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Sin habitación propia, de Eduardo Berti


unca tuve lo que se llama una “habitación de escritura”. O, mejor dicho, aun cuando alguna vez la tuve nunca logré que funcionara rigurosamente como tal. Durante casi una década, entre mis veinte y treinta años, me gané la vida (y, más que eso, disfruté y aprendí mucho) trabajando en distintas redacciones periodísticas, sobre todo la del entonces flamante diario Página/12 de Buenos Aires, donde tuve la buena suerte de estar rodeado no sólo de excelentes periodistas, sino también de brillantes escritores de toda clase: reconocidos como Juan Gelman u Osvaldo Soriano, más o menos en ciernes como Martín Caparrós, Marcelo Birmajer o Rodrigo Fresán, secretos como el aún inédito Salvador Benesdra, de culto como Miguel Briante y muchos más –hombres, en su mayoría–, desde Enrique Medina a Antonio Dal Masetto.
    Para calmar mi deseos (o mi vanidad) de escribir, lo más común era que cada dos por tres me escabullera de la redacción a algún café de la zona, casi siempre con el pretexto de una entrevista o una valiosa información. No era recomendable ir al bar de la esquina (el que Soriano apodaba “la mueblería” porque, sí, parecía un negocio de venta de feos muebles como tantos otros en la misma avenida Belgrano), era mejor buscar un sitio más oscuro y menos frecuentado por los colegas de la redacción. En cualquier caso, mis lugares de escritura eran a tal punto los bares que me fui acostumbrando a ellos —para horror de quienes ven a los escritores de café como ingenuos postulantes a una bohemia ilusoria— y, cuando ya no frecuentaba redacciones, cuando ideé otras formas de ganarme el pan porque ya no disfrutaba como antes con el periodismo, si bien monté en mi casa de Buenos Aires un “cuarto de escritura”, éste terminó cumpliendo más bien funciones accesorias: alojar buena parte de mis libros o esconder ese horrible objeto que era mi primera computadora, tan alejada del diseño delicado y casi invisible de las portátiles de hoy.
    Suelo escribir a mano en pequeños cuadernos que caben en algún bolsillo. Tarde o temprano, vuelco eso en la computadora de turno, imprimo en letra grande si me sobra tinta y papel o en letra más apretada si ando en aprietos de dinero y sigo corrigiendo en la página impresa, con bolígrafo azul la primera vez, con rojo o verde si emprendo nuevas lecturas. Hay ligeras variantes, claro. A veces escribo tan sólo en las carillas impares (a la derecha del cuaderno) y reservo las pares para enmiendas, variantes o agregados, por ejemplo. A veces llevo dos cuadernos a la vez: uno para escenas largas, otro para fragmentos o apuntes aislados que seguramente emplearé. Lo invariable es que me cuesta trabajar en un lugar fijo. ¿Para qué echar una especie de ancla cuando uno puede navegar? Incluso cuando me tienta escribir en casa, cosa que también ocurre, no tengo empacho en hacerlo en la bañadera, en la cama, en un sillón o en la mesa de la cocina.
    Escribí gran parte de “Todos los Funes” en unos largos viajes en tren que debí emprender por entonces. El movimiento me resultó especialmente inspirador.
Escribí gran parte de “La mujer de Wakefield” durante una serie de viajes/escapadas a Montevideo. Era primavera, verano u otoño; hacía, casi siempre, buen tiempo. Yo caminaba por las calles, armaba una o dos frases en mi cabeza, me sentaba en cualquier lugar (en bancos públicos, recuerdo), apuntaba esa frase y seguía caminando. Tiempo después leí que a Chico Buarque le gustaba (tal vez le gusta todavía) componer así canciones.
    Sé que muchos escritores no podrían trabajar sin la “room of our own’ de la que hablaba Virginia Woolf (“una mujer, si quiere escribir ficción, debe tener dinero y una habitación para ella sola”). Yo he descubierto que el ruido compacto de un bar, del tránsito urbano o del rumor de un tren u otro transporte público me distrae menos y estimula más que la voz clara y puntual de un vecino. Es como con la música de fondo: imposible escribir si hay un cantante o la presencia “muy cantante” de cierto instrumento solista.
    Este texto, por ejemplo, lo empecé a escribir en un rincón del Paseo del Prado, no lejos del museo del mismo nombre, en Madrid, y lo terminé en mi casa, con la computadora sobre las rodillas.

Eduardo Berti (Buenos Aires / París)
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El espiritismo y Conan Doyle, por Eduardo Berti


Conocido sobre todo por las historias protagonizadas por el detective Sherlock Holmes y su inefable asistente Watson, el cuentista y novelista Arthur Ignatius Conan Doyle (1859-1930) siempre tuvo un interés especial por los hechos sobrenaturales. Se sabe que creía en los fantasmas y en el más allá (a diferencia de su racional Sherlock) y muchos de sus biógrafos lo han pintado como un hombre demasiado crédulo. En cuanto a sus “ghost stories”, figuran entre las más destacadas del periodo victoriano y constituyen una notable excepción a ojos de muchos críticos para quienes, en líneas generales, los escritores convencidos de la existencia de aparecidos y otros fenómenos paranormales son los que paradójicamente han escrito las obras más fallidas y menos verosímiles.
    Conan Doyle –según se cuenta- se hizo amigo del famoso mago Harry Houdini convencido de que éste realmente tenía poderes sobrenaturales, y de nada sirvió que el mago arguyera que sus trucos no eran más que ilusiones ópticas. En 1893 adhirió a la Sociedad para la Investigación Psíquica, también integrada (entre otros) por el filósofo William James, hermano del escritor Henry. Años más tarde, Doyle anunció públicamente su adhesión al espiritismo y, al mismo tiempo, cayó rendido ante las fotos de fantasmas que por entonces exhibía William Hope (1863-1933), un controvertido medium y ex carpintero que, alrededor de 1905, fundó un círculo de fotógrafos de espíritus denominado Crewe Circle, grupo que llegó a contar con la participación del arzobispo Thomas Colley.





En 1922, ya mudado Hope a Londres, las fotos del Crewe Circle fueron investigadas por un tal Harry Price, en representación de la Society for Psychical Research (Asociación para la investigación de lo psíquico). El señor Price no tardó en concluir que William Hope y sus socios colocaban placas de cristal con el objeto de obtener en sus fotos unos efectos fantasmagóricos tan inquietantes como espurios. Pese a ello, el propio Price no pudo evitar ser fotografiado por Hope junto con su “aparición amiga”. Este es el retrato:





Otro dato llamativo es que Hope continuó trabajando y exponiendo sus fotos de fantasmas hasta el día de su muerte, el 7 de marzo de 1933, y que, pese al dictamen de Price, Conan Doyle no dejó de creer en las autenticidad de las fotografías de Hope. Pero lo más curioso tal vez sea que, casi al mismo tiempo, alrededor de 1920, Conan Doyle se vio envuelto en otro episodio también ligado a unas fotografías y que hoy se recuerda como el caso de las hadas de Cottingley. Dos niñas (Elsie Wrigth, de 16 años, y Frances Griffiths, de 10), conmovieron al mundo cuando mostraron varias fotos donde supuestamente aparecían unas hadas. Maravillado, Conan Doyle realizó una investigación tendiente a demostrar la existencia de estos seres. El libro se llama “El misterio de las hadas” (originalmente The coming of the fairies, 1923).
    Varias décadas más tarde, ya octogenaria, Elsie confesó en una carta que las fotos eran falsas, un montaje hecho con recortes periodísticos. Lo ocurrido se había escapado de sus manos. No habían imaginado que los adultos les creerían de tal manera.
    El mismo Prince que desenmascarara a Hope llegó a afirmar que Conan Doyle era “un gigante intelectual con corazón de niño”. Lejos del sentido común de su Sherlock, para quien era “un grave error teorizar antes de poseer datos científicos”, el gigante ingenuo no abjuró de sus creencias y allá por 1926, poco antes de morir, completó una “Historia del espiritismo”.

Eduardo Berti (Buenos Aires)

Más información y más fotos:
https://www.prairieghosts.com/hope.html
https://www.flickr.com/photos/nationalmediamuseum/sets/72157606849278823/
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