octurno 2 en Valizas
El flash.
La luz juega calma con los contornos del camino, la vela una nube delgada como una gasa (quiero un vestido así, con esos tornasoles). Avanzo por la callecita de arena y tierra, dejo atrás la principal de Valizas, que también es de arena y tierra. Quedan allá los tambores de los artistas callejeros y el jazz que a esta hora hace sonar “El león” entre sus mesas. Las músicas se van apagando despacio a mis espaldas.
De pronto, sinfonía atronadora de grillos. Llegué a algún lado. A mi derecha hay algo como un espejo negro, siluetas vivas. ¡Es que estoy en la laguna! Todavía llega el murmullo del jazz lejano pero se impone un croar de ranas desde adentro de una sombra alta (¿una mata de yuyos?): pocas notas precisas golpean seguras, disonantes, como si un xilofón zapara apoyado en el contrabajo que vibra lejos, allá al fondo.
Por el camino en tinieblas se acerca, única, la luz de una moto. Me pasa por al lado y entonces, en un relámpago raro, todo el entorno se enciende y un segundo después sigue oscuro, pero las cosas cambiaron: la laguna ya no es un espejo negro sino un cielo claro que brilla con la luna velada y las nubes, reflejado en la tierra. Antes no lo veía. Ahora distingo los patos y hasta los circulitos concéntricos de la vida bajo el agua. La oscuridad posterior al flash me dejó el mundo más nítido, más bello.
Me digo: a veces es así, la intensidad termina y la calma sobreviene diferente, cada detalle pasa a tener otro sentido para bien, o para mal. Me digo que soy pesada, que me calle, que respire el paisaje como si fuera una rana que zapea. Me digo que tal vez por eso no quiero nunca que la intensidad termine, por lo que viene después, cuando miro todo nuevamente quieto y las ideas me aturden.
Domingo 27 de enero de 2013
De mi participación en la primera entrega de "Ya te conté" (el encuentro de narrativas recientes del Río de la Plata), en la increíble Valizas, el 19 de enero, surgieron dos "estados de facebook" nocturnos. Acá va uno, esta vez con título.
Nocturno 1 en Valizas: de Zeppelin a hoy, el bajón es el mismo.
Atravieso el pueblo en la noche y vuelvo a la principal. Avanzo ahora entre la gente que se hermana en la cerveza, la música, el cannabis. Me quedo escuchando una banda que toca en vivo en el local donde el día anterior, con fiebre de sábado, entré a buscar un alfajor de chocolate como quien busca su dosis de heroína. Eran las cuatro de la mañana y no podía esperar un minuto más pero la multitud bailaba entre la barra expendedora y yo, me la dejaba muy lejos. La multitud me pareció el Mar Rojo. Me detuve angustiada a la orilla de la gente: parada sola a la vera de los otros sin una visa, una contraseña, separada de ellos por décadas de historia. Pero de pronto empezó a sonar Clandestino y como si un director de orquesta hubiera hecho el ademán adecuado, todos empezaron a cantar. Descubrí que yo también lo estaba haciendo con ellos, avancé gritando que estaba sola, que no era nadie y era todos, que la marihuana era ilegal. Bailaba entre las décadas y avanzaba sin pedir permiso porque no era necesario: yo tenía todas las edades y había una en la que estábamos juntos. Avancé y ellos me bailaban y me ofrecían tragos de cerveza; el Mar Rojo se había abierto, pero hacia adentro, y yo me zambullí amablemente hasta la barra donde me escuché hablarle al chico que atendía, bajando la voz cómplice, clandestina: “Me dijeron que vos vendés alfajores de chocolate”. Entonces lo escuché contestar en igual tono, igual secreto, comprensivo: “Es así. Esperá”. “Es muy bueno”, me avisó al volver. Yo lo pagué, lo abrí, lo mordí, lo devoré maravillada: era esponjoso y alto, estaba fresco; mordí la capa de chocolate y sentí su consistencia exacta.
Así fue esa madrugada de sábado a la noche. Pero ya es domingo y la multitud se redujo: un grupo de seguidores escucha su banda, es mucho más temprano y yo no necesito un alfajor de chocolate (que por otra parte engorda). Decido partir, dormir temprano: mañana quiero caminar hasta el Polonio por las dunas y ya no estoy para semejante esfuerzo físico si no duermo, al menos, siete horas.
Sábado 26 de enero de 2013
Cuando me la hizo escuchar una vez, hace algunos años, me dijo: esta es la canción de mi generación. Ahora la canta con su amigo sentado a nuestro lado mientras hacemos tiempo en una estación de micros. Canta tocando la guitarra, canta con sueño porque anoche casi no ha dormido. Sé la letra pero la susurro apenas, miro para otro lado para que él no lo note. Es su escena, no la mía, y sin embargo yo también pido al árbol de la vida la fruta divina. La tuve y la vuelvo a morder: tuve sus años y también fui inmortal, también canté pese al sueño en estaciones de micros. La tuve y la vuelvo a pedir.
Yo lo escuché bebé (sus ruiditos musicales, sus primeros gorgoritos afinados, lo que sería su canto). Pienso que entre esa voz y la de hombre adolescente y entonado hay una línea que soy capaz de rehacer instante a instante. Hago memoria, saboreo mi fruto divino.
Viernes 21 de diciembre en Tres Cruces, Montevideo, mientras el mundo vuelve a empezar.
Elsa Drucaroff
Buenos Aires, EdM, febrero 2013
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