Entre los muchos motivos por los cuales las marchas de los Encuentros Nacionales de Mujeres (ENM) son tan fascinantes hay uno que impacta más. Es el geográfico. ¿Qué es marchar? ¿Para quiénes marchamos? ¿Cómo solemos marchar? La mayoría de las marchas a las que hemos asistido ocurren en el centro de las ciudades, por sus avenidas, alguna plaza principal, y sobre todo rodeando las dependencias públicas. El recorrido afectivo de la marcha del ENM no se juega tanto en el peso de los lugares emblemáticos a los que se dirige –como sucede en las típicas manifestaciones porteñas a Plaza de Mayo o al Congreso nacional– sino en la caminata por un lugar. Caminar de verdad. Marchar por Trelew fue marchar por una Patagonia profunda, un poco dulce y un poco desolada, sus barrios de casas bajas, el ladrido de los perros, la hora del regreso. Tierra atravesada por las heridas de la conquista, punta de lanza de nuestros feminismos latinoamericanos. ¿Qué fue estar ahí, realmente estar, más allá de corear “plurinacional”? Algo de una eclosión, cuando cae el sol, que surca una calma. O un modo. Muchas trelewenses miraban la marcha desde sus ventanas, algunas subían a la terraza, otras hasta abrían la puerta y salían a la vereda.
Hacia finales de los años veinte una médica de renombre, llamada Alicia Moreau de Justo, elabora un proyecto de ley sobre el voto femenino, presentado en el Congreso por un diputado socialista; su vida se lee en clave de las grandes campañas del sufragismo local. En 1938, en pleno auge de la “década infame”, la intelectual Victoria Ocampo apoya otra presentación de un proyecto sobre el voto femenino desde su cargo como presidenta de la Unión Argentina de Mujeres, después de años de reivindicar las libertades civiles para solteras y casadas; su propia vida puede leerse desde la libertad, al punto tal de ser la primera mujer que fuma en público. Son sólo dos nombres propios, en los que se inscribe una lucha que se remonta a las anarquistas y socialistas de comienzos del siglo XX. La ley 13.010, sancionada en septiembre de 1947, establece en su artículo primero que “Las mujeres argentinas tendrán los mismos derechos políticos y estarán sujetas a las mismas obligaciones que les acuerdan o imponen las leyes a los varones argentinos”. María Eva Duarte sostiene esta ley con su cuerpo: su historia está asociada al efectivo logro de la ciudadanía política para las argentinas.
El 7 de abril, en Los Galgos, el bar notable de Callao al 500, fue presentado el último trabajo del autor de El prejuicio del sexo (2014). Sebastián Hernaiz que en Rodolfo Walsh no escribió Operación Masacre y otros ensayos (2012) reunióuna serie de artículos sobre literatura argentina, acaba de publicar, por la editorial 17grises de Bahía Blanca, Las citas; su primera novela. Esa noche de jueves, Florencia Angilletta y Diego Erlán compartieron sus lecturas con el público que asistió a la presentación. Reproducimos en este número de Escritores del Mundo el texto leído por Angilletta.
Todo chat no se sabe si es político
Se ha dicho que Mauricio Macri es el primer presidente de Facebook. Esta afirmación es efectiva menos por el uso prodigioso que él o sus asesores de comunicación hayan hecho de la plataforma y más porque el estado de la imaginación publica es Facebook. Facebook es nuestro calendario de cumpleaños, nuestra memoria demoledora que recuerda fotos publicadas años atrás, nuestra agenda de eventos –por ejemplo, esta misma presentación, que cliqueamos que asistiríamos–, nuestro placer voyeur de sugerir como contactos a quienes apenas conocemos, nuestro intento constante de viralizar alguna pequeña proeza personal, nuestro diario a medida del grupo de amigos y conocidos. El amor me ha enseñado que Facebook es una arquitectura. Y en un recorte más específico, puede que las parejas de nuestra generación sean las primeras parejas de Facebook.
El poeta y pintor Henri Michaux –exquisito globetrotter nacido en Bélgica que recorrió Río de Janeiro, París, Ecuador y países de Oriente– escribió: “Yo remo / remo contra tu vida / me multiplico en remeros innumerables / para remar más fuerte contra ti”. Estos famosos versos aparecen en la página 74 de Sobre Sánchez, libro escrito por Osvaldo Baigorria y editado por Mansalva en 2012. Allí, como un anzuelo, coagulan y se proyectan las trayectorias de tres viajeros y remadores: el propio Michaux, Néstor Sánchez, el escritor argentino más enigmático; y Osvaldo Baigorria, autor de esta escritura entusiasta e inclasificable.
Escritor, periodista y docente, Osvaldo Baigorria (1948) fue colaborador de publicaciones emblemáticas de la “contracultura” argentina como El Porteño y Cerdos y Peces, y de importantes diarios y revistas. Publicó, entre otros, Llévatela amigo por el bien de los tres, Correrías de un infiel y Anarquismo transhumante; y compiló Cartas a Baigorria de Néstor Perlongher y Prosa plebeya. En septiembre de este año, Baigorria fue invitado a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires para conversar en una entrevista, junto a profesores y alumnos, sobre los cruces posibles entre crítica-ficción-creación en Sobre Sánchez y en dos libros de reciente publicación: Cerdos y porteños, que recoge doce artículos escritos en los años ochenta; y la reedición de Con el sudor de tu frente. Argumentos para la sociedad de ocio. De este modo, el encuentro fue una invitación para acercarse a la trayectoria de Baigorria, compartir sus itinerarios –en un triángulo que abarca desde el barrio de Mataderos, la vida en comunidad en Estados Unidos y la pregnancia del Delta– y para poder pensar sus escrituras atravesadas por el problema de la verdad y las formas de vida.
Una práctica cada vez más difundida en Argentina, como en la mayoría de los países industrializados del mundo, es la realización de un examen psicotécnico antes de ingresar a un trabajo, también conocido como “test preocupacional”. En ese examen, además de someterse a un electrocardiograma, exámenes de sangre y chequeo a cargo de un profesional de la salud, el aspirante a un puesto de trabajo debe tener una evaluación psiquiátrica. Aunque con leves variantes, dicha evaluación está muy estandarizada: la mayor de las veces consiste en pruebas psicométricas y en el HTP, que es la –ya famosa– prueba donde se pide que se dibuje una casa, un árbol y una persona. Exámenes creados en los albores de la teoría psicológica americana, sostienen que en los dibujos pueden interpretarse, proyectivamente, aspectos más o menos conscientes de la personalidad del aspirante. Lo que implica el acuerdo en que la realización de dibujos es una forma de lenguaje simbólico que codifica rasgos íntimos.
Entre las pruebas, probablemente, la más conflictiva resulte el dibujo de la persona. Es muy común que se le pregunte al examinador “¿pero debo dibujarme a mí mismo?”, a lo que quizá responderá con un lacónico “lo que a usted le parezca”. El subtexto es que todo dibujo de una persona veladamente habla sobre uno mismo. Hay muchos foros en Internet que ofrecen consejos sobre cómo realizar esta definitoria prueba. ¿Qué espera el mundo del trabajo de este dibujo? No dibujar una persona con palotes (del tipo de dibujos que harían los niños) sino una figura de flexibles y definidas curvas redondeadas. También se debe ser preciso con los rasgos de la cara (no excesivamente marcados pero sí distinguibles), que deben estar completos: ojos, nariz, mentón y frente. Idealmente, el dibujo debe ser de tamaño mediano, bien dimensionado en el espacio y ubicado en el centro de la hoja. Lo esperable del dibujante, además, es que comience el trazo por la cabeza, continúe por el tronco y concluya por las extremidades, que deben ser simétricas.
Un telón color rosa salmón y dorado se levanta. En el escenario, sillas y mesas de madera. Y dos mujeres. Delgadísimas, fibrosas, fastuosas, enfundadas en vestidos blancos. Una de ellas toca su pecho, la otra arquea su espalda. Ambas ejecutan movimientos ondulantes y desesperados, con los ojos cerrados, mientras suena "The Fairy Queen" de Henry Purcell. Casi flotando, expanden y contraen el área. Pero hay una tercera persona, un hombre, a pasos enardecidos, que les va corriendo el mobiliario. Una de ellas golpea literalmente su cuerpo contra una pared. Es la mismísima Pina Bausch que, como una deidad, explora su torso y sus brazos. La acompañan Malou Airaudo y Jean-Laurent Sasportes.
Con este fragmento de Café Müller (1978) comienza la película Hable con ella (2002), de Pedro Almodóvar. Veinticuatro años han pasado del estreno de la pieza original: pero los mismos intérpretes, ya mayores, dan inicio a la decimocuarta creación del director manchego. En la escena siguiente se observa la platea: un hombre emocionado y otro a su lado que lo mira. Estos dos espectadores, que aún no se conocen, lo harán meses más tarde en la Clínica "El Bosque”. Uno de ellos, Benigno (Javier Cámara), es enfermero y cuida a Alicia (Leonor Watling), una estudiante de ballet que ha sufrido un accidente automovilístico y está en coma hace cuatro años. Marco (Darío Grandinetti), un periodista argentino, visita el hospital porque su novia Lydia (Rosario Flores), torera profesional, también está en coma desde que un toro la embistió en su última corrida. Dos hombres que cuidan a dos mujeres en coma. A sus cuerpos. A sus cuerpos antes ejecutores de múltiples movimientos. Benigno baña a Alicia, le hace masajes, la manicura, o corta su pelo. Y narra: se narra, le narra. Marco no puede ni mirar a Alicia porque no la reconoce. “Hable con ella”, le aconseja el enfermero: “Cuénteselo”.
Historia de una amistad entre dos hombres, y la historia de dos, tres, cuatro, múltiples vínculos. Reescritura trash del cuento de la Bella Durmiente. Es sobre la incomunicación en las parejas, y sobre la comunicación. Pero Hable con ella es también un panorama sobre la danza moderna, sobre el modo en que las performances reescriben la gestualidad cotidiana. Y la no cotidiana.
“Al ver que los movimientos son simples, algunos piensan que no es danza, pero sí lo es para mí. En mis espectáculos hay mucha danza, incluso cuando los bailarines no se mueven. Observo cuanto puedo todos los ámbitos de la vida, son ésas las únicas imágenes que permito que me influyan. Para mí, nuestra vida deber ser la gran exploración”, así pensaba la gran coreógrafa alemana. Philippine Bausch, inmortalmente Pina, nació en el oeste de Alemania en 1940. Empezó a formarse como bailarina en la recién fundada Folkwangschule de Essen, creada y dirigida por Kurt Joos. Tras una temporada en la Juilliard School de Nueva York, regresó a su país natal para trabajar en la mítica compañía Tanztheater Wuppertal, que dirigió desde 1973. Obras como Ifigenia en Taúride, Consagración de la primavera, 1980 y Nelken son creaciones claves para pensar la trayectoria de la danza contemporánea en el siglo XX. Influenciada por el expresionismo alemán, Pina Bausch es una pionera en la hibridación entre danza y teatro y entre elementos escénicos y no escénicos como folclore tradicional, música popular, mimo, agua, barro o claveles de plástico.
Audaz, porosa, magnética. “Imposible soñar mejor comienzo”, dijo Almodóvar. Es que película y performance cohesionan en una forma: la del movimiento de los cuerpos. Planos delicados de escenas físicas recorren el film: el arte de la tauromaquia, la búsqueda de la culebra, el nado en la piscina, cuerpos accionados por los enfermeros. Entre la sensibilidad salvaje y etérea, dos secuencias resaltan: las dos comatosas tomando sol, escoltadas por Benigno y Marco. Y el relato de Katerina Biloba (Geraldine Chaplin), la profesora de baile, sobre el proyecto de una nueva obra, “Trincheras”, en la cual de los cuerpos de los soldados muertos emergen bailarinas; de la muerte la vida, de lo masculino lo femenino.
Hacia el final de la película, Marcos acude a otra función. En este caso se trata de un fragmento de Masurca Fogo (1998). Los bailarines se enlazan al compás de la música portuguesa. Sobre el escenario, el ritual; en la platea, Marco y Alicia encontrándose. No es menor. Suicidas, sonámbulas, fantasmáticas, vitales: las mujeres son íconos del movimiento hecho carne. Que la película, además, esté enmarcada entre dos piezas de Bausch implica poner en cuestión qué es baile y qué no lo es, y hasta dónde puede expandirse un movimiento. La respuesta sea, quizás, la última frase de la película enunciada por Katerina: “Soy maestra de ballet, sé que nada es sencillo”.
Jean-Claude Gallotta es una de las figuras más destacadas de la “nouvelle danse” francesa, movimiento surgido en los ´80. Si bien su actividad artística comenzó ligada a las artes visuales, a los veintidós años empezó a explorar los caminos de la danza. Influenciado por Merce Cunningham, sus creaciones coreográficas indagan el cruce con otras disciplinas como la literatura, la música, la plástica y el cine.
Mauricio Wainrot, director artístico del Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín, conoció a Gallotta cuando ambos coincidieron en el Festival de Jerusalén. Como consecuencia de ese encuentro, en 2001 el Ballet argentino repuso Mammame, primera creación de Gallotta bailada por la compañía. Desde esa época, Wainrot estuvo interesado en la nueva idea sobre la que estaba trabajando Gallotta, como parte de su trabajo “trilogía sobre la gente”. En esta temporada de la programación del Complejo Teatral de Buenos Aires, que en estos días finaliza, el sueño de poder reponer la obra pudo cumplirse.
La propuesta de Tres generaciones es simple y compleja a la vez. El núcleo estructurador es una secuencia coreográfica interpretada por tres repartos: primero, un grupo de bailarines niños estudiantes del Instituto Superior de Arte del Teatro Colón; luego, el grupo de bailarines profesionales que pertenece a la compañía; y después, un grupo de bailarines mayores. En cada uno de los intervalos se proyectan imágenes de la película Milagro en Milán, de Vittorio de Sica, uno de los emblemas del neorrealismo italiano estrenada en 1951. Las imágenes seleccionadas, en blanco y negro, muestran las esquirlas y el desgarro de la posguerra pero a través de escenas cotidianas: gestos sencillos pero alentadores hacen carne en el cuerpo de los personajes.
La pregunta obligada es si es o no la misma coreografía ejecutada tres veces por distintos intérpretes. En la imposibilidad de dar una única respuesta reside la potencia de la obra y, quizás, su tema: el problema de la identidad. Una coreografía que parece semejante pero que, ante su triple repetición, en cuerpos de 10 a casi 70 años, no produce sino diferencias. Todos los movimientos son especulares: la coreografía repuesta es y no es idéntica a la estrenada por la compañía francesa años antes; los elencos, conformados por cuatro varones y cuatro mujeres, son y no son idénticos (lo que se acentúa porque, si bien todos están vestidos de negro, no lo es de modo homogéneo: unos usan saco, y otros no; ellas alternan entre vestidos y calzas, además de las notorias diferencias en los colores y largos de los cabellos). Los repartos son y no son la pretensión de mostrar a los mismos intérpretes, sometidos al paso del tiempo. Y el espacio que interpelan, es ninguno y todos a la vez.
En el dúo central el intérprete masculino es guiado por la mujer: es ella quien, mediante distintos enlaces de manos, lo acuna, lo acaricia, lo traslada. No sólo se pone en escena un trabajo corporal diverso al modo tradicional en que los dúos manejan las relaciones de fuerza y poder como equivalentes, sino que también cada reinterpretación enfatiza sentidos disímiles respecto del encuentro con el otro: juego, en los niños; deseo, en los jóvenes; protección, en los adultos. También hay intensos solos, un cuarteto masculino que remite a texturas cercanas al tai-chi y momentos de ejecución grupal. Los movimientos recorren los planos altos, medios y bajos. Contrastan los pasos amplios, los saltos, las sacudidas, con la incorporación de una gestualidad cotidiana, apenas perceptible, cuando tiran besos o se abrazan.
La obra no se construye sobre la premisa de someter cuerpos diferentes a obstáculos similares, en una suerte de búsqueda comparativa. Lejos de buscar la conmoción fácil, mucho menos se trata de reducir las dificultades en las series de los bailarines mayores. La audacia –y el acierto– del coreógrafo es no privarse de trabajar con la velocidad y los desafíos técnicos, pero abordarlos desde la perspectiva de su relatividad, desde la modelización de los cuerpos. A su vez, la recurrencia del trabajo con las intensidades es articulado con la musicalización: el pulso, a veces hermético e inasible, potencia el in crescendo de la ejecución, y las distorsiones en los arreglos musicales coinciden con la disrupción del movimiento. Sobre la última parte, los intérpretes trotan, corren; los pasos se tornan vertiginosos. Parecen empujados a la pista, llevados al límite: cercanos al agotamiento.
El final funciona casi como epílogo: las tres generaciones comparten el escenario y apenas ejecutan pasos. Casi como una foto congelada, acompañada sólo de silencio. Una escena desoladora y esperanzada a la vez, que multiplica las tramas de sentido: reflexión estética sobre la danza (¿quiénes bailan?, ¿hasta cuándo?), disrupción del tiempo y de la historia, generaciones que se miran a sí mismas, pero ante todo: cuerpos que siguen eligiendo estar juntos.