ADELANTOS

Adelanto de Necias y nercias: “Perseverar” por Ana Ojeda


Cualquiera sabe qué quiere decir “inercia”, pero, ¿“nercias”, quién? Con la otra palabra del título es más fácil, todos saben aquello de “Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón…”, aunque en este caso, claro, las “necias” serían ellas. La clave del asunto está en la “y”, en la conjunción que todos conocemos y que pasa tan deslucida en los escaparates grandilocuentes de la vida doméstica, o domesticada, que recorre Ana Ojeda en los cuentos de libro. “Perserverar” también habla de ese asunto, y de perros, y de piletas…

I.

Aparece primero uno marroncito claro, fajado con un arnés que lo sujeta por delante y por detrás de las patas delanteras. No lleva correa. Entra trotando solo, avanzando en autonomía y a buen ritmo por el sendero central de la placita hasta que se detiene –con la exactitud de lo arquitectado de antemano– sobre su zapato, que mea alzando una gamba. A partir de ahí, can que traspasa el vallado de la plaza se concita, como radarizado, sobre ese zapato. Se apura a mear a su vez. La dueña del calzado aúlla cada vez que sobreviene la evacuación, sin cambiar de lugar. Por nada del mundo abandona el banco de piedra que ha elegido esta tarde para sentarse a ver pasar las horas. Gritos desgarrados aturden la paz barrial de la placita, evidencia incuestionable de su odio al can.
      La coreografía se repite aceitada, una y otra vez. Primero: ingreso apurado y apronte de nariz para olida de meada ajena. Luego, culo que se arrima y alza cuarto trasero para la propia: señalizar territorio. Pronto aprende la perjudicada a prever cuando el perro ha decidido que es momento de territorializar. Ella lo identifica, lo elige para incorporarse con pavoroso rugido de fondo y, agitando sus extremidades, trepidando entera, se esfuerza por alejar a la bestia que, de pronto anoticiada de la existencia de un Otro, sigue su trote en dirección a la calesita.
      Varios pares de ojos auditan el apronte defensivo a la distancia, apoltronados en sus propios bancos de piedra, al sol. Comparten el placer del espectáculo y el gozo por el paso del tiempo sin un quehacer específico. Hasta que inopinadamente una, madre de dos (uno peludo medio feo, como fuera de proporción, el otro obeso y con excesos) se aproxima, mate en mano, paso cansado.
      –Perdoname, te pregunto: ¿cuál es el problema?
   La fórmula performativa busca amortiguar lo insolicitado de su interpelación. Además de cachivache, chusma. Su tono y actitud son dulces, su rostro en cambio parece desarreglado por un agotamiento muy total. A pesar de todo sonríe, aguarda respuesta. Chupa de la bombilla y la mira sin parpadear, como si dijera: Son perros, ¿qué querés? A la del zapato todo en ella le hace mal: su interés, su cansancio buena onda, su copadez de vecina piola, de alta vecina pegaste.


II.

Penetra primero uno marroncito, ojos achinados, pestañas curvas como bananas. Sujeto por un arnés que le llena el pecho con una X y expele de la parte posterior una correa con incrustación de tachas piramidales onda merchandising punk. Junto a él, su hermano, gordito mal distribuido, anteojos todo por dos pesos, exceso dental, fajado de manera similar. Las correas confluyen en la mano derecha de cachivache oxigenado con ojeras, mini de lamé y zapatillas, evidente que salió a las corridas. Revuelto gramajo en la terraza, ex esplendor de rulos devenido triste presente de barrio, umbría casita baja en domingo de lluvia.
      Rebasado el vallado de la placita, la pseudo rubia hace suelta de vástagos. Encomendándolos al libre albedrío, se pierde por el fondo, entre los bancos de piedra que flanquean la agonizante calesita con inflable y metegol. Monchi y Fruli revolotean, husmeando ángulos y contornos, disfrutando el pleno de posibilidades. La casi rubia suspira y se desinfla junto al buffet. Sólo resta esperar. Ensamblando una ristra de movimientos pequeños, quedos, apronta un mate y enciende un cigarrillo. Agite del contorno ante la posibilidad de mangazo. Regocijada por esa de pronto pequeña popularidad, ceba para los que se acercan y sonríe. El mate circula. Ella actúa un ella que no es, que deja afuera su mayor parte. No es ya de pronto la que cruzó el vallado de la plaza con sus hijos a cuestas, el rímel corrido y un aro menos, regurgitando escenas de la noche transcurrida en contra de su voluntad. Es otra ella, ahora. La impostura le hace bien.
      El sol le da en la cara, le pinta frente y nariz con un calorcito agradable y aplaca de a ratos el torbellino. La cháchara de la baqueana decrépita venida a degustar el mate la ayuda, también, a dejarse ir, fijarse en el ahora. Pobre mujer: pasea can nefando en ajado cochecito de bebé, de los antiguos, caños de metal y parasol con varillas. El bicho alimenta tumor gigante en la panza, pelota de handball que le cuelga entre las piernas como ubre (et orbi) desorientada. La decrépita vejez acompaña la desgracia del can sin que se le pase por el cerebro terminar con el sufrimiento del cuadrúpedo, encarnizada en una sobrevida rabiosamente medicalizada, que se traduce en jadeos y penosos gimoteos cuando posa con cuidado a la bestia sobre el pasto, justo donde se yergue, como árbol de cotillón el cartel que reza: “Prohibido el ingreso de perros al predio”.
      Al fin, la calesita abre sus puertas. Hace un rato que Monchi y Fruli se persiguen entre los arbustos, cansados de la monotonía del arenero: tobogán y dos hamacas. La rubia Mireya destroza la colilla con la puntita de su Nike limited edition, exhalando humo negro de cara al cielo. Ofrece otro mate. Siente nervios. Otea el horizonte y se manda. El calesitero la ve venir, mastica tutucas a la espera. Ahorrando gestualidad al máximo, chequea la pantalla del celular, que prende apoyando sobre ella el índice. Deja su huella digital dibujada en saliva y azúcar impalpable.


III.

Penetra primero una de piel casi transparente, surcada en toda su extensión por venas azules y en la punta, un matorral a la vez encrespado y dócil. Irónico. La proa conquistada por un balconcito con ruedas que chirría cada vez que la anciana lo empuja hacia adelante. A su lado, figurita repetida: espalda curva, complexión magra, pelo encrespado, balconcito. Avanzan pastoreados por una simpática con cara de enfermera o acompañante terapéutica, que viste uniforme lavanda y fuma mientras con el ojo que le queda ocioso relojea el movimiento de parroquianos masculino singular en las inmediaciones (no ve ninguno, putea para adentro). Avanza en estela de los viejitos y se apura a plantarlos a la entradita nomás, junto al arenero. Cultivan miradas vacías y un silencio que parece venir de lejos. El banco se orna con un balcón doble, que parapeta sus pequeños pies organizados en sendas alpargatas, agujereadas en distintos puntos más para acomodar los escarpados picos de falanges separatistas que por una cuestión de exceso de uso.
      Entre ellos no se miran. Prefieren entregar pupila al pasto, a los troncos que rayan el paisaje a algunos pasos, cruzando el sendero. Detrás de ellos, la pastora se acomoda para recibir el sol en la cara, aprovechar para eso al menos. Pronto se cansa y zarpa hacia el fondo, en busca de la calesita.


IV.

Todo es turquesa bajo el agua. La pileta, estanque climatizado para alimañas de gran tamaño. Seis andariveles, tres para el Equipo, dos para la Escuelita de Natación y el 4 en Pileta Libre. Allí se concitan las ballenas con aspiraciones. De entre ellas la reina es ventrudo coleóptero cyborg: pata de rana, manoplas, tablita de flotación, antiparras y cronómetro ornamentan el asiento que ha elegido para dejar toalla y chancletas. Llega sobre la hora y sin importar las declinaciones del contorno, zambulle la barba, desentendido del que estira musculación contra el borde de la pile. En seguida inaugura la reina coreografía de mariposa, con un estilo muy me estoy ahogando: espalda que apenas se yergue por sobre el líquido horizonte, brazos que aletean como claudicando bajo su propio peso, frente que quiebra cogote a fuerza de mirada al cielo, como si dijera: Qué tortura, dios mío. El resto del serrallo intenta colarse en los intersticios que deja el poderoso volumen del sireno, pero la mudanza constante de estilo lo vuelve bastante difícil. La ofuscación general se traduce en abandono del resto de los piletolibristas, que no ven contempladas sus necesidades de circulación y, o se apiñan detrás de ella en mariposa (a pesar de que avanza más lento que poni enano a la puerta del zoológico), o sufren su andar ligero cuando calza patas de rana. La mufa del otro es invisible a los ojos del vástago de Poseidón, que tampoco atiende a suspiritos ni miradas de recriminación de ninguna índole. Como si estuviera solo, como si fuera el único, persiste en su andar, atormentado, hacia adelante.

Ana Ojeda
Buenos Aires, EdM, Julio 2017
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