Una mujer suelta la lengua y habla hasta por los codos de su cuerpo y los hombres, pero también de su dentista, de Aqua Gym…, habla como si dijera todo. Así comienza la nueva novela de Ana Ojeda (Buenos Aires, 1979), Mosca blanca, mosca muerta, que la editorial Bajo la Luna está a punto de publicar, y por supuesto, con la boca abierta.
Señora. Me molesta. ¡Y lo repiten! No paran, es como una obsesión que tienen, un cáncer toti, potencial, poderoso: la oscura enfermedad de los falsos, amables. Porque yo, hija de mis siglos, me esfuerzo. El finadito me dejó y yo gestiono. El ph, el local, la cochera. Su pensión. Vivo bien, discreta. Mente activa para que no se empaste el disco de arranque. No me dejo estar. Hoy, un ejemplo, ya veo que Juliana me va a hacer la de llegar tarde a Pilates. Esta Juliana se impresenta todo el tiempo. ¡Pelotuda me tiene! ¡La voy a echar! Siempre me llega tarde, es su deporte nacional. Al final es una tarada del montón, como dice Gladys. Lo que es la gente: mala y contenta.
Yo tengo la pasión por los deportes. Veo un deporte y quiero vale cuatro. Gladys en ese sentido no me llega al tobillo, levanta dos veces la ballena y ya está que no puede más. Menos mal que ya no coincidimos en Acqua Gym porque era insufrible. No sé si habrá sido motu proprio o que me fui con la queja a Administración –¿quién hizo la vista gorda y dejó pasar a la ameba a la clase de avanzadas?–. Algo de lástima me da, igual, porque ella no tiene la culpa, pero anda con el training muy bajo. No es su culpa. La culpa es de Carlín que está todo el tiempo con la queja colgando de los postizos, como moco resfriado, siempre bamboleante: estoy solo, estoy solo, me aburro. Me falta neurona para entender cómo Gladys, pobre santa, amiga querida, alma de mi corazón, aguanta semejante cruz a esta altura, ¡qué desgaste! ¡Qué aburrimiento! ¡Qué boluda!
No llega esta salame de verdulería y Tito que se va a desesperar seguro en el Iron Fist. Me lo imagino con el shorcito a media asta, la rajadura celulítica a barlovento. Celulítica pero generosa, que es lo importante. ¡Qué de pozos tiene ese hombre en el cuerpo, recubrimiento cárnico de cuarta sacó! ¡Otra que Avenida Independencia! Pero: me adora. Se lo leo en los ojos, cada vez que me saluda, cómo me cela, es de otro tiempo. No se da cuenta que hoy la onda es el todos con todos. Le falta tele.
La primera miradita con intenciones que me mandó, me acuerdo, fue en el circuito. Como si hubiera sido ayer. ¡Fue ayer! Toda mi vida es un ayer interminable, un “mi época”. Yo había terminado las cinco series de tres y él, qué pajero, todavía iba por la segunda. Sin querer le pisé la pesa en onda macho alfa y él casi finiquita ahí nomás, si vino el SAME y toda la bola. Él curte la onda viejo de mierda. Pero bueno, como siempre: segundas partes nunca fueron buenas pero bien que ahí van todos a tragar pochoclo con pajita. Y yo, ¿qué querés? Soy pueblo.
–Mamá, ¿sabés quién soy? Soy Miranda, mamá, Miranda soy.
Mirinda.
–¡JA!
La tercera edad ya fue, pasó. Un suspiro fue, parece mentira. Ahora estoy en otra. ¡Basta de problemas, basta de vida! Más televisión para todo el mundo. Como la otra vez, que se cortó la luz y la vieja del séptimo setenta y dos estaba dele quejarse de que no podía subir el bidón de agua y dale con que nos tenemos que unir para reclamar todos juntos. ¡Morite, cucaracha! Yo tengo Juliana y toneladas de agua mineral, no me molestes con tus problemas.
El finadito me dejó generalidades. Ahora en cambio lo importante soy yo, por eso los dientes. Dos implantes para un total de cuatro piezas frontales, en el alba de la boca. Treinta palos bien invertidos. ¡La sonrisa que voy a tener! Con esos dientes me voy a levantar hasta a Carlín. Gladys lo tiene muy abandonado al viejo, ella siempre en la plaza con los nietos, obsesionada con la crianza está. Por suerte la declararon persona non fatta para Aqua Gym, se ahogaba cada dos por tres, ¡qué quejosa! Más despacio, más despacio: ¡más despacio estamos quietas! Su salida me pegó fuerte por todo lo que se dijo, rumores, malquerencias. De pronto me vi en el medio de tanta lengua mala, gratuitamente, me pareció un despropósito. Lo de los dientes, no: no es una chiquilinada. Lo necesito muchísimo porque el puente Maryland no daba para más, bastante que aguantó quince mil años. Me acompañó más que el finadito, que casi en seguida se le dio por estirar la mala pata. Desgracia tremenda morirse así, en la calle, como perro con dos colas. Se le atacó el corazón. Hacía un montón que lo tenía mal parido y se le reventó, así de sencillo. ¡Y lo que son las cosas! ¡Frente al Iron! Medio país lo vio explotar. Al parecer, primero se encogió como un hongo, frente a rodilla, uno, dos, tres –¡vamos que son poquitos!–, y luego el estallido lo hizo pedazos. Fue muy final. ¿Yo dónde estaba? Es tremendo no saber, vivir en la duda. Por ejemplo este tema de los dientes. Cada vez que ingreso al consultorio de la cirujana le miro el patio. Todas las veces me da de no conocerlo, ¿estoy bien, es acá?, y calor esa de pronto intimidad, ese como hurgueteo visual de su interior. La silla me impone el enfoque, la perspectiva de cuatro plantas muertas de sed. ¡Tener ese patio y tan poco gusto vegetal! Nada hay en el mundo que me haga olvidar el pánico que me genera el ruidito del torno. Ese olor a rancio, a cuerpo pútrido, que sale cuando come diente, como a azufre, a infierno son los otros. Y ella, bajita pero con el bíceps de Schwarzenegger. Divina simpática pero más carnicera que el General Roca. Pasame el martillo, pasame la pinza, ¡ni que estuviéramos en la ferretería! Y lo peor: no termina nunca de ajustar, cortar, cavar, mover. Es insaciable. Yo los quiero perfectos, me tira muchísimo la sonrisa Colgate, pero estoy cansada de sufrir. ¡Cuánto sufrimiento, Dios mío! La belleza es importante, el resultado es lo único que me motiva. A mi cuarta edad, sólo me queda eso.
Alongada en la silla ortodóncica, pienso en mí. La pechuga que tenía en el secundario, me acuerdo con una nostalgia. Marmota de no haberla sabido aprovechar. Claro, la señora no era como la Yarará, ¡qué pútrida era esa pendeja, barbaridad! Agosto gélido de ventana mal cerrada, que no traba, que golpetea, molesta, en fin, clac, clac, clac, y Yarará prodigándose en musculosa, mostrando hombrito y ombligo, todo muy moreno y apetitoso. Al punto de que el plantel docente, mayormente masculinario, la chupeteaba con los ojos, babeada completa la dejaba, boba, ella centro de mesa y ellos voluptuosos enanos de jardín. Y mientras, en paralelo, la otra, que miraba de reojo, costada de encajar toda su personalidad en los vaqueros, aquejada por un como exceso de interior, lamentable la ingeniería que tenía que poner en movimiento para subirse el cierre del jean cada mañana. Hasta la cama colaboraba y en el aire compartido de la habitación, llena de hermanos hasta las tetas, camas marineras, almohadas rotativas (¡la de plumas no me llegó esta semana!), Oana Ban metía panza como si la existencia del universo dependiera de esa apnea fundamental, los dedos con la punta en sabañón de coyuntura, una fuerza desesperada por encajar, por ingresar en el talle treinta y cuatro, que la iría marcando con el correr de las horas, hoyándole la piel hasta el estallido final (del botón) con un quejido de caderas apenas cursado el almuerzo. Le costaba meter tanta personalidad en el estrecho de esos pantalones, pero en lugar de cortar el morfi, la señora prefería quejarse de las multinacionales y su postulación performativa de una belleza tendencialmente anoréxica.
Instrumento de domesticación fue el primer vaquero, verde agua y premio de la patronal por el ingreso de la gorda (orden de mérito cuarenta y dos) al Colegio Nacional de Buenos Aires, tras un largo año escandido por tres tandas de exámenes y cíclicos arranques de histeria colectiva. Roquefort de la educación, el curso de ingreso al Colegio Nacional ponía en movimiento una cantidad de satélites pedagógicos de todo tipo al que la gorda ex Treato Culón no accedió porque, primero, en la Republiqueta de Boedo se atropella a lo macho, a la que te criaste, ¿qué es eso de la academia de apoyo?, y segundo, con cuatro borregos repartidos en las marineras del fondo, el fin de mes era ilusión sólo posible gracias a la bicicleta financiera operada en el garito de Independencia y Boedo, hogar de abu Dagmar, que abría con ofuscación perchero y caja fuerte para hacer entrega de australes de emergencia a la díscola coneja, siempre avergonzada y vistiendo mascarita de contrición para la ocasión.
–¡¡¿¿PORRRRRRRR QUÉ??!! ¡¿Por qué nunca llegamos a fin de mes, corno inglés?! ¡¡Qué fastidio tener que pedirle plata a la abuela!! –Madre se arranca los pelos en la cocina, iluminada por la mórbida luz de una lamparita que gotea los días de lluvia–. Odio tener que pedir. ¡Odio!
El languor de la tarde hace noche y la escena tiene algo de la atmósfera de De la Cárcova.
–¡Corno! ¡Corno inglés! –festeja la menor, como enajenada.
–Bueno, ma, no te preocupes, si al final siempre se la devolvés –la mayor elige aportar tranquilidad.
–¿Nos podemos quedar a ver McGyver, porfa? Porfa, porfa –consulta la del medio, dando por sentada inminente expedición gauchi-monetaria.
–¡Con Richard Dean Anderson! –la menor metiendo bocado otra vez.
–Cállense que no puedo leer –se ofusca el otro del medio, único varón de la tribu, con la nariz en las estribaciones de un manual de C++ comprado a precio de saldo en la feria del Parque Rivadavia.
El dinerito en el bolsillo de adentro del gamulán (de hombre) de Madre desencadenaba un acelerarse lengua afuera rumbo a El Puente, Quintino esquina Carlos Calvo, a gastar australes preciosos –prestados– en hormas de queso y tapas de empanadas antes de que los alcanzara la devaluación, oleaje constante, pavor del bolsillo de la familia trabajadora. En uno de esos deambuleos, a Oana se le dio por creerse bailarina Pavlova. Se sospechó aires de estrella. Al parecer –dudoso– fue efecto secundario de espectar La niña de los ojos de cristal, puesta infantil a cargo de Olga Ferri y Enrique Lommi, dos glorias de la de oro del Culón. Olga, sobre todo, que en su momento llegó a grande étoile del London Festival Ballet, proemio de la bailada que se mandó como partenaire del Rudolf Nureyev en 1971 en un Culón hasta el cogote: gente volada de otros países para poder decir, como un mantra, yo estuve ahí.
Fue volver al barrio y querer, desconociendo la superestructura, la ideología, lo que significaba ser vecina de Boedo rural, casas bajas entre el Almacén “Don Carmelo” y Dayana peluquería unisex. Como para tantear si era calentura pasajera e inducir abandono, Madre puso proa hacia el pasajito San Ignacio, en cuyas inmediaciones vegetaba un Ballet Studio con vacas barriales, de las fornidas con tiempo libre. Salón en L, piso de parqué y ventanas a la calle, ofrecía también las bondades de un vestuario comunitario, que funcionaba en una habitación con cara de cocina. Oana se calzó la malla que desfilaba lunes y miércoles en el preequipo de natación del Club Ferrocarril Oeste (actividad relleno contra el opio de tener que ver al otro del medio de judoca), se arremangó los soquetitos y allá fue, con su fulgurante futuro a cuestas. La fascinó particularmente una caja de zapatos llena hasta la mitad de un polvo blancuzco (¿un kilo, dos?), inexplicable presencia, muy magnética por lo visto ya que cada vez que la docente detenía el cassette para observar el armónico movimiento de sus pupilitas ahí volaba ella a empollar las medias con cara de profesional. Tras cuarenta minutos de restregar y transpirar, renovar y remover, las medias habían adquirido una tonalidad engrudo completamente satisfactoria. Casi eran capaces de caminar solas.
–¿Y te gustó? – Madre consulta mientras cruzan Avenida Boedo en busca del triplete, que traga caramelos stani (es la hipótesis general) muy en dueños de casa y control remoto en la sala uno del Gran Cine Cuyo, rodeados por una desolación de butacas vacías y olor a humedad y moho, atragantándose los ojos con la exquisitez estética de Amos del universo.
–¡Tiene tetas! –la menor decodifica sin esfuerzo la trabajada labor actoral de Dolph Lundgren.
Apenas cuarenta minutos de clase y ya nacida bailarina clásica, Oana Ban se fijó metas más ambiciosas: todo bien con el barrio, pero ella quería probar suerte en el Olga Ferri Studio, no en Cucha Cucha y Avellaneda. Madre planteó las ansias con preocupación al pater familiae: o sea que ahora se planteaba perspectiva de viaje hasta el centro (cuarenta minutos como poco, combinación de colectivos en Entre Ríos y San Juan), ¿y con los otros qué hacemos? La mayor se autoadministra, despreocupate, pero seguían quedando dos para el balero.
Consecuencia de la necesidad, la inyección de cultura en las inferiores de esa microsociedad fue notable. Una amanecía tres veces por semana diecisiete treinta en la esquina de Marcelo T. de Alvear y Uruguay a intentar demi-plié. De rebote, los dos más chicos partían, piloteados por Madre y en caravana, hasta Viamonte y Maipú, sede imperial del Instituto Cultural Argentino Norteamericano (ICANA), donde el otro del medio inició estudios superiores de lengua inglesa. La menor, gracias a una genialidad de Madre en modalidad Barrilete Cósmico, fue admitida de oyente (asistencia no arancelada) en Kids 1 junto a su carnal, a pesar de que, por la edad, no manejaba aún la tecnología de la escritura.
–Tiene muy buen oído y muchas ganas, no va a tener problemas para integrarse, créame.
Al templo de Terpsícore, comandado por su pitonisa con negro bastón de ébano (su punta atornillaba, pausado golpeteo incesante, el ritmo al piso), se ingresaba por la puerta pequeña: Oana Ban recibió el ABC del movimiento elegante de manos de Mónica en el salón pequeño. Una de las paredes cubierta por un espejo, piano de pie, parqué, barra. Las cinco posiciones básicas para acomodar los pies, la postura correcta, el port-de-bras: fundamentales. Duró poco bajo su tranquila tutela: dos meses y la señora ya estaba en condiciones de audicionar para Marisa Ferri, lugarteniente y mano derecha de la gran Olga, en principio inalcanzable.
Las posibilidades de estrellato de la Pavlova de Boedo se confirmaron la noche en que, con el resto de la troupe dedicada a la consuetudinaria lectura de cama, Madre convocó reunión de directorio en el comedor (donde, junto a la mesa de almorzar, sindicaba su cama) para discutir una oferta recibida esa tarde en el estudio.
–Acá el problema son las expectativas, hija, lo más probable es que quedes por el camino –introdujo Pater pinchándole el sueño de entrada y por principio para evitarle el sufrimiento después.
El pichón de étoile comprometió responsabilidad. Sí, estaba dispuesta y comprendía lo que significaba.
–Pensalo tranquila, no tenés que responder ahora.
–Quiero hacerlo, estoy lista.
Tenía nueve años (¿o eran diez?) y obtuvo el beneplácito de la patronal para presentarse al examen de ingreso al Treato Culón.
¡Y para qué! Para abandonar tres años después la gloriosa rutina de once clases semanales, ¡training de diosa tenía!, así como así: como nada. Las mañanas se encendían a las seis, duchita rápida, pantys rosas, malla negra, ropa encima y salir salticando a tomar el subte, combinación E-D (¿o era que Pater la acompañaba?). Bajar en Tribunales e ingreso al Culón por la entrada de Tucumán, clase de danza, francés y música, hasta las doce puntual, rapidito subte, almuerzo (milanesa de soja o ensaladita de tomate y queso) con ruido de rail de fondo, para hacer esquina en San Juan y La Plata, escuela número seis, distrito escolar ocho, “San José de Calasanz” apenas pasadas las trece. Dieciséis cuarenta y cinco, con permiso especial por brillante, la Pavlova monitorea desde la puerta el movimiento de auxiliares y bedelas a la espera de Madre, que llega galopando con los dos sátrapas colgados de los bolsillos. Lu-mie-vie se inmolan juntos en subte o colectivo, segunda clase de clásico para una, inglés para los demás. Ma-jue la clásica parte sola a la salida del colegio rumbo a la Alianza Francesa de Buenos Aires, sede Marcelo T., a canalizar con Molière. Los menores, con Madre en proa, se agitan hacia Ferro: judo y preequipo de natación. Este ritmo se sostiene hasta que la étoile encalla en séptimo grado y con él, chau, Culón, hola, curso de ingreso. La excusa se bienviene, sobre todo porque el último año en el prestigioso treato no fue todo lo satisfactorio que había imaginado la estrellada. La insigne Sara Rzeszotko, sin duda desorientada, anulada por la potencia lumínica de su pupila, aprovecha cada observación postural para clavarle garra de cóndor en el cuerpo. Promediando el año, Oana Ban tiene la espalda llena de costurones rosados, huella sembrada por las derivas de los dedos sarmentosos de la docente.
–Estás hecha un lechón, amorosa, vas para veintinueve, tenés que bajar mínimo mínimo tres kilitos y medio –cada semana, sobre la balanza, lo mismo.
Qué desorientación vocacional la vez que Rzeszotko enfermó y su reemplazante (¿Cathy Gallo?) al devolverle la clase, referenció con asombro y beneplácito la sobresaliente musicalidad de la que luchaba un poco, eso sí, con el grand écart.
–¿Cómo te llamás, bombona?
–Oana. Oana Ban.
Fue revancha, pero corta, porque dos semanas después tuvo que digerir el cuatro setenta y cinco que le afloró en el boletín como hongo inmúndico. Qué sequedad de garganta, Margarita. Primer cuatrimestre de su vida bajo la línea de flotación del nueve, su domicilio habitual.
La audición para Cupidos tampoco ayudó. Entraron todas, hasta Juliana, petisa y mal proporcionada como era, pobrecita, tan chiquita y ya embutida en el cuerpo de una mujer (fea). Reunido en la Rotonda del subsuelo, un matrimonio bailable las convocó sábado por la mañana para marcarles una serie de pasos (pas de bourrée, passé, cosas sencillas) para que performaran en puntas. Y Oana, claro, templaria de Mme. Ferri, tenía la punta impermitida porque todavía “no estás lista”. Audaz como la conocían en el barrio, se mandó a puntear directamente en la audición, sin experiencia previa. Así le fue. Descartada con cara de profilaxis profesional por la pareja de cisnes negros fue la única condenada a ver a las primeras figuras del Bolshoi de parada, al fondo a la derecha (todas las demás sobre el escenario, figurantitas de Don Quijote, ¡once añitos y ya sus primeros pininos!). Olga le dio retiro anticipado para que asistiera a la opening night, comprendía la importancia de presenciar el arte de los otros, pero los acomodadores del Culón no estuvieron tan de acuerdo con ese preconcepto y ni la credencial de alumna del Instituto Superior de Arte del Treato Culón (ISATC) fue suficiente para franquearle la entrada al histórico.
–Mirate cómo te viniste vestida, nena –aclaró el más pedagógico de los dos momificados junto a la entrada principal–, villera parecés. Andate para arriba, haceme el favor, decile al Tito que te deje pasar.
O sea que al final, ni siquiera hubo platea para la esforzada Oana (amanecer a las seis, cuatro horas de Culón, cinco de Calasanz, clase en lo de Olga, trotecito de vuelta al Culón), sino gallinero, quinto piso, arriba arriba: la primera bailarina era un punto rosa que rebotaba por el escenario como bola sin manija.
El Arte estaba teñido de una pátina pálida y fría para Oana Ban. Incluso el triunfo monumental de su ingreso al Culón (¿ella? ¿entró al Culón? Qué habrá hecho, me pregunto) fue una especie de victoria lánguida, poco festejada. Madre, más preocupada porque a partir del año siguiente la del medio tendría que desplazarse en loba solitaria por la geografía hostil de la ciudad que por festejarle el logro, dictaminó croqueta de acelga con milanesa y a la cama todo el mundo, que estoy agotada. Con las pupilas adheridas al techo, Oana no dejaba de reprocharse en loop el descuido del último examen. Vómito maníaco de su cerebro que la devolvía una y otra vez al cuartito con cara de escobero, luz mortecina y ventana tapiada. La mesa examinadora prodiga integrantes con planillas, masticadores de chicle en estética DT. Las instrucciones fueron claras: souplesse adelante, souplesse atrás.
–Levantame la pierna, corazón –trasuntando cansancio, la examinadora toma el tobillo derecho de Oana y lo lleva en vivaz envión hasta su oreja–, elongación ok –empuja con fuerza una, dos, tres veces hacia afuera y hacia adentro, hasta que Oana casi pierde pie–. Rotación ok.
Lo mismo con la otra.
–Abrite de piernas.
Baja Oana hasta el piso, una extremidad por delante y otra por detrás, rogando que le dé el espíritu porque tiene las piernas más frías que milanesa de soja y es muy vox populi que sin precalentamiento no hay Arte.
De pronto, el horror:
–Ah, ojo, arco vencido.
¡Zas! ¡Y lo peor de todo, sin necesidad! Qué descuido malévolo, qué le costaba sostener los arcos arriba cinco minutos más: nada. Y ahora, maldita realidad, una semana de vida la separaba de la publicación de los resultados en la cartelera.
De las cuatrocientas aspirantas, el proceso de selección dejaría sólo diez en pie, bastante estreñido era el asunto del ingreso. Tras el segundo examen, Vivi –compañera del Olga Ferri Studio y amiga del alma– quedó ensartada en la red, boqueando por lo que sindicaba como una injusticia.
–¿Vos pasaste? ¿Pero cómo?
La más sorprendida por su performance era Olga, que atribuyó el éxito improbable de Oana a que “lo que te falta en condiciones, lo tenés en inteligencia”. Y le guiñaba un ojo, en un gesto de picardía que contrastaba con su adustez Mme. Sousatzka.
El tercer y último examen consistió en una clase dictada por la prof. Amicone, pelo blanco recogido en un rodete esquina nuca (último grito en coiffeur de clásico), con la particularidad de que en lugar de centro exigieron una pasada de vals y otra de mazurka. Oana dedicó los cuarenta minutos de examen a una impetuosa contención de vientre, lo que le permitió configurar una estatuaria muy del agrado de la institución. Ésa fue su estrategia y su as en la manga. Para el resto, fue culo, puro y simple.
Su intenso amorío con el bruxismo nocturnal –nunca superado por completo– data de esa época. Amanece un día con los dos colmillos superiores limados hasta la casi mitad, calamidad. Romería de consultorio y cartilla Medical’s se pone en movimiento a partir de entonces, piloteada por Madre, muy preocupada por la odontológica de su hija del medio. Para más peor, se suma el descubrimiento de una agenesia indetectada en dos dientes principalísimos y con eso en la cacerola el resultado son propuestas de mudanza dentaria hacia la capital (situada debajo de la nariz), gracias a potentes tratamientos de ortodoncia (varios años de duración, consulta insuspendible cada quince días con especialista a cargo). Lo mismo que decir: matrimonio con el dentista. El expediente astilló la confianza de la afectada justo en el delicado ingreso a la secundaria, tras un séptimo grado con curso de ingreso y francés dos veces por semana, y danza clásica, tres. De manera particular: el Culón era ya mero recuerdo, de alivio singular. ¡Qué atrás y qué pronto quedaron (atrás) las clases en la López Buchardo! ¡Los fríos pasados por culpa de las ventanas que no cerraban en la Bulnes! Los pesajes semanales, el espejo travestido en sombra, la constante comparación (constructiva: ¡jamás!), la jerarquía férrea (tres piruetas en dehors era sine qua non), la búsqueda de la perfección. También la picaresca: gilettes en el interior de las zapatillas de punta, cintas y elásticos cortados con trincheta o arrancados de cuajo (¿con los dientes?), revisar varias veces lo que se dejaba en el vestuario antes de usarlo: cuestión de vida o muerte. Todo con una sonrisa, manteniendo las formas.
¡Las madres de las compañeritas! Generosas al punto de viajar desde Loma Hermosa con una enorme caja de bombones para celebrar el cumpleaños de su vástaga con todo el curso:
–Vos no, hija, vos no, que tenés que cuidar la figura –sottovoce, luego giro y voz en cuello–. Agarrate los que quieras, corazón, si los traje para ustedes, ¡aprovechá que esto es canilla libre!
La disciplina. Onceañeras despertadas a las cinco y media de la mañana seis amaneceres por semana porque se habita en La Plata. Apenas infantes, viajan solas, estudian en plazas, hacen tiempo en cafés. Pasan la mayor parte de sus vidas solas, gregarias, como lobas al acecho: del triunfo, del éxito. Autosuficientes antes de tiempo. Esfuerzos, sacrificios: cogollos de mujeres.
Ana Ojeda
Buenos Aires, EdM, junio 2016
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