APUNTES

Sobre El sonido de la H de Magela Baudoin, por Giovanna Rivero


El sonido de la H obtuvo el premio Alfaguara Bolivia 2015. Magela Baudoin es tallerista de la Escuela de Escritores en Bolivia. En su novela El sonido de la H, el espesor de la opresión política se vive en otras cárceles, detrás de otras rejas y bajo otras capuchas: es esa opresión que se lleva a todas partes sin que podamos movernos de nuestro propio encierro.

1. “Nunca supe cuál era el apuro por irnos y por qué no nos fuimos, si al final había hasta una conexión histórica o más bien histérica entre la ‘patria del Libertador’, como decían en la escuela; es decir, la nuestra y la de su ‘hija predilecta’, es decir la patria de mis padres…”, se lamenta Mar, la juvenil voz narrativa y protagónica de El sonido de la H (Premio Alfaguara-Bolivia 2015), de la escritora Magela Baudoin. Mar, efectivamente, elabora la conciencia de su aprendizaje a partir del recuento de heridas propias y heredadas, tendiendo el necesario puente hacia la adultez. La propia Mar es de, un modo extraño, una hija predilecta.
     Y es que hay muchas formas de ser una hija predilecta, aun cuando los términos de ese privilegio impliquen dolor, exilio e insilio, y sobre todo si esta hija ha nacido en el seno de una familia atravesada irreductiblemente por el arte, la política y algunos vicios disfrazados de aristocracia y tradición. Por ejemplo, se puede ser una hija predilecta del momento histórico o una hija predilecta del incesto entre el narcisismo generacional y la utopía. Sólo hay que recordar que ser una hija predilecta no implica para nada ser una hija obediente, sumisa, cómplice de los errores de la generación anterior o heredera pasiva de sus aciertos.
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MAPAS COMPARTIDOS

Sobre la Feria del Libro de Guadalajara 2014: Una crónica jalisciense, por Giovanna Rivero


¿Qué hace un escritor en la Feria del Libro de Guadalajara? Entrevistas, paneles, conferencias; sí, sí, pero además de eso, ¿qué hace antes y después?, ¿deja de ser escritor, lo es de otro modo o empieza a serlo? La escritora boliviana Giovanna Rivero comparte sus experiencias en Jalisco.

o que hace la experiencia de la FIL Guadalajara conmigo es fortalecer ese músculo terco, “hueco y piramidal”, llamado corazón. Y lo digo en ambos sentidos: el metafórico y el literal. El “monstruo político”, como dice Antonio Negri refiriéndose a las multitudes, me conmueve hasta el punto de que, en algún momento, mientras fluyo con la gente por los pasillos del campo ferial, siento que lo mejor de todo es justamente eso: sumarse, mimetizarse, ser el Gran Uno, desaparecer. Lo cual es un lujo, tomando en cuenta que la sustancia que circula por esas venas abiertas del evento tapatío es joven, desesperantemente joven.
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ADELANTOS

Un adelanto de la novela: el primer capítulo de 98 segundos sin sombra de Giovanna Rivero


En estos días la editorial Caballo de Troya ha comenzado a distribuir en librerías la última -y esperadísima- novela de Giovanna Rivero (Bolivia, 1972). 98 segundos sin sombra cuenta la historia de Genoveva, una adolescente boliviana de los años ochenta que sueña con volar hacia otro mundo, lejos, casi tan lejos como pueda animarse. Y Genoveva es capaz de animarse a todo.
   Giovanna Rivero ha publicado las novelas Las camaleones (2001) y Tukzon, historias colaterales (2008) y, entre otros, los volúmenes de cuentos Las Bestias (1997) y Niñas y detectives (2009).
   Ver un comentario de Edmundo Paz Soldán (Bolivia, 1967) aquí.

(Capítulo 1)

La mejor parte de mi vida son las mañanitas, cuando camino sola las dos cuadras que separan mi casa de la parada del autobús escolar. Siempre pienso en cuánto odio a mi padre y en cómo nuestras vidas, la de mamá y la mía, y claro, la de Nacho, podrían convertirse en algo fantástico, una fábula, tan solo si él tuviera la decencia de morirse. Si alguien me pregunta por qué odio tanto a papá, no puedo explicar las razones. No es malo, no exactamente… Lo odio por intruso. Es un extraño. Y sí, es cierto que él estaba antes de que yo naciera, por una cuestión de secuencia, pero tengo la súper certeza de que es un intruso. Inés entiende cuando digo estas cosas. Ella misma se siente una intrusa y dice que un día va a regresar al lugar donde realmente pertenece aunque descubrirlo, saber cuál es ese sitio, le tome la vida entera. Sin embargo, Inés dice también que todo pasará al ser jóvenes en serio, no «capullos», como nos llaman las monjas; por lo menos hace tres años que científicamente hablando ya no somos púberes, dice, y esa palabra me estruja el estómago. Púberes. Una esdrújula patética que comienza con «pu». Inés sospecha de todo lo que comienza con «pu»: pus, puerta, puerca, puñado, puta. Igual, me encanta cuando entrecierra los ojos y se pone a hablar como una poseída: Esta edad, dice Inés, es difícil, es dura, es patética, es un infierno. Todo cambiará cuando salgamos bachilleres y entonces tengamos que largarnos juntas a estudiar en alguna universidad del interior. Para eso falta un año y cuatro meses. Estoy de acuerdo, las cosas cambiarán, no sé cómo, no sé si algo verdaderamente importante le pasará a la mente, al espíritu, cuando se termina la esclavitud escolar.

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Crónica sobre el Hombre de la Pierna, por Giovanna Rivero


o había cerrado los ojos mientras viajábamos hacia el Bronx. Me gusta mirar a la gente, esos rostros únicos que es casi seguro uno no volverá a ver jamás, me gusta adivinar sus preocupaciones, el deseo que no se extingue pese a la repetición de los viajes, de los infinitos vagones y los paraguas huérfanos. Pero esta vez, en lugar de mirar, quería sentir la vibración del traqueteo, la electricidad subsidiaria del movimiento metálico envolviéndome como una madre. Eso quería, una electricidad madre en esa cavidad multípara que avanzaba con todas sus criaturas para lanzarlas a la vida. Comprendí mejor porqué los terroristas eligen los trenes, no se trata sólo de una acumulación de gente, sino de la entrañable coagulación de obsesiones pequeñas, deudas pequeñas, oficios concretos, amores específicos, sueños llenos de pudor e ingenuidad, egoísmos insignificantes, hastíos invisibles. Es eso lo que estalla con una bomba.
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Crónica de una gorda que descubrió la invisibilidad en los años de la tristeza, por Giovanna Rivero


uchísimo antes de que Harry Potter popularizara su capa de invisibilidad, la gorda Mónica la había descubierto, pero por falta de conocimientos en física no pudo patentarla. Lo irónico es que la descubrió gracias a la clase de física, ya que Marzziano, el profesor de las ciencias duras en los dos últimos años de secundaria, la elegía invariablemente para resolver los problemas más crueles. La gorda parecía ser un vector constante en la fórmula pedagógica de Marzziano, aunque los resultados sólo conducían a una profunda incógnita: jamás de los jamases resolvía la ecuación más simple. La vida de la gorda peligraba porque su madre –según habíamos escuchado- tenía fama de blandir el colepeji a la vieja usanza: chicote de seis chorros y casi casi sin curtir.
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Crónica de una chica con pretendiente sado y fondo de secuestro, por Giovanna Rivero


adie vive en La Paz impunemente. Lo supe al cabo de apenas seis meses de haber estado viviendo en esa ciudad y lo saboreé durante los tres años restantes. Tres años que, con la manía que tengo de asignarle a todo un género literario o cinematográfico: esto es un thriller, esto es una telenovela mexicana, esto es una comedia de enredos, todavía los considero como los inolvidables tres años de mi bildüngsroman, es decir, los años del aprendizaje.

Llegué a La Paz en 1990, estrenábamos la década y yo estrenaba, por fin, una vida lejos de mis padres. La vida universitaria que me esperaba, sin embargo, incluía en su misión pedagógica una violenta educación sentimental que tenía entre ceja y ceja a la ingenuidad provinciana. Porque yo era de provincia. Nunca he dejado de serlo. La impronta de esa pertenencia al margen aprende a disimularse, cuando es necesario, pero está ahí, lista para brillar y traicionar.
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MAPAS COMPARTIDOS

Tía Ana, por Giovanna Rivero


ientras hacía una cola en Wal Mart me puse a mirar la pizarra con fotografías de gente perdida. “A Minute Can Save a Life”, decía el subtítulo. Niñas, bebés, adolescentes, hombres mayores sonreían o miraban al lente amistoso de alguna cámara sin saber que justo esa foto sería la que reporte los últimos datos de su identidad, el delgado hilo en medio de ese bosque de anonimatos que es Estados Unidos. Agradecí no tener a nadie en aquella pizarra. Sin embargo, casi al instante se configuró en la pantalla interior de mi memoria la imagen, borrosa ya, de una tía que, según relatos familiares, había dejado Bolivia con rumbo desconocido a causa de un súbito e irreversible desencanto de sus ingratos parientes. Era una tía solterona y su soltería imperturbable la convertía en un ser humano radical, subversivo, a veces hiriente. Año tras año, mediante consulados y embajadas, habían tratado infructuosamente de ubicarla en los destinos posibles. “Los estaits”, por supuesto, constituía el ‘target’ principal porque mi tía era o es, no lo sé, farmacéutica, y a mediados de los ochenta, cuando se largó del país –porque largarse vendría a ser como tomar el camino de Ulises, con los oídos ciegos, “abyectando” profundamente el pasado-, una ola de visas para investigación en salud había arrasado con los mejores bioquímicos de las míticas droguerías bolivianas. Mi tía seguramente había sido parte de esa estadística de “fuga de cerebros”.
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RELATOS

Cien años de perdón, de Giovanna Rivero


El álbum huele a naftalina. Le falta la tapa, y algunas hojas apenas se sostienen de la espiral. Podría llevármelo, meterlo furtivamente en la maleta, ceder al deseo de ser la dueña absoluta de las caras, los momentos, las viejas juventudes. Dueña del Oráculo de Delfos.
   Celina, la empleada que todavía trabaja con mamá, me mira con la esquina del ojo. Conoce bien a su ganado.
   No llevarme el álbum habla bien de mi ética, me felicito.
   Celina, de todos modos, sigue limpiando los libros de la estantería. Les pasa un trapito por el lomo y los pone en su mismo sitio. Me pregunto si mamá le habrá ordenado mantenerse en mi radio de acción, que en este caso es el estudio. Aquí armaron el sofá cama e instalaron provisionalmente uno de esos esqueletos de clóset para colgar ropa y un espejo de cuerpo de entero.

    La anterior vez me llevé tres ejemplares de la Revista Duda, lo increíble es la verdad. Uno de ellos, el número 27, incluía el único guión que papá había conseguido hacer llegar a la editorial mexicana a cambio de nada, solo quería ser parte de ese emprendimiento esotérico. Le hicieron cambios importantes y la idea quedó irreconocible. Pero el monstruo no. El monstruo era de papá. Mamá acusó primero a Celina y luego a mí. Me lo negué a muerte. Pero en estos tres años de ausencia la sombra de esa acusación no ha cedido en nada.
   Dice su mamá que va a hacer copias de las fotos para toditos, comenta Celina, registrando mis movimientos con el tercer ojo campestre que debe tener en el culo, porque ahora está agachada acomodando los libros más gruesos de la última repisa.
   A mis hermanos les da lo mismo, contesto. Y es cierto, son tipos del presente absoluto y las fotos en blanco y negro les provocan bostezos.
   Igual, Celina no debería preocuparse. La naftalina me está mareando. Tendría que terminar de empacar. El tramo de las despedidas es siempre incómodo. Nunca sé si estoy triste o aliviada. Además, un álbum es un peligro. Un verdadero álbum, no la selección estándar del Facebook con sus poses y sonrisas previsiblemente sensuales, previsiblemente satisfechas. En un álbum familiar hay fantasmas.
   Mi hija también es así, siempre me roba algo, plata, anillos, pero no se lo niega, dice de pronto Celina. Se ha incorporado y está roja. Un diccionario Larousse sobresale de mala manera de entre la pila de libros que ella acaba de reacomodar. Ese diccionario podría activarme una migraña fatal.
   Yo nunca me niego nada, contesto.
   Claro, dice Celina.
   En serio.
   Ladrón que roba a ladrón… Bah, a mí no me tiene que decir nada, resopla.
   Y bueno… Pero qué manía más venenosa la de mamá de ponerle naftalina a los álbumes. Celina, empujalo más adentro ese diccionario, está a punto de suicidarse.
   Es que a los turiros les gusta el papel. Sería una pena que los bichos se coman los recuerdos de uno.
   ¿Me estás diciendo bicho, Celina?
   ¿Eh?
   Es una broma, mujer. La naftalina me está sacando ronchas. Mirá. Mirá las manos y un poco acá en el cuello.
   Después, si quiere, le preparo un jugo de leche. Leche mata veneno.

Leche mata veneno, digo en voz baja. También me llevo ese tipo de cosas, los refranes, las admoniciones y malaventuranzas, las frases populares de Celina. Frases inútiles que en Londres no me sirven para un carajo.
   Camino hasta la ventana buscando la luz y abro el álbum en cualquier parte. Mamá ordenó todo cronológicamente.
   Las polaroid, honestamente, son las que menos me gustan, y no por esa especie de hule que engrosa el recuadro y aleja la imagen con su telaraña opaca, sino porque en la mayoría de esas fotos ya larvaba el vicio de una pose demasiado artificial. En las otras, las fotos de papel mate, las fotos en blanco y negro con sus márgenes limpios, se leen ciertas actuaciones, lo admito, pero no tienen la malicia de una súper conciencia fotográfica ni la perfección cyberdramática del photoshop, y sin embargo hay, puede haber, una maldad pura y brillante.
   Voy a prepararle el juguito. Ya vuelvo. Debería dejar ese álbum en paz o se va a intoxicar.
   Sí, andá. De acá no me muevo, le digo toda cínica, pese a que Celina es inmune a los tonos de voz. De otro modo no hubiera aguantado trabajando tanto tiempo en esta casa.
   Por mi parte, después de más de medio siglo de imágenes monocromáticas, ya casi ni siento la naftalina. Me acerco sin temblores a la década del setenta, donde comienzan las fotos a color.
   La reconozco a primer golpe de vista: el pelo largo, los ojos guapuruses, la boca apretada. Es Victoria, la chica que se pegó un tiro, la chica que en mi memoria siempre tendrá quince años. Es todo lo que sé de ella. Una chica que trabajaba como sirvienta en una casa vecina. Antes del tiro íbamos mucho a esa casa, la dueña importaba porcelanas chinas. Me ordenaron olvidarme de la muñeca color talco que según la mujer era una “geisha genuina”. Pasó lo del tiro y comenzaron a llamarla “la maldita muñeca”, y menos mal que no se pusieron más arriesgadas con la sintaxis, aunque también podría ser, sí, atando cabos, también podría ser…
   ¿Qué hacés?
   Mamá ha venido a continuar con el espionaje que Celina dejó a medias. Trae un paquete con dos docenas de latitas de Mentisán. Eso y pinzas para las cejas constituyen los principales souvenirs de todos mis regresos.
   ¿No es Victoria?, le pregunto frontalmente.
   ¿Cuál?
   Esta, la del fondo.
   Victoria aparece en la foto por accidente, pues el foco lo constituye el pequeño grupo de mujeres, en el que está mi abuela, que todavía no ha cumplido los cincuenta, y dos amigas con peinados tipo gatito. Victoria lleva una bandeja de aluminio con tres vasos de refresco y parece haberse detenido un segundo antes, quizás evitando ser parte del cuadro. La sombra se desprende del talón levantado a medio paso como un espíritu descascarándose del cuerpo.
   No sé cómo te acordás de ella, dice mi madre, vos apenas tenías cuatro.
   Cuatro es toda una vida.
   También, en otra foto, me topo de frente con Piri, el muchacho que se hizo humo un atardecer. Es un close up lleno de Sol. Vestido de soldadito, se pasa una mano por la cabeza recién afeitada. Sonríe, casi. Los caninos largos, como de lobo, lo asemejan a un vampiro (podría vender esta foto a uno de esos pretendidos buscadores de vampiros, zombis y momias reencarnadas que pululan en Camden Town y que le diseñan falsas filiaciones a gente como John Travolta o Nicolas Cage), pero Piri se parece a él mismo, no podría funcionar como el antepasado o la vida anterior de ningún famoso. Victoria y Piri son vidas anteriores clausuradas para siempre.
   O quizás no. Quizás regresan a través de sus fotos, Victoria atrapada por accidente en la Kodak de Tico, mi padrino, el fotógrafo, el primer tecnófilo del pueblo; Piri en un aullido sordo frente al flash. Regresan para insistir en las vidas interrumpidas, en las biografías difusas, como un anticipo del fantasma que seremos todos.
   Yo no estoy tan segura de que ese sea Piri, dice mamá, en esos años tu abuela les daba pensión a los chicos que hacían el servicio militar en el Comando Ránger y algunos se hacían sacar fotos con Tico. Además, a Piri le faltaban un montón de dientes.
   Es verdad, Piri tenía un montón de baches en la boca. Pero este es Piri. Es.
   Lo más conmovedor, sin embargo, es la seriedad de los rostros. Curioso. Antes, frente a una cámara, casi nadie sonreía y no había nada de reprochable en ello. Las caras no se contraían, no se replegaban ante el flash invasivo, aunque sí oponían una seriedad serena a ese acto entonces todavía extraño de pausar la continuidad de los días y extirparles un instante. En esa seriedad había mucha más información, mucho más erotismo y misterioso pudor que en las fotos urdidas del Facebook. Y no es que quiera insistir en un binarismo acrónico: álbum familiar versus Facebook, o algo así; solo trato de recordar de qué se trataba esa antigua educación fotográfica, ese temblor ruborizado ante el golpe del flash.
   Me detengo en las fotos de mis padres. Son jóvenes circunspectos. He llegado a la conclusión de que los jóvenes de antes se las arreglaban para hacerse adultos sin avergonzarse. Mamá tose, incómoda. Paso unas cuantas páginas. Mi abuelo, calculo ahora, no era tan alto como la infancia lo registró. El patio de la casa es más angosto que el recuerdo. Todo es una traición sepia. Como prueba de lealtad emocional las fotos son estampitas inútiles. Igual que los aforismos pelotudos de Celina.
   Sin embargo, casi al final del álbum descubro lo que en realidad estaba buscando. Lo que no sabía que estaba buscando.
   Es el tuerto…
   ¿Qué?
   El tuerto, madre, el ahijado de mi abuelo. Acá, fijate, con las gafas espejadas que usaba, igualitas a las de Stevie Wonder.
   Mamá se acerca al álbum como atravesando un campo minado. Se ajusta los lentes.
   No, qué va a ser el tuerto. Es algún amigo de tu padre, algún conferencista de la célula.
   Es el tuerto. ¿Por qué decís que no es el tuerto, madre? Si hasta se le nota la cicatriz en la mejilla. Fijate bien.
   No veo nada.
   La cicatriz, ¿no la ves?
   Bueno, y si es el tuerto, qué. Qué importa ahora.
   Eso se lo concedo. Qué importa ahora.
   Celina regresa con un jugo de manzana con leche, pero apenas lo tomo. Son demasiado altas las probabilidades de que su veneno lácteo me arme una guerra de guerrillas en la panza en pleno viaje de dieciocho horas y tres escalas.
   Las dos me miran esperando que apure el brebaje. En cambio tomo el álbum y digo, con inusitada altanería: esta me la llevo.
   Celina mira a mamá presionándola telepáticamente para que haga algo, para que estalle, para que diga que nunca he seguido el dichoso tratamiento cognitivo-conductual con responsabilidad y que es un milagro que no haya terminado deportada o presa en una sociedad tan estricta con sus leyes. (No saben que Londres, en ese sentido, es un paraíso. Leyes comprensivas, a la medida de mi imperfección).
   Te la llevás…
   ¿O querés que me lleve el álbum completo?
   Mamá se calla, con seguridad despeñándose hacia la decepción total, allí donde hace tiempo habita mi padre. No es lástima lo suyo. Me mira lejana, a lo mucho cerciorándose de que soy su hija, una hija a merced de sus compulsiones.
   Llevate otra, dice entonces.
   Dice “llevate otra” porque, si mal no recuerdo, uno de los trucos de la terapia conductual consiste en desplazar el objeto del deseo. Mamá dice “llevate otra” para desanudar mi deseo, la violencia de mi deseo. Dice “llevate otra” y no le encuentro la crueldad por ninguna parte.
   Podría anotarse una pequeña victoria, especialmente porque, de entre todas las posibles espinas de las neurosis, yo he sabido sacarme la manía de contradecirla sin otro motivo que la herida. Hace demasiado tiempo que ella dejó de ser el cristal donde se transparentan o espejan las cosas de la familia, porque era así, a veces ella actuaba como una lámina que te devolvía tu propia imagen, apenas distorsionada, irritante. A veces, en cambio, era una ventana de delación de las que se usan en las salas para interrogar sospechosos, una membrana a través del cual podías ver a los otros, verlos desnudos, básicos.
   La falla del truquito conductual está en que yo sí, de verdad, visceralmente, quiero la foto del tuerto. Quiero esa y no otra, ni siquiera el álbum completo.
   Está bien, respondo. Dame la que vos querrás.
   Mamá toma una foto a color de fines de los ochenta. Papá ya no asistía a la célula, pero en la foto aún lleva uno de esos medallones que lo arraigaban en su mundo esotérico. Su mirada de fanático todavía duele.
   Gracias, digo, y la meto en el bolsillo de la mochila donde cargo el pasaporte y los pasajes de avión. Pero además, quiero otra.
   ¿Otra?
   Sí, otra. Una con vos y Celina. Saquémosla con el celular. En el pasillo, hay más luz.
   Mamá y Celina apartan los helechos del pasillo para poder acomodarnos en diagonal a la ventana. Yo me detengo en el estudio a mirar mi cara en el espejo, a ver si me pillo, a ver si mato el deseo. Inútil. Mierda, digo. Pero no siento culpa.
   Mamá y Celina me apuran.
   La foto que nos sacamos es sosa. Tres caras algo tensas, desintonizadas.
   ¿Sirve?, pregunta mamá, trémula. A veces creo que tiene miedo, no de mí, quizás por mí.
   Yo la alejo un poco, evaluándola. Sé que mamá desea eso, una mirada técnica, la misma que uso en mi laburo en Londres cuando me llaman para fotografiar escenas de crimen. Esa es otra cosa linda de Inglaterra, siempre hay empleo. Aunque es cierto que acabé en fotografía forense porque nunca supe exactamente cuál era mi vocación.
    Cuando parto en el taxi con la frente apoyada en la ventanilla, me tapo un ojo y le tomo una foto mental a mamá y a Celina, paradas junto a la verja. Les sonrío. Me sonríen. Mantienen la mano derecha en alto, como militantes de algún régimen. Se ve un jardín bien cuidado en el lado izquierdo; en el derecho, solo oscuridad.
   Y en el avión, cuando la mayoría se ha dormido, recién saco la foto del tuerto. Ladrón que roba a ladrón mata veneno, ja. Es una foto fina, con buen gramaje. Paso mi dedo por la cicatriz. En realidad no se nota, pero yo sé que bajo las enormes gafas setenteras está la cicatriz. Cierro los ojos y escucho, puedo escuchar la voz honda del tuerto diciéndome que sí, que me ayudará con la recolección de ejemplares espeluznantes para el insectario, que vamos a poner mariposas, grillos y abejas en primera fila, y en la última a los que son capaces de comer mierda: etores, moscas azules, cucarachas, chulupis y bichos sin nombre, esos que en serio dan asco. Yo tenía poco más de ocho, creo, pero ocho es ya como una doble vida. A los ocho estás jugada.

Giovanna Rivero
Santa Cruz, Bolivia / Florida, EE.UU., EdM, Septiembre 2012
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APUNTES

Humo, por Giovanna Rivero


Los recuerdos inútiles son los más hermosos. Yo tendría, ¿qué?, unos ocho años, cuando llegó a la casa de mis abuelos este muchacho con nombre de pájaro, Piri. Llegó para ayudar a mi abuela en la pequeña industria de embutidos y panadería que tenía instalada en el tercer patio. Porque aunque parezca mentira en esa casa había tres patios y en el tercero, como digo, mi abuela había montado una verdadera industria a vapor de chorizos y panes. Si te aparecías muy de mañanita podías fantasear con la idea de que todo ese humo que las moledoras, hornos, trituradoras, embutidoras y ollas eructaban al unísono era, lógicamente, el febril smog expelido por máquinas de última generación del primer mundo.

    En lo que debía ser el vestíbulo de la casa, mi abuelo tenía la oficina del registro civil a la que acudían los migrantes del interior para inscribir a los recién nacidos, a los recién muertos y a los recién casados. Piri decía que ese sí era un trabajo para holgazanes: golpear los botoncitos de un juguete como si en ello se le fuera vida, prohibirles a los pobres que les pusieran a sus hijos nombres gringos como Johnny, Chuck o Michael y, a modo de descanso, jugar solitario haciéndose trampas a uno mismo. El concepto de “máquina de escribir” era absolutamente ridículo para él, pues estábamos acostumbrados a máquinas brutales que convertían la carne en una rojiza masa informe y luego en chorizo.
    Por las tardes Piri era el encargado de medir los metros de tripa de cerdo a utilizarse en la jornada. No es literariamente correcto que uno cuente esto, pero hay que hacerlo. Piri colocaba el balde en el suelo y, sentado con la espalda muy recta, calculaba, tensando con ambas manos tramos y tramos, los metros de esa tela transparente que mi abuela iba a precisar para inflarla con carne triturada. Entonces no me daba asco. Había un placer inexplicable en el chasquido líquido que hacía la madeja de tripas dentro del balde con agua y vinagre y en la cara seria de Piri utilizando las pocas matemáticas que poseía. Me llamaba la atención que Piri se guardara siempre un retacito de esa membrana viscosa en el bolsillo del pantalón, aunque a veces todavía la tripa oliera a mierda. Ponía su índice en la boca para que yo no dijera nada y yo no decía.
    Una tarde mi abuela ordenó a Piri hacer un mandado en la capital. Debió haber regresado esa misma noche, pero no lo hizo. Mi abuela se volcó alma, vida y corazón en averiguaciones dignas de Sherlock Holmes. Interrogó a un par de posibles novias, sostuvo un diálogo tipo mentira-verdad con un apostador de peleas de gallo, se habló de deudas y amenazas, y finalmente tuvo que aceptar la declaración inicial del chofer testigo, un montereño geniudo pero con buena memoria. Simple. Piri había subido a un micro interprovincial, había pagado su pasaje hasta Santa Cruz, aunque existía la opción de hacerlo hasta Warnes, un pueblo intermedio, lo cual, dedujo mi abuela, solo demostraba que el muchacho no había planeado con premeditación y alevosía lo que luego iba a intitularse en la leyenda familiar como “la inexplicable fuga de Piri” o, para los más peladitos, “de cómo Piri se hizo humo”.
    Con el tiempo mi abuela clausuró su industria, más que por su enfermedad, por oscuros motivos que exceden este relato.
    Lo cierto es que nunca supimos por qué Piri se bajó en la mitad de la nada, en una zona sin caminos ni granjas ni cultivos, solo pasto, árboles y el Sol que flotaba en una muerte lenta de verano.
    Pocos años más tarde, cuando el pueblo estrenó su carretera de asfalto, acompañaba yo a mi abuela a una consulta médica en la capital –sus pulmones, decían las radiografías, eran dos malditas placas carbonizadas-, entonces el micro se detuvo en algún lugar y un chico desnutrido bajó con la mochila a la espalda y echó a andar entre los pastizales, entre el ganado gordo y las chanchas gritonas, como dirigiéndose hacia el Sol.
     Apoyé mi frente en la ventanilla para verlo mejor. ¿Se acabaría el mundo si caminabas y caminabas hasta el final? Yo también tuve ganas de bajarme. El atardecer era inmenso y tibio y ya se podía ver el resplandor de unos lejanísimos pozos petroleros que la gente decía ardían sin cesar y a veces se tragaban de un bocado a las personas, como el infierno. Leyéndome la mente, mi abuela me apretó la muñeca con su mano callosa. Me retenía, a mí o a mis deseos. Y entonces dijo, como si viniera a cuento: la tripa del chancho la usan los hombres para no tener hijos.
     Ella, sin duda, podía hacer eso: inflar cualquier cosa con magia o carne molida y luego destruirla.

Giovanna Rivero
 Santa Cruz, Bolivia/Florida. EE.UU, EdM, junio de 2012
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PIES DE IMAGEN

Mordida de la bestia, por Giovanna Rivero


Mientras la mayor parte de los humanos se la arregla para acumular 32 dientes en la cavidad bucal, Freddie Mercury tuvo que vérselas con una dentadura “supernumeraria”, que  le traicionaba eventuales siseos entre frases y, seguramente, especulo yo, batallas precoces en las que el legítimo ego brillaba, herido y victorioso, por sobre las burlas infantiles.
¿Por qué los padres no le pagaron una buena ortodoncia, algo que atenuara la prominencia caballuna, el indisimulable exceso, tan semejante obscenidad en la cara? ¿Entendieron con sabiduría zoroástrica aquella sana manifestación corporal? ¿Intuyeron, en una de esas corazonadas, que en esa expresión del calcio se cifraba la fuerza existencial de quien pronto sería la yegua indómita del rock? ¿Sabía ya el propio Freddie, entonces todavía encubierto bajo su nombre parsi Farrokh Bulsara, que una verdadera reina jamás se altera el cuerpo, que sus defectos están llenos de nobleza, que sus anomalías son signos de distinción? Probablemente sí. Por eso luego, revelado al mundo en su advenimiento como hijo del dios Mercurio, dijo: “Siempre supe que era una estrella, ahora parece que el mundo está de acuerdo conmigo”. Y dijo también, en un gesto crístico: “Mother Mercury, look what they’ve done to me”.

No es nada nueva la sospecha de que entre los defectos físicos y el arte se dan extrañas y productivas relaciones, pues entonces al artista se le plantea una doble insatisfacción y un doble desafío: la recomposición de un mundo roto y la reparación corporal. Lo irónico es que esa segunda enmienda, la de la reparación corporal, toma a veces el camino doloroso de la autoabyección, de la ironía, de la burla íntima como dulce consuelo. Y es así como lo que era defecto y miseria genética se convierte ante la mirada inútil de los mortales en el objet trouvé, la marca familiar y de pronto divina de un animal distinto.
Será por eso que cuando busco a Mercury en las imágenes de Internet, me maravilla una y otra vez la mordida atroz al aparente vacío. Aparente porque allí, donde no hay carne ni carroña, Mercury mastica ondas sonoras convertidas en himno, en súplica, en blasfemia. Ofreciendo las fauces abiertas, Mercury se entrega a un público que no es un público, es una feligresía enloquecida y devota. Además, sin esos dientes, querida Caperucita, Mercury no hubiera podido sonreírle al Sida con la rebeldía glamorosa de una reina.
Sin esos dientes, en fin, Mercury se hubiese asimilado a la belleza estándar de los cantantes de rock. Y no, no, por favor; una bestia sensual, un guerrero de los ochenta, necesita siempre de una dosis clara y conmovedora de fealdad. Algo con qué abominar de los tibios.

                                                                                    Giovanna Rivero
                                                       Santa Cruz, Bolivia/Florida, EE.UU., EdM, abril 2012                                                                                    
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PIES DE IMAGEN

Nupcias, por Giovanna Rivero


Sostengo con cierta maldad una pinza de cejas y la acerco al pelito imperceptible a simple vista. El espejo de aumento lo convierte en un monstruo. Podría dejarlo, que crezca en rencoroso silencio, conjurar el alma de mi abuela y maquillarme, vestirme de una vez y, escandalosamente perfumada, bajar. Hoy me caso. Los reproches de un par de amigos porque se esperaba de mí más resistencia, menos convencionalismo, menos reincidencia ¡por Dios, Giovanna!, son dos moscas azul-verdosas que aparto con el codo.
    Pero el pelito, eso sí, me obsesiona. Pienso en un personaje de Guadalupe Nettel, una modelo que sufría del síndrome de arrancarse el cabello, los vellos, la pelambre, toda aquella expresión pilosa que la cubriera con la ternura de un animal. No recuerdo el nombre de ese síndrome. “Pétalos” titula el libro.
   Enciendo la lámpara y el espejo parece expandir su poder telescópico. El pelito sigue ahí, obstinado. Durante diez minutos, hago intentos infructuosos por pescarlo. No voy a decir “sí, te acepto” con el maldito pelo en mi ceja izquierda. Lo que estorba se deja, se arranca.

   Me arden los ojos. El espejo es poderoso y ha conseguido lastimarme las pupilas. Cuando por fin arranco el famoso pelito, tengo las sienes, el casco de la cabeza, a punto de estallar. Me tiro de espaldas sobre la cama y cierro los ojos. Dos lágrimas bajan decididas y una se mete en mi oreja. La otra se pierde entre el cabello.
   No había necesidad, digo malagradecidamente, de inventar un espejo-microscopio que es, por lógica al mismo tiempo, un espejo-telescopio. ¿Quién, quién demonios lo inventó?
    Se me viene a la mente, ahora que tengo los ojos cerrados y todo es imaginación en mi cerebro, la escena de un Galileo Galilei encaramando vidrios una luminosa mañana de 1609. Armó su telescopio con ocho vidrios. Fue una copia, pero sus fines tenían sangre propia. Llegó a los cincuenta vidrios. Con ese telescopio se destruyó la vista, se adjudicó una serie imparable de migrañas a medida que comprobaba, científicamente, la infinita humildad con que la Tierra giraba alrededor del Sol y este compartía el espacio inconmensurable del Universo con otras galaxias. Aunque los antiguos tomaron el término del griego γαλαξίας que significa “láctea”, en la película mental que me cuento “galaxia” tiene otra etimología, es hija legítima de “Galileo”, para mejor filiación. O, en todo caso, es su novia, su “núbil”, su delirio, su amor.
   Galileo Galilei quedó completamente ciego en 1637, a pocos años de su muerte física, pero supongo que esa oscuridad temporal fue un precio mínimo por la revolución política que implicó colocar con justicia al hombre en un lugar menos soberbio y dogmático que el centro mismo de la gran totalidad. Defendió con su existencia la hipótesis original de Copérnico y ya no sé qué me conmueve más, si esto último, el dar la vida por la idea iluminada de otro, o el pagar con el cuerpo aquello que tanto se ha amado. ¿No murió Freud de un cáncer de lengua? ¿No pagó Beethoven con su progresiva sordera el don que se le había encargado?
    Me detengo. Si me doy cuerda, puedo invitar a toda la estirpe del más alto Renacimiento y la borrosa modernidad a mi boda.
   En la sala de nuestro departamento los amigos más queridos sonríen. Alexander, mi esposo, me tiende la mano y la fiesta comienza. Hoy, querido Galileo, él y yo somos el centro de esta galaxia y hay vértigo y polvo de estrellas por todas partes.


Giovanna Rivero
Bolivia/EE.UU, EdM ,Marzo 2012

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RELATOS

Cizaña, por Giovanna Rivero


Había soñado nuevamente el “sueño de la ola”. Corría junto a una multitud, la ola se levantaba inmensa, enojada, una boa constrictora en celo, sonriente, y volcándose sobre el suculento bocado de niños, hombres de músculos tensos, músculos inoperantes ante esa ferocidad, mujeres con los bikinis escurriéndoseles de puro pánico, y ella en medio, la ola cerraba sus fauces para siempre. Bueno, para siempre no exactamente, ella conseguía verse después, piernas y brazos extendidos, como una lagartija flaca, meciéndose sobre la piel ahora extenuada de aquella boa marítima.

    Raúl no estaba en la cama. ¿Qué hora era? Se estiró un poco buscando el lado fresco de las sábanas. Se abrazó a una almohada, pero la soltó de inmediato. Abrió un ojo. El sol todavía no era la moneda soberbia e hiriente de la media mañana. De todos modos se sintió culpable. Era sábado y debía lavarse el pelo y recogerlo en un moño apretado. Quería tener tiempo de secarse bien la melena de rulos turbios. Si se armaba el moño con el pelo todavía húmedo, por la noche debía soportar el tenue olor a humedad podrida que las hebras habían cultivado en ese puño ciego al que sometía su belleza.
    Porque era bella. Aunque Raúl no lo dijera, era bella. Igual, no le había costado demasiado trabajo domesticar la vanidad, volverla una perrita casera, humilde. Su abuela, que la había criado sin ese tipo de explicaciones que la “gente moderna” les regalaba a los hijos como si les debiera algo, también había sido bella y eso, siendo sinceras, no había significado ningún alivio en la pobreza. Era, la de la vieja, una belleza invisible. Había que mirarla mucho para descubrir la elegancia de los pómulos, los ojos guapuruses y la voluptuosidad de la boca seria. La piel curtida no hacía fáciles las cosas. De todos los hombres que la buscaron, solo uno propuso algo decente, pero se desanimó pronto. Era eso, el desánimo, lo que había rodeado sus vidas.

Caminó descalza hasta la cocina y puso la tetera en el fuego. Necesitaba un mate cargado, que la sacudiera. A veces también deseaba café y había discutido con Raúl al respecto. Ese deseo persistente y obsceno de café. Se apoyó en el mesón, de espaldas al trabajo del hervor, e intentó orar: “Señor, como el agua, como la furia del agua…”. Se detuvo. La palabra “furia” no expresaba su humildad, su desnudez. Pero Dios sabía que ella había soñado con la ola. Dios sabía todo de ella. No podía, como le parecía que otras mujeres lo hacían con increíble liviandad, esconderse en el pasado, en los pliegues de la infancia descolorida en Portachuelo junto a su abuela vieja. A ella siempre le había parecido que su abuela era muy vieja y no entendía por qué los otros la consideraban “todavía joven”. Basta, se dijo. El propio Raúl le había predicado que la avaricia no se aplicaba solo a los bienes materiales; se era avara, le había advertido, con los secretos, con la felicidad privada, también con los sueños.
    El sueño de la ola, sin embargo, no era un desliz egoísta de su imaginación. En todo caso era una herida, aunque no estaba muy segura de qué o por qué.
    La tetera comenzó a pitar. El chillido alegre de la tetera siempre la hacía pensar en trenes rojos, trenes apurados partiendo hacia destinos más felices.
    Alzó la tetera y el tirón eléctrico en la axila derecha la obligó a asentarla nuevamente sobre la hornilla. La tetera pitó de inmediato, protestando. Entonces la tomó con la izquierda (un día iba a terminar escribiendo cartas para los reos de Palmasola como toda una zurda). Vertió el agua en un termo pequeño, limpió un poco la yerba de los palitos más oscuros y puso una ración en el gastado poro de cuero, luego la roció con dos cucharillas de azúcar. Dejó que el agua reposara la mezcla y añadió otro chorro.
    El primer sorbo le quemó la lengua. Era un ardor familiar, reconfortante, se sentía casi contenta en el calor cotidiano de la cocina. Estaban allí las cosas mudas y sencillas, las frutas y la bolsa de lienzo en la que Raúl acumulaba sin alardes uno que otro enlatado, una ofrenda sin destinatario seguro. Siempre había alguien con hambre en los portales del templo.

Apartó un poco la persiana. El polvo la hizo toser. Raúl estaba el jardín, la espalda rígida, disciplinada, sentado en la silla de madera que ella había querido regalar mil veces. Le asomaban clavos oxidados por todas partes; era una silla-crucifijo, pensó. Su marido apenas apoyaba los codos en la mesita jardinera. El pulso firme tomaba notas en el cuaderno violeta de los sermones. Silla, cuaderno y hombre eran de una austeridad que la espantaba. ¿Qué estaría escribiendo? Le había dicho que ese sábado hablaría de la hierba y la cizaña. Esa parábola en particular la inquietaba. Era fea. En Portachuelo había escuchado todo ese enjambre de nombres que le endilgaban a la vieja. Al principio eran nombres con frutas: “manzana podrida”, “fruta ofrecida”, “la papayita partida”, que poco a poco fueron perdiendo en longitud y ganando en crueldad: “la podrida”, “la ofrecida”, “la partida”. Por extraño que parezca, le incomodaba más esa otra, la que se escuchaba de vez en cuando en pocas bocas: “la querida”. Pero la que le había dejado algo parecido a una ampolla, a una llaga en la tela que forra el corazón, fue “cizaña”. Era injusta. No les fiaban víveres en la pulpería de las monjas por la palabreja esa.
     “Cizaña”, le preguntó ella una noche a la vieja que no era tan vieja cuando se soltaba el pelo insistentemente oscuro (los cunumis no canan, hija), “¿qué es cizaña?”. La vieja le dio un sopapo que ponía en su lugar al animal impertinente de la curiosidad infantil.
    Desde entonces le molestaba el ruido serpenteante que la C y la Z, tan cercanas, tan cómplices, hacían junto a esa Ñ deforme y gangosa. En el coro, si había que pronunciar la palabra “cizaña”, instruía a los corales que alargaran la palabra, justamente para que el siseo indeseable no lastimara la pureza de los himnos.
    El último sorbo de mate le supo intensamente dulce. Tenía que darse prisa. El Servicio comenzaba en una hora. ¿Asistiría el chico misionero? Se sirvió un vaso de agua del grifo y lo bebió de golpe, sin respirar. En ese momento no sabía, no podía saber, que la cizaña ya había crecido en el jardincito de su alma.

Sentada luego, en la primera hilera, donde otras esposas con moños parecidos agitaban los folletos sabatinos a modo de abanicos, pensó otra vez en el muchacho uruguayo. Le había dicho que venía de un pueblo chico, Mercedes se llamaba aquel lugar, y aunque extrañaba la música nocturna de los turistas, la corriente del río, la brisa fría, no quería volver. Acá tenía más oportunidades. ¿De qué?, pensó ella, ¿de qué oportunidades hablaba el chico alto? “Voy a ser pastor”, había dicho él, “y volveré y seré millones”, había reído. Era una risa sana, dulce, pero con un filo de amargura que ella sabía reconocer de tanto escuchar su propia voz en los ensayos del coro, una voz que no siempre creía, una voz que fingía alabanza y que también podía ser cínica. Tan cerca, Señor, tan cerca de ti que te puedo tocar.
    El muchacho uruguayo quería levantar un templo en Mercedes, bien cerquita de Río Negro, un templo con ventanales como alas, por donde la oración de los fieles se derramara y se uniera al murmullo del río. Tu amor que cuando crece/ siente que lo merece/ también pide milagros, panes y peces. ¿Cuántos años tendría el muchacho que veía oportunidades en el camino largo del pastoreo? No le daba ni veinte; aunque a veces la manzana varonil que raspaba las palabras le recordaba su condición primigenia de varón y ella se preguntaba si él ya conocía todo a lo que habría de renunciar. Todo.
    ¿A qué cosas habría renunciado verdaderamente Raúl?
    Además, la arquitectura de los templos tenía, pese a la amplitud de los salones, a la concavidad de los techos, un afán por enturbiar con vitrales coloridos las ventanas de por sí angostas. El muchacho uruguayo quería, en cambio, ventanales de vidrio sencillo, transparente. Ella imaginó niños descalzos en aquel templo de ese sitio llamado Mercedes y no sintió tanta pena. Sonrió. Raúl la miró desde el púlpito, pero ella no vio amor en su mirada, ni piedad ni amor, pero tampoco la severa desaprobación de otras veces, cuando la descubría distraída, sumida en el egoísmo de su imaginación.
    ¿Cómo sería ese sitio? El chico uruguayo se prestaba palabras de cantantes pasados de moda pero sentimentales hasta doler. Eso era lindo. Un pueblito como el viento/ dura un momento/ se vuelve pensamiento, duda y tormento. Raúl también usaba palabras lindas, prestadas también, pero la mayoría de las veces demasiado lejanas. Por ejemplo, ¿quién quería una doncella?, ¿quién cultivaba semillas de mostaza? ¿Quién, en estos tiempos, yacía con una mujer? Así pensaba, sobre el lenguaje viejo y nuevo, ella. Y él la había descubierto sonriendo, abstraída, y no la había sancionado con la severidad de sus cejas espesas. Tal vez le tenía pena por el asunto del bultito en la axila. Iba a crecer, había dicho el mastólogo, como un árbol frondoso, ¡una higuera!, solo que volcado concentradamente en el cuerpo mismo. Raúl la amaría en la enfermedad.

En el descanso, mientras ayudaba a servir refrescos, ubicó al joven misionero uruguayo. Con saco y corbata se veía un poco mayor. Reía abiertamente, jugaba a hacer trucos con las manos y un grupo de chicas de su edad, faldas azules plisadas, celebraban con risitas cortas el talento. Todo venía del Señor, la risa, la alegría breve, y la habilidad de crear animales con las manos, un conejo, una jirafa, también una hiena. ¿Era correcto no advertirle sobre el dolor, sobre la adultez interminable, ese desierto en el que el Señor solía poner las peores pruebas? No, no, no, ella no iba a convertirse en cizaña, ella no iba a arrebatarle al cuerpo de la Iglesia a un siervo. Era un siervo tierno y con un par de años menos podría haber sido su hijo, un hijo prematuro. Sara, por ejemplo, había engendrado un hijo en la vejez. Se estremeció, ella no quería parecerse a Sara; se pensaba siempre como la amante de la colina, la de los pechos llenos de miel, ¿le gustaba a Dios esa remanencia de coquetería?
    El mastólogo había hablado también de las funciones corporales femeninas que no se concretan, ¿qué palabra había usado?, una totalmente descortés, no recordaba si “atrofia”; era, por suerte, algo con F y no con Z. Raúl le había contestado a aquel científico de las cosas terrenales que no había nada incumplido en el universo, nada. “Aceptemos nuestra fundamental ignorancia”, había dicho Raúl, guardando definitivamente las radiografías llenas de horrible Bario en el baúl “de las penitencias”, donde también dormían mortalmente los recortes de periódico de un pasado lejanísimo en el que Raúl había habitado el mismo infierno de las alcantarillas. Su marido era, pues, una especie de Lázaro de las drogas.
    Las chicas de faldas plisadas comenzaron a recoger vasos y cubiertos desechables y los varones a apilar las sillas en el fondo del salón. Ella salió al jardín con el pretexto de arrancar las hierbas secas que afeaban las florcitas flamantes del verano. Tuvo que hacerlo con la izquierda, que cada vez era menos torpe. Solo supo que la peineta se le había deslizado cuando distinguió la mano solícita del chico uruguayo alcanzándosela. Se incorporó para agradecer. La cabellera desbordó la disciplina del moño y le abrigó los hombros.
     “Bonito”, dijo el muchacho sonriendo.
     “¿Qué?”.
     “Su pelo. Es bonito”.
    Estiró la mano para tocarlo. Ella retrocedió espantada.
     “¡Andate!”, suplicó ella en un grito controlado. Porque era eso, era una súplica, y ellos, todos seres suplicantes, tendrían que saber reconocer cómo se transformaban los sentimientos en una garganta asustada.

En el hospital, dos semanas después, Raúl le preguntó si quería conocer el mar. “Quizás tu sueño de la ola sea eso”, dijo, “un deseo convertido en miedo. Vos sabés, el stress… Y no dejamos de ser humanos, débiles”. Claro, claro, por qué no lo había pensado antes, en la vida de los seres humanos nada era lo que parecía. Su abuela lo decía en sencillo: “no todo lo que brilla es oro” o “si el río suena es porque piedras trae”. Ya no sabía si deseaba enfrentarse al oleaje del mar. Dios la había puesto ahí, ¿no era eso?, con sus dolores de espalda en un país embotellado, en una ciudad caliente. Raúl oraba por los gobernantes, para que se erigieran limpios por sobre la corrupción y administraran la riqueza del pueblo con justicia, pero también oraba por los enemigos, para que comprendieran que la Naturaleza es un don divino y a todos nos pertenece. Hombre y mujer los puso sobre la faz de la Tierra. Bolivia un día tendría mar, era la postergada voluntad de Dios. El Ministerio del Señor tenía otros tiempos.

     “¿Cómo es?, ¿te animás?”, Raúl quería mimarla, cubrirla con su súbita piedad. Amen los esposos a sus esposas. Esposas, obedezcan a sus esposos.

     “La piedad es otra cosa”, se había atrevido a opinar el médico. Hablaba desde la derrota, los acusaba de “terquedad ideológica”. No eran palabras retorcidas, sin embargo se ahuecaban, perdiendo hasta sus contornos.

Más tarde Raúl le contó como al pasar que el muchacho uruguayo se había regresado a Mercedes. “Es un débil”, dijo Raúl, “pero así el Señor separa la cizaña de la hierba buena”.
    Ella cerró los ojos, vio la manzana madura raspando las palabras, “es bonito”, andate, por favor, andate a tu pueblo, “su pelo, señora, su pelo es tan bonito, es un tormento”.
     “Qué bueno”, dijo ella.
     “¿Qué cosa?”.
     “Que el señor separe la cizaña de la hierba buena”.
    Raúl sonrió también.

Esa noche, después de que le hubieran drenado el pus del seno enfermo y antes de que su esposo finalmente se decidiera a llamar al Pastor Regional, ella pidió permiso para decir una palabra, quería decirla y que él la escuchara y aceptara todo su significado. Completo. Y que no la disculpara por ello.
     “Mierda”, dijo.
    Luego la doparon y entonces soñó con la ola, solo que en vez de cerrarse en el bocado descomunal de siempre, se amansaba hasta resumirse en una corriente delgada y enérgica, una vena oscura y sana, un caminito de agua. Su pie izquierdo no se animaba a mojarse.

Giovanna Rivero
Santa Cruz, Bolivia, EdM, enero 2012
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RELATOS

“Pinter Residence”, por Giovanna Rivero


He descubierto un secreto abominable, le dije a Pedro con una voz que más parecía de felicidad que de asco.
     Habíamos llegado hacía menos de un mes a ese pueblo en el corazón de Arkansas y la nieve se amontonaba en los balcones, en los umbrales, en los techos. Menos algodonoso, más texturado, me imaginaba a Marte, el planeta guerrero, pero de una blancura igual de siniestra.
     Un crimen en la nieve debía ser la tutti, algo para tener orgasmos inconfesables.
     Esto no le dije a Pedro, claro. Pero le hablé del secreto abominable.
    ¿Cometen incesto? Su imaginación me gustaba. Venía él de biología, pero ese detalle le sumaba un no sé qué carnal o carnoso a sus suposiciones. Le habían dado la beca para que investigara un modelo de clonación de llamas destinadas a mejorar la calidad de vida en los insondables territorios andinos de Bolivia. Pedro hablaba con pasión de ese proyecto animal y por su culpa yo había comenzado a experimentar pesadillas de tipo vanguardista, una mezcla de álgebra y naturalismo. La mayor parte de las veces una misma llama se multiplicaba exponencialmente generando una superpoblación incontrolable. Nadie podía matar a las llamas porque estas te desarmaban con esa mirada dulzona de pestañas a lo Marilyn Monroe.
     Mi beca era obvia: estudiaría literatura en febril búsqueda de una teoría con la que justificar mis inconsistencias, mis derivas, mi falta de “sujeción” en el género de la novela (la posmodernidad nunca fue una excusa suficiente y, a estas alturas, uno debería morirse de la vergüenza de usar semejante disculpa).
     No, no cometen incesto, dije. Ahora mi voz caía en picada hacia los tonos graves. Había tomado un par de copas de vino a escondidas. Jamás me imaginé que a mis treintaytantos yo iba a contrabandear una botella de vino bajo el abrigo. Pero, dicho sea en mi descargo, bebía para calentarme. A pesar de que eran ricos, controlaban el gasto en calefacción y, por supuesto, estaban enormemente más acostumbrados que yo a esa suerte de anticipo del pago karmático. Las gélidas temperaturas con que, según la mitología greco-católica, se castiga el pecado capital de la envidia ahora reptaban muy por debajo del temible cero. ¿Qué había envidiado yo con tanta fruición? Ni siquiera intentaba responderme, era pura indagación retórica. Uno siempre envidia algo.
     (Hubiera querido, por ejemplo, ser hermosa. Siempre creo que hay una mujer muy hermosa dentro mío, un Alien positivo y sensual).
    ¿Entonces?, preguntó Pedro con su morbo salivoso que también me gustaba. (Muchas cosas en Pedro me gustaban, pero ambos sufríamos. Él era viudo y había dejado tres hijos al cuidado de una tía. “Hoy estuve con mis fantasmas”, decía cuando yo le reclamaba que por qué se había quedado todo el fin de semana hibernando en su departamento. Nos necesitábamos. ¿No se daba cuenta de que nos necesitábamos de un modo patético? El hecho de que yo no hubiera aceptado que él me besara la espalda (solo quería besarme la espalda, solo eso) no podía ser un motivo de lejanía en semejante corazón helado y extraño. Ya no éramos adolescentes, pero nos comportábamos como tales. Sin hijos y rodeados de montañas y colinas donde los chicos malos de Truman Capote habían cometido sus imperdonables crímenes, volvíamos a ser ingenuos. No quieres que te bese la espalda porque soy aymara, decía Pedro).
     Es peor que eso. Es algo menos evidente, dije. Es… es como un agujero negro, expliqué. La nieve golpeaba suavemente el vidrio de mi ventana. Es un vacío absurdo.
     Me pones nervioso, dijo Pedro. Yo que tú hacía hervir unas hojitas de ruda y…
    ¿Y dónde demonios voy a conseguir ruda en estas gringas estepas, a ver?, me impacienté. Pedro tenía la facultad de desvincularse del plano real, de resistirse a las circunstancias, de imponer su propio eje existencial como quien esparce una capa de mermelada sobre el waffle (se iba enajenando mi lenguaje con una humildad vergonzosa). Pero además, agregué, lo que he descubierto no se arregla con ruda.
     Le describí entonces la mansión Pinter. Amplia, grande, abovedada. Los enormes ventanales entregaban sin pudor la sala de estar a una ladera oscura, donde recientemente había muerto Betty, la perra, atravesada por unas estacas que el propio Pinter había instalado ante la sospecha de un zorro que ya había regado sangres por el barrio. Lo único que me tranquilizaba de la mansión era la chimenea. Me sentaba a escribir de espaldas al fuego, sin temor de que una llama trepara por mi pelo y me cubriera en una caricia última y letal. Ni siquiera mi propia habitación de un tocador con espejos móviles y foquitos hollywoodenses como jamás había soñado conseguía apaciguar mis extrañezas. De hecho, en las noches de tormenta, prefería colgar mis abrigos en los espejos para que la electricidad no rebotara. Me faltaba, me falta, charme para ser una putita de camerino.
     De noche me levantaba a robar frutas, como si no tuviera derecho. Así lo sentía, robaba manzanas e higos que no siempre comía. Las manzanas tardaban veinte días en comenzar su putrefacción. Una no se rindió hasta los 28 días, como en un ciclo menstrual la muy perversa.
     La Pinter a veces me sonreía con los dientes manchados de un vino arkansense o arkanseño, vaya a saberse el gentilicio, y yo no me atrevía a pedirle una copita. Guardaba no sé qué estúpidas apariencias. Quizás el tercer mundo arreciaba con sus complejos en mi atormentada psiquis y no me atrevía a admitir que el shock cultural era demasiado, que me quebraba, que deseaba volver a casa en el primer avión, derrotada por la imposibilidad imperial. Buscaba entonces el sótano por si allí escondían lo que faltaba.
     Pedro me escuchaba con amor, como escuchan los especímenes en extinción a las últimas criaturas. Quizás por eso no podía cortar definitivamente con sus fantasmas, de auras tan poderosas, además, que habían conseguido brincar mares, bosques, manchas infinitas de tierra desconocida para instalarse con toda confianza en su departamentito. Qué te dicen, preguntaba yo. Me miran, decía Pedro, solo me miran mientras cruzan de la cocina al comedor (y esto me activaba el estribillo de la naranja asesinada, “no me mates con cuchillo, mátame con tenedor”). Ella nunca dice nada. No pregunta por sus hijos, no me reclama, decía Pedro con seriedad conmovedora. Es que vos no tuviste la culpa, respondía yo, sin saber muy bien por qué decía eso.
    ¿Y qué encontraste en el sótano?
     Nada. Nada, Pedro. O bueno, sí, una mesa de billar y juguetes.
    ¿Juguetes descuartizados?
     Ojalá, Pedrito, ojalá. Juguetes casi nuevos, plata botada.
     Oh.
     Por eso te digo, Pedro, yo de acá me tengo que ir. Me tengo que ir.
    ¿Y les preguntaste?
     Directo no, no me atreví. Me parece una falta de educación. Pero es que no puedo creerlo. No puedo creer que en una mansión como esta no tengan lugar para algo tan necesario, tan liberador…
    ¿Ni siquiera los niños tienen uno?
     Ni siquiera ellos, Pedrito. Yo tengo los míos, si no, moriría. Los niños viven enchufados a sus laptos, son unos androides totales. Esta gente es rara. Tenés que venir a visitarme para que lo comprobés.
     Pedro vino ese fin de semana. Me traía, bajo el abrigo, una botella de vino blanco (blanco, siempre, por el asunto de las huellas) y una ramita de ruda seca. Directo desde El Alto, me dijo en un susurro. Traficábamos energía para sobrevivir en la nieve, en la blancura invasiva. Me sentí alegre. Miramos al Pinter y sonreímos. El gringo andaba down por la muerte de Betty e intentaba ahogar su dolor, o su culpa, mirando un partido de fútbol americano en el que los cuerpos se inclinaban taurinamente para atacar.
     Acá tu fantasma se pondría muy triste, le dije a Pedro.
     Pedro asintió.
     Almorzamos unos sándwiches de tuna, especialidad de la Mrs. Pinter. Y cuando la oscuridad avanzó por detrás de esa capa esponjosa que cubría el cielo no eran ni siquiera las cinco de la tarde. Pensé en el índice de suicidios en Escocia durante los meses invernales. ¿Qué demonios hacíamos allí? Escocia, Arkansas, daba lo mismo, todo era de una agresión insoportable.
     Y bien, dijo Pedro, hazme un tours por la casa.
     Pedro halló que yo era afortunada. Su minúsculo departamentito daba a otro edificio, se perdía todo el espectáculo de los copos cruzando el aire casi horizontalmente. Él solo veía una mole de ladrillo con algunos graffitis encriptados, demasiados ajenos. También le gustaron los salones de juego y el hall de las cristalerías de Mrs. Pinter con su colección de angelitos Swarovsky. Un angelito tenía un ala desportillada y la fractura había creado un filo peligroso. Pedro tomó el angelito y lo lió en su bufanda. Ni siquiera temí que fuesen a culparme. Hay un ángel roto y lo tomás. Cosas naturales que se dan.
     El sótano estaba habitado por los androides machitos. (La androide hembrita era mi vecina y compartíamos un baño todo rosa). Un plasma gigante y un set de pistolas para jugar tiro al blanco eran los protagonistas de esa zona.
     Pedro aclaró que mi vecina no podía ser una androide, sino una “ginoide”. Demasiada fantasía en Animal Science, pensé con un poco de envidia.
     La inquietud comenzó a roernos las gargantas cuando atravesamos el jardín hacia el cuarto que los Pinter usaban como despensa. Quizás un repentino moho o uno de esos hongos importados a la Tierra por los meteoros que en Arkansas suelen encontrarse en las faldas de las montañas habían obligado a los Pinter a guardar sus preciados tesoros en el depósito.
     Pero no. Allí habían erigido el imperio de las latas. Frejoles, maíz, sopas, arroz, puré, suflés, carnes, fideos, chícharos y todo tipo de salsas se apilaban unos sobre otros en una taxonomía perfecta.
     Pedro me miró shockeadísimo. Hablan mucho del 2012, dije por toda respuesta, pues ahora no solo me parecía abominable el secreto, sino plagado de esa sustancia inerte y gelatinosa que es el terror religioso.
     Volvimos a la casa. Por suerte habían prendido la chimenea y la Pinter se tomaba una copa, hipnotizada por las llamas. Los televisores murmuraban noticias y del sótano subía el sistemático sonido de disparos inútiles sobre un mismo blanco. Los androides tenían mala puntería.
     Pedro se despidió nervioso. Lo acompañé a la parada del autobús, justo en la base de la colina. Bajamos haciendo equilibrio. Mientras el autobús se acercaba como un tanque de guerra rodando sobre gruesas cadenas antideslices, Pedro me dijo que ahora comprendía la fealdad de la ausencia. En la casa Pinter no había ningún fantasma. Ni de los silenciosos, ni de los resentidos.
     Cuídate, dijo Pedro. Y cuídate me hizo recordar un cuento de Vila Matas, una historia que espanté como a una mosca para no herirme más.
     Caminé en cámara lenta hacia mi nuevo hogar, mi hogar abominable, pensando que emigrar es siempre una mala decisión, pero una decisión que hay que tomar. Entonces, buscando con qué miga o papelito olvidado distraerme, manoseé los bolsillos hondos de mi abrigo, y a través de la lana de los guantes me di cuenta de que Pedro había olvidado su bufanda, y través de la tela de la bufanda de lana de alpaca sentí aun más, sentí el filo amenazante del ángel quebrado.
     La casa de techo rojo y cerca color chocolate, sin un solo libro en su interior, emergió con la colina. “Pinter Residence” se leía en el cartelito ajetreado por la nieve. Me quedaban seis meses entre las estanterías de porcelana. Decidí que no iba a poner el ángel en su lugar.

Giovanna Rivero,
Florida, EdM, Diciembre 2011
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APUNTES

Caja roja, por Giovanna Rivero


Redbox, la rockola de películas, a veces tiene joyitas. Joyas por un dólar. Esos son los días en que nos sentimos afortunados, pese a que el otoño esta vez llega anémico, nada de amarillo patito o colorado furioso en las hojas que hace apenas dos semanas eran descaradamente verdes. Todo muy pálido. Entonces vamos a Redbox con esa especie de melancolía perruna de los doctorandos pobres que no podrán ir en Navidad a su patria, y nos jugamos la vida.
    Es él quien la escoge. Le gusta el perfil de la actriz. Lubna Azabal. Nariz marroquí.
    Incendies se llama la peli. Seguro hay ruinas, huellas quemadas, restos.
    Más memoria, digo yo, como si estuviera hablando de ocho gigabytes, aunque en realidad me refiero a la onda de películas que se aplican sobre los horrores de la humanidad para rescatar, de entre la mierda, la belleza superviviente y singular de uno o dos protagonistas que se erigen sobre la especie.

    El mínimo travelling con que abre la historia nos acerca a unos ojos infantiles endurecidos, fijos, casi asesinos. Alguien va rapando al chico, que aun así le sostiene a la mirada a ese que se atreve a mirarlo. O sea, a mí. Volveré después, cuando la película haya terminado, sobre esa mirada. Una mirada que de tan desnuda es un fetiche.
    Denis Villanueve, el director canadiense, montó el drama sobre un guión hecho de dos presentes. Él mismo ha dicho que detesta la técnica del flashback y decidió que la reescritura de esa historia debía desvincularse de la memoria engañosa y trabajar con la superposición, o mejor dicho, la alteridad de presentes, algo que particularmente me fascina porque juega sutilmente con las nuevas temporalidades del relato cuántico.
    Incendies (2010) está basada en la obra del dramaturgo libanés Wadji Mouawad, quien le entregó la historia a Villanueve para que la amara como se ama a una sola mujer. Y Villanueve cumplió. Decidió, por ejemplo, marcarla con la stigmata de la tragedia griega de Sófocles, cerrando un círculo de fuego alrededor de la existencia para obligarla a dar una respuesta única. Un alacrán se clavaría su propia daga. Pero, ¿y un ser humano? ¿Y el que existe? ¿Y el derecho a revertir la fatalidad para convertirla no en consecuencia sino en causa flamante?
    Dos hermanos, gemelos por cierto, reciben la carta testamento de la madre, en la que se les ordena buscar a su padre y a un hermano mayor, dos perfectos desconocidos hasta ese momento, y entregar a cada uno una carta específica. Toda búsqueda es un viaje hacia lo desconocido, una decisión algebraica en pos del enigma. El viaje que la hermana emprende hacia el Líbano de la madre es, ante todo, el viaje hacia la raíz del dolor. Raíz, además, en dos sentidos, biológica y ecuacional. Usando metáforas matemáticas, los hermanos descubrirán que entre la tragedia de Edipo Rey y la moderna historia personal solo hay miles de años. Misma violencia, mismo terror.
    La cámara, como los ojos del chico cuya identidad siempre estuvo ahí, en la mirada (y quizás en el talón), es fija, obsesiva e impía. Muestra lo que ve y lo entrega. Lo otro invisible se despliega, como si de un truco hologramático se tratara, en nuestros cerebros. Allí, en la otra caja, no la roja, sino la negra, la caja negra de la memoria, se proyectan las imágenes violentas que Villanueve no mostró con el lente, las terribles leyes de la cultura, el futuro abierto, desgonzado, lleno de viento y de preguntas, la inexorable justicia. En esos silencios exponenciales el espectador encuentra un espacio para su propia escritura y lectura.
    Villanueve dedicó Incendies a “nuestras abuelas” porque en ellas reside la capacidad amorosa de romper la cadena herida-odio-venganza. Volviendo a ellas es que todo puede contarse de nuevo, con los mismos hechos, pero con distintos devenires y desenlaces, componiendo un orden emocional en el que el libre albedrío se ejecute no solo sobre los actos, sino también sobre los sentimientos. Doblemente madres, las abuelas constituyen el útero dialéctico, el magma donde una generación es capaz de destruir y negar a la otra o de perdonarla.

Giovanna Rivero (Florida, EE.UU)
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Física Cuántica, por Giovanna Rivero


ada vez me gustan más las opciones que brinda la física cuántica. Lo mío no es la física a secas o las matemáticas ni nada cuyo proceso de abstracción pase por formular números, ecuaciones, variables exponenciales o esa compresión de lo (no) existente en un lenguaje precioso pero hermético. Tonta tampoco soy, y esto quizás explique la dormida envidia que me araña las tripas cuando concluyo que las grandes elipsis del mundo han tenido que ver con estas ciencias de corte positivista.
    Y por eso mismo me gusta la física cuántica. Es una física de vulgo, una inteligencia científica casera, la prima perversa de la filosofía y, claro, de la literatura.
    Tampoco vaya a creerse que soy una experta en las teorías de lo difuso. Nada que ver. Pasa que me estuve acordando de María Arapí, una muchacha que mi abuela acogió en su casa cuando yo tenía, ¿qué sería?, unos siete años. Mi abuela había criado varias chicas con una mezcla de maternidad universal y pragmatismo. Las chicas se iban apenas superada la adolescencia sabiendo leer y escribir y con algún oficio “rentable”. Coser y cantar o coser y llorar, no importa, el asunto es que podían valerse por sí mismas.
    María Arapí tenía una trenza negra que le rozaba las nalgas. Yo se la jalaba con fuerza y al descuido. Arapí no decía nada, ni siquiera iba con cuentos, como hacían las otras cuando de la jugarreta pasaba yo a la maldad pura y dura.
    Cuando mi abuela calculó que Arapí era “educable” le ordenó cortarse la trenza. A esas alturas ya le había puesto falda “como la gente” y no le permitía andar descalza.
    Arapí preguntó por qué. Eso dijo, se atrevió: “¿Por qué?”
    Yo no me acuerdo, no me quiero acordar si mi abuelita le plantó un sopapo de esos que quedan vibrando en el aire. Quizás le explicó el asunto de la higiene que la obsesionaba: acá no se admiten piojos.
    Ese día Arapí se lavó el pelo con jabón de lejía. El chorro del grifo estallaba en la cabeza de Arapí y se deshilachaba en mil culebritas. Todavía recuerdo eso, el pelo brillante, negro como el de la Virgen, recibiendo el torrencial. Se pasó el resto de la tarde peinándolo, mientras cantaba palabras que tenían muchas eres (la única que entonces reconocí fue “chocorate”). Finalmente se armó la trenza y se acostó.
    La desobediencia iba a costarle carísima a Arapí. Yo había visto a mi abuela asesinar gatos, algo que ahora no puedo contar en detalle porque lastimaría la sensibilidad índigo.
    En esa época yo soñaba con muñecas posesas que bajaban de sus cajas con las manos extendidas y los ojos fijos, celestes, visionando un único objetivo: estrangularme. Aunque tenía pocas muñecas, quizás tres, estas se multiplicaban por pura energía diabólica y no había fuerza humana que detuviera semejante ejército rubio.
    De modo que fui hasta el cuarto de Arapí para pedirle que viniera a echarse a mis pies, que tenía miedo y era su obligación acompañarme. El cuarto de Arapí quedaba en un patiecito ulterior, al lado de los hornos donde mi abuela fabricaba sus memorables panes, tortillas y salchichas avinagradas. Solo Dios sabe cuánta valentía necesitaba yo para cruzar ese territorio de bocas negras y grillos macabros. Y por suerte solo Dios sabe la alegría obscena que me causaba ese temor. (Allí debe residir la semilla de mis patologías emocionales, la dulce crueldad, la forma de entender el amor).
    La puerta del cuarto crujió, y no es metáfora. Esa puerta siempre crujía. No la aceitaban para controlar el movimiento de ese patio. Cruje entonces la puerta y yo doy el primer paso y mi pie izquierdo, inexperto, tantea el piso y a cambio de su humildad recibe una traición. El dolor certero se expandió con velocidad eléctrica por la rodilla, el muslo, tal vez el pulmón. Grité. La víbora, en lugar de escurrirse bajo el catre de Arapí, se ovilló con un egoísmo que solo he visto en las víboras.
    Arapí prendió la luz y pegué un segundo grito: En la cabeza solo le quedaban púas y así, pelada, los misterios de su raza cobraban rasgos soberbios.
    En vano fue que Arapí explicara que el amasijo negro era su trenza, su trenza, y no la víbora venenosa que me había atacado. Las partículas elementales se habían puesto locas. No había, en efecto, ninguna huella en el empeine herido, pero esta verdad no evitó que una fiebre de alto vuelo me arruinara el fin de semana y que a la semana comenzara a descamar lentamente, de los pies a la cabeza y no al revés.
    La física cuántica dice que es la percepción la que modifica a la materia, y que la materia es bajo esa premisa. Yo no quiero juzgar nada, si fue trenza o víbora, venganza o pacto, sencillamente porque ya no tengo siete años y sacar conclusiones al respecto sería injusto e ignorante.

Giovanna Rivero (Santa Cruz, Bolivia/ Florida, EE.UU.)
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Miedo a los bárbaros, por Giovanna Rivero


ientras adivino las nubes nocturnas de regreso a mi pueblito gringo, me atrevo a adivinar también el planeta, de a retacitos claro, única narrativa posible para estos ejercicios mentales de insomnio en los aires. La hilera de asientos es toda mía; puedo estirar las piernas hasta Panamá, desde allí aguantaré lo que sea, el tramo es corto. Pienso en mi hermano que sufre y que se acerca a la edad final de Amy Winehouse y una cierta desolada hambre al estilo de Amy Winehouse. Le haría bien a mi hermano una causa mayor, ser parte de la juventud chilena, por ejemplo, sumar su individualidad atormentada al sueño colectivo. En Bolivia la juventud, como fuerza política, todavía está dormida. Dormir cansa.

    Un día van a despertar… Viejos, claro.
    He prometido regresar en Navidad, pero no estoy tan segura, es ese tipo de promesas que depende de tantas tantas cosas más que del dinero. Promesas blanditas, promesas sin total autonomía. Hago innecesarias escalas, cruzo mares ajenos con el corazón atento, como Aladino sobre la alfombra voladora, voy de lo que Todorov bien podría reconocer como el “país del resentimiento” al “país del miedo”, aunque probablemente ambos tengan mucho del otro.
En el País del Resentimiento el Poder Judicial es una máquina de tortura, se intervienen los teléfonos celulares de los originarios de la selva beniana por orden de la Fiscalía para acusarlos de contactos sospechosos con Estados Unidos e invalidar así su férrea resistencia a la construcción de una carretera que atravesaría sus tierras, un parque reservado, dicho sea de paso, con todos los riesgos que actualmente implica una carretera en esa zona: narcotráfico, violencia, migración sin criterio o con criterios imperiales andinos.
    En el País del Miedo, Casey Anthony, una joven mujer acusada de asesinar a su hija Caylee, de tres años, es declarada inocente pese a que inicialmente todo apuntaba a su culpabilidad. Las evidencias, sin embargo, no fueron contundentes. El abogado dice que eso hace grande a este país, el inviolable derecho a la presunción de inocencia y a ser defendido con objetividad. La sociedad de Florida, no siempre frívola y bronceada, protesta ante lo que supone una tremenda equivocación del jurado, un imperdonable error. Recurren a la justicia poética de Dios y a la antigua noción de la conciencia como el soporte incómodo para el espíritu. Le desean mil años de purga a la llorosa y mediática madre huérfana.
    Como no puedo quedarme a vivir en el avión, por ahora yo prefiero la posibilidad de ese inmenso error.
    Ah, el Papa Benedicto XVI también ha advertido que el hombre se ha alejado demasiado de Dios y ostenta una verdad portátil, pildoritas de resignación. Esta soberbia paradójica lo llena de desesperanza. El slogan revolucionario que inauguró la posmodernidad, “Dios ha muerto”, no ha dado frutos muy jugosos.
    Desesperanza: desesperación. Una cierta incapacidad para volver al Gran Relato. Todorov, de todas maneras, lo consideraría (al Pope) como el mayor de los fundamentalistas, es decir, un bárbaro por excelencia.
    Un pasajero que aborda la nave en Panamá se instala a mi lado sin saludar. Allá él. Ideas, cosas, experimentos con la justicia que se hacen en distintas partes del planeta.
    Y tal vez por miedo a los mil disfraces de la barbarie, me pregunto si a mis hijos les estoy dejando la suficiente sed como para hacer sus propias búsquedas, su propio collage espiritual, el cincel con el que pulir no solo la personalidad, cascarita desechable al fin y al cabo, sino el alma.
    El capitán advierte que el vuelo enfrentará turbulencias, Irene amenaza el Caribe. La naturaleza contra el hombre, implacable enemiga, justiciera gótica.
    Finjo dormir para que la azafata no me incluya en la cena y este gesto me permite escuchar con claridad a mi vecino (un sujeto que no cuadra para nada con la descripción del bárbaro todoroviano) cuando le pregunta en voz muy baja pero firme y oscura si ella está con su menstruación.

Giovanna Rivero (Santa Cruz, Bolivia/ Florida, EE.UU.)

Rivero escribe en el blog Dark Paranoid Park
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