Es una banda dedicada a la producción y venta de fotos para pedófilos. El cura del pueblo consigue los chicos en el internado que tiene a su cargo, otro encuentra las casas que sirven de escenario, una docente hace jugar y desvestirse a los pibes, todos varones de entre siete y diez años, un fotógrafo toma las imágenes y otro se ocupa del comercio. Cada uno se dedica a lo suyo, sin interferir en la tarea asignada a los demás. Y en esa especialidad se inventan moralmente a salvo y se justifican, porque los chicos –piensan- simplemente juegan desnudos sin que nadie los toque, porque nadie sabe qué hace el cura antes y después, porque ellos sólo fabrican lo que otros compran, no inventaron la demanda ni tampoco el valor que se le concede a las imágenes.
No es la primera vez que Martín Kohan arremete en sus novelas contra ese tipo de justificaciones que embargan la buena consciencia de la sociedad argentina. En Ciencias morales (2007) la preceptora de un colegio espiaba a los estudiantes en el baño porque estaba convencida de que su deber consistía en vigilar y que no había otra razón ni moral que su deber, o en Dos veces junio (2002) donde un soldado en tiempos de dictadura se preguntaba a qué edad se podía empezar a torturar a un chico, muy preocupado por hacer bien su trabajo, no en discutir la maquinaria de la que formaba parte. Para ellos también el todo está exento de cuestión, se llame escuela, patria, iglesia, o lleve el nombre de cualquier otra empresa. El asunto estaría en preguntarse si la sociedad comparte algo de ese rigor, si estamos realmente lejos de seguir una disciplina semejante. A veces parecería que no, si pensamos en esos casos en que se da por sentado, por ejemplo, que cada uno aspira a vivir en un mismo tipo de país y que los escollos para lograrlo se resuelven “mirando hacia adelante”, como si todos nos enfrentáramos a circunstancias idénticas; o cuando se dice que lo que importa es que las cosas funcionen, no de qué manera ni a qué costos ni por qué. No es que impere la idea de que “el fin justifica los medios”, es mucho peor, están obturadas las discusiones sobre el “fin” y los “medios”, lo que impide pensar que podría haber otros.
Fuera de lugar no es, sin embargo, una novela temática, no es una novela sobre la pedofilia en Argentina, un problema alarmante, sí, y que no ha dejado de crecer con las redes sociales de internet. Pero restringir la lectura a un tema, además de arrinconar al lector en el consuelo de un deber, le resta potencia a esta novela que está construida en forma de espiral: porque la banda sumará innovaciones a su estrategia de producción, aparecerán otros empleados y nuevas maneras siniestras de esclavitud, empresas familiares, pequeños emprendedores, amas de casa obnubiladas en la salvaguarda de sus intereses, pueblos de distintas partes del país, otros empleadores, diferentes negocios que atraviesan la trama social. Y el eje de la espiral insistirá en mostrar a cada personaje cumpliendo a rajatabla con la parte que le toca, su deber. Nadie está a salvo, ni siquiera el lector. Una lectura temática podría creer que lo “fuera de lugar” alude solo a las aberraciones de lo delictivo; la novela, sin embargo, está lejos de conformarse con eso, busca más y lo consigue, hace que cada situación también quede expuesta “fuera de lugar”. La elección de Kohan es una manera de entender la literatura, descolocar lo que vemos para que pueda ser visto como en una primera vez. ¿Por qué no darnos esa posibilidad? No se escribe ni se lee para confirmar lo que pensamos y lo que creemos que somos, sino para dejar “fuera de lugar” esas certezas.
Hay una escena que condensa la decisión de esa búsqueda, y la novela la ubica en un momento por demás incómodo, en el descubrimiento del fotógrafo acerca de qué es lo que debe captar en sus tomas. Y a esa incomodidad añade otra, porque es la docente quien lo ayuda en ese derrotero, valiéndose de lo aprendido sobre semiótica en uno de los cursos de perfeccionamiento docente. El descubrimiento comienza con dos fracasos –el primero fue fotografiar a los chicos pensando en lo obsceno, luego tratando de capturar su inocencia– hasta que la teoría le hace ver las ventajas de la síntesis: no se trata de lo uno ni lo otro por separado sino de superponer ambas miradas. Es decir, fotografiar “la pista de una mala intención, pero en un nene”. La escritura de la novela se construye de manera análoga, y así consigue el “fuera de lugar” para no coagularse en un tema ni en el género del policial negro. La narración no se detiene, avanza poniendo en juego esa síntesis, minando el desarrollo de la trama con informaciones que alimentan expectativas que luego derivarán hacia otras inesperadas, con la precisión del mejor policial, aunque el género sea apenas una parte de la espiral que lo recorre todo.
Cuando el lector cree que la historia tomará hacia un lado, o presiente que el relato ya lo ha descubierto todo, la narración se desvía hacia un curso inesperado. Sería desatinado explicitar más los detalles; digamos simplemente que un personaje va al casino, gana mucho dinero y al regresar a su casa se suicida. De haber perdido, su muerte encontraría al menos una explicación, pero el hecho de que haya ganado expande preguntas sobre esa muerte. Y el suspenso es un componente necesario en toda narración policial, pero, claro, Kohan no recurre a la cadena “va al casino, gana y se suicida” porque pretenda ajustarse al género, sino todo lo contrario, para no encerrarse en el género. Porque el mismo lector que presentía que la trama podría haber quedado demasiado expuesta es quien reconoce en esa secuencia un homenaje a Ricardo Piglia, a través de su lectura del cuaderno de notas de Chejov, un cuento que no llegó a escribir y en el que Piglia reconoce cifrada la intriga de todo relato clásico: un hombre va a al casino, gana un millón y se suicida.
Las decisiones necesitan de la distancia, si es que no quieren ser reacciones, y la distancia entonces se codea con la ironía. Kohan tensa esa cuerda con toda destreza. Por eso podría decirse que Fuera de lugar es una novela negra, siempre y cuando se la lea con la distancia que impida limitarla a un género y una temática. Semanas atrás, en una de sus columnas semanales en el diario Perfil (4-6-16), Kohan reflexionaba sobre las resonancias del término “derrame”, utilizado por políticos y economistas liberales para explicar que la propia dinámica del mercado haría que el crecimiento no se concentre en unos pocos sino que se expanda hacia los demás. Proponía simular un juego de asociaciones libres con “derrame” y encontraba vínculos inmediatos con “lágrimas” o “sangre”, pero no así, por supuesto, con “dólares”. Y se preguntaba cómo era posible que alguien encontrara tan directa y obligada esa asociación, y arriesgaba una respuesta: “Será porque no piensan en otra cosa”. El ejercicio recurría a la distancia, sacando “fuera de lugar” ese término; o mejor, devolviéndolo a su lugar, al lenguaje, que ya no podía permanecer idéntico después de la intervención de la ironía. La novela se comporta de manera semejante, pero no con una palabra y con los economistas sino con lo que se dice y da vueltas en una sociedad.
Miguel Vitagliano
Buenos Aires, EdM, junio 2016
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