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octurno 2 en Valizas

El flash.

La luz juega calma con los contornos del camino, la vela una nube delgada como una gasa (quiero un vestido así, con esos tornasoles). Avanzo por la callecita de arena y tierra, dejo atrás la principal de Valizas, que también es de arena y tierra. Quedan allá los tambores de los artistas callejeros y el jazz que a esta hora hace sonar “El león” entre sus mesas. Las músicas se van apagando despacio a mis espaldas.

De pronto, sinfonía atronadora de grillos. Llegué a algún lado. A mi derecha hay algo como un espejo negro, siluetas vivas. ¡Es que estoy en la laguna! Todavía llega el murmullo del jazz lejano pero se impone un croar de ranas desde adentro de una sombra alta (¿una mata de yuyos?): pocas notas precisas golpean seguras, disonantes, como si un xilofón zapara apoyado en el contrabajo que vibra lejos, allá al fondo.

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HICAGO 3.

Música. Tome el subway, el subte de Chicago que pese a su nombre circula por encima de la ciudad, a cielo abierto, durante largos tramos, traqueteando sobre puentes de hierro que cruzan el Loop y el rio.     Desciendo, no obstante, en una de las estaciones subterráneas, como las nuestras. En un banco acomodo mis cosas antes de subir a la calle. Estoy triste, la soledad me pesa. 
    De pronto una voz increíblemente afinada surge en el túnel. When the night has come and the land is dark, stand by me. 
    Guitarras, coro y percusión suave. Es una versión hermosa. Los músicos están a pocos pasos. Los tres son negros, son hombres grandes. El solista andará por los setenta, no puedo creer que tenga esa voz a la vez varonil, aguda y limpia. Darling, stay by, me pide y yo me quedo, le sonrío y pongo 5 dólares en el estuche de la guitarra. Sé que es más de lo que se deja y tampoco me sobran, pero quiero pagar a esos artistas. Escucho sola apoyada en la columna, parada en la tierra oscura bajo la ciudad. Se me caen las lágrimas.     Más gente se ha reunido, sin embargo, cuando avanzan con la segunda canción. Antes de comenzar la tercera, el cantante dice, mirándome: "This is for the lady in the blue". 

1/IV/2012

Chicago 3. Afroamerican@s.

Desde una de las computadoras de uso público de la maravilloso Harold Washington Library Center de Chicago, edificio increíble y tal vez la más hermosa y democrática biblioteca pública que he visto en mi vida, quiero escribir que entendí que hablar de afroamerican@s no es usar un eufemismo hipócrita o políticamente correcto para aludir a la gente negra, incluso si por ignorancia algunos crean eso. Ser afroamerican@ es una condición cultural evidente, no toda persona negra es afroamericana y el Harold Washington Library Center es, evidentemente, una síntesis bellísima de fusión de la cultura afroamericana con la cultura yanquee, una fusión que brilla en las magníficas obras de arte que salpican pasillos, techos, paredes, pero también en la gente que viene y va por sus pasillos, sus salones de lectura. El Harold Washington Library Center está más vivo que cualquier biblioteca que he visto hasta ahora, incluyendo la nuestra.     

18/IV/2012 Chicago 2. Brothers.

Anoche pasé por la puerta del Harold Washington Library Center de Chicago, salían y entraban chicos y chicas muy jóvenes, todos afroamericanos. Adentro se desarrollaba una sesión rara, entre y me senté. Era un micrófono abierto de poesía oral al más puro estilo de la que en Buenos Aires hacen Sol Fantín, Oz, Sebakis o Diego Arbit, Ignoro si improvisaban. Un DJ especialmente hermoso, especialmente joven y musical, los acompañaba en un costado pero no era rap, o al menos no lo que hacía la adolescente gorda con peircings en los labios, que parada en el centro recitaba algo potente y furioso. Era buena. Habría unas 50 personas sentadas alrededor, a veces chistaban a los que habían salido y hacían ruido en la puerta. No había blancos, salvo yo (supongo que lo soy, aunque no solamente). Con naturalidad deslumbrante, la chica deslizó su poesía al canto y terminó lanzando una increíblemente suave voz de soprano en una melodía doliente. Aplaudimos, hubo bravos, gritos. Paso un chico con rastas, casi tan hermoso como el DJ. Se prendió al micrófono y empezó a rapear a toda velocidad, no entendí absolutamente nada pero las risas, los gritos de euforia y las chicas que festejaban en catarsis agarrándose las tetas y los varones que se levantaban y se tocaban el bulto riendo me permitieron entender lo fundamental. De pronto se cortó la música. Unplugged. Un hombre negro y serio, seguramente de cuarenta, vestido de impecable elegante sport y con insignia de personal de la Biblioteca se adelanto al centro en medio de abucheos. Explicó por el micrófono, en perfecto y clarísimo inglés, que esas cosas ahí no se decían; los llamaba "Brothers", les contó que ese era el lugar de ellos, my brother's space, our culture. Evidentemente, lo que el chico había hecho era de una cultura ajena. Mientras las chicas furiosas vivaban el nombre del rapero transgresor, el Brother, impertérrito, los despidió hasta la próxima semana con el combativo puño en alto y una sonrisa. Resignados, algunos le respondieron. Se fueron mascullando y burlándose al mismo tiempo. En la puerta se me cruzó el obsceno artista de las rastas, estaba por mentirle que me había encantado su trabajo, un trabajo del que no entendí ni una palabra, pero apenas pude sonreír a sus espaldas, porque iba riéndose con un amigo y no se dignó a mirarme.     

15/IV/2012

Chicago 1. Nocturno en Millenium Park.

Cuando era muy joven tuve uno de los sueños más intensos de mi vida: me deslizaba sobre un lago casi quieto en un bote, junto a un chico que en la vida real era a veces mi amante. Era un tipo sutil, hermoso y leal. Yo lo llamaba por un apodo, nunca supe su nombre y apellido. Teníamos un amor esporádico, chiquito, pero nuestros encuentros poseían intensidad luminosa. 
    Quién sabe por qué lo elegí en aquel viejo sueño para remar conmigo suavemente, en ese lago. No hablábamos, su presencia era parte de la magia y lo más fuerte (en ese deslizarse silencioso donde apenas se sentía el movimiento lento, las gotas de agua que chorreaban de los remos al levantarse) era el paisaje: estábamos rodeados por una costa con piedras enormes, estilizadas, agujas góticas labradas, gigantes, ancestrales. Eran prueba de una cultura atávica y misteriosa, eran Tlon Uqbar Orbis Tertius, era Ctulhu, pero no daba miedo. Algo como el origen oculto y paralelo de todo. enormes formas aguzadas de piedra gris encajonaban el lago y nosotros dos, mecidos por una verdad medular, contemplábamos maravillados el núcleo mismo de la Historia, navegando sin riesgo aguas profundas. 
    Ayer, en noche cerrada, bordee el Millenium Park de Chicago por la gran avenida desierta. El espacio amplio del parque, quieto como un lago, estaba encajonado por rascacielos de altura demencial, salpicados de luces en sus ventanitas rectangulares y en las agujas de sus cúpulas. Reconocí el diario donde trabajaba Clark Kent en Metrópolis y los edificios siniestros de Ciudad Gótica que Batman trepa como vampiro dañado y abstinente. Reconocí las torres del futuro que se anunciaban como dinosaurios. Circundada por los ídolos de piedra, yo en cambio avanzaba modestamente por abajo, me deslizaba sola por la avenida vacía adentro de una nube de silencio. De lejos llegaba el fragor de los autos que pasaban al final de la avenida, como en otro mundo. Y de pronto recordé mi sueño antiguo y entendí: mirar la cordillera de piedra luminosa desde un tiempo vacío, los humanos la abandonaron después del largo dia de trabajo, tras dejar su marca. Entre mi lejano sueño de juventud y hoy sentí el hilo poderoso y transparente que todo lo une: el capitalismo monstruoso y fascinante, Ctulhu y el oscuro universo de muerte y superhéroes solitarios: tanta, tanta belleza imprimen los humanos a esta Tierra con la crueldad de una gubia o un taladro. Así la labran. Caminaba, labrada yo también, dañada como cualquiera, y no era fea ni débil ni estaba triste. Caminaba junto al Parque Milenario del Nuevo Milenio, como acompañando el curso de agua de la Historia. Sola. Ahí íbamos aquella yo que se hacía acompañar en sueños y esta yo que sigue y seguirá fluyendo hasta que toque partir y solo quede su marca desleída, una lucecita mas en el paisaje urbano.     

13/III/ 2012

MADISON 2. Babilonia

Ksenija Bilbija es Directora de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Wisconsin-Madison, trabaja en literatura latinoamericana contemporánea. Hace décadas que investiga y enseña en la academia norteamericana pero nació en Belgrado. Mientras me muestra el centro de Madison cuenta que cuando era chica no sabía si sus amigos eran bosnios, serbios o croatas. Me dice que los más jóvenes que ella son bosnios, o son servios, o son croatas. Que sienten que hablan lenguas distintas pero en verdad cada una se diferencia de la otra como el madrileño del colombiano, o del rioplatense. Y agrega, con una sonrisa triste: "yo en cambio soy yugoeslava, y cuando lo digo siento que es como si dijera: yo soy de Babilonia."     

6/IV/ 2012

SAN FRANCISCO 1 Alcatraz

Una ciudad donde es tan fácil sentirse libre tiene la antigua cárcel de Alcatraz a doce minutos de barco, frente a su bahía. Es una isla rocosa y helada que algunos pájaros marinos eligen para anidar, un peñón separado de todo que se ve desde la costa, como si nos recordara que a cualquiera que se porte mal lo espera el destino. Igual que miles de turistas, tomamos la excursión a Alcatraz. Al bajar del barco reparten a cada uno una audioguía. Es un día cálido pero el frío de adentro de la prisión cala los huesos. Caminamos solos, cada uno habitado por las voces que hace sonar la audioguía a través de los audífonos: testimonios de algunos guardias que allí vivieron, ocupándose de los presos; testimonios de algunos presos, información histórica. La audioguía no habla de las películas de Hollywood ni menciona casi a Al Capone, apenas alude al Hombre de los Pájaros que encarnara Burt Lancaster en aquel viejo clásico. La audioguía no satisface lo que espero de Alcatraz; en cambio deja sonar voces de testigos enfrentadas y hace que vuelvan a suceder hechos horrorosos, hechos sangrientos que pasaron en esos pasillos, en esas celdas inhumanas que cada turista atraviesa. 
    Tirito por ese frío especial que siento cada vez que estoy en lugares donde el dolor fue infinito. No necesito la información histórica, cuando me siento así de mal es por algo. Esta vez, además, la audioguía sigue hablando y todo se borra, salvo esos pasillos y esas jaulas diminutas, cajones para que un humano culpable y torturado se encoja adentro y duerma y abra los ojos en días eternos, mientras la vida única, irrepetible, se gasta inútilmente. Cajones para hombres culpables, para que envejezcan y mueran sabiendo que es lo único que hay; cajitas de cemento armado en donde la cama ocupa casi todo, tumbas para vivos. De entrada me contaron que no había agua caliente en las duchas, que el frío era espantoso. Yo tirito. Un guardia me dice en la audioguía que en Alcatraz, recibir el sol, leer, hacer cualquier cosa que no fuera obedecer órdenes, era un privilegio que cada preso debía ganar con buena conducta. Un preso dice en mi audioguía que en Alcatraz te quitan el nombre y sos un número y que quien tenía el privilegio de poder leer, leía más que cualquier escritor o filósofo, leía y leía y leía porque esa era la forma de no estar en la cárcel, era la dicha. Otro preso cuenta que desde la celda de castigo se escuchaban, los días de año nuevo, las fiestas del yachting club de San Francisco, “las risas de las muchachas”, y que cuando él ganaba el privilegio de salir al patio veía la ciudad enfrente, reverberando en la bahía: “nos ponían eso ante los ojos para que supiéramos exactamente todo lo que habíamos perdido”. 
    Recorro las piedras del encierro, los pasillos donde se derramó sangre, hubo muerte, venganza a sangre fría. Un preso me sugiere cerrar los ojos, esperar hasta percibir las luces que aparecen bajo mis párpados; me dice que me concentre en ellas y después me explica que cuando los guardias los dejaban completamente a oscuras, él hacía eso que yo hice y aprendió a observar esas luces como pantallas de cine y ver fantasías y sueños. Me muestran un pozo que se hizo con pasión infinita, cavando cemento armado con cucharas de sopa. Me dicen que no es posible pero me dicen que lo fue. Un pozo para la libertad. ¿Hay algo imposible cuando se quiere ser libre? 
    La audioguía deja hablar al guardia que cuenta que esos hombres que custodiaba le daban asco y miedo y también al preso que dijo, al irse de esa roca: ni a presos ni a guardianes, no hay nadie al que Alcatraz le haya hecho bien. La audioguía deja entender cosas que no explicita pero tampoco oculta: que los guardias asesinaron impunemente a los sobrevivientes de un intento de fuga, quienes a su vez habían asesinado a varios carceleros; que los tres prófugos que en los 60 huyeron, a fuerza de talento y túneles labrados con cucharas imposibles en el cemento armado, a lo mejor no murieron como querría la historia oficial, a lo mejor al arrojarse al mar helado nadaron y llegaron a algo: tenían planes, estudiaron español, seguro fueron a Latinoamérica. En todo caso, dice alguien, el mejor momento de sus vidas debe haber sido ese en que alcanzaron el techo de la roca-prisión y vieron el cielo abierto, el mar abierto, el aire de hielo les golpeó las mejillas y se lanzaron de cabeza al agua. Ojalá hayan llegado a algún lado. El guardia afirma que se ahogaron; el preso, que llegaron, la voz neutral informa: los cuerpos nunca aparecieron. Final abierto. La fuga del lugar donde fugarse era imposible es, en todo caso, un triunfo hermoso. 
    Camino por la roca prisión, la roca demencial, la expresión más brutal del sadismo de los poderosos. Escucho la audioguía hasta el final y cuando termina, se termina un mundo y vuelvo al mío. Entonces paso al store, el negocio de merchandising. Veo gente que compra cosas “divertidas”: llaves como las viejas llaves de las viejas celdas, pitos como los viejos silbatos de los viejos guardias, tazones y bandejas de comida racionada que dicen “Alcatraz”. 
    Yo solamente quiero irme de ahí, necesito pensar que soy libre pero lo dudo mucho. Quiero creer que la ciudad bellísima a la que la canción aconsejaba llegar con flores en el pelo en los años 70, la ciudad de gentle people contra la guerra de Vietnam, esa donde aun hoy se arman porros por la calle y donde el importante gerente de empresa se descalza feliz al sol en Union Square, comiendo su vianda del almuerzo en la placita soleada, no tiene nada que ver con Alcatraz. Nada. 
    Eludo las largas colas de la gente que espera pagar su adquirida merchandising, eludo las humoradas donde los turistas se amenazan sonriendo con el trillado chiste de quedar ahí encerrados. Antes de subir al barco leo una frase que los autores de la audioguía inscribieron en las vallas donde nos formamos para esperar el regreso. La dijo un guardia que trabajó muchos años en Alcatraz; pienso que es demasiado cierta: “ahora que cualquiera puede visitar Alcatraz, nadie quiere saber realmente lo que pasó acá, solamente quieren escuchar mitos.” 
    Llego a tierra firme pero tardo mucho hasta lograr almorzar, hasta recordar que la vida bulle, hasta engañarme de nuevo.     

22/III/2012

MADISON 1. Conferencia Caleidoscopio: literatura, disidencia y desobediencia civil.

Hoy en Madison University se juega a la editorial cartonera y yo lo observo con escepticismo. La gente se reparte a montones por largas mesas con crayones, pinturas acrílicas, pinceles, tijeras, gomas de pegar, revistas para recortar, pompones, trapitos. Una gran caja con cartones apilados, doblados al medio para construir las tapas se va vaciando. A su lado se llena despacio otra, con los libros ya hechos. "Disidencia", "desobediencia", rezan cartelitos pequeños de colores, distribuidos en montoncitos por las mesas: son otra opción decorativa para las cubiertas del libro que se está fabricando y contiene textos inéditos de cada uno de nosotros, los escritores latinoamericanos, españoles y africanos invitados ala conferencia. 
    Hace décadas que no pinto con témpera, dibujo, recorto y pego. Descubro purpurina rosa, la que adoraba en la primaria aunque jamás lograba usar sin hacer un masacote desagradable y pegajoso. Hay estudiantes muy jóvenes, algunos muy rubios, otros bien morenos, hay doctorandos latinoamericanos, españoles, de países del este de Europa, hay profesores. Escucho hablar inglés, castellano en todos los acentos, portugués. Escucho risas. Veo la colorida gorra de lana de Onjaki, un escritor treintañero de Angola que acaban de pesentarme: está concentrado en un raro collage de fotos y pintura. 
    No sé cuándo ocupé un lugar en la mesa y mojé el pincel fino en acrílico negro. Le muestro a Félix Bruzzone (que tapiza de recortes una tapa sentado frente a mí) los signos de interrogación que tracé por todos lados. Ponele amarillo y te queda del Acertijo, me sugiere. Archicriminales en Ciudad Gótica Cartonera. Consigo el mismo amarillo verdoso y fosforescente. 
    Tenemos los dedos manchados. Compartimos como chicos impacientes la tijera, las escobillas para esparcir el pegamento; nos hablamos sin conocernos en algún idioma, nos festejamos nuestras torpes ocurrencias. 
    Los objetos terminados se van apilando en las cajas. Los miro y veo libros. Muchos libros. Sin disidencias, sin desobediencias, hemos fabricado libros esa tarde en la conferencia académica de la rica Universidad de Madison. Y sin embargo ahí están los libros que antes no existían. Pueden abrirse, leerse. Relumbran. ¡Incluso el mío! Porque por primera vez la purpurina rosada brilla con elegancia también en mi cubierta.     

17 de marzo

Elsa Drucaroff
Buenos Aires, Argentina, EdM, junio 2012
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NUEVA YORK 2. 
dentro y afuera. Sarah Lawrence College está en Bronxville, a media hora de tren de Manhattan. Ir y volver por transporte público cuesta unos 20 dólares. Tengo la enorme suerte de haber sido invitada por Isabel de Sena a dar una charla para su curso. Camino por su campus verde y arbolado, con edificios del 1800 que imitan el Tudor británico. Me informan que allí enseñaron Adrienne Rich, Joseph Campbell y Kristeva, que asisten hijos de ricos y famosos. En esa universidad estudiaron la hija de Paul Newman y Joan Woodward, y la misma Joan Woodward; hoy estudia el hijo de Annette Bening y Warren Beatty. Nació como college para mujeres pero luego se hizo mixto; en los sesenta y setenta se volvió politizado y combativo. Me dicen que las artes, la creatividad y la escritura es lo que más se valora, que la danza y el teatro son su fuerte.
      Según he visto, en el College no hay casi estudiantes negros ni latinos. Los pocos que hay llegan becados, pero como me dijo una brasileña también becada que está ya terminando su graduación, afroamericanos y latinos andan en pequeños grupos separados. Le pregunto si es así por racismo y ella dice que es sobre todo por dinero: los otros alumnos van a Nueva York varias veces por semana, algo que ni ella ni los otros pueden permitirse.
      Hablo para unos quince alumnos de una clase de segundo nivel de español. Me miran silenciosos, con los ojos muy abiertos. Cuesta que contesten mis preguntas y cuando lo logro, susurran como si su voz fuera el dedito de un pie que sumergen prudentes en el agua a ver si quema, o probando si tocan el fondo o si se hunden. Son tímidos y sin embargo en sus ojos hay asombro e interés.
      Como tengo que darles el contexto histórico de una novela sobre prostitución, les hablo de países pobres y países ricos y les digo que eso resume la clave de la trata de personas. Les hablo de inmigrantes, de esclavitud, de poder y humillación, les digo que la novela transcurre en 1927 pero que entre ese año y hoy cambiaron los países de origen de las víctimas y las nacionalidades de los proxenetas pero todo lo demás, incluyendo la enorme demanda de los prostituyentes de todo el planeta, sigue intacto. Abren cada vez más los ojos, callan cada vez más. Se ponen sinceramente mal, es evidente. Comprendo que les estoy dando malas noticias.

28/4/2012     

NUEVA YORK 1. Mujercitas.
      Por la mañana cruzo Brooklyn para volver a una pequeña librería frente al Prospect Park. Compro poemas de Adrienne Rich. En un polvoriento libro antiguo descubro una foto de Louise May Alcott. Me quedo charlando un rato sobre obras de la infancia con la muchacha joven que me atiende. Nunca había visto un libro de Luisa May Alcott que no fuera de la colección Robin Hood, nunca la había visto impresa llamándose Louise, ni le había visto la cara. Es como siempre me imaginé a Jo: algo fea, morena, ojos de fuego que miran de frente. Me parece que se parece a mí.
      Días atrás fui al MOMA y me puse a buscar “El mundo de Cristina”, de Andrew Wyeth. Lo conocí hace cuatro años, allí mismo. Entonces ni sabía de Wyeth, simplemente caminé hacia un ascensor del museo y fue como si el cuadro me descubriera a mí. Me quedé clavada mirando mientras las lágrimas me asaltaban de improviso. Ahora quiero verlo de nuevo y hacerme una foto. Lo recordaba pequeño y contundente como Christine, como su tema, como el lugar que ocupan en el canon esas novelas para niñas que leía en la infancia. Sin embargo es más grande, más famoso.
      Me acerco de nuevo: Christine sigue en el suelo, sola en el campo abierto y vacío, con el torso desesperadamente incorporado, aferrándose con sus manos (como garras) a la tierra y haciendo fuerza con los brazos; parece haber llegado arrastrándose hasta ahí, parece que sus piernas no pueden sostenerla. Quiere tragarse el mundo con sus ojos de fuego pero el mundo no es para ella. Enorme, amplio, el horizonte es alto, mucho más alto que sus ojos. Cristina no encaja. Cristina es una extranjera implantada en el paisaje por un fotoshop obcecado e invencible. Pura voluntad de existir y de mirar pese a todo, de ser en un mundo de pie a donde no puede levantarse.
      Le pregunto a la librera por Daddy Long Legs, de Jean Webster. Papaíto piernas largas explica mucho de la mujer que soy y justo ayer he caminado por el verde campus de Sarah Lawrence College, porque fui a dar una charla, y mientras me contaban que nació en el siglo XIX como una de las primeras universidades para mujeres, imaginé a Judy Abbot con sus amigas, caminando por las lomas verdes y los edificios Tudor donde todavía hoy duermen y estudian los alumnos. De pronto deseo releerlo en inglés. La librera cree que no tiene Daddy Long Legs, me informa que no lo ha leído pero lo conoce. Pienso que a lo mejor para la generación de esa chica esa novela está vieja, sin embargo ella dice: “te alegrará saber que hace poco salió una edición nueva y muchas nenas lo compraron”. Habla dándome la espalda, levantando el cuello, estirándose todo lo que puede para ver si en el estante de arriba, adonde ninguna de las dos llegamos, quedó algún ejemplar para venderme.      

25/IV/ 2012l      

Acá hoy hay mucho sol de primavera. YPF volvió, los noventa están cada vez más atrás, hablar de un proyecto alternativo se vuelve concreto. Intentaremos subir a algún rascacielos, el Empire State Building o el Rockefeller Center: a lo mejor desde tan lejos atisbamos la patria y seguimos brindando con ella.      

17/IV/2012      

NEW ORLEANS 2. Mía.
      Al final del barrio francés, en un bodegón atorrante que se llama Buffa’s, comemos increíbles camarones creole mientras van llegando muchachos y chicas del lugar que llenan la barra, toman alcohol en la puerta y se ríen a los gritos. Uno bastante borracho me salpica con cerveza cuando me acerco a pagar, y pide disculpas con un piropo. Mia, la moza, me sonríe cómplice. Nos hicimos amigas de un modo fulminante cuando ella, después de desear que disfrutáramos la comida, me hizo a mí de pronto una caricia en el cuello, así como al descuido, de paso hacia la cocina. Es negra, pero su padre es mejicano. “Estoy enamorada de esta ciudad”, le digo. Ella dice que también, y que vivió antes en Phoenix Arizona, y fue horrible. “Allá no llegaron los derechos civiles, no se puede ser negra ni latina.” Le cuento que venimos de Phoenix, que su impecable limpieza y sus veredas brillantes y secas por el sol del desierto me pusieron incómoda. “Esa ciudad es un peligro, no podés dejar a tu nene de tres años jugar en la calle”, confirma Mía y al mismo tiempo que entiendo que crió un hijo, como yo, y es mucho menos joven de lo que parece, caigo en la cuenta de que en el centro de Phoenix (donde de por sí camina poca gente) no vi caminar gente negra, nunca. Entonces pienso que hay cosas de un lugar que solamente se entienden cuando se está en otro. “Vos también sos mamá”, adivina Mía y me pregunta cuántos años tiene mi hijo. Después me informa, con enorme orgullo, que su muchacho ya tiene dieciséis y sigue estudiando. Agrega que cuando él haya crecido, si ella puede, va a estudiar también.      

20/IV/2012      

NEW ORLEANS 1.
      Idelber dice que la ciudad está en un pozo, encapsulada entre el lago y el Mississipi; entonces sabe que puede desaparecer en cualquier momento, sumergida, y ese peligro inminente la vuelve hedonista.      Sonia cuenta que los piratas llegaban a este puerto y arrojaban joyas a las mujeres que les mostraban sus pechos, acodadas a los balcones del barrio francés (esos balcones donde hoy se sigue entrelazando collares de todos los colores en los herrajes, que estallan de verde tropical, de flores).
     Antonio cuenta que cuando Katrina, hubo gente que habló de Sodoma, Gomorra y el castigo divino. Y que a New Orleans la comparan con un tablero de ajedrez: ricos y pobres, blancos y negros, alternándose, mezclados por todo el espacio urbano.
      En cualquier esquina, a cada rato, suena un saxo, una trompeta; en cualquier calle se reúne gente a moverse al ritmo de una banda que está tocando jazz. Cualquiera puede decidir que esta noche sigue el carnaval: algunos salen a divertirse disfrazados. En un bar, entre el bullicio, cenamos tarde sopa de tortuga como si fuéramos piratas.
      Esta es la única ciudad que conozco en los Estados Unidos donde la noche existe y los bares están repletos en la madrugada. La única donde el asfalto y las veredas están perpetuamente rotos, donde siempre algún detalle no funciona, donde no es preciso buscar la comida de los inmigrantes (hindú, thai, peruana, mexicana, china) para comer comida de verdad y sentir gustos. La ciudad es ritmo, humedad, sexo, gambo que arde en la boca con delicia, boca ardida que quiere llenarse de cerveza helada.
      Me cuentan que no hay especial violencia o gran índice de robos, y así lo percibo: los borrachos caminan por Bourbon Street con alegría, la gente me sonríe cuando paso a su lado y cuando estoy haciendo pogo en un bolichito de la periferia donde toca Kermit Ruffins, chicos negros que bailan a mi lado chocan sus botellas de cerveza rubia con mi Guiness y todos brindamos con el propio Kermit, que choca nuestras botellas en rítmica comunión.
      “The city that has no care” bulle de día y de noche sin cuidado, descuidada, danzando en la miseria y en la felicidad. Danzo con ella y las preguntas terribles se diluyen, los orixas me habitan, el deseo vuelve a ser gloriosamente porque sí. En un bar pequeño y pobre, atendido por un muchacho con trenzas africanas, con un aro de plata que relumbra en el terciopelo negro de su lóbulo izquierdo, leo un cartelito. Dice: “Future is only a concept”. Salgo a la puerta, hay olor a porro. Aspiro: puro presente.
      
14/IV/2012 

Elsa Drucaroff 
Buenos Aires, Argentina, EdM, mayo 2012
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Yo también tengo música. (Una biografía)

uando cantó aunque me fuercen yo nunca voy a decir que todo tiempo por pasado fue mejor, me entregó el secreto para no envejecer.
 Cuando cantó todo camino puede andar, me regaló la libertad.
Cuando me contó que su duende al fin había nacido, aprendí a sentir al mío, que está conmigo hasta hoy.


Y peleé por salvar mi piel, me reí, me dejé crecer, largué mi voz y mis palabras. Y me pensé niña y entendí mis insomnios jugando con nada sobre la alfombra. Y cuando fui adulta hice crecer niños, entonces intenté cuidarlos bien y creo que pude transmitirles la alegría del sexo, su aura misma. Después o mientras, cuando escribí una novela habitada por muchos padres y muchos hijos, usé de epígrafe una parte de esa canción.

Porque él me escribió, él me hizo llorar. Gracias, Flaco. Hoy sos todo del viento y yo, una de tus melodías.

Rubia y cheta

Entro a un negocio por Callao, hacia Recoleta, que anuncia saldos de hermosos vestidos de verano. Mientras escucho hablar a una madre rubia con su hija adolescente, rubia y cheta, que miran vestidos a mi lado, elijo algunos modelos y observo su precio. Asombroso: 54, 90, los más caros 120$. "Demasiado barato", me encuentro murmurando en voz alta. La señora me escucha y sonríe: "baratos y lindísimos", asiente. "¿Y si los cosieron bolivianos que trabajan doce horas y viven encerrados en un taller?", le pregunto, y ya no estoy segura de probarme el vestido que tengo en la mano. "Mientras cosan bien no hay problemas", contesta la otra. La miro para ver si espera que ría de su chiste negro pero no hay un atisbo de humor en su expresión. "¿Lo dice en serio?", digo incrédula. "Yo no sé nada de política", responde ella muy segura. "¿Hay que saber de política para estar contra la esclavitud?", le pregunto. "Ellos eligen", contesta serenamente. En ese momento su hija la llama al probador para que vea cómo le queda el vestido, ella me da la espalda y yo quedo paralizada observando el perchero. Lidio con la náusea, con mi deseo de comprar, con la ridícula esperanza de que la ropa colgada me diga su secreto. Entonces escucho una vocecita triste, adolescente: "A mí nada me queda mamá, estoy hecha una vaca". Gélida, llega la respuesta de la madre: "Y si comés así...".


Elsa Drucaroff
Buenos Aires, EdM, febrero de 2012
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ieciocho (3) Mi hijo está probando la guitarra eléctrica más económica que tiene Antigua Casa Núñez: hace acordes, algunos punteos, canta con afinada voz bajita una melodía suave. Su concentración tiene algo religioso, no hace ni una nota en falso. Aprovecho que no mira y se me cae una lágrima. No sabía que tocaba así, no sé cuándo lo aprendió, no entiendo cómo lo hace si tocó durante años en un esperpento desafinado y casi roto, con la puerta de su cuarto cerrada.

Buenos Aires, 21 de octubre de 2011.


Dieciocho (2) Por la vereda me explica que los 18 sólo le traerán desventajas: no va a tener más libertad de la que tiene, no va a entrar a lugares a donde ya no entre ni comprará alcohol que ya no le vendan. "Me tengo que cuidar mucho más. Son más responsabilidades y todo es más peligroso", dice. Lo escucho con miedo pero callo. Busco qué contestar, todo lo que me sale decir parece de libro de autoayuda. Finalmente le pregunto: ¿no hay nada de la adultez que te seduzca? Empieza a pensar la respuesta en voz alta, pero no llega a contestarme porque ya estamos entrando a Antigua Casa Núñez y sabe que una de las guitarras que hay ahí lo está esperando.

Buenos Aires, 21 de octubre de 2011.


Dieciocho (1) Cumple 18 y vamos en colectivo a comprar su gran regalo. Hablo de cuando lo llevábamos a la plaza de chiquito, él menciona los juegos de mesa en familia y reímos recordando los emocionantes finales de Manuelita, cuando nadie sacaba el puntaje justo para llegar a Pehuajó. "Soy la última generación que jugó juegos de mesa", dice y me asombro. "Internet mató todo", me aclara, apocalíptico. Me pregunto si será tan así o si necesita empezar a sentirse viejo para asumir que pasa un límite. Lo veo suspirar, entrar en un silencio suave. Miro de reojo su perfil joven y hermoso, pienso que a lo mejor son las dos cosas. 

Buenos Aires, 21 de octubre de 2011.


Una semana en Bogotá (2). El campus de la Universidad Nacional es una fiesta de graffitis y arte: consignas partidarias o filosóficas, esculturas en papel de diario, murales políticos o porque sí. Cada fin de semestre les tapan todo con pintura blanca; cada comienzo las paredes vuelven a hablar. Miro las obras, algunas muy bellas, todas conscientes de que pronto morirán; leo frases urgentes, verdades por un rato; imagino en cada trazo las manos jóvenes que reinciden, las brochas que cubrirán. "No les alcanza la pintura para tapar nuestras ideas" ha escrito alguien y yo sonrío, respiro hondo, pienso que creer que el arte vale si es eterno es una enorme huevada. 

Buenos Aires, 4 de octubre de 2011



Una semana en Bogotá (1). El lunes hablamos con Claudio Posse de la miniserie sobre El último caso de R. Walsh ante 150 estudiantes. Una chica se refiere a "la dictadura con gobierno democrático que vive Colombia". Segura de mí, desdramatizo: así son las democracias del capitalismo globalizado, digo. Pero en la cena Alejandra Jaramillo dice que no entiendo, que ahí nada terminó. El martes Claudio y yo vemos militares con FAL custodiando las soleadas esquinas del bello barrio turístico de la Candelaria. Recuerdo: Buenos Aires, 1977; pienso mi respuesta del lunes, pienso que no hay que hablar de lo que no se sabe. Claudio posa para que salga el milico pero él se pone de espaldas. Saco la foto con miedo. 

Buenos Aires, 3 de octubre de 2011


Ayer Luz me señaló, caminando por el campus de la Universidad Nacional de Bogotá, la habitación donde dormía cuando estudiaba en los '70 y los techos a donde trepaba con las compañeras. "Venían las ráfagas de metralleta del Ejército y nos agachábamos", se reía. Y señalaba otro lado: "Ahí dormían los muchachos, los militares entraban y los sacaban como estuvieran, desvestidos. ¡Nosotras los espiábamos!", seguía riendo, pícara. Ya van muchas generaciones jóvenes que se divierten estudiando: en el mismo campus hormigueante bajo el sol, Oscar (25 años) abarca en gesto amplio chicos y chicas tirados en el pasto y cuenta como si nada: "cada dos meses entra el Ejército y se lleva unos doscientos". Después nos invita a tomar jugo de lulo en el barcito del pabellón. 

Bogotá 28 de septiembre de 2011

Elsa Drucaroff (Buenos Aires)
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Estados de Facebook de septiembre, por Elsa Drucaroff


on el sol en la piel, ayer recordaba un antiguo poema latino: Venus pasea por el bosque cuando la primavera comienza; canta "que mañana ame quien nunca haya amado y quien ya amó, mañana ame de nuevo". Gracias, diosa, por desear amor físico a nuevos y a expertos, a jóvenes y a viejos, gracias por la fiesta del cuerpo donde siempre puede latir la sorpresa, un secreto que nunca sospechamos, un renacer sin fin.

Buenos Aires, 22 de septiembre de 2011

En el jardín pidieron fotos de su familia y esa noche lloró en mis brazos porque un chico grande le dijo que parecíamos "boluditos". Ayer marchó conmovido por las calles con otros estudiantes secundarios. Hoy está muy triste, me dice: los secundarios no le importan a nadie, los partidos nos usan. Me acerco pero me echa. Lo sé pero quiero olvidarlo a cada rato: ya no lo refugio de la miseria del mundo.

Buenos Aires, 17 de septiembre de 2011

El día de un escritor enorme, estadista odioso y admirable; día de la educación pública que él legó y en naciones hermanas cuesta sangre; día de mis maestros y de mi hermoso oficio; día en que derrocaron a Allende y el sueño empezó a caer; día en que nació mi amigo Tito Rivero, que está muerto; día del horroroso atentado que mostró del peor modo que el fin de la Historia no existía. Este domingo de sol en el que la memoria me aplasta.

Buenos Aires, 11 de septiembre de 2011

Elsa Drucaroff (Buenos Aires)
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Tango protesta, por Elsa Drucaroff


Lo primero de todo es cerrar la ventana. El aire es malo, sopla, mueve, desordena. Somos demasiado hermosos y hay demasiada luz sobre nosotros como para correr riesgos.
    Sé lo que va a pasar: él va a avanzarme la entrepierna mientras hace como si me sostuviera de la cintura pero yo, mientras le paso el brazo por la espalda para hacer como si me entrego, apretaré fuerte el abdomen y mantendré mi postura y mi equilibrio, como una reina. Entonces sentiré el calor de su cuadriceps elongado y fuerte contra el muslo y sentiré su pene un poco erecto y le apoyaré la pierna como si me frotara y giraré mi cuello como si ansiara ser mordida o como si buscara en el piso algo que se me perdió y me importa apenas o como si todos me estuvieran mirando, como si bailara tango y fuera la mejor, como si tuviera frío, como si lo tuviera a él, como si él me deseara, como si hiciera mucho, mucho, mucho tiempo que no sé quién soy, no sé qué hago, qué siento, quién me mira, cómo si no estuviera agotada de trabajar y dar examen.

Elsa Drucaroff (Buenos Aires)
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Estados de Facebook III, por Elsa Drucaroff


n este viaje me saqué el reloj. Donde estuve había sólo naturaleza. Ni gente ni cosas que hacer salvo vivir acompañando el caminar del sol. El día empezaba al despertar, terminaba al dormir mientras el mar rugía cerca de mi ventana o la lluvia repicaba apagada sobre mi techo de paja. Casi no miré la hora. ¿Para qué medir los instantes con un dispositivo externo? El reloj no tenía nada que decirme.

Buenos Aires, abril 2011

Hace algo más de un año nos invitó a cenar en esa ciudad que amaba y de la que se estaba despidiendo. Hoy en el mismo lugar pedimos la misma comida en la misma mesa y brindamos con buen vino y con su ausencia. Papi también levantó su copa, lo sé porque veo a alguien increíblemente parecido. ¿Casualidad? Bienvenida: no quiero que cierre ese agujero que me dejó en el mundo. Me arde su amor y quiero que me siga ardiendo.

Montevideo, abril 2011

Perder a tu hombre padre de tus hijos después de 35 años (más de la mitad de tu vida) y ser jefa de Estado, y no poder entregarte a tu inmenso duelo personal sin olvidar que cada gesto que hacés, cada cosa que se ve de tu tristeza, cobra un significado político, que amigos y enemigos te están observando, que todo significará cosas más allá de tu dolor. Me conmueve la radical soledad de esta mujer a la que acompañamos cientos de miles. Radical soledad y también todo lo contrario: pocas veces hubo tanta evidencia de lo acompañada que estaba y está.
    Cuando la vi bajar del auto con su ropa negra, entrando con paso rápido a la Casa Rosada que es su lugar de trabajo y el lugar del velorio, todo a la vez, sentí una admiración inmensa. Evidentemente está a la altura de las circunstancias.

Buenos Aires, 29 de octubre 2010


Elsa Drucaroff (Buenos Aires)
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Estados de Facebook II, por Elsa Drucaroff


yer se fue el maestro para construir series en las que pudimos leernos, para ver en la literatura argentina la insistencia de un trauma, el que se animó a volverla territorio de batalla. Ayer murió mientras yo daba los toques definitivos a un ensayo que lo honra y lo discute, lo sigue y le reprocha, existe así por él. Apenas se estaba muriendo Viñas y ya seguía estando vivo. (Buenos Aires, marzo 2011)


En la mesa de adelante tienen un libro donde hay un cuento mío. Lo veo cuando les pido que me cuiden algo mientras me ausento. Entonces les pregunto si el libro está bueno. Hasta donde leí, sí, dice uno. No puedo saber si llegó a mi cuento. Rato después se levantan. Uno tiene el libro bajo el brazo. Ahí se lleva mi botella al mar, esa voz que fue mía, mis preguntas. (Buenos Aires, febrero 2011)


Se presenta "El amor y otros cuentos" pero falta Marina Kogan. Abrazo a sus amigos. Inés me cuenta los últimos días: dice que casi no sufrió, que fue feliz hasta el fin, que hablaron mucho. Me gana esa luz. De pronto Inés mueve sus manos como maga, las sigo y veo su panza de siete meses. Tanta vida ahí. Mientras la abrazo ella dice que Marina, antes de irse, le dijo: está todo bien, todo va a estar bien. (Buenos Aires, febrero 2011)

Elsa Drucaroff (Buenos Aires)
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Estados de Facebook, por Elsa Drucaroff


l pie de las montañas, trepamos la quebrada, paralelos al río helado y rumoroso. La picada se abre entre zarzamoras silvestres. Bajamos al río para mojarnos. Mientras hacemos equilibrio por las piedras escuchamos un canto. Pensamos: uno de los pocos turistas del lugar olvidó su celular. Después recordamos: no hay señal donde estamos. Recién entonces somos felices: ¡a nuestros pies canta una rana! (San Luis, enero 2011)

Después de la charla pública, la otra de madrugada con amigos. Afuera algo de viento patagónico, afuera empanadas y vino. Hablamos bien y mal de facebook, de la clandestinidad, de los enemigos dignos que son de frente lo que son, y de los indignos, que se disfrazan. Hacemos chistes, sacamos una foto. Lo difícil es fácil de hablar porque estamos juntos, rodeamos la misma mesa. Y eso alcanza. (Bahía Blanca, noviembre 2010)

Hoy un granpájaro raro se paró en nuestra terraza y cantó dulcemente un rato, hasta que se hizo escuchar. Es Quique Fogwill que viene a despedirse, le dije a Horowicz. Él dijo si es Quique va a gruñir algo y mandarse a volar. Entonces el pájaro graznó mirándonos y voló mostrando plumas algo doradas en la cola gris. No nos enojamos, obviamente. Cómo dejar de querer a Quique, todos sabemos cómo es. (Buenos Aires, 23 de agosto de 2010.)

Elsa Drucaroff (Buenos Aires)
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Postales polacas, por Elsa Drucaroff


III

i traductora en Cracovia se llama Margarita. Tiene pocos años más que yo, es encantadora, trilingüe, elegante, y está aprendiendo a bailar tango, así que primero me invita a cenar a su casa y después vamos juntas a una milonga polaca.
    Me cuenta que su hijo tiene veinticinco y cuando era bebé veraneaban en Crimea. Me cuenta de un verano en que se hizo amiga de otra mamá con bebé. Suele pasar. Me cuenta que una vez hojeaba una revista y quiso leerle a su amiga el horóscopo, en voz alta. ¿De qué signo sos?, le preguntó. Esto también suele pasar. Pero la amiga no lo sabía, no conocía su fecha de nacimiento. Y acá la historia de pronto se transforma.
    Su amiga era mamá de una beba y alguna vez había sido ella una beba de meses. Tuvo una mamá que la pasó por una grieta en la madera del vagón que las llevaba a Auschwitz. La pasó por la ranura para que dos polacas la recibieran, a ver si le salvaba la vida. Esas dos polacas no actuaron como la mayoría en 1942. Si hubiera habido mucha gente como las dos polacas, los nazis no hubieran podido exterminar a millones de personas. Hoy tampoco hay demasiados humanos como ellas.
    El cuerpito tibio, húmedo, en los brazos de la madre. La cabecita apoyada en el hombro. Sabe que ese gran cuerpo que la cuida y alimenta es poderoso y confiable y que si fuera por él, no correspondería tener miedo. Pero percibe en ese amor un terror y una impotencia que no debería percibir, sabe que algo está muy mal y por eso no llora, beba silenciosa y quieta en el aire viciado del vagón, hacinada con su madre entre innumerables personas malolientes y aterradas como ellas dos.
    Entre los tablones sellados de madera maciza hay un agujero pequeño. Tal vez lo hizo alguien viajando, tal vez los nazis no lo notaron o no le dieron importancia. La mujer habrá visto por el agujero a las dos polacas. ¿Qué hacían esas mujeres en el andén, entre nazis que organizaban la evacuación del ghetto hacia las cámaras de gas? No, probablemente no estaban ahí, a lo mejor pasaban, caminaban junto a las vías por el borde de algún bosque como los que ahora desfilan por esta ventanilla, en este tren a Brezlav; a lo mejor el otro tren, el que cargaba el rebaño humano enviado por otros humanos para la aniquilación, se paró por azar en un cambio de vías, y la que llevaba a la beba vio a las polacas por la ranura y les gritó de pronto, en un impulso; se encontró gritando: su inteligencia de madre pensó a velocidad vertiginosa y fue un grito que no pedía auxilio ni se desesperaba ni gemía, un grito quedo para que se detuvieran, y mientras su voz se proyectaba por la grieta que los nazis no vieron, sus manos de madre envolvían a su niñita con la manta sucia para que no la dañaran las astillas de madera y sus manos la extendían, se sacaban ese cuerpito de los brazos y lo exponían al aire y al sol y lo ofrecían, rogaban.
    De judía a polacas, de madre a dos que eran tal vez madres, o eran madres posibles. De mujer a mujeres.
    Una cadena femenina.
    Veo la generosidad de madre, su sabia, desgarrada renuncia, la inmensa apuesta que hace en el único instante en que es posible: el fogonazo del azar, dos mujeres del afuera al borde de las vías, una ranura, tres segundos para actuar. Veo inteligencia.
Veo los brazos extendidos, veo el adentro y el afuera, veo el cuerpito de beba entregado al torrente de la vida. Moisés es una niñita y el Nilo son cuatro brazos polacos que no siguen de largo. Veo en la madre la voluntad indeclinable de creer que hay más madres. Veo el lazo secreto entre mujeres y eso es, en toda la escena, la única luz que ilumina la Historia.
A diferencia de las mentes abstractas que se ponen al servicio de una causa, sea la que fuere, la inteligencia materna brilla desplegada en el amor. Y la beba creció, es madre ella misma y cuida a su hijita en una playa de Crimea, junto a Margarita. Una mujer judía sin signo en el zodíaco ahora es madre. Los nazis no pudieron evitar que naciera una nueva judía que juega en la playa de Crimea con el hijo de la que será mi amiga Margarita; juegan los dos polaquitos y los nazis no pudieron impedirlo porque no vieron la grieta en los tablones martillados e inamovibles de los eficientes ferrocarriles del capitalismo industrial, un capitalismo que desde ellos hasta hoy no ha hecho otra cosa que avanzar, ciego y exitoso en su desarrollo obstinado, de inteligencia específica, abstracta. ¿Sin grietas?

Elsa Drucaroff (Buenos Aires)
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Postales polacas, por Elsa Drucaroff

II

Auschwitz - Birkenau

l aire es oscuro en Birkenau. No consigo un pensamiento que sirva para algo, no salgo del silencio o de los lugares comunes: voy de la incomprensión estúpida (porque según lo que sabemos de este error que es la especie humana, Auschwitz y Birkenau son perfectamente comprensibles) a las explicaciones que ya sé y no me sirven para nada; voy del alivio porque esto ya pasó, se ha terminado, a la desesperación porque en este mismo momento, en varios lugares del planeta, mientras camino por esta tierra muerta, cientos de miles, tal vez millones de personas se preguntan en algún lado cómo puede ser que les estén haciendo lo que les hacen, se preguntan por qué el resto del mundo no lo impide, se preguntan dónde está dios, se preguntan si realmente están despiertos o en una pesadilla. Ahora, en este mismo momento, en otra parte, mientras yo camino acá donde ya no pasa nada.
    Me persiguen las caras serias de los niños judíos que vi en las fotos exhibidas en las paredes de los pabellones de Auschwitz (gente mía que no creció, posibles parientes de abuelos, o tíos abuelos): en una hay un bebé en brazos de su madre, parada entre tantos junto al vagón de tren. El bebé no llora, mira muy serio, sabe que lo que ocurre es grave y que no es cuestión de llanto porque su llanto empeoraría todo o, peor, su llanto no tiene posibilidad de expresarse; es como si creyera que el aire no será capaz de transmitir el sonido de su queja, que ni siquiera tiene sentido, lo mejor es disimularse, que ni se den cuenta de que él, tan pequeñito, existe ahí, radicalmente inocente e indefenso. Es un bebé con profunda mirada comprensiva, es un bebé con mirada monstruosa. Y hay otra foto que me persigue: un adulto de ocho o nueve años con sus hermanos menores; pequeño papá repentino, carga un bebé de meses y sostiene a una niña de la mano mientras mira el vacío con los mismos ojos preocupados. Es obvio que ya no tiene padres, es obvio que está solo entre cientos de judíos parados a su lado, tan solos como él. Nadie se lo dijo pero sabe que no va a poder proteger a sus hermanos menores. Acaban de bajarlo del tren, nadie le dijo que en un rato estará con todos encerrado en un simulacro de ducha y morirá aséptica, económicamente, en un lapso que va de 7 a 20 minutos gracias a los avances tecnológicos que permite el gas Ciclon B, eficiente para matar con gasto mínimo a un número máximo, tal como fue probado en Auschwitz, centro de investigaciones científicas para el beneficio de la raza aria. No se lo dijeron pero él sabe lo esencial, lo que importa.
    Qué transparente es la expresión de su cara, qué obvias son las expresiones de cada uno en cada foto que se exhibe en las paredes de Auschwitz. Son fotos que hizo un nazi voluntarioso y entusiasta, ansioso de dejar testimonio de los pasos históricos que estaba dando allí lo que él llamaba la humanidad.
    Me persiguen los pasos del niño que caminó llevando a sus hermanos, los tres solos a la muerte por el mismo camino que nos obliga a hacer la guía. Marcho con ella, obediente, marcho con otros turistas hacia las ruinas de las cámaras de gas de Birkenau. Quiero pensar que ya no ocurre, que no va a ocurrir nunca más, y sé que me estoy mintiendo.
    Hay muchos visitantes a mi lado. Todos avanzamos silenciosos mientras la guía parlotea, repite, habla de más. En sus discursos mediocres y aprendidos de memoria ha tratado cien veces de explicar que los polacos nada tuvieron que ver con todo esto, los únicos antisemitas acá son los nazis. Y contó tres veces que hubo un cura católico encerrado en Auschwitz y que Juan Pablo II lo hizo santo porque se sacrificó por otro prisionero. La escucho repetir a cada rato la palabra horror, engolosinarse con la palabra inocentes, y pienso que sus padres o sus abuelos polacos fueron muy probablemente como la mayoría, y cerraron muy probablemente los ojos como la mayoría. Mientras, detrás del muro del gueto, a minutos de sus casas, las personas que ellos odiaban en masa se morían encimadas, enfermas y hambrientas, los padres o los abuelos de mi guía habrán pensado que se estaba librando a su tierra de una lacra culpable de los males de Polonia, de una plaga extranjera que ocupó por siglos la tierra donde solamente ellos tienen derecho a llamarse polacos; registraron con placer que desaparecían los campamentos de los gitanos, cerraron los ojos cuando las partidas de esclavos judíos llegaban arreadas al centro de Cracovia para hacer algún trabajo, sombras famélicas en trajes a rayas cargando lastimosamente herramientas y cadenas; cerraron los oídos cuando los tiros resonaron en el gueto durante aquel 1943 en el que los nazis resolvieron “reducir el área” asesinando enfermos, niños y viejos, inútiles para trabajar; no escucharon entonces las voces de los chicos que sacaron de la escuela para fusilar contra un muro que todavía hoy tiene marcas de las balas, no escucharon los gritos de las madres, no olieron la mierda y el encierro detrás de la valla con que los nazis cercaron en su propia ciudad a sus propios vecinos. Cerraron los ojos después, cuando los trenes repletos, cuando el gueto quedó de pronto vacío. O los abrieron a medias, o no preguntaron mucho. O acusaron de exagerar al que se horrorizaba. O silbaron bajito. O dijeron y bueno. O ayudaron.
    ¿O acaso hoy es diferente? ¿Cuántos de los buenos turistas que caminan conmigo cierran los ojos o cierran los oídos? Yo no los cierro y sin embargo, ¿qué puedo hacer para evitar que en algún lugar del planeta (por ejemplo en Gaza), en este mismo momento, haya quienes se pregunten por qué, cómo se permite que ocurra, cómo pueden estar haciéndoles lo que les están haciendo? Acá está la hija o la nieta de algún sordo y ciego, trabajando: se gana honradamente el pan como guía de Auschwitz en la Polonia que felizmente ya no está invadida por los nazis, la Polonia de la Unión Europea y la hermosa Cracovia, centro turístico favorito de viajeros que ya fueron demasiadas veces a Praga o Estambul. Repite una vez más palabras que subrayan lo que no tiene subrayado ni palabra. Caminamos con ella por los campos de concentración Auschwitz 1 y Auschwitz 2 Birkenau, solcitados destinos para los que pueden pagarse viajes en el mundo entero, excursión que compramos por internet, unos 250 zlotys con micros de asiento reclinable y tremendo documental informativo durante el viaje de ida. En el de vuelta, la guía de la agencia nos recordará sonriendo que en Polonia no hay solo historias tristes y nos invitará cordialmente a no perdernos las minas de sal de Wieliczka. Sale justo una excursión esta misma tarde después del almuerzo, así que, como sorpresita que nos tienen preparada, la agencia nos pasará en este viaje de regreso un interesante video informativo sobre Wieliczka, , uno de esos mágicos lugares imperdibles que todo turista debe conocer.

Elsa Drucaroff (Buenos Aires)
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En Polonia, por Elsa Drucaroff

(Foto de Franek Lazarewicz)
Poznan (Polonia), pub español en la hermosa y antigua plaza del antiguo mercado. Apenas anochece aunque son las diez, el calor cede con la cava helada. Soy la única en esa mesa mayor de treinta y tres. Están Franek, hermano de mi editora (estudia cine en Londres, es vegetariano y anarquista), Agata, interprete en la presentación de mi novela (etnolingüística y teoría política), Blazey, presentador (docente en la facu, literatura). Hablan del antisemitismo nazi y soviético, y claro, del polaco; del pasado comunista de derecha y su alianza con el nacionalismo católico, la heroica resistencia antinazi que asesinaba judíos, los laicos izquierdistas y los católicos nacionalistas que combatieron el dominio soviético; hablan de la Polonia multicultural que masacro a sus minorías, de Mickiewicz, que era lituano, de Bruno Schulz, judío. Les digo que Gardel era uruguayo o francés, que la identidad argentina, un mito. Dicen que todo fue, es, tan complejo. Digo que en Polonia decir izquierda no tiene sentido, la palabra esta enchastrada de mierda y de mentiras. Blazey asiente pero agrega: "yo tengo que poder decir que soy de izquierda". En la barra algo pasa, dos chicas se pusieron a cantar una antigua canción en yddish que conozco. Canto con ellas, pregunto: son judías? "You never know, in Poland", contesta una. Y sonríe con tristeza.

Elsa Drucaroff (Buenos Aires)

Sobre la autora: El infierno prometido: una prostituta de la Zwi Migdal es la tercera novela de Elsa Drucaroff , escritora, ensayista, investigadora y docente, publicó antes las novelas La patria de las mujeres (1999) y Conspiración contra Güemes (2002).
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