APUNTES

Qué significa morir, por Laura Klein


Hubo un momento en que esa pregunta irrumpió por primera vez y, sin embargo, olvidamos esa escena que tan presente se nos impone. ¿Será la resignación de querer que creer que todo lo que hubo es lo que hay, que no hubo más? Como en cada uno de sus poemas y ensayos, Laura Klein se acerca allí, donde parece que no se ve nada. Así lo hace en Vida interior de la discordia (el Premio Boris Vian en 1994), en A mano alzada (1986), en Bastardos del pensamiento (1997), como en los ensayos La filosofía no consuela (1996) y sobre el problema del aborto en Fornicar y matar (2005), entre otros.

A Paula Resnizky

Es mi aspiración en estas pocas páginas recuperar para el lector el pasado, sino la memoria, de un enfrentamiento decisivo para nuestra condición humana. Los nombres que han tomado los contendientes son diversos, pero el modo en que se ha narrado el acontecimiento es siempre uno solo: la perspectiva del vencedor.
   Llámense Dios y la Serpiente, o con los nombres bajo los cuales las hayan conjurado o conocido las distintas tradiciones, la animadversión milenaria entre estas fuerzas ha forjado nuestras mentes y mellado nuestros corazones. Pero como no quiero agregar a este mundo plagado de documentos y emociones otro legajo más, voy a descerrojar las lecturas de la Biblia, el único texto de que disponemos para asomarnos a ese momento cúlmine.
    Porque no sólo hay puja entre esos dos principios, sino que la victoria (contada para gloria de Dios) no permite leer ni siquiera el texto. En este caso, al comienzo, aun antes de la llamada Caída, fue cuando, frente a la deriva incontrolada de los acontecimientos y entre dichos y desmentidas, se tomó la gran decisión sobre nuestro destino.
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APUNTES

Sobre El cansancio de los hijos de María Mascheroni, por Laura Klein


Muchos no han comenzado aún a ser lectores de este libro al que los quiero invitar. Por eso, y sólo por eso, quiero comenzar diciendo que El cansancio de los hijos no refiere a los padres. No se trata de hijos cansados de ser hijos, de hijos que quisieran emanciparse de esa condición o liberarse, directa o indirectamente, de sus padres. Tampoco de padres cansados. Es una expresión compacta, que no se puede descomponer en una sensación (espiritual o física, con extensión animal) y un sujeto humano universal. 


 “Cansancio de los hijos”. El lenguaje no nos deja decir todo junto, pero a veces, bajo la presión empeñosa de la escritura poética, permite avizorar una babilonia más orgánica que este gran caos de significaciones hacinadas una al lado de otra, exteriores entre sí, obligadas a precipitarse en explicaciones. 

En Tiempo Cero, hay un cuento de Calvino donde los pájaros son un error en la evolución, una irrupción a destiempo, un lapsus en medio de la causalidad. Todo el libro de M. Mascheroni bordea e investiga con perplejidad ese desajuste o esencia de la vida que en el anteúltimo poema encuentra su origen en un olvido, una distracción: “Los depredadores se olvidaron en la cima / un error de mecanismo suspende en picada el descenso… Así fuimos despreciados / elegidos para no morir durante dos inviernos”. 

“Cansancio de los hijos” menta la agitación silenciosa de las células que avanzan hacia su incierta culminación. Ese esfuerzo: “todo eso todo eso sólo para volver a comenzar / entre tumores y milagros / la inveterada la empeñosa vida”. Azorada, la voz confirma que seguimos vivos y que nada justifica ese error. Del cansancio al desconcierto. Las criaturas en las cuales no se ha apagado el instinto o la voz de dios, corren otra suerte –no más feliz sino menos aleatoria. Sin embargo, metódica, loca, insistentemente, esas criaturas son convocadas para comprender a dónde ir; porque “Sólo los hombres permanecen inmóviles innumerables días con sus noches y quieren vivir”. 

Y quieren vivir. 

Los animales han entrado a la literatura de diversas maneras. 

En las fábulas donde son protagonistas, los personajes tienen cuerpo de animal y conciencia humana. Puede ser una explicación mítica de la manera en que las cosas llegaron a ser como son. En el símil animal se describe su comportamiento considerado típico suyo y lo demás no interesa. 

El cansancio de los hijos no es un encuentro romántico con el animal. Es un encuentro de otro tipo. No son los pájaros, sino lo pájaro –el viaje, el cruce, el pasaje-: lo único que aparece de estos pájaros es morir. Objeto de interés más que de afecto. Observación de la agonía. Los pájaros como cuerpo propio, en la agonía, de una vida que no se puede enterrar. 

“El pájaro es una interrupción, otra la muerte”. 

¿Cómo vuelan? 

“Pueden verse cientos miles de patas encogidas y de espaldas / surcar cada día la mañana”.

Vigilancia sobre el detalle de la vida. Vigilancia sobre el detalle de la vida que se apaga. De la vida que no se quiere apagar. De la vida indiferente a la mirada que vela. 

Un árbol no construye sus ramas y hojas ni un pájaro sus plumas y pico. Empero, Mascheroni inquiere en esas lejanas formas de la vida para descubrir el mecanismo de la nuestra. Y nunca se queda en la reflexión; con todo lo interesante que es, podría sacarle usura pero no; no es que se aburre, se va a observar para no descansar en lo humano. Porque el animal tiene que actuar, acecha la caída, la respiración, el corte de la vida, el no va más del pasto y la comida. 

 (¿Alguien vio alguna vez a un ser vivo tratando, inmóvil, de seguir viviendo? Eso no se olvida. Queda al fondo del ojo como una espina para el futuro sobreviviente. 

Seriedad del cuerpo enfermo. 

Cada célula ocupada en sobrevivir. 

Esto es lo que observa la hija –con curiosidad, meticulosa, expectante. 

No huye. También el amor es crueldad. 

¿Alguien observó cómo en ese cuerpo que intenta juntar sus células para seguir viviendo no hay tiempo para las convenciones?) 

 “Y las flores muestran su obligada manera de nacer”. 

Ciclos o naturaleza, cada cual obligado a hacer lo único que sabe hacer, que puede hacer: envejecer, unos, florecer, otras. 

Una y otra vez, María nos enfrenta, implacable, a la “zona que la cámara no capta”. La pared, la obstrucción, se alzó justo cuando empezaba a sonar “una aterrada canción de cuna”. En esa secuencia ínfima, puede condensarse el espíritu de El cansancio de los hijos. Ningún nudo se ata al cuello del dolor. Gritos no se arrastran ni presumen: deletrean g-r-i-t-o-. 


Si no mueren en el cielo, el que surcan todas las mañanas, y no se encuentran sus cuerpos muertos en los adoquines ni en las veredas del alba, dónde sucede ese acontecimiento que en los seres queridos vigilamos al detalle y sin pudor? 

 Perdido el referente, árboles y pájaros suplen la falta de idea de cómo es -cómo vive y muere un hombre, los hombres: 

 “de tal palo pobres ramas” 

“un árbol frenético, impotente, pide socorro con todas sus hojas” 

“busco pájaro en cada cosa que muere” 

¿Qué hace que encuentre a pájaro para enterrar a padre? 


Antes de que aparecieran los pájaros, cuando sólo había pichones y gorriones y pobres ramas, había un nido de este lado. No de pájaros. Ni hecho por pájaros. “Y en el centro mero de ese nido / los ojos redondos como las bodas conectadas más acá de mi padre que mientras tanto / agoniza”. 

Si un pájaro queda de espaldas podremos enterrarlo -enterrar al padre y dejar una piedra en el camino y avanzar hacia el producto numeroso de la tierra. 

 Se entierra al pájaro como sustituto del padre. Pero en realidad el pájaro, ya lo sabíamos, era uno mismo. 

 María Mascheroni nos empuja a los lectores, hijos, a observar a ése que a veces es llamado padre como a un ser aún vivo que se trata de reconocer. Nos conmina al esfuerzo de conocer aquello que quería abandonarse, y albergarlo en este refugio cruel de seguir, si no amando, el contacto.

 Reconocer: no porque vaya a coincidir con lo que conocíamos, sino como se ha de reconocer algo bajo juramento porque, desfigurado, no se sabe quién es. 

 Como un detective que persigue las pistas que ha dejado el criminal en su huida, así el ojo del poema detecta lugares donde hubo vida y ahora están vacíos, el cuerpo donde hubo alguien y ahora sólo vida, las partes donde el pájaro que muere se escondería si pudiese vivir un minuto más. 

 Pero lejos de ser pistas falsas que desvían del camino, aquí las mismas nos devuelven al camino del que escribe. La “anatomía deshabitada” no levantó el juego. Por un lado, esos “tendones aferrados a los parietales del hombre” parecen indicarnos lo que del padre queda y, empeñoso, inmóvil, humano, quiere vivir. Por otro, la gramática del poema señala que ése es el lugar de los hijos, esas “costas ociosas huesos inútiles”. “Restos erectos”. 

Los tendones siguen aferrados, los hijos no pueden abandonar el juego, los lectores encuentran, sobre cada declaración de pista falsa, que la investigación no es si algo o alguien está vivo o muerto sino sobre la propia mirada que quiere discernir lo que sabe que es indiscernible. 

 “Vigilia absorta”. 

¿Para qué estar despierto? 

- “¿Cómo es esto?” - Esto: ¿qué? 

- Esto: lo que puedo señalar con el dedo. 

 Esto, aquí, se mueve. 

Esto, ahí, respira. 

´Esto´ está muy cerca, más que ´eso´, mucho más que ´aquello´. 

- Pero este ´esto´, que parece tan concreto, es tan abstracto… 

- Ciertamente táctil. 

 Absolutamente bajo la vista, pero indiscernible. 

 De ninguna manera visible. 

 Ciertamente táctil, bajo cuerda. …. 

- ¿Cómo es que la vida se extingue y la muerte no llega? 

- ¿Cómo es que el riel del nacimiento tropieza con el malentendido de la edad? 


 La mano que escribe hace un rodeo fantasmal alrededor de la materia: cuando parece que va a decir lo que siente, describe lo que ve. De lo cocido a lo crudo. “Casi lastimando”. Casi. Pero se bifurca en ojo, cámara, visión. Vigilancia de la respiración. Mirada inquisidora y un afecto desencarnado, un poco suelto. Si se respira o no respira, no busca provocar algo, ni especula, convoca un pasaje. 

 De la vigilancia muda a la vigilancia absorta. 

 ¿Cómo es que el pájaro, padre en el entierro, sigue volando con las patas plegadas y el párpado encubierto -en el medio, entreabierto- abierto? 

El mundo absorto deja pasar a la mirada que precipita en espía. 

 Del ojo que vigila los signos de la agonía a los ojos que se ven obligados a esconderse para sobrevivir, el acecho reúne un nosotros desamparado. 

 Uno vigila los rastros del morir, el otro rastrea, a la intemperie que se abrió en la cueva, dónde, cuándo, cómo, despertamos del sueño a la muerte vigilada. Uno acecha la visible próxima extinción de la vida, el otro es la primera persona que se retuerce sobre sí misma, plural y presente, para contar lo que vio, ya no el pan inalcanzable, sino su impropio desmoronamiento. 

 ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? la cosa es urgente, no porque así se vaya a evitar otros desastres –“hubo otros muertos, los habrá”- ni porque haya una confianza en aprender algo –la confianza está puesta claramente en otro lado- sino como un recurso momentáneo contra la confusión –esos otros pájaros que gritan en la noche y seguirán gritando “hasta que algo, algo encaje por favor”. 


 El animal que muere en el aire articula la evidencia cerrada de nuestro presente con una historia imposible de contar. 

La mirada que persigue los signos de la vida se convierte en un nosotros infuso. ¿Cómo vigilar la agonía cuando no es el cuerpo individual el que está en peligro? ¿Cómo observar la respiración enjundiosa del cuerpo social que no se aviene a morir ni a vivir? ¿Cómo mantener esa impiedad, sí, esa amorosa vista impiadosa, cuando el organismo agónico ya no es alguien, allá, muy querido, sino nosotros, aquí, orfanados por la historia que se cortó por la mitad, la que ahora no se puede contar? 

Del yo al nosotros: en la espiral de las especies se ubica el miedo animal, el mundo animal que nos contiene. El pájaro de El cansancio de los hijos vuela pero no es libre. Surca el cielo pero no para alcanzar otras tierras –la primavera- sino para caer bajo el montículo escrito golpe a golpe. Se abraza a un madero ¡el pájaro! como si un mar fuera el cielo y lo atraviesa de espaldas, con las patas encogidas y las alas plegadas. En esta desaforada bóveda terrestre que cubre a una generación -la nuestra- ese pájaro no es metáfora de la libertad sino del violento después que no fue enterrado (esa muerte y esta imposibilidad de decirla). 

 La primavera de todos modos llegará, porque no es cosa nuestra. 

 La escritura de María Mascheroni rastrea, en el ojo encapuchado, el ciego ímpetu de vivir. Mirada que se adelanta sin dejar atrás lo mirado. Asombro de estar vivos. Asombro de estar vivos después de haber estado muertos. El sobreviviente no pregunta, es la mano que escribe, el ojo que arroja el futuro en la flecha de un pájaro que vuela porque no sabe qué otra cosa hacer con las plumas. Si lo supiera, escribiría El cansancio de los hijos

 Laura Klein 
 Buenos Aires, EdM, agosto 2012. 

  El cansancio de los hijos, de María Mascheroni (Hilos Editora, Buenos Aires, 2011)
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Escribir un poema, por Laura Klein


Ver el poema “Nuestras águilas”, publicado en EdM, en la salida de abril de 2012

apto un clima y lo persigo, persigo un clima. Como si supiera que ahí hay algo que quiero desplegar, una expectativa. Escribir para mí es intentar atrapar ese clima, quedar en esos restos. Escribo porque no logro atraparlo, y en ese intento, no hay la sensación de que un poema “viene”.
    El verso inicial. Arrancarles a esos pocos versos perfectos pero pobres, abrirlos desde la tripa. Me siento cerca del robo. De la indigencia.
    Como si estuviera cabalgando, no es garantía de que eso sirva, quiero decir, de que eso sea un poema. Cabalgó y se volvió caballo, el piel roja de Kafka. Aparece un pedacito de poema.
    A veces la provocación no encuentra el poema pero es mejor que el poema. Proceso de construcción con precariedades. A veces le reconozco un poder de ser desplegado muy grande, como en Nuestras águilas, pero no veo venir el poema que está por venir. Tampoco es un germen. Creo que por eso lo atrapé al vuelo. No fue el año que “me” humillaron, es como el año de La seca, de La veda. “Fue que yo estuve viva el año de la humillación”. Hubo muchos otros que estuvieron vivos ese año. El proceso de escritura no es continuo, no avanza hasta terminarse. Discontinuo y accidentado, con un orden que me despierta semanas, casi meses.

Laura Klein
Buenos Aires, Argentina, EdM, abril de 2012
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POEMAS

Nuestras águilas, por Laura Klein


Fue que yo estuve viva el año de la humillación.
Por el codo de los siglos que me siguieron
sobre una columna, para ver, la hembra que era
hasta que no pueda más
alguien, yo, diga, no puedo más.

Si el hacha hubiera sido nuestro destino
hoy no me quejaría.
Tendría las agallas de volver la cabeza
atrás y ver
mi frente sana con el ojo partido.

Afortunada fui, al cabo de las horas.


Hubo un mes y un día para los vivos.
Hinché el pecho como para respirar o para rezar
y otros hincharon el pecho para respirar o rezar.
Para ser mis semejantes eran muchos.
Contemplamos la falta de ternura en el rostro de cada uno
como un foco politico de la desgracia.

Un alero era yo, que después fue mío.
Dispongo de toda la vida para observar mis mandamientos.
Canta cómo has llegado,      
cómo has llegado hasta aquí.
Una pinza por manos y en los ojos salve quieto gris.

Qué me importa si otros también saben lo que yo.
De pie estoy, para decirlo, no para que se me escuche.

Antes no me hubiera dado cuenta
viviendo de un ojo a otro.
No vi más de lo que vi
no vi menos.

Compartíamos miedo.
Fue imposible evitarlo.
Desde aquí veo el miedo.
Mucho más no se puede decir.

Nos querían aplastar.
Atrás de los cuadrados de heno
apretamos el lado angosto y gritamos
¡nos quieren aplastar!

Desconocidos éramos
que hicimos ver que nos importaba.

Asco sufro de costado.
Mucho más tuve
por la crencha rosada soportaba la vida
estúpida, grande y doliente que me hicieron
como hoy.

Fue como si nada, sin que faltara lo peor.
Todos los tuertos con toda la pata en las rejillas.
Y por qué no decirlo
si hubiera habido alegría
lo diría
lo habría dicho
como si mi vida no fuese oscura
y no fuese mía, y no fuese vida.

Ladrando están los perros.
Es un error que ya no se puede cambiar.
Más de uno se hubiera ahogado.

Ladrando están los perros
quisiera yo, como ellos
entre los molinos de miedo
aguantar, no sé cómo
estaquear mi lengua.

Me colma el pecho decirlo. Digo que sí.

Cuatro veces por día lavarme los colmillos.
Ahí me quise quedar y me echaron.

Fue que yo estuve viva el año de la humillación.
La avenida no tiembla y yo estoy ahí
las luces siguen prendidas y yo ahí
una o pequeña atrás de una horqueta
un cero pequeñín prendido a la teta de un gancho
yo insignificante colgado de una furca rígida.

Si nos hubiesen visto, nos habría bastado.
Si no nos hubiesen estimulado, viviríamos, nos
habría bastado.
Si al menos nos hubiesen expulsado
nuestros cuerpos hubiesen sido blanco suficiente para el ataque
estuches imposibles
nos habría bastado, nos habría bastado.

Antes, había sido una noche de pájaros,
no la mía.

Vienen a mi ojo,
van por mí, a mi ojo dilecto
nos quieren estudiar, como si yo estuviera muerta
como si no estuviera viva, gritando esta vez
en medio de un ramaje que tampoco me concierne.
Y aún así, prestada horca, calla conmigo, reduce tu alegría
a la hora más próxima, cuando te sieguen sin hacerte daño
y sin hacerte daño levantes la pequeña mano hasta la sien derecha.

Yo era un ancla.
Quería ser un muerto.
Solía soñar así, con los pies para delante.

Afortunada fui, que me pasaron por encima
cuando nada podía hacerse ni ser hecho.

Así lo cuento porque ahí estuve.
Al cabo de las horas, atada.
Comprenden? Allí estaba
para que nadie diga después
y se olviden de los vivos que fuimos
pares de los muertos.

Las circunstancias nos habían llevado prematuramente.
Este es el primer postulado de todo humano
que vino al mundo para quedarse.

Yo, que en ese entonces no hablaba –y no era muda
afirmo que buscaba algo.
Yo había sido puesta ahí
en una hora y una fecha determinadas
sin que nadie se hubiera dado cuenta.
Atrás o adelante
estaba yo ahí
para mí que estaba.

Dos orejas y dos ojos
sola en medio del rostro, arrugado aún
una sola única boca que permanecerá abierta un tiempo más
hasta después incluso de que la abertura se borre
calada en la calavera del futuro.

Respiro el aire que guardé en un cuerpo
demasiado joven para gastarlo.
No era mío, hace poco.
Como el ojo preso a la pared
pensé que había intentado.
Pienso que pensé.
Ulteriores experimentos no pudieron desmentir
estas diez sílabas.

Hoy hablan de mí como si yo no hubiera existido.
Mejor, ahora valdría el ganso que fui y mi antorcha apagada
desde que se inician mis recuerdos
porque cuando estuve viva
ni mi madre me veía.

Hablo de lastimaduras.
Al dar vuelta la cara, entregamos la mejilla.
Díganme si estoy gritando.

El barrio del chivo no quedaba lejos.
Fue que rodábamos, avestruces
al calor de nuestras risas
hacia el invicto.

Chuecos, ladeados, anteriores
de la clavícula brotaba un ojal
con su peso en las piernas bailaba
era el ojo, el ojo izquierdo.
Nadie que nos hubiera visto habría pensado
que estábamos contentos.

Hubo lesiones y lesionados.
Fue un mes de lesiones.
Yo, que no era lo que ahora, hubiera querido correr tras los frutos
que huían de los árboles hasta hundirse como huellas futuras
en la cabeza de los infantes.
Pero alguien, lejos de mí, cerró el umbral
y no vi más.

Había imaginado otro final para el comienzo.
No queriendo la cosa, íbamos a llevar animales
para que cuidaran las puertas, los puentes.
Ahí vimos que estábamos desnudos, solos.

No es la pena, no. Ya hubo demasiado en juego.
Los zócalos siguen repletos, al parecer,
hay golondrinas encerradas adentro
y aunque amanezca, aunque se esfuercen
aunque las costillas avancen
sus propias patas no tocarán la playa
no la pisarán.

Pero el rincón que se deja debe estar unido al suelo.

Yo estuve viva ese año.
En los intervalos del odio y el furor
miro mis palmas anchas, blanduzcas
y les pregunto cómo son suaves cómo están despiertas
y me dejan ir, y no me abofetearon.

El capítulo de matar no lo conozco.
Antes de ser cobarde, fui pequeña.
Mis mayores no me habían enseñado
nunca entendí a mis hermanos.
Fue que yo estuve viva y no sé cómo.

Lo que no me hizo daño
vuelve.
Fui una ventana, fue un nido
de vísperas.
Niños pequeños míos
no hubieran querido ser de allí.

En el salmo decía otra cosa.
Cómo nos iban a perseguir y subiríamos
con la promesa de que el veneno no llegaría al río
con el penal a cuestas subiríamos
y así sería
y así iba a ser.

Dije: no quiero envejecer entre oprimidos.
Creí que esto me sería dado.

La fianza nunca fue pagada.
Ahora, sí, confiamos porque queremos
porque no sirve para nada
la desconfianza que teníamos
para comernos hasta el cuero al fatigado sucesor del enemigo.

No fue invierno, como muchos querrían.
¿Sabíamos la clase de armisticio
que estábamos haciendo?
¿Dónde estaba nuestra nuca?
Yo estuve viva el año de la humillación.

¿Cuándo, mi bien, cuándo fuimos lisos?
Todas las moscas del futuro nos consuelan
y todas, alguna vez, cantamos a oscuras.

Vuestras águilas viven y se sientan
a la mesa y se reproducen.

¿Éramos, fuimos, diferentes?
Y, ¿dónde lo habríamos aprendido?
Naturalmente, cuando hacía frío
teníamos frío
pero cómo fue que nos dimos al árbol sin su fruto
no lo sé
no lo sé por más que mientras registro estos pensamientos
me hago ideas distintas
me hago una idea de naranjas y de flores para llevarme conmigo hasta el final.

Y lo hice – Escuchad.
Como si fuera fácil y como si fuera libre.
Dónde está mi hueso –comencé.
Yo llevé una vida hermosa, hermosa
carente de juventud
carente de desgracia
-díganme cómo estoy aquí ahora triturada y celosa.
Por la sencilla razón que no hay alternativa.

Aguante, ciudadana puerca!

Reuní mis armas
de ahí en adelante ennegrecidas
porque no estoy encinta –recordé
para la eternidad.
Como había pensado antes. Antes.
Así y todo tengo hambre y sed.
Los víveres, de acuerdo a los viejos rudimentos, siempre están cerca.
Voy por más.


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