El álbum huele a naftalina. Le falta la tapa, y algunas hojas apenas se sostienen de la espiral. Podría llevármelo, meterlo furtivamente en la maleta, ceder al deseo de ser la dueña absoluta de las caras, los momentos, las viejas juventudes. Dueña del Oráculo de Delfos.
Celina, la empleada que todavía trabaja con mamá, me mira con la esquina del ojo. Conoce bien a su ganado.
No llevarme el álbum habla bien de mi ética, me felicito.
Celina, de todos modos, sigue limpiando los libros de la estantería. Les pasa un trapito por el lomo y los pone en su mismo sitio. Me pregunto si mamá le habrá ordenado mantenerse en mi radio de acción, que en este caso es el estudio. Aquí armaron el sofá cama e instalaron provisionalmente uno de esos esqueletos de clóset para colgar ropa y un espejo de cuerpo de entero.
La anterior vez me llevé tres ejemplares de la Revista Duda, lo increíble es la verdad. Uno de ellos, el número 27, incluía el único guión que papá había conseguido hacer llegar a la editorial mexicana a cambio de nada, solo quería ser parte de ese emprendimiento esotérico. Le hicieron cambios importantes y la idea quedó irreconocible. Pero el monstruo no. El monstruo era de papá. Mamá acusó primero a Celina y luego a mí. Me lo negué a muerte. Pero en estos tres años de ausencia la sombra de esa acusación no ha cedido en nada.
Dice su mamá que va a hacer copias de las fotos para toditos, comenta Celina, registrando mis movimientos con el tercer ojo campestre que debe tener en el culo, porque ahora está agachada acomodando los libros más gruesos de la última repisa.
A mis hermanos les da lo mismo, contesto. Y es cierto, son tipos del presente absoluto y las fotos en blanco y negro les provocan bostezos.
Igual, Celina no debería preocuparse. La naftalina me está mareando. Tendría que terminar de empacar. El tramo de las despedidas es siempre incómodo. Nunca sé si estoy triste o aliviada. Además, un álbum es un peligro. Un verdadero álbum, no la selección estándar del Facebook con sus poses y sonrisas previsiblemente sensuales, previsiblemente satisfechas. En un álbum familiar hay fantasmas.
Mi hija también es así, siempre me roba algo, plata, anillos, pero no se lo niega, dice de pronto Celina. Se ha incorporado y está roja. Un diccionario Larousse sobresale de mala manera de entre la pila de libros que ella acaba de reacomodar. Ese diccionario podría activarme una migraña fatal.
Yo nunca me niego nada, contesto.
Claro, dice Celina.
En serio.
Ladrón que roba a ladrón… Bah, a mí no me tiene que decir nada, resopla.
Y bueno… Pero qué manía más venenosa la de mamá de ponerle naftalina a los álbumes. Celina, empujalo más adentro ese diccionario, está a punto de suicidarse.
Es que a los turiros les gusta el papel. Sería una pena que los bichos se coman los recuerdos de uno.
¿Me estás diciendo bicho, Celina?
¿Eh?
Es una broma, mujer. La naftalina me está sacando ronchas. Mirá. Mirá las manos y un poco acá en el cuello.
Después, si quiere, le preparo un jugo de leche. Leche mata veneno.
Leche mata veneno, digo en voz baja. También me llevo ese tipo de cosas, los refranes, las admoniciones y malaventuranzas, las frases populares de Celina. Frases inútiles que en Londres no me sirven para un carajo.
Camino hasta la ventana buscando la luz y abro el álbum en cualquier parte. Mamá ordenó todo cronológicamente.
Las polaroid, honestamente, son las que menos me gustan, y no por esa especie de hule que engrosa el recuadro y aleja la imagen con su telaraña opaca, sino porque en la mayoría de esas fotos ya larvaba el vicio de una pose demasiado artificial. En las otras, las fotos de papel mate, las fotos en blanco y negro con sus márgenes limpios, se leen ciertas actuaciones, lo admito, pero no tienen la malicia de una súper conciencia fotográfica ni la perfección cyberdramática del photoshop, y sin embargo hay, puede haber, una maldad pura y brillante.
Voy a prepararle el juguito. Ya vuelvo. Debería dejar ese álbum en paz o se va a intoxicar.
Sí, andá. De acá no me muevo, le digo toda cínica, pese a que Celina es inmune a los tonos de voz. De otro modo no hubiera aguantado trabajando tanto tiempo en esta casa.
Por mi parte, después de más de medio siglo de imágenes monocromáticas, ya casi ni siento la naftalina. Me acerco sin temblores a la década del setenta, donde comienzan las fotos a color.
La reconozco a primer golpe de vista: el pelo largo, los ojos guapuruses, la boca apretada. Es Victoria, la chica que se pegó un tiro, la chica que en mi memoria siempre tendrá quince años. Es todo lo que sé de ella. Una chica que trabajaba como sirvienta en una casa vecina. Antes del tiro íbamos mucho a esa casa, la dueña importaba porcelanas chinas. Me ordenaron olvidarme de la muñeca color talco que según la mujer era una “geisha genuina”. Pasó lo del tiro y comenzaron a llamarla “la maldita muñeca”, y menos mal que no se pusieron más arriesgadas con la sintaxis, aunque también podría ser, sí, atando cabos, también podría ser…
¿Qué hacés?
Mamá ha venido a continuar con el espionaje que Celina dejó a medias. Trae un paquete con dos docenas de latitas de Mentisán. Eso y pinzas para las cejas constituyen los principales souvenirs de todos mis regresos.
¿No es Victoria?, le pregunto frontalmente.
¿Cuál?
Esta, la del fondo.
Victoria aparece en la foto por accidente, pues el foco lo constituye el pequeño grupo de mujeres, en el que está mi abuela, que todavía no ha cumplido los cincuenta, y dos amigas con peinados tipo gatito. Victoria lleva una bandeja de aluminio con tres vasos de refresco y parece haberse detenido un segundo antes, quizás evitando ser parte del cuadro. La sombra se desprende del talón levantado a medio paso como un espíritu descascarándose del cuerpo.
No sé cómo te acordás de ella, dice mi madre, vos apenas tenías cuatro.
Cuatro es toda una vida.
También, en otra foto, me topo de frente con Piri, el muchacho que se hizo humo un atardecer. Es un close up lleno de Sol. Vestido de soldadito, se pasa una mano por la cabeza recién afeitada. Sonríe, casi. Los caninos largos, como de lobo, lo asemejan a un vampiro (podría vender esta foto a uno de esos pretendidos buscadores de vampiros, zombis y momias reencarnadas que pululan en Camden Town y que le diseñan falsas filiaciones a gente como John Travolta o Nicolas Cage), pero Piri se parece a él mismo, no podría funcionar como el antepasado o la vida anterior de ningún famoso. Victoria y Piri son vidas anteriores clausuradas para siempre.
O quizás no. Quizás regresan a través de sus fotos, Victoria atrapada por accidente en la Kodak de Tico, mi padrino, el fotógrafo, el primer tecnófilo del pueblo; Piri en un aullido sordo frente al flash. Regresan para insistir en las vidas interrumpidas, en las biografías difusas, como un anticipo del fantasma que seremos todos.
Yo no estoy tan segura de que ese sea Piri, dice mamá, en esos años tu abuela les daba pensión a los chicos que hacían el servicio militar en el Comando Ránger y algunos se hacían sacar fotos con Tico. Además, a Piri le faltaban un montón de dientes.
Es verdad, Piri tenía un montón de baches en la boca. Pero este es Piri. Es.
Lo más conmovedor, sin embargo, es la seriedad de los rostros. Curioso. Antes, frente a una cámara, casi nadie sonreía y no había nada de reprochable en ello. Las caras no se contraían, no se replegaban ante el flash invasivo, aunque sí oponían una seriedad serena a ese acto entonces todavía extraño de pausar la continuidad de los días y extirparles un instante. En esa seriedad había mucha más información, mucho más erotismo y misterioso pudor que en las fotos urdidas del Facebook. Y no es que quiera insistir en un binarismo acrónico: álbum familiar versus Facebook, o algo así; solo trato de recordar de qué se trataba esa antigua educación fotográfica, ese temblor ruborizado ante el golpe del flash.
Me detengo en las fotos de mis padres. Son jóvenes circunspectos. He llegado a la conclusión de que los jóvenes de antes se las arreglaban para hacerse adultos sin avergonzarse. Mamá tose, incómoda. Paso unas cuantas páginas. Mi abuelo, calculo ahora, no era tan alto como la infancia lo registró. El patio de la casa es más angosto que el recuerdo. Todo es una traición sepia. Como prueba de lealtad emocional las fotos son estampitas inútiles. Igual que los aforismos pelotudos de Celina.
Sin embargo, casi al final del álbum descubro lo que en realidad estaba buscando. Lo que no sabía que estaba buscando.
Es el tuerto…
¿Qué?
El tuerto, madre, el ahijado de mi abuelo. Acá, fijate, con las gafas espejadas que usaba, igualitas a las de Stevie Wonder.
Mamá se acerca al álbum como atravesando un campo minado. Se ajusta los lentes.
No, qué va a ser el tuerto. Es algún amigo de tu padre, algún conferencista de la célula.
Es el tuerto. ¿Por qué decís que no es el tuerto, madre? Si hasta se le nota la cicatriz en la mejilla. Fijate bien.
No veo nada.
La cicatriz, ¿no la ves?
Bueno, y si es el tuerto, qué. Qué importa ahora.
Eso se lo concedo. Qué importa ahora.
Celina regresa con un jugo de manzana con leche, pero apenas lo tomo. Son demasiado altas las probabilidades de que su veneno lácteo me arme una guerra de guerrillas en la panza en pleno viaje de dieciocho horas y tres escalas.
Las dos me miran esperando que apure el brebaje. En cambio tomo el álbum y digo, con inusitada altanería: esta me la llevo.
Celina mira a mamá presionándola telepáticamente para que haga algo, para que estalle, para que diga que nunca he seguido el dichoso tratamiento cognitivo-conductual con responsabilidad y que es un milagro que no haya terminado deportada o presa en una sociedad tan estricta con sus leyes. (No saben que Londres, en ese sentido, es un paraíso. Leyes comprensivas, a la medida de mi imperfección).
Te la llevás…
¿O querés que me lleve el álbum completo?
Mamá se calla, con seguridad despeñándose hacia la decepción total, allí donde hace tiempo habita mi padre. No es lástima lo suyo. Me mira lejana, a lo mucho cerciorándose de que soy su hija, una hija a merced de sus compulsiones.
Llevate otra, dice entonces.
Dice “llevate otra” porque, si mal no recuerdo, uno de los trucos de la terapia conductual consiste en desplazar el objeto del deseo. Mamá dice “llevate otra” para desanudar mi deseo, la violencia de mi deseo. Dice “llevate otra” y no le encuentro la crueldad por ninguna parte.
Podría anotarse una pequeña victoria, especialmente porque, de entre todas las posibles espinas de las neurosis, yo he sabido sacarme la manía de contradecirla sin otro motivo que la herida. Hace demasiado tiempo que ella dejó de ser el cristal donde se transparentan o espejan las cosas de la familia, porque era así, a veces ella actuaba como una lámina que te devolvía tu propia imagen, apenas distorsionada, irritante. A veces, en cambio, era una ventana de delación de las que se usan en las salas para interrogar sospechosos, una membrana a través del cual podías ver a los otros, verlos desnudos, básicos.
La falla del truquito conductual está en que yo sí, de verdad, visceralmente, quiero la foto del tuerto. Quiero esa y no otra, ni siquiera el álbum completo.
Está bien, respondo. Dame la que vos querrás.
Mamá toma una foto a color de fines de los ochenta. Papá ya no asistía a la célula, pero en la foto aún lleva uno de esos medallones que lo arraigaban en su mundo esotérico. Su mirada de fanático todavía duele.
Gracias, digo, y la meto en el bolsillo de la mochila donde cargo el pasaporte y los pasajes de avión. Pero además, quiero otra.
¿Otra?
Sí, otra. Una con vos y Celina. Saquémosla con el celular. En el pasillo, hay más luz.
Mamá y Celina apartan los helechos del pasillo para poder acomodarnos en diagonal a la ventana. Yo me detengo en el estudio a mirar mi cara en el espejo, a ver si me pillo, a ver si mato el deseo. Inútil. Mierda, digo. Pero no siento culpa.
Mamá y Celina me apuran.
La foto que nos sacamos es sosa. Tres caras algo tensas, desintonizadas.
¿Sirve?, pregunta mamá, trémula. A veces creo que tiene miedo, no de mí, quizás por mí.
Yo la alejo un poco, evaluándola. Sé que mamá desea eso, una mirada técnica, la misma que uso en mi laburo en Londres cuando me llaman para fotografiar escenas de crimen. Esa es otra cosa linda de Inglaterra, siempre hay empleo. Aunque es cierto que acabé en fotografía forense porque nunca supe exactamente cuál era mi vocación.
Cuando parto en el taxi con la frente apoyada en la ventanilla, me tapo un ojo y le tomo una foto mental a mamá y a Celina, paradas junto a la verja. Les sonrío. Me sonríen. Mantienen la mano derecha en alto, como militantes de algún régimen. Se ve un jardín bien cuidado en el lado izquierdo; en el derecho, solo oscuridad.
Y en el avión, cuando la mayoría se ha dormido, recién saco la foto del tuerto. Ladrón que roba a ladrón mata veneno, ja. Es una foto fina, con buen gramaje. Paso mi dedo por la cicatriz. En realidad no se nota, pero yo sé que bajo las enormes gafas setenteras está la cicatriz. Cierro los ojos y escucho, puedo escuchar la voz honda del tuerto diciéndome que sí, que me ayudará con la recolección de ejemplares espeluznantes para el insectario, que vamos a poner mariposas, grillos y abejas en primera fila, y en la última a los que son capaces de comer mierda: etores, moscas azules, cucarachas, chulupis y bichos sin nombre, esos que en serio dan asco. Yo tenía poco más de ocho, creo, pero ocho es ya como una doble vida. A los ocho estás jugada.
Giovanna Rivero
Santa Cruz, Bolivia / Florida, EE.UU., EdM, Septiembre 2012
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