La cantante británica Amy Winehouse, de 27 años, ha sido encontrada muerta en su casa de Londres. La intérprete de soul tenía un largo historial de problemas con el alcohol y las drogas, sustancias a las que era adicta.
El truco no salió como la modeluchi había practicado y al pasar por encima de la cabeza de su soñador dio el empeine contra la frente del participante, resultando el imprevisto en un fuertísimo golpe contra el piso (la cabeza en pole position), que la recibió con los brazos abiertos. Mantuvo el conocimiento, pero no pudo evitar primero las náuseas y luego los vómitos (todo líquido, la última comida había sido hacía casi cuatro días) que la tomaron por asalto a continuación. La modeluchi continuó con la coreo hasta el final, momento en que la cámara 1 pudo por fin atropellarse en un primerísimo primer plano de sus enormes tetas turgentes bañadas de jugo gástrico y lo que parecían pedazos de nueces, aceitunas y almendras, pero eran en realidad fragmentos de tejido estomacal.
–Se golpeó feo –aclaró el Conductor en off acercándose con cara de circunstancia, haciéndole señas al camarógrafo de la steady de que se aproximara con él.
La vomitiva participante hipaba a los pies de su soñador, con el pudor despelotado. Con el golpe, el hilo dental se había desacomodado y los pezones, antes hábilmente escondidos detrás de un sutil soutien, tomaban el fresco de la noche, a algunos centímetros del atribulado mentón, que experimentaba cierto movimiento tectónico tipo puchero. La organizada presencia del Conductor, de impecable ambo azul a rayas blancas, contrastaba con el despatarre de la modeluchi, que seguía los eventos desde el piso. El Conductor se acercó a ella para informarse –como si no hubiera sido obvio– de cómo te sentís. En ese grotesco mundo del revés en el que los hombres eran todos domadores y las mujeres sus exóticos félidos, vistosos pero sumisos, hasta lo evidente exigía confirmación.
–Estoy bien, estoy bien –gorjeó inexplicablemente la modeluchi, temiendo que el líquido gástrico estuviera desmereciendo las tomas de su inflada proa.
Parecía improbable que sus declaraciones fueran veraces, sobre todo porque segundos después se desvaneció, obligando al Conductor a reposicionarse de modo que la cámara 1 la tomara en toda su vulnerable decadencia.
El silencio se hizo en el estudio y sobre todo entre los miembros del jurado, compendio de cirugía plástica y boca de goma, impecable muestreo del grotesco de la realidad ciudadana. Algo había en riesgo, pero no quedaba claro si era la vida de la modeluchi, los puntos de raiting o la continuidad de la emisión (el Inadi era vivido como un peligroso Gran Hermano al acecho de métodos impropios) cuyas cámaras, lejos de la interrupción, seguían tomando todos los detalles del repentino coma cerebral de la odalisca. Le enfocaban los ojos, piadosamente cerrados, la boca, todavía con restos de líquido gástrico, pero sobre todo las tetas y la cotorra, que se adivinaba apenas debajo de la escueta lycra color piel elegida por la danzarina para acometer el romántico adagio.
–Que venga un médico. Dr. Laponia, por favor –exigió el Conductor, que no parecía particularmente urgido.
Su tono era neutro, parodia de la seriedad postpreocupación. Los tomas del piso se sucedieron y alternaron escorzo (piernas abiertas que flanqueaban el espolón aéreo terminado en la vertiginosa hendidura), picada (foco en el pezón derecho, escapado –como su hermano– del confundido corpiño) y raz de piso (el Conductor, el micrófono cosido a los labios y junto a él, decenas de anónimos llamativamente desprolijos en el vestir). La escena emuló la que se repite desde el alba de los tiempos: el pequeño roedor abandona la huida, quedando a merced de la desagradable hiena, que se precipita sobre ella con sus mandíbulas poderosas, capaces de quebrar huesos y desgarrar pellejos, para saciar su gula putrefacta. Al fin, la modeluchi volvió en sí: sobre la camilla y con cuello ortopédico, rodeada por un séquito de desconocidos útiles. El Conductor, con el tono de quien realiza obra benéfica, se coló entre ellos para ponerle el micrófono a la accidentada debajo del naso, para que calmara la lógica sed de información de los telespectadores.
–No sé qué pasó, chicos. Me fui en el truco y me desperté acá. Quiero decirle a mi marido, que me está mirando, que estoy bien, que no se preocupe, y también a mi mamá, que no se preocupe, estoy bien.
El Conductor entonces enfrenta la cámara 1 y repite en discurso indirecto las palabras de la modeluchi. Su actitud aporta credibilidad y además sirve de prólogo para el debate que inaugura enseguida, acerca de qué fue lo que realmente pasó (como si no hubiera quedado claro). Desde la producción, alternan su voz con la repetición en cámara lenta de la caída. Una y otra vez, hasta la náusea. El Conductor, mientras, entrevista a las chicas del Coro, que aguardan sus democráticos 15 minutos de fama con ojos de oportunidad. Una cualquiera de entre ellas se adueña del micrófono y ofrece su versión de lo acaecido, igual de válida que todas las anteriores y siguientes. Aprovecha para desfilar el conjunto de tanga y corpiño transparente con corazoncitos en los pezones, que el Conductor le elogia:
–¡Cómo estamos hoy! Estas chicas cada vez más lindas.
El minirreportaje concluye con un primer plano de la cara –expresión de perrita en celo– de la interpelada, que pronto vuelve a la línea de bailarinas decorativas, contoneando todo lo posible la raya del culo.
Entre el jurado cunde el cuchicheo. La deformidad morocha –alguna vez vedette y actriz, actualmente mejunje de carne operada– toma la palabra compungida y pedorrea un mea culpa.
–Por nuestra parte no vamos a pedir más tantos trucos y acrobacias. Yo, por lo menos, me comprometo a bajar las exigencias porque este no es el primero de estos episodios.
La deformidad rubia –alguna vez vedette y actriz, actualmente mejunje de carne operada– asiente en silencio, tan chocada por la situación que por primera vez en lo que va de la emisión acuerda con su archienemiga. Entre los jueces “hombres” –a pesar de que aquí cualquier teoría de género encuentra su límite– las opiniones son similares, si bien bigotito con sombrero se apura a explicitar que la responsabilidad de la caída no la tiene la coreo sino la modeluchi, que no logra levantar la gamba sin provocarse un desgarro. El coreógrafo también toma la palabra, a su turno. Explica que la exigencia no fue mayor, probablemente la modeluchi se esté sobreexigiendo: a las dos funciones diarias de calle Corrientes hay que agregarle las demandas de los hijos (es madre de un par), los ensayos, en fin, mucho trabajo. Todos entienden y acuerdan –no se sabe exactamente en qué–, se adoran y tiran flores. La tragedia ha dado paso a un gran entendimiento general, que dura lo que un corte comercial porque el Conductor sabe que su negocio es la venta de carne podrida y si no hay enfrentamiento, no hay raiting.
–“Pan y circo”, en latín panem et circenses, es una fórmula que conjuga una concepción del pueblo (o la ciudadanía, en este caso) como básicamente estúpido y la existencia de un gran hombre (emperador, rey, general o, sencillamente, conductor, condottiero) que alimenta los instintos más bajos de la plebe con vistas a lograr su apoyo o adhesión incondicional. La masa, entelequia que poco tiene que ver con el individuo, es el objetivo de este tipo de comportamientos demagógicos, tan antiguos como el hombre mismo.
Eructos de su memoria que se inmiscuyen en el presente, cruzándolo con rastros de otras épocas. Siempre la consideró frágil, en concordancia con el sintagma cristalizado por la haraganería consuetudinaria. Sin embargo, cuando se detiene a pensar en ella se le aparece la pachorra barrial de un domingo, la límpida quietud de un feriado. Se trata, para él, de una memoria indolente y poco dada al esfuerzo, crítica –por lo tanto– de la pertinencia del trabajo como objetivo de toda vida humana. Entre los recuerdos que, por alguna razón, su memoria gata al sol no deja escapar se cuenta el de su profesora de Latín y Griego del secundario, mujer admirada y adorada en partes iguales, trabada en el silencio tenso de un felino antes del zarpazo. Su voz los lleva de las narices, tironea sin miramientos de su curiosidad, la acicatea, pincha y pellizca hasta que logra despertarla, a pesar de la lejanía, de la estrambotiquez de ser un grupete de señoritos jadeando para recordar –a duras penas– el alfabeto griego, tartamudeando sus letras con una mezcla de obligación y vanidad, sabedores de las bondades de entrenar la memoria, hábito del que chorrearán, con el tiempo, futuros resplandecientes.
–Y si bien Aristófanes lo precede varios siglos, se puede decir que Los caballeros es una obra en la línea de lo que el poeta Juvenal, alrededor del año 100 antes de Cristo, acuñó en su Sátira X como panem et circenses. En dos palabras: Demos es un hombre simple, medio boludo. ¿Qué significa demos en griego?
–Ciudadanía, doña.
Aprovecha el corte comercial para levantarse a tomar jugo. Se siente embotado, abotagado. La caída de la modeluchi no le ha causado ninguna impresión. Consumidor habitual de la programación de los canales de aire, tiene un umbral de tolerancia altísimo, cada vez mayor. Se pregunta qué podría sorprenderlo: ¿una muerte en vivo, allí, sobre el piso?, ¿sexo explícito entre el jurado y alguna participante?, ¿el Conductor cogiéndose de parado a alguna de las modeluchis participantes? No, no le parece probable. El mundo de la tele es un universo lejano y fascinantemente degradado, que no puede dejar de consumir. Noche a noche, día a día. Cada vez necesita más horas, más humillación, más carne sobre el asador. Se ha convertido en un voyeur y le resulta imposible saciarse.
La tanda termina. Enjuaga el vaso y acomoda el mantel floreado de la mesa de la cocina. Apaga la luz.
–Dale, papá, apurate que te vas a perder cuando se la llevan. ¡Parece que de nuevo perdió el conocimiento!
Ana Ojeda,
Buenos Aires, EdM, julio 2012
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