En el párrafo inicial de tu última novela, Mac y su contratiempo, están concentradas las palabras clave del libro. Es una síntesis perfecta de la historia de Mac pero también de los temas que suelen aparecer –no siempre en primer plano, aunque sí agitando la psicología de muchos de los personajes– en tus novelas. La novela comienza diciendo: “Me fascina el género de los libros póstumos, últimamente tan en boga, y estoy pensando en falsificar uno que pudiera parecer póstumo e inacabado cuando en realidad estaría por completo terminado. De morirme mientras lo escribo, se convertiría, eso sí, en un libro en verdad último e interrumpido, lo que arruinaría, entre otras cosas, la gran ilusión que tengo por falsificar. Pero un debutante ha de estar preparado para aceptarlo todo, y yo en verdad soy tan sólo un principiante. Mi nombre es Mac”.
Ahí ya están lo falso, la impostura, la incompletud, lo inacabado, el diario como género, el escritor debutante, la desaparición, muerte o suicidio, regresan. El tema nuevo es el central, el de la repetición modificada. Y eso también lo sintetiza muy bien Mac, cuando dice: “…la repetición es mi fuerte. O bien: la repetición es mi tema. O esto: Me gusta repetir, pero modificando. Esta última frase es la que se ajustaría más a mi personalidad, porque soy un modificador infatigable. Veo, leo, escucho, y todo me parece susceptible de ser alterado. Y lo altero. No paro de alterar. Tengo vocación de modificador. También de repetidor. Pero esta vocación es más corriente. Porque esencialmente somos todos repetidores”.
Así surge una terminología vilamatiana que puede crearse partiendo del prefijo in- que tiene dos sentidos en la lengua española: 1. Es la privación, la negación de algo; 2. Es hacia adentro, en el interior. Ambas definiciones son útiles para describir lo que parece ser la motivación de tu obra.
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Lo interrumpido o inconcluso. Mac ve en Macedonio Fernández al Duchamp de la literatura cuando dice que: “Museo de la novela de la Eterna es el libro incompleto por excelencia, pero no simula en ningún momento haber quedado inacabado. Es incompleto, porque esa es su propia naturaleza.” Lo inacabado es uno de tus grandes temas y en esta novela –alrededor de otro escritor, Malamud– se insiste en esa manía que tenemos los seres humanos por aspirar a la perfección, una manía tal vez inapropiada porque quizás lo sabio en nosotros tiene que ver con lo inconcluso a propósito.
EVM: Creo que nunca sabremos si “lo sabio en nosotros tiene que ver con lo inconcluso a propósito”, pero uno intuye que pensarlo –mejor dicho: sospecharlo– ayuda a ver el mundo de un modo más ajustado a la realidad. “Lo inconcluso a propósito” me recuerda a “Lunes”, un poema de Jaime Gil de Biedma que aparece citado en Dublinesca: “Pero después de todo, no sabemos / si las cosas no son mejor así, / escasas a propósito… Quizá, / quizá tienen razón los días laborables”. Por eso en Dublinesca se decía que quizá, quizá tenga razón Dublín que, comparada con otros lugares, es escasa deliberadamente. No sé, pero siempre me ha parecido que era mejor quedarse en la zona del discreto encanto de los días laborables, sabiamente grises a propósito.
La insensibilidad. En ese sentido, el personaje Ander Sánchez opina que lo peor para él son los fines de semana y las vacaciones, ya que se ve obligado a hacer sociales y detener su tiempo de soledad o escritura. Mac reflexiona sobre esa forma de los escritores de ausentarse por estar sumergidos en eso que sueles llamar “el planeta paralelo”, la literatura, y de ser solo de “capaz de sentir con la imaginación”, una descripción muy buena. Cuando ve a una chica llorando en la calle dice: “He empezado a verla como una persona admirable y hasta envidiable, porque sólo contaba con su vida y nada más, y quizás por eso sentía con tan verdadera fuerza su dolor, mientras que yo iba dibujando el humo de un mundo paralelo que me dejaba algo descomunicado de la vida real.”
EVM: A la hora de escribir, quizá guiado por mi propia naturaleza, siempre valoro más una relación fría y cerebral con el mundo que una emocional. El narrador que va en busca de unos determinados efectos sentimentales me parece un delincuente. Mi experiencia de lector –que me recuerda que lo que me está sucediendo a mí ya pasó en miles de ocasiones a otros y sin duda ha sido descrito antes por centenares de escritores– me ayuda a recordar que no soy el primero al que le sucede aquello en el fondo tan vulgar y tópico. Gracias a esa “conciencia literaria”, he podido alcanzar en ocasiones una cierta serenidad y cruzar casi indemne las situaciones difíciles de mi vida.
El incomunicado. Esos protagonistas tuyos que andan colgados por el mundo suelen ser tímidos, quedarse mudos frente a los demás, tienen dificultad para relacionarse, ansían poder comportarse como las personas “normales”, un término de comparación que usan muchísimo tus personajes: lo normal, cosa que ellos nunca se sienten. El caso más gracioso es el del protagonista de París no se acaba nunca cuando es invitado a la casa de Marguerite Duras. Pero también está el Mayol de El viaje vertical y el Enrique de Lejos de Veracruz. Todos los Bartlebys. A menudo les da culpa y vergüenza esa incapacidad, se sienten infantiles…
EVM: Si esos personajes tienen un componente infantil es porque todo lo observan, lo interpretan y lo leen sin prejuicios. El narrador de Kassel no invita a la lógica, por ejemplo. Es alguien que acude a la Documenta sin tener una sola idea previa de quienes son los autores invitados y qué han hecho antes. “Hay que lavarse los ojos después de cada mirada”, dice un haiku japonés. Mis avatares se presentan ante las cosas con los ojos siempre recién lavados y como si fueran a verlas por primera vez: de hecho, suelen verlas por primera vez. Si al avatar de Kassel no invita a la lógica le gusta todo lo que ve no es porque haya tomado una pastilla euforizante, sino porque para sobrevivir –para aguantar cinco días allí en aquella ciudad en la que no conoce a nadie ni cree que vaya a conocer a nadie nunca– necesita sentir en él esa especie de “impulso invisible” que ha encontrado en una obra de Ryan Gardner y que va a servirle para no desalentarse a lo largo de toda su estancia en Kassel y para verlo todo con el asombro del que ve el mundo por primera vez.
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La insignificancia. Lo intrascendente. “Viéndome sentado, tan modesto y mínimo… he recordado que en los libros ciertos personajes mínimos y hasta bastante sencillos perduran a veces más que ciertos héroes espectaculares. Pienso en el gris y discreto Akaki Akákievich”. Tu obra, de algún modo, es un homenaje al Hombre Pequeño de la literatura, y un par de esos hay memorables en, por ejemplo, tu novela Impostura. Kafka, Beckett, Bernhard, Malamud, Walser, el Bartleby de Melville, el Wakefield de Hawthorne, el Akaki de Gogol te atraen muchísimo. Todas esas narraciones recurren mucho a la palabra “insignificancia”. ¿Tenés alguna teoría de por qué son tus predilectos?
EVM: Recuerdo que de Kafka dijo Bolaño en uno de esos días en los que estaba tocado por la luz de Blanes: “La de Kafka es la literatura más esclarecedora y terrible (y también la más humilde) del siglo XX”. Tras esa declaración de principios está la sospecha de que –lo diré con las palabras del último McEwan en Cáscara de nuez– toda la literatura, todo el arte, todo el esfuerzo humano, puede que no sean más que una mota en una multitud de universos reales y posibles.
Lo íntimo. “Esto es un diario, es un diario, es un diario. Y también es una reivindicación secreta de la “escritura de literatura”, esa afirmación de Mac se relaciona con la figura del pequeño hombre gris: alguien que parece diminuto pero es enorme en cuanto personaje. Mac opina que el diario, por ser privado, es un género menor y permite incluirlo todo, lo más ordinario e ínfimo, pero asimismo eso lo vuelve mayor, relevantísimo, porque es donde se vuelca lo más personal del autor, donde la escritura es realmente literatura, la esencia de la literaturidad. Mac le explica a Carmen que escribe un diario porque “deseo escribir en total libertad conmigo mismo. Aun así, a veces en el diario, me dirijo a un hipotético lector que no busco, pero al que hablo sin darme cuenta.” ¿Cómo es ese lector para Mac? ¿Es el mismo para Vila-Matas?
EVM: Creo que Mac, como buen debutante, tiene miedo de lo que suceda cuando lo lean y decide que nunca dará a nadie aquello que escribe y así podrá sentirse libre, absolutamente libre, para decir lo que le venga en gana. Y creo que, sin haberlo previsto, lo que le sucede es que no puede evitar a veces dirigirse a alguien que no es él: como si el instinto de vivir en sociedad y tener alguien que le escuche se infiltrara en su búsqueda de la necesaria soledad para escribir. Es posiblemente su particular descubrimiento de una necesidad que tuvo que estar ya en el primer relato oral: la vieja y cordial, quizás dolorosa también, necesidad de comunicarse.
Lo inescrito. Mac dice que “Escribir es dejar de ser escritor” y que “con intención literaria nunca escribí nada hasta hoy”. ¿Se refiere a que el verdadero y único momento en que un autor es escritor es cuando trabaja con el material de forma íntima? ¿Y deja de serlo cuando lo publica, va a charlas, firma ejemplares? ¿O que la literatura y el escritor son el estadio previo al acto físico de la escritura, están en el pensamiento?
EVM: Bueno, me acuerdo de que cuando tomaba anfetaminas en París, hacia 1975, todo lo que pensaba nunca llegaba a decirlo, por el simple hecho de que ya lo había pensado, y eso para mí era suficiente. Pero ese egoísmo de no soltar palabra quedó atrás muy pronto. Desde hace años, el autentico momento de escritura tiene lugar lógicamente cuando estoy escribiendo, tanto si estoy en el borrador como si me dedico a corregirlo en busca del texto definitivo. La frase “Escribir es dejar de escribir” la coloca Mac en su diario muy tempranamente. Luego cambia ligeramente y dice (acertando más en lo que buscaba decir): “Escribir es dejar de ser escritor”. Esta es una frase relacionada con la necesidad de recordar que no basta con escribir para ser escritor. Es algo que explicó muy bien Truman Capote cuando contó que un día comenzó a escribir sin saber que se había encadenado de por vida a un noble pero implacable amo: “Al principio fue muy divertido. Dejó de serlo cuando averigüé la diferencia entre escribir bien y escribir mal; y luego hice otro descubrimiento más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil pero brutal”.
La impostura. Esa idea de Capote, que tiene que ver con una especie de servilismo gozoso hacia la escritura, también está muy vinculado a los autores que nombramos antes y aparece muy fuerte en una de tus novelas, para mí, más geniales: Impostura. Lo falso, la falsificación son términos que usás permanentemente, que va de la mano del afán detectivesco de tus personajes. Algunos de ellos –como Mac– buscan la literatura para salvarse de una vida que pudo haber sido estrepitosamente gris en el aplastado mundillo burocrático, oficinístico, mercenario. Sin embargo, no se salvan del todo: lo que los persigue es la mirada acusadora de sí mismos porque se ven como advenedizos de un saber adoptado pero no auténtico, temen ser descubiertos en su verdadera identidad, por eso se la pasan espiando y desertando.
EVM: ¿Y quién no teme ser descubierto? Sólo los tontos no tienen ese temor. Durante años soñé que había matado a alguien. Era un alivio despertarse y ver que no perseguían por aquello. Pero sigo teniendo miedo a ser descubierto.
La inquietud. Por todo eso, además, tus personajes se la pasan yendo de un lado a otro sin parar. Uno de los relatos más hilarantes en ese sentido es “La hora de los cansados” de Suicidios ejemplares. En esa movilidad, el taxi y el diálogo con el taxista es un elemento que reaparece cada vez. Y te gusta la topografía del barrio, el peripatear como mecanismo para pensar. Sobre todo ligado a la escritura de un diario, en el que se puede volcar –según Mac– todo. ¿Caminar, errar, es una fuente para la creación en Vila-Matas como dice Mac? Así parece sobre todo en Dietario voluble o en Desde la ciudad nerviosa.
EVM: No hay nada que muestre mejor los caprichos de la imaginación como caminar sin compañía. Al cambiar de lugar, modificamos nuestras ideas, hasta nuestras opiniones y sentimientos. Recientemente estuvo por Barcelona el magnífico Teju Cole (Ciudad abierta, editorial Acantilado) dio una vuelta por mi barrio y hablamos de esto –él es un consumado paseante– y también de lo curioso que resulta ver que la manera más natural y primitiva de desplazarse pueda convertirse en la actividad más luminosa, pues tal vez sea una actividad tan creativa porque tiene la velocidad humana. Y sí. Me gusta la topografía del barrio. Sucede que en Barcelona viví de 1977 hasta 2010 en una zona a la que le faltaba la estructura de barrio. Al trasladarme al Coyote, recobré la agradable infancia, vivida a fondo en el barrio del Paseo de Sant Joan. Es posible que la novela, sin haberlo previsto, celebre ese reencuentro con la vida de barrio.
Lo infraordinario. Una frase de Agatha Christie citada por Mac (“No tiene la menor importancia, por eso es tan interesante”) refuerza toda esta idea que parece ser la tesis de la novela: lo incompleto es mejor. De hecho Mac dice que los párrafos perfectos no perduran porque solo son lenguaje. Me recordó a Perec con su idea de que escribir es “Interrogar lo habitual. Interrogar aquello que parece haber dejado de sorprendernos para siempre”, lo infraordinario.
EVM: Coincido con Perec y con Agatha Christie. “No tiene la menor importancia, por eso es tan interesante”. A veces es tan poco importante que ni lo vemos. Pero la literatura puede sacarlo a la superficie. Mientras escribía Mac, me he encontrado con situaciones inesperadas en las que afloraba algo que estaba ahí, que estaba en el cuadro, pero que no había visto. Eso me recuerda que, andando con Teju Cole por mi barrio, por el Coyote, me contó que está trabajando en un libro de fotografías y textos donde tratará de interrogarse acerca de aquello que no vemos en las imágenes, aquello que es real, que está ahí, pero que no alcanzamos a ver, lo que no tiene importancia, lo que generalmente no se anota y apenas se nota o no se nota nada, “lo que no tiene importancia, lo que pasa cuando no pasa nada, salvo tiempo, gente, autos y nubes” (Perec).
Lo incomprensible. O el malentendido. Muy en esa línea, has dicho otras veces: “Me atrae lo que no entiendo; si lo entiendo, lo abandono corriendo”. Está muy presente en vos la idea de que a menudo entendemos mal y leemos distorsionado tanto los libros como la realidad, o podemos ver las películas cientos de veces sin comprenderlas. Mac entiende mal muchas cosas, pone una cita de M. Duras en boca de N. Sarraute, por ejemplo, lo que hace que sea un narrador muy poco fiable. ¿Recordás casos que te hayan impactado de narradores no fiables o, por el contrario, súper fiables en la obra de otros autores?
EVM: Un caso de autor absolutamente fiable es Kafka, que es alguien tan fiable que a veces, a través de la ficción (todo un virtuosismo involuntario), nos muestra, sin reservas, la verdad desnuda, la verdad que nos resulta más insoportable y que contiene en sí misma una paradoja imposible de superar: de cómo alguien es educado para aceptar que lo que parece fuera de lugar y ridículo e increíble, y muy por debajo de la dignidad y de los intereses de una persona, es de hecho lo que está sucediéndole a uno; que eso que se sitúa por debajo de nuestra dignidad resulta ser nuestro destino… Y un caso de autor nada fiable –pero, con todo, muy atractivo, netamente seductor– es el narrador de Pálido fuego, de Nabokov.
La ignorancia. Si no entendemos, no sabemos. Muchos de tus personajes están obsesionados con su supuesta ignorancia en materia de arte, literatura o cultura. Se debaten entre el lamento por no tener una educación formal y el desprecio hacia los que la tienen porque se atiborraron de conocimientos pero no saben nada de la vida en sí. “Tal vez la mejor preparación para sobrellevar la vida es aprender que vivir es asistir a una sucesión de despedidas, de rupturas, y no otra cosa”, dice Mayol en El viaje vertical. Uno de tus autores preferidos, junto con Kafka, es Robert Walser y especialmente la novela Jacob von Gunten, “en ella se retrata la vida en el instituto en el que estudió como el lugar en el que se enseñaba a obedecer y en el que se fabricaban ceros a la izquierda, listos para resultar insignificantes en la vida”. ¿Podés desarrollar un poco más toda esta idea alrededor del saber que aquí Mac define como el “discreto saber”?
EVM: Pound habló de un saber discreto, nunca dicho del todo, ligado a la perspectiva, al detalle, ligado a un modo de leer lo que escriben los demás sabiendo que se puede modificar. Esa clase de lector, vino a decirnos el imprescindible Piglia, es el que lee los escritos ajenos como si fueran propios y pudieran siempre ser mejorados; no es un crítico en el sentido estricto, más bien es il miglior fabbro (así llamó Eliot a Pound), es decir, el mejor forjador del hablar materno; “il miglior fabbro del parlar materno”, dice Dante en el Purgatorio. Ese mejor hacedor es un experto conocedor de los artificios del arte. Todas nuestras escuelas de letras deberían crear, de vez en cuando, algún lector modesto y exquisito de ese tipo: alguien cómodo en la sombra, con una sabiduría discreta a lo José Bianco, por ejemplo; alguien a quien pudiéramos recurrir, porque tendría todas las respuestas, quizás porque él para nosotros sería la literatura misma.
La invisibilidad. El deseo de fugarse parece tener un doble sentido: si uno se funde en el planeta paralelo de la literatura donde uno ya no es uno, se vuelve intocable, se está a salvo, se es en otro lado, se es otro, un desplazado (como las figuras de los clochards en las que suele verse multiplicado Mac). Y también desaparecer, además, es huir del “vecino” –odiador, crítico, delator– en su vida real fallida sin pasado y sin futuro. En esa encrucijada, antes que ser descubierto, el personaje prefiere ser un homeless errante, morir o suicidarse, pero finalmente opta por viajar, que es otra manera de irse (“morir”), cambiar de piel, de paisaje, es perder países para deshacerse de identidades. Por eso la figura de Ulises y de Robinson Crusoe son recurrentes, solés citarlas mucho y vuelven con Mac.
EVM: Debe de ser extraordinario –y me parece que está a nuestro alcance cuando queramos– dar un fuerte portazo y decir adiós a todo eso, ahí os quedáis. Pero con el tiempo he descubierto que el mejor modo de dejar el país natal es quedarse.
Lo infatigable. Lo incesante. Una de las características de tu literatura es la de esconder capas y capas de referencia a otros autores y libros, de modo que si uno excava, encuentra restos arqueológicos literarios todo el tiempo. Tenés un Troya libresco hundido en tus páginas. En Mac más que nunca, no sólo hay capas, hay un encadenamiento de referencias en espejo: Mac quiere imitar a Walter, el personaje de Sánchez, que a su vez creó su libro de relatos bajo la huella de otros autores que va nombrando como maestros del cuento, pero que a su vez replica la temática y la estructura (en parte) de un antiguo libro de Vila-Matas, Una casa para siempre. Y mucho más.
EVM: He tratado de llevar a cabo, por así decirlo, un experimento divertido, gozoso, cargado de alegría; algo que ya no se da mucho en la literatura y sin lo cual todo pierde significación en el mundo del arte. He querido redescubrir el humor de la forma novelística. Dicho de otro modo: la novela como gran juego. Mi idea es continuar por aquí. Será una buena señal si lo logro, porque querrá decir que no me han vencido y mantengo mi estado de buen humor.
Lo insólito. Justamente, el humor es clave en tu obra, es una de las cosas que te la vuelve única porque en ella se combina el saber culto con situaciones o conversaciones disparatadamente sencillas. En Mac hay escenas barriales y domésticas desopilantes. Sin embargo, los autores que más te han desvelado son serios, oscuros, aunque profundamente irónicos: Kafka, Walser. ¿Cómo ves esa relación?
EVM: Kafka leía a Walser en voz alta a sus amigos y no paraba de reírse. Walser hablaba, escribía, tan en serio que si Kafka en esas ocasiones no hubiera dispuesto de su risa habría quedado muerto allí mismo en el centro del salón, imagino que se habría quedado inmóvil viendo pasar un tren, rígido de golpe; habría de algún modo escenificado la misteriosa frase suelta que abre sus Diarios: “Los espectadores se quedan rígidos cuando pasa el tren”. Obviamente, el tren es el tiempo que siempre nos priva de la comprensión de su forma. Quizás por eso es inevitable que cuando lo vemos pasar nos pongamos rígidos mientras lo observamos: penúltimo signo de una penúltima resistencia; la última concierne al territorio de la risa.
Mariana Sández
Buenos Aires, EdM, julio 2017
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