HICAGO 3.
Música. Tome el subway, el subte de Chicago que pese a su nombre circula por encima de la ciudad, a cielo abierto, durante largos tramos, traqueteando sobre puentes de hierro que cruzan el Loop y el rio. Desciendo, no obstante, en una de las estaciones subterráneas, como las nuestras. En un banco acomodo mis cosas antes de subir a la calle. Estoy triste, la soledad me pesa.
De pronto una voz increíblemente afinada surge en el túnel. When the night has come and the land is dark, stand by me.
Guitarras, coro y percusión suave. Es una versión hermosa. Los músicos están a pocos pasos. Los tres son negros, son hombres grandes. El solista andará por los setenta, no puedo creer que tenga esa voz a la vez varonil, aguda y limpia. Darling, stay by, me pide y yo me quedo, le sonrío y pongo 5 dólares en el estuche de la guitarra. Sé que es más de lo que se deja y tampoco me sobran, pero quiero pagar a esos artistas. Escucho sola apoyada en la columna, parada en la tierra oscura bajo la ciudad. Se me caen las lágrimas. Más gente se ha reunido, sin embargo, cuando avanzan con la segunda canción. Antes de comenzar la tercera, el cantante dice, mirándome: "This is for the lady in the blue".
1/IV/2012
Desde una de las computadoras de uso público de la maravilloso Harold Washington Library Center de Chicago, edificio increíble y tal vez la más hermosa y democrática biblioteca pública que he visto en mi vida, quiero escribir que entendí que hablar de afroamerican@s no es usar un eufemismo hipócrita o políticamente correcto para aludir a la gente negra, incluso si por ignorancia algunos crean eso. Ser afroamerican@ es una condición cultural evidente, no toda persona negra es afroamericana y el Harold Washington Library Center es, evidentemente, una síntesis bellísima de fusión de la cultura afroamericana con la cultura yanquee, una fusión que brilla en las magníficas obras de arte que salpican pasillos, techos, paredes, pero también en la gente que viene y va por sus pasillos, sus salones de lectura. El Harold Washington Library Center está más vivo que cualquier biblioteca que he visto hasta ahora, incluyendo la nuestra.
18/IV/2012 Chicago 2. Brothers.
Anoche pasé por la puerta del Harold Washington Library Center de Chicago, salían y entraban chicos y chicas muy jóvenes, todos afroamericanos. Adentro se desarrollaba una sesión rara, entre y me senté. Era un micrófono abierto de poesía oral al más puro estilo de la que en Buenos Aires hacen Sol Fantín, Oz, Sebakis o Diego Arbit, Ignoro si improvisaban. Un DJ especialmente hermoso, especialmente joven y musical, los acompañaba en un costado pero no era rap, o al menos no lo que hacía la adolescente gorda con peircings en los labios, que parada en el centro recitaba algo potente y furioso. Era buena. Habría unas 50 personas sentadas alrededor, a veces chistaban a los que habían salido y hacían ruido en la puerta. No había blancos, salvo yo (supongo que lo soy, aunque no solamente). Con naturalidad deslumbrante, la chica deslizó su poesía al canto y terminó lanzando una increíblemente suave voz de soprano en una melodía doliente. Aplaudimos, hubo bravos, gritos. Paso un chico con rastas, casi tan hermoso como el DJ. Se prendió al micrófono y empezó a rapear a toda velocidad, no entendí absolutamente nada pero las risas, los gritos de euforia y las chicas que festejaban en catarsis agarrándose las tetas y los varones que se levantaban y se tocaban el bulto riendo me permitieron entender lo fundamental. De pronto se cortó la música. Unplugged. Un hombre negro y serio, seguramente de cuarenta, vestido de impecable elegante sport y con insignia de personal de la Biblioteca se adelanto al centro en medio de abucheos. Explicó por el micrófono, en perfecto y clarísimo inglés, que esas cosas ahí no se decían; los llamaba "Brothers", les contó que ese era el lugar de ellos, my brother's space, our culture. Evidentemente, lo que el chico había hecho era de una cultura ajena. Mientras las chicas furiosas vivaban el nombre del rapero transgresor, el Brother, impertérrito, los despidió hasta la próxima semana con el combativo puño en alto y una sonrisa. Resignados, algunos le respondieron. Se fueron mascullando y burlándose al mismo tiempo. En la puerta se me cruzó el obsceno artista de las rastas, estaba por mentirle que me había encantado su trabajo, un trabajo del que no entendí ni una palabra, pero apenas pude sonreír a sus espaldas, porque iba riéndose con un amigo y no se dignó a mirarme.
15/IV/2012
Chicago 1. Nocturno en Millenium Park.
Cuando era muy joven tuve uno de los sueños más intensos de mi vida: me deslizaba sobre un lago casi quieto en un bote, junto a un chico que en la vida real era a veces mi amante. Era un tipo sutil, hermoso y leal. Yo lo llamaba por un apodo, nunca supe su nombre y apellido. Teníamos un amor esporádico, chiquito, pero nuestros encuentros poseían intensidad luminosa.
Quién sabe por qué lo elegí en aquel viejo sueño para remar conmigo suavemente, en ese lago. No hablábamos, su presencia era parte de la magia y lo más fuerte (en ese deslizarse silencioso donde apenas se sentía el movimiento lento, las gotas de agua que chorreaban de los remos al levantarse) era el paisaje: estábamos rodeados por una costa con piedras enormes, estilizadas, agujas góticas labradas, gigantes, ancestrales. Eran prueba de una cultura atávica y misteriosa, eran Tlon Uqbar Orbis Tertius, era Ctulhu, pero no daba miedo. Algo como el origen oculto y paralelo de todo. enormes formas aguzadas de piedra gris encajonaban el lago y nosotros dos, mecidos por una verdad medular, contemplábamos maravillados el núcleo mismo de la Historia, navegando sin riesgo aguas profundas.
Ayer, en noche cerrada, bordee el Millenium Park de Chicago por la gran avenida desierta. El espacio amplio del parque, quieto como un lago, estaba encajonado por rascacielos de altura demencial, salpicados de luces en sus ventanitas rectangulares y en las agujas de sus cúpulas. Reconocí el diario donde trabajaba Clark Kent en Metrópolis y los edificios siniestros de Ciudad Gótica que Batman trepa como vampiro dañado y abstinente. Reconocí las torres del futuro que se anunciaban como dinosaurios. Circundada por los ídolos de piedra, yo en cambio avanzaba modestamente por abajo, me deslizaba sola por la avenida vacía adentro de una nube de silencio. De lejos llegaba el fragor de los autos que pasaban al final de la avenida, como en otro mundo. Y de pronto recordé mi sueño antiguo y entendí: mirar la cordillera de piedra luminosa desde un tiempo vacío, los humanos la abandonaron después del largo dia de trabajo, tras dejar su marca. Entre mi lejano sueño de juventud y hoy sentí el hilo poderoso y transparente que todo lo une: el capitalismo monstruoso y fascinante, Ctulhu y el oscuro universo de muerte y superhéroes solitarios: tanta, tanta belleza imprimen los humanos a esta Tierra con la crueldad de una gubia o un taladro. Así la labran. Caminaba, labrada yo también, dañada como cualquiera, y no era fea ni débil ni estaba triste. Caminaba junto al Parque Milenario del Nuevo Milenio, como acompañando el curso de agua de la Historia. Sola. Ahí íbamos aquella yo que se hacía acompañar en sueños y esta yo que sigue y seguirá fluyendo hasta que toque partir y solo quede su marca desleída, una lucecita mas en el paisaje urbano.
13/III/ 2012
MADISON 2. Babilonia
Ksenija Bilbija es Directora de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Wisconsin-Madison, trabaja en literatura latinoamericana contemporánea. Hace décadas que investiga y enseña en la academia norteamericana pero nació en Belgrado. Mientras me muestra el centro de Madison cuenta que cuando era chica no sabía si sus amigos eran bosnios, serbios o croatas. Me dice que los más jóvenes que ella son bosnios, o son servios, o son croatas. Que sienten que hablan lenguas distintas pero en verdad cada una se diferencia de la otra como el madrileño del colombiano, o del rioplatense. Y agrega, con una sonrisa triste: "yo en cambio soy yugoeslava, y cuando lo digo siento que es como si dijera: yo soy de Babilonia."
6/IV/ 2012
SAN FRANCISCO 1 Alcatraz
Una ciudad donde es tan fácil sentirse libre tiene la antigua cárcel de Alcatraz a doce minutos de barco, frente a su bahía. Es una isla rocosa y helada que algunos pájaros marinos eligen para anidar, un peñón separado de todo que se ve desde la costa, como si nos recordara que a cualquiera que se porte mal lo espera el destino. Igual que miles de turistas, tomamos la excursión a Alcatraz. Al bajar del barco reparten a cada uno una audioguía. Es un día cálido pero el frío de adentro de la prisión cala los huesos. Caminamos solos, cada uno habitado por las voces que hace sonar la audioguía a través de los audífonos: testimonios de algunos guardias que allí vivieron, ocupándose de los presos; testimonios de algunos presos, información histórica. La audioguía no habla de las películas de Hollywood ni menciona casi a Al Capone, apenas alude al Hombre de los Pájaros que encarnara Burt Lancaster en aquel viejo clásico. La audioguía no satisface lo que espero de Alcatraz; en cambio deja sonar voces de testigos enfrentadas y hace que vuelvan a suceder hechos horrorosos, hechos sangrientos que pasaron en esos pasillos, en esas celdas inhumanas que cada turista atraviesa.
Tirito por ese frío especial que siento cada vez que estoy en lugares donde el dolor fue infinito. No necesito la información histórica, cuando me siento así de mal es por algo. Esta vez, además, la audioguía sigue hablando y todo se borra, salvo esos pasillos y esas jaulas diminutas, cajones para que un humano culpable y torturado se encoja adentro y duerma y abra los ojos en días eternos, mientras la vida única, irrepetible, se gasta inútilmente. Cajones para hombres culpables, para que envejezcan y mueran sabiendo que es lo único que hay; cajitas de cemento armado en donde la cama ocupa casi todo, tumbas para vivos. De entrada me contaron que no había agua caliente en las duchas, que el frío era espantoso. Yo tirito. Un guardia me dice en la audioguía que en Alcatraz, recibir el sol, leer, hacer cualquier cosa que no fuera obedecer órdenes, era un privilegio que cada preso debía ganar con buena conducta. Un preso dice en mi audioguía que en Alcatraz te quitan el nombre y sos un número y que quien tenía el privilegio de poder leer, leía más que cualquier escritor o filósofo, leía y leía y leía porque esa era la forma de no estar en la cárcel, era la dicha. Otro preso cuenta que desde la celda de castigo se escuchaban, los días de año nuevo, las fiestas del yachting club de San Francisco, “las risas de las muchachas”, y que cuando él ganaba el privilegio de salir al patio veía la ciudad enfrente, reverberando en la bahía: “nos ponían eso ante los ojos para que supiéramos exactamente todo lo que habíamos perdido”.
Recorro las piedras del encierro, los pasillos donde se derramó sangre, hubo muerte, venganza a sangre fría. Un preso me sugiere cerrar los ojos, esperar hasta percibir las luces que aparecen bajo mis párpados; me dice que me concentre en ellas y después me explica que cuando los guardias los dejaban completamente a oscuras, él hacía eso que yo hice y aprendió a observar esas luces como pantallas de cine y ver fantasías y sueños. Me muestran un pozo que se hizo con pasión infinita, cavando cemento armado con cucharas de sopa. Me dicen que no es posible pero me dicen que lo fue. Un pozo para la libertad. ¿Hay algo imposible cuando se quiere ser libre?
La audioguía deja hablar al guardia que cuenta que esos hombres que custodiaba le daban asco y miedo y también al preso que dijo, al irse de esa roca: ni a presos ni a guardianes, no hay nadie al que Alcatraz le haya hecho bien. La audioguía deja entender cosas que no explicita pero tampoco oculta: que los guardias asesinaron impunemente a los sobrevivientes de un intento de fuga, quienes a su vez habían asesinado a varios carceleros; que los tres prófugos que en los 60 huyeron, a fuerza de talento y túneles labrados con cucharas imposibles en el cemento armado, a lo mejor no murieron como querría la historia oficial, a lo mejor al arrojarse al mar helado nadaron y llegaron a algo: tenían planes, estudiaron español, seguro fueron a Latinoamérica. En todo caso, dice alguien, el mejor momento de sus vidas debe haber sido ese en que alcanzaron el techo de la roca-prisión y vieron el cielo abierto, el mar abierto, el aire de hielo les golpeó las mejillas y se lanzaron de cabeza al agua. Ojalá hayan llegado a algún lado. El guardia afirma que se ahogaron; el preso, que llegaron, la voz neutral informa: los cuerpos nunca aparecieron. Final abierto. La fuga del lugar donde fugarse era imposible es, en todo caso, un triunfo hermoso.
Camino por la roca prisión, la roca demencial, la expresión más brutal del sadismo de los poderosos. Escucho la audioguía hasta el final y cuando termina, se termina un mundo y vuelvo al mío. Entonces paso al store, el negocio de merchandising. Veo gente que compra cosas “divertidas”: llaves como las viejas llaves de las viejas celdas, pitos como los viejos silbatos de los viejos guardias, tazones y bandejas de comida racionada que dicen “Alcatraz”.
Yo solamente quiero irme de ahí, necesito pensar que soy libre pero lo dudo mucho. Quiero creer que la ciudad bellísima a la que la canción aconsejaba llegar con flores en el pelo en los años 70, la ciudad de gentle people contra la guerra de Vietnam, esa donde aun hoy se arman porros por la calle y donde el importante gerente de empresa se descalza feliz al sol en Union Square, comiendo su vianda del almuerzo en la placita soleada, no tiene nada que ver con Alcatraz. Nada.
Eludo las largas colas de la gente que espera pagar su adquirida merchandising, eludo las humoradas donde los turistas se amenazan sonriendo con el trillado chiste de quedar ahí encerrados. Antes de subir al barco leo una frase que los autores de la audioguía inscribieron en las vallas donde nos formamos para esperar el regreso. La dijo un guardia que trabajó muchos años en Alcatraz; pienso que es demasiado cierta: “ahora que cualquiera puede visitar Alcatraz, nadie quiere saber realmente lo que pasó acá, solamente quieren escuchar mitos.”
Llego a tierra firme pero tardo mucho hasta lograr almorzar, hasta recordar que la vida bulle, hasta engañarme de nuevo.
22/III/2012
MADISON 1. Conferencia Caleidoscopio: literatura, disidencia y desobediencia civil.
Hoy en Madison University se juega a la editorial cartonera y yo lo observo con escepticismo. La gente se reparte a montones por largas mesas con crayones, pinturas acrílicas, pinceles, tijeras, gomas de pegar, revistas para recortar, pompones, trapitos. Una gran caja con cartones apilados, doblados al medio para construir las tapas se va vaciando. A su lado se llena despacio otra, con los libros ya hechos. "Disidencia", "desobediencia", rezan cartelitos pequeños de colores, distribuidos en montoncitos por las mesas: son otra opción decorativa para las cubiertas del libro que se está fabricando y contiene textos inéditos de cada uno de nosotros, los escritores latinoamericanos, españoles y africanos invitados ala conferencia.
Hace décadas que no pinto con témpera, dibujo, recorto y pego. Descubro purpurina rosa, la que adoraba en la primaria aunque jamás lograba usar sin hacer un masacote desagradable y pegajoso. Hay estudiantes muy jóvenes, algunos muy rubios, otros bien morenos, hay doctorandos latinoamericanos, españoles, de países del este de Europa, hay profesores. Escucho hablar inglés, castellano en todos los acentos, portugués. Escucho risas. Veo la colorida gorra de lana de Onjaki, un escritor treintañero de Angola que acaban de pesentarme: está concentrado en un raro collage de fotos y pintura.
No sé cuándo ocupé un lugar en la mesa y mojé el pincel fino en acrílico negro. Le muestro a Félix Bruzzone (que tapiza de recortes una tapa sentado frente a mí) los signos de interrogación que tracé por todos lados. Ponele amarillo y te queda del Acertijo, me sugiere. Archicriminales en Ciudad Gótica Cartonera. Consigo el mismo amarillo verdoso y fosforescente.
Tenemos los dedos manchados. Compartimos como chicos impacientes la tijera, las escobillas para esparcir el pegamento; nos hablamos sin conocernos en algún idioma, nos festejamos nuestras torpes ocurrencias.
Los objetos terminados se van apilando en las cajas. Los miro y veo libros. Muchos libros. Sin disidencias, sin desobediencias, hemos fabricado libros esa tarde en la conferencia académica de la rica Universidad de Madison. Y sin embargo ahí están los libros que antes no existían. Pueden abrirse, leerse. Relumbran. ¡Incluso el mío! Porque por primera vez la purpurina rosada brilla con elegancia también en mi cubierta.
17 de marzo
Elsa Drucaroff
Buenos Aires, Argentina, EdM, junio 2012
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