces se entregaba con odio a la desobediencia y al pecado, y volvía escribir. Lo buscaba con fe, en el libro que se decidía a terminar, porque si dios existía, ¿por qué no podía ser real que hubiera hecho a los hombres a semejanza de él? Había llegado arriba, y ahora tenía que bajar. La novela inconclusa estaba en su mochila.
Bajé del filo en culopatín, resbalando a toda velocidad por la nieve. Recordé que Milagros me había dicho que los turistas ignorantes se tiraban así, sentados, escépticos de que justo a ellos les fuera a pasar eso de irse por un agujero. Tuve miedo, pero ese miedo que te vuelve invencible, y seguí bajando, como si mis piernas fueran dos esquís sobre los que estuviera enganchado mi tronco y cabeza, y cuando llegué abajo me abrí apenas el pantalón y me vi costras magentas en las piernas, escaldadas por la nieve. Pasé por el refugio, agarré mi mochila y revisé que estuviera todo: el cuaderno, el libro, la novela. Me despedí de Milagros. Le pregunté si tenía dirección de mail y me dijo que sí, pero que sólo entraba a Internet cuando bajaba al pueblo. Te voy a escribir, le dije.
Mi familia estaba subiendo al auto para dar un paseo hasta el Tronador y se alegraron de verme. Yo estaba parada sobre la ruta y me temblaban las piernas. En el camino, les dije que había decidido bajar porque tenía que terminar unas cosas, pero que en algún momento iba a vivir en la montaña, iba a hacer mi vida en la montaña. Miré por la ventanilla y vi el paisaje, y pensé en mi novela con fe.
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La siguiente vez que fui al sur fue con mi familia. Me habían invitado a Bariloche, y compartíamos una habitación en una hostería frente al Nahuel Huapi. Desde la ventana se veía el lago azul con un reflejo magenta que parecía desprenderse de las laderas rocosas de las montañas. Al acercarme, por las mañanas, con un libro en la mano, el agua se volvía transparente y veía mis pies más blancos y con aumento sobre el canto rodado del fondo. Me mantuve una semana en la parte inferior de esa geografía, al borde del lago, hasta que la cara se me empezó a transformar. Me volví taciturna y amarga. Miraba a mi familia con odio y cuando me hablaban procuraba ser cruel, que comprendieran que eran el objeto de mi odio, pero no podía alejarme de ellos. Una mañana me arranqué de mi familia. Estábamos desayunando, y cuando terminé el café agarré la mochila que había dejado preparada debajo de la mesa y dije: querida familia, me voy. Necesito pasar la noche en la montaña. Mi mamá se paró y me dijo que era peligroso, que podían matarme y violarme, que esas cosas pasaban en el pueblo pero nadie las decía. Y agregó también que si yo pensaba que podía lidiar con la fuerza de un hombre, no así con la fuerza del Nahuelito, el monstruo del lago. Yo tenía miedo, pero no ese miedo que se parece al miedo: ese miedo que te hace invencible, y me levanté de la mesa, me puse la mochila al hombro y salí a la ruta. El hotel no se parecía en nada al de El resplandor, pero esos últimos días yo me había estado despertando antes de que saliera el sol con una voz en mi cabeza que decía así: no por mucho madrugar se amanece más temprano. Un mes atrás había entregado a la editorial la última versión de mi segundo libro, que sería publicado antes que el primero, y tenía en la mochila una novela que había empezado mientras escribía el anterior, y en la que no podía avanzar. Además del manuscrito, llevaba la ropa que tenía puesta, un libro, un cuaderno, una birome, una botella de agua, un paquete de galletitas, unos saquitos de té y la campera. Caminé por la ruta hasta que un auto me levantó y me llevó al pie del cerro. Me bajé y miré hacia arriba y después hacia delante y otra vez hacia arriba, a los árboles. Lo que me había imaginado como una rampa lisa hacia la cima era un bosque lleno de ramas entrecruzadas que no me dejaban ver el camino. Desde ahí abajo podía imaginarme lo que había del otro lado de la cima, las cosas que sabía que estaban ahí: el Lanin, el Tronador, Laguna Negra. Pero hasta no estar arriba no iba a saber cómo se veían esas mismas cosas desde un punto de vista que no fuera familiar. El camino es corto pero muy empinado, me dijeron: dos horas siempre hacia arriba, cuando llegues te vas a dar cuenta porque vas a ver el refugio. Okey, dije, me sujeté con las manos a las tiras de mi mochila y subí en cuarenta minutos. Los ojos se me llenaron de gotas de transpiración y hubo momentos en los que no veía. Me latían las mejillas, como incendiadas, y sentía en las piernas una presión aguda que salía de las crestas de las caderas, se concentraba en los gemelos, grave, y volvía a hacerse aguda en los metatarsos. Ahí el dolor se frenaba y se hacía chiquitito, se dividía en un montón de pequeños dolores, como pellizcos en cada huesito del empeine. Tenía la espalda transpirada, pegada a la mochila, y cuando respiraba sentía un raspón en el pecho, como si la gran cantidad de aire que tenía que ingresar a mi cuerpo para ir al ritmo de mis piernas o de mi mente, fuera erosionándome el plexo solar, ese lugar oscurecido, ahuecado, en sombra por el resto de mi cuerpo que avanzaba encorvado, la cabeza caída hacia adelante, mirándome las puntas de los pies. Subía doblada en dos como si estuviera luchando mano a mano con otro ser. Un ser que estaba adentro mío, tal vez, y que luchaba por volver al hotel y a la mesa del desayuno familiar. Comprendo ahora, y cuando digo ahora es “mientras escribo esto”, lo que me repitió G. tantas veces: no se escribe para la familia. Pero tampoco se escribe en contra. Se escribe de lejos. Aunque en un primer momento el movimiento parezca de ataque, lo que uno intenta es alejarse para ver mejor. Y así se escribe todo. Y uno se escribe, también. Lejos. Y lejos se entristece y se desespera, y si quiere terminar un libro, si el libro es un acto de fe, tiene que aguantársela. Se aleja y se mira, y se vuelve al centro para descansar, pero hay una mirada, un par de ojos, que queda para siempre del lado de afuera del cuerpo, y uno se siente extrañado, y desesperado, y desde ese par de ojos te mirás y te ves moverte como un fantasma, y decís: qué estoy haciendo de mi vida. Así me veía yo, mientras corría hacia arriba, en una carrera enloquecida contra mí misma, a la cima de un cerro. ¿A dónde estaba yendo? ¿Para qué? Frené un segundo, respiré, dije: quiero ser alpinista. Y al decir esto levanté la vista y vi dos pájaros locos dándose la cabeza contra un roble.
Cuando llegué el paisaje no me gustó, porque desde el punto en que estaba ubicado el refugio se podía ver perfectamente hacia abajo, al lago, pero todavía faltaba una larga caminata para llegar a la cima. En el refugio sólo estaba Milagros. Una chica con cuerpo de deportista, pesada y fibrosa, que cuidaba el cerro. Cenamos juntas en la cocina del refugio, con velas. Y le pregunté si era posible quedarme con ella trabajando ahí. Me dijo que sí, y yo le pregunté por los recorridos que se podían hacer en el lugar, y ella me habló de caminatas que podían durar hasta un mes, de montaña a montaña, pero que había que aprender en qué momento salir y cómo caminar. Le pregunté si se podía subir a ese pedazo de montaña que estaba sobre el refugio, una especie de pared cóncava que ocupaba todo el campo visual, como una muralla de nieve. Hay que tener cuidado dónde pisás, me dijo: en algunas partes la nieve sólo es una capa fina de agua congelada, y te podés caer adentro de una grieta.
Al rato ella subió al altillo, donde se dormía, y yo me quedé en la cocina. Saqué de mi mochila el cuaderno, y anoté: Estoy sola en el comedor del refugio, iluminada por una vela, frente a una ventana que da al filo, a la cordillera de los andes y al lago Nahuel Huapi, escribiendo lo que hice en el día. Comí unos fideos con bolognesa que me hizo Milagros, la refugiera, y charlé con ella sobre su vida en la montaña. Le pregunté si me podía quedar a vivir acá, trabajando, y me dijo que sí. El atardecer fue maravilloso. Estaba sentada en una roca que parecía la luna, y la luna verdadera apareció grande y partida a la mitad, como una C rellena de luna, alumbrando todas las rocas del cerro, y las partes sombrías se volvieron más oscuras, negras, y otras partes, más lisas y superficiales, brillaban, y toda la cima estaba iluminada, como si estuviera en la luna misma. Me pregunto: ¿con qué soñaré esta noche?
Al otro día me levanté temprano. Milagros todavía dormía. Anoté: Sueño con mi abuela: que la quiero mucho. La llevamos en procesión. Ella me mira mientras la alejan. Se va convirtiendo en gusanitos de seda, como larvas, como pequeños camarones con ojitos oscuros. Me los llevo a la boca para besarlos y se deshacen. La piel se me pega a la boca y me los como sin querer. Termino de desayunar: té con azúcar, el que me llevé del hotel, y galletitas de miel, las que compramos el sábado pasado cuando llegamos a Bariloche. Las que comía T. en Brasil. Posiblemente me quede a trabajar acá. Cerré el cuaderno, lavé la taza y salí afuera. Hacía un poco de frío y el sol estaba pleno, descubierto. Miré la muralla de nieve, me ajusté los cordones de las zapatillas, y empecé a subir. Este sí que era un camino empinado. Había tramos que tenía que caminarlos en cuatro patas, pero vertical. Es decir: agarrándome de las paredes. Cuando llegué a la parte de la nieve temí pisar demasiado fuerte e irme por una grieta. Miré hacia abajo un segundo y pensé en volver, pero volví la cara hacia arriba, hacia el sol, y empecé a correr sin volver a mirar para abajo. Las patas se me hundían hasta la rodilla en la nieve, y yo las sacaba deprisa y volvía a dar otro paso, para evitar que el piso se quebrara con el peso de mi cuerpo. En un momento me frené para respirar. La nieve me llegaba a los muslos y yo tiré apenas la cola hacia atrás para terminar de sentarme. Vi que estaba cruzando la muralla, y que el refugio, por nuevas ondulaciones que fueron apareciendo en el terreno, ya no se veía. Entonces sí, me sentí sola y sentí miedo. Pero no ese miedo que se parece al miedo y paraliza, ni esa soledad que asusta. Eran un miedo y una soledad que no prometían nada, sólo estaban ahí, conmigo. Pensé que podría llorar, detenerme a llorar un poco, y apenas me tapé la cara y cerré los ojos para generar la escena, pensé: che, que no es de seres humanos esperar que las cosas se solucionen mágicamente. Y me puse las manos en la cintura, me aguanté las ganas de llorar, y seguí subiendo.
Desde el filo vi todos los cerros que Milagros me había nombrado la noche anterior. Entendí que la cima de la muralla se llamaba filo porque realmente era un borde finito que separaba mi panorama en dos: de un lado la nieve blanca; del otro lado piedras quebradas y filosas, marrones, como espadas oxidadas que salían de adentro de la tierra. Me acordé de la historia que me contó de ese señor, el refugiero descendiente de polacos, que conectó una manguerita a una vertiente de agua y convirtió la ladera rocosa de una montaña en una pista de hielo, y cómo se tiraba con esquís desde no se cuántos metros de altura, y que se podía morir, sí, pero que no le importaba. Un día se quebró todos los huesos, desde las cervicales hasta los pies, pero se recuperó y volvió a la pista de hielo. El montañista sabe, me dijo Milagros, cada vez que sale a hacer una travesía, que puede morirse en la montaña, pero eso no importa. Lo que importa es la montaña. Me imaginé los recorridos que iba a hacer. Y mientras miraba hacia abajo, al otro lado de la muralla, y pensaba de qué manera podría descender hasta la olla sin clavarme esas rocas afiladas que estaban en punta hacia arriba, como los dientes torcidos de un dragón, pensé en que yo no quería tirarme con esquís. Yo quería escribir mi novela. Pero, ¿cómo se hace para escribir desde la cima de una montaña, con las ganas, todo el tiempo, de arrojarte a un agujero negro abierto en la nieve? Dice mi amiga que desde la cima se ven los dos lados, y que es un punto de vista más que interesante. Estoy de acuerdo, pero la experiencia me dice que siempre tenés que caerte para uno de los dos lados para escribir, y que escribir vendría a ser como volver a subir a la cima de la montaña. Es decir: uno primero la ve, y quiere escribirla, pero en cuanto la viste es como si el dueño del universo te sacara la verdad de un golpe. Uno cae finalmente en el agujero negro, indaga debajo de la nieve blanca, cegadora. Y ahí, en el agujero, se escribe. Porque no se puede morir en el agujero. No se muere así porque sí. A la muerte hay que ganársela. No es haciendo cualquier cosa que la muerte nos va a venir a cerrar los ojos con un beso frío en los párpados. Volví a acomodarme los puños en la cintura, y miré hacia un lado y hacia el otro. Fue un instante: mientras movía los ojos de derecha a izquierda, por un segundo habían quedado en el centro, y entendí que todas las aventuras que me había imaginado desde todas las ventanillas de los trenes y desde todas las ventanas de los refugios, seguían siendo eso: imaginaciones, ensueños, sueños, promesas. Yo era una persona que escribía, ni más ni menos. Y no una escritora. Simplemente una persona que escribía, y que escribía lo que había desayunado a la mañana y lo que había visto en el día, lo que había soñado la noche anterior, lo que había pensado cuando leía tal libro o cuando su madre le decía que creía en el Nahuelito. Una persona que escribía lo que se imaginaba y nunca llegaría a ser. Esa era la única clase de cosas que podía escribir. Las cosas que le pasaban como nubes deformes por la mente, creyendo descubrir de pronto, en una figura pomposa y gris, la figura oculta y exacta de un animal. Creyendo, en cada nube que pasaba, que encontraba su verdad, por fin, y que ahora sí podría dedicarse a caminar las montañas. Pero al intentar esforzarse más allá de su propia naturaleza, pecaba porque se figuraba igual a dios. Y lo único que ella quería, lo único que buscaba cuando escribía, era quedar frente a dios. Ella quería estar con dios en el mundo, y si tenía que dejar de escribir para encontrarse con él, iba a hacerlo. Pero dios no aparecía por ninguna parte, y entonces se entregaba con odio a la desobediencia y al pecado, y volvía escribir. Lo buscaba con fe, en el libro que se decidía a terminar, porque si dios existía, ¿por qué no podía ser real que hubiera hecho a los hombres a semejanza de él? Había llegado arriba, y ahora tenía que bajar. La novela inconclusa estaba en su mochila.
Bajé del filo en culopatín, resbalando a toda velocidad por la nieve. Recordé que Milagros me había dicho que los turistas ignorantes se tiraban así, sentados, escépticos de que justo a ellos les fuera a pasar eso de irse por un agujero. Tuve miedo, pero ese miedo que te vuelve invencible, y seguí bajando, como si mis piernas fueran dos esquís sobre los que estuviera enganchado mi tronco y cabeza, y cuando llegué abajo me abrí apenas el pantalón y me vi costras magentas en las piernas, escaldadas por la nieve. Pasé por el refugio, agarré mi mochila y revisé que estuviera todo: el cuaderno, el libro, la novela. Me despedí de Milagros. Le pregunté si tenía dirección de mail y me dijo que sí, pero que sólo entraba a Internet cuando bajaba al pueblo. Te voy a escribir, le dije.
Mi familia estaba subiendo al auto para dar un paseo hasta el Tronador y se alegraron de verme. Yo estaba parada sobre la ruta y me temblaban las piernas. En el camino, les dije que había decidido bajar porque tenía que terminar unas cosas, pero que en algún momento iba a vivir en la montaña, iba a hacer mi vida en la montaña. Miré por la ventanilla y vi el paisaje, y pensé en mi novela con fe.
Laura Meradi (Buenos Aires)
Autora de Alta rotación. El trabajo precario de los jóvenes, Buenos Aires, Tusquets, 2009
PIES DE IMAGEN
Anillo con tres agujeros, por Laura Meradi
El hombre te pide que le saques una foto a sus cosas y luego escribas una historia. Estás en una plaza del centro de Amman, Jordania, y los hombres te miran raro: sos mujer, y no llevás el pelo envuelto. Temés que él pueda hacerte algún daño. Es decir, por algún lado, a tu alrededor, anda el miedo. Pero te gana el coraje, porque a esa hora de la mañana, después de haber pasado el transe en el que pensaste que te morías, estás feliz.
Si estás preguntando por un baño en una ciudad árabe y en una galería vieja llena de librerías donde en los estantes sólo está el corán, te responden que no hay baño para mujeres en la vía pública, y vos querés ir al baño sólo para sacarte la ropa y fregarte ahí donde está la herida, porque sentís que te vas a morir de dolor, que literalmente te vas a morir, del dolor, que atraviesa toda la espalda y ya está llegando al corazón, y entonces aparece un hombre en el mostrador con un libro en la mano, y el vendedor te dice: preguntale al doctor, y el doctor te dice: vamos a la clínica, acá no hay baño para mujeres, y cuando subís le contás lo que te pasa y vence todos los prejuicios y te dice que te saques la ropa y te revisa en un departamento que hace de clínica y en el que sólo están él y vos porque es sábado, día de rezo, y los días de rezo está cerrado, y de pronto estudió en Salamanca, entonces además de árabe y pobrísimo inglés sabe decir unas palabras en castellano, y te dice: está llegando a la médula, te voy a dar un antibiótico, y saca un recetario y anota rápido, en árabe, y te dice: salís de acá y te comprás esto en la farmacia de al lado, te tomás ya mismo la primera pastilla y te volvés al hotel; y bajás con la receta en la mano, saltando los escalones, y entrás a la farmacia donde un rato antes también preguntaste si te dejaban pasar al baño y te comprás el remedio y pedís un vaso de agua y te tomás la primera pastilla ahí mismo, y en el momento en que la pastilla pasa la puerta de la garganta, decís: ya está, todo esto tiene que parar, eso, todo eso, ese tipo de suerte, quiere decir que no te vas a morir.
No esta mañana. Entonces, aunque la plaza sea circular y desde los bancos que la circundan todos los hombres, y sólo hombres, te miren, vos sacás la cámara y le echas una foto al señor. Y después el señor abre su bolso y saca un guante de cuero negro, una pipa, piedras, tabaco, y cosas que no entendés qué son, como un cuerno que parece una corneta o una cantimplora y algo de cuero tejido que podría ser una cadena de bicicleta o para atar algún animal. Acomoda todo sobre el banco de cemento y te pide que le saques una foto a sus cosas y luego escribas una historia. Él no sabe que vos escribís, todavía no hablaron de eso, y vos te preguntás: ¿cómo sabe? Él te dice que es paleontólogo y vos pensás que debe de ser mentira, porque tiene más pinta de mendigo que otra cosa, y por los dientes, que están podridos. Y después te decís: por eso lo sabe, porque es paleontólogo, o qué, ¿cómo debería ir vestido un paleontólogo? Tiene un pantalón y un saco de cuero. El pantalón es negro y el saco es marrón. En los pies: unos zapatos extraños, medio amarillos, bordados, con la punta torcida hacia arriba como los bigotes de alguna gente. En la cabeza, un sombrero rojo de gamuza, gastado y sucio. En cada mano, cuatro o cinco anillos. Y cuando lo encontraste estaba sentado en un banco con una copa de bronce a su lado, tomando té. Le contás que esta mañana estás feliz, porque tuviste un problema y encontraste de casualidad un médico que te curó, y él dice: no hay casualidades. Y vos sonreís, y le decís: ¿te puedo sacar otra foto? Acá, ahí, de ese lado, mirando para acá, debajo del sol. Y él te pide que anotes su dirección y que por favor, cuando escribas la historia, se la envíes. Después se saca un anillo del meñique de su mano izquierda. Un anillo de plata que tiene en el centro un corazón, y en el centro del corazón tres agujeros donde antes habría tres piedras. No lo que querés aceptar, pero él insiste, entonces vos le regalás el lápiz con el que acabas de anotar su dirección y agarrás el anillo. Entonces, cuando lo tenés puesto, te cuenta: era un anillo de su hija, y su hija murió esta mañana en Palestina. Hace años que no la ve, te dice, porque él trabajó para el rey de Jordania, el padre de Abdullah, y tiene la entrada prohibida a la tierra santa. Una hemorragia. Te pregunta: ¿Leíste ese cuento de Chéjov en el que un cochero pierde a su hijo, y se lo cuenta a todos los pasajeros que suben al coche y a ninguno le importa, o se burlan, o le hablan encima, y a él no le importa la burla, sólo quiere que lo dejen hablar? Sí, le decís: Tristeza. Al final el hombre le termina contando la historia a un caballo, te dice. No hablan el mismo idioma, pero el caballo es el único que lo escucha. Yo me acordaba un final distinto, le decís: el cochero sale de su casa en mitad de la noche y le empieza a pegar al caballo. No le habla, le pega latigazos hasta matarlo. Eso pasa después, te dice el señor, no está escrito: el cochero primero se confiesa, y después lo mata, porque no puede soportar a su confesor, entonces lo mata. Vos te quedás callada. Vuelve el miedo: ¿será que esta mañana te tenés que morir y que, aunque lo eludas, el destino bajará de mil formas desconocidas? El hombre te vuelve a preguntar: ¿vas a contar esta historia? Después extiende la mano, y vos le das la tuya. No te aprieta con demasiada fuerza, pero cuando te agarra sentís cómo se te clava el anillo de su hija en ese dedo y en los de al lado, y de pronto, otra vez, la puntada en el corazón. Rashad, te dice: salam aleikum. Tu mano está dormida adentro de la suya, y le devolvés el saludo:
-Aleikum salam, la paz en ti.
Laura Meradi (Buenos Aires)
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