RELATOS

“Pinter Residence”, por Giovanna Rivero


He descubierto un secreto abominable, le dije a Pedro con una voz que más parecía de felicidad que de asco.
     Habíamos llegado hacía menos de un mes a ese pueblo en el corazón de Arkansas y la nieve se amontonaba en los balcones, en los umbrales, en los techos. Menos algodonoso, más texturado, me imaginaba a Marte, el planeta guerrero, pero de una blancura igual de siniestra.
     Un crimen en la nieve debía ser la tutti, algo para tener orgasmos inconfesables.
     Esto no le dije a Pedro, claro. Pero le hablé del secreto abominable.
    ¿Cometen incesto? Su imaginación me gustaba. Venía él de biología, pero ese detalle le sumaba un no sé qué carnal o carnoso a sus suposiciones. Le habían dado la beca para que investigara un modelo de clonación de llamas destinadas a mejorar la calidad de vida en los insondables territorios andinos de Bolivia. Pedro hablaba con pasión de ese proyecto animal y por su culpa yo había comenzado a experimentar pesadillas de tipo vanguardista, una mezcla de álgebra y naturalismo. La mayor parte de las veces una misma llama se multiplicaba exponencialmente generando una superpoblación incontrolable. Nadie podía matar a las llamas porque estas te desarmaban con esa mirada dulzona de pestañas a lo Marilyn Monroe.
     Mi beca era obvia: estudiaría literatura en febril búsqueda de una teoría con la que justificar mis inconsistencias, mis derivas, mi falta de “sujeción” en el género de la novela (la posmodernidad nunca fue una excusa suficiente y, a estas alturas, uno debería morirse de la vergüenza de usar semejante disculpa).
     No, no cometen incesto, dije. Ahora mi voz caía en picada hacia los tonos graves. Había tomado un par de copas de vino a escondidas. Jamás me imaginé que a mis treintaytantos yo iba a contrabandear una botella de vino bajo el abrigo. Pero, dicho sea en mi descargo, bebía para calentarme. A pesar de que eran ricos, controlaban el gasto en calefacción y, por supuesto, estaban enormemente más acostumbrados que yo a esa suerte de anticipo del pago karmático. Las gélidas temperaturas con que, según la mitología greco-católica, se castiga el pecado capital de la envidia ahora reptaban muy por debajo del temible cero. ¿Qué había envidiado yo con tanta fruición? Ni siquiera intentaba responderme, era pura indagación retórica. Uno siempre envidia algo.
     (Hubiera querido, por ejemplo, ser hermosa. Siempre creo que hay una mujer muy hermosa dentro mío, un Alien positivo y sensual).
    ¿Entonces?, preguntó Pedro con su morbo salivoso que también me gustaba. (Muchas cosas en Pedro me gustaban, pero ambos sufríamos. Él era viudo y había dejado tres hijos al cuidado de una tía. “Hoy estuve con mis fantasmas”, decía cuando yo le reclamaba que por qué se había quedado todo el fin de semana hibernando en su departamento. Nos necesitábamos. ¿No se daba cuenta de que nos necesitábamos de un modo patético? El hecho de que yo no hubiera aceptado que él me besara la espalda (solo quería besarme la espalda, solo eso) no podía ser un motivo de lejanía en semejante corazón helado y extraño. Ya no éramos adolescentes, pero nos comportábamos como tales. Sin hijos y rodeados de montañas y colinas donde los chicos malos de Truman Capote habían cometido sus imperdonables crímenes, volvíamos a ser ingenuos. No quieres que te bese la espalda porque soy aymara, decía Pedro).
     Es peor que eso. Es algo menos evidente, dije. Es… es como un agujero negro, expliqué. La nieve golpeaba suavemente el vidrio de mi ventana. Es un vacío absurdo.
     Me pones nervioso, dijo Pedro. Yo que tú hacía hervir unas hojitas de ruda y…
    ¿Y dónde demonios voy a conseguir ruda en estas gringas estepas, a ver?, me impacienté. Pedro tenía la facultad de desvincularse del plano real, de resistirse a las circunstancias, de imponer su propio eje existencial como quien esparce una capa de mermelada sobre el waffle (se iba enajenando mi lenguaje con una humildad vergonzosa). Pero además, agregué, lo que he descubierto no se arregla con ruda.
     Le describí entonces la mansión Pinter. Amplia, grande, abovedada. Los enormes ventanales entregaban sin pudor la sala de estar a una ladera oscura, donde recientemente había muerto Betty, la perra, atravesada por unas estacas que el propio Pinter había instalado ante la sospecha de un zorro que ya había regado sangres por el barrio. Lo único que me tranquilizaba de la mansión era la chimenea. Me sentaba a escribir de espaldas al fuego, sin temor de que una llama trepara por mi pelo y me cubriera en una caricia última y letal. Ni siquiera mi propia habitación de un tocador con espejos móviles y foquitos hollywoodenses como jamás había soñado conseguía apaciguar mis extrañezas. De hecho, en las noches de tormenta, prefería colgar mis abrigos en los espejos para que la electricidad no rebotara. Me faltaba, me falta, charme para ser una putita de camerino.
     De noche me levantaba a robar frutas, como si no tuviera derecho. Así lo sentía, robaba manzanas e higos que no siempre comía. Las manzanas tardaban veinte días en comenzar su putrefacción. Una no se rindió hasta los 28 días, como en un ciclo menstrual la muy perversa.
     La Pinter a veces me sonreía con los dientes manchados de un vino arkansense o arkanseño, vaya a saberse el gentilicio, y yo no me atrevía a pedirle una copita. Guardaba no sé qué estúpidas apariencias. Quizás el tercer mundo arreciaba con sus complejos en mi atormentada psiquis y no me atrevía a admitir que el shock cultural era demasiado, que me quebraba, que deseaba volver a casa en el primer avión, derrotada por la imposibilidad imperial. Buscaba entonces el sótano por si allí escondían lo que faltaba.
     Pedro me escuchaba con amor, como escuchan los especímenes en extinción a las últimas criaturas. Quizás por eso no podía cortar definitivamente con sus fantasmas, de auras tan poderosas, además, que habían conseguido brincar mares, bosques, manchas infinitas de tierra desconocida para instalarse con toda confianza en su departamentito. Qué te dicen, preguntaba yo. Me miran, decía Pedro, solo me miran mientras cruzan de la cocina al comedor (y esto me activaba el estribillo de la naranja asesinada, “no me mates con cuchillo, mátame con tenedor”). Ella nunca dice nada. No pregunta por sus hijos, no me reclama, decía Pedro con seriedad conmovedora. Es que vos no tuviste la culpa, respondía yo, sin saber muy bien por qué decía eso.
    ¿Y qué encontraste en el sótano?
     Nada. Nada, Pedro. O bueno, sí, una mesa de billar y juguetes.
    ¿Juguetes descuartizados?
     Ojalá, Pedrito, ojalá. Juguetes casi nuevos, plata botada.
     Oh.
     Por eso te digo, Pedro, yo de acá me tengo que ir. Me tengo que ir.
    ¿Y les preguntaste?
     Directo no, no me atreví. Me parece una falta de educación. Pero es que no puedo creerlo. No puedo creer que en una mansión como esta no tengan lugar para algo tan necesario, tan liberador…
    ¿Ni siquiera los niños tienen uno?
     Ni siquiera ellos, Pedrito. Yo tengo los míos, si no, moriría. Los niños viven enchufados a sus laptos, son unos androides totales. Esta gente es rara. Tenés que venir a visitarme para que lo comprobés.
     Pedro vino ese fin de semana. Me traía, bajo el abrigo, una botella de vino blanco (blanco, siempre, por el asunto de las huellas) y una ramita de ruda seca. Directo desde El Alto, me dijo en un susurro. Traficábamos energía para sobrevivir en la nieve, en la blancura invasiva. Me sentí alegre. Miramos al Pinter y sonreímos. El gringo andaba down por la muerte de Betty e intentaba ahogar su dolor, o su culpa, mirando un partido de fútbol americano en el que los cuerpos se inclinaban taurinamente para atacar.
     Acá tu fantasma se pondría muy triste, le dije a Pedro.
     Pedro asintió.
     Almorzamos unos sándwiches de tuna, especialidad de la Mrs. Pinter. Y cuando la oscuridad avanzó por detrás de esa capa esponjosa que cubría el cielo no eran ni siquiera las cinco de la tarde. Pensé en el índice de suicidios en Escocia durante los meses invernales. ¿Qué demonios hacíamos allí? Escocia, Arkansas, daba lo mismo, todo era de una agresión insoportable.
     Y bien, dijo Pedro, hazme un tours por la casa.
     Pedro halló que yo era afortunada. Su minúsculo departamentito daba a otro edificio, se perdía todo el espectáculo de los copos cruzando el aire casi horizontalmente. Él solo veía una mole de ladrillo con algunos graffitis encriptados, demasiados ajenos. También le gustaron los salones de juego y el hall de las cristalerías de Mrs. Pinter con su colección de angelitos Swarovsky. Un angelito tenía un ala desportillada y la fractura había creado un filo peligroso. Pedro tomó el angelito y lo lió en su bufanda. Ni siquiera temí que fuesen a culparme. Hay un ángel roto y lo tomás. Cosas naturales que se dan.
     El sótano estaba habitado por los androides machitos. (La androide hembrita era mi vecina y compartíamos un baño todo rosa). Un plasma gigante y un set de pistolas para jugar tiro al blanco eran los protagonistas de esa zona.
     Pedro aclaró que mi vecina no podía ser una androide, sino una “ginoide”. Demasiada fantasía en Animal Science, pensé con un poco de envidia.
     La inquietud comenzó a roernos las gargantas cuando atravesamos el jardín hacia el cuarto que los Pinter usaban como despensa. Quizás un repentino moho o uno de esos hongos importados a la Tierra por los meteoros que en Arkansas suelen encontrarse en las faldas de las montañas habían obligado a los Pinter a guardar sus preciados tesoros en el depósito.
     Pero no. Allí habían erigido el imperio de las latas. Frejoles, maíz, sopas, arroz, puré, suflés, carnes, fideos, chícharos y todo tipo de salsas se apilaban unos sobre otros en una taxonomía perfecta.
     Pedro me miró shockeadísimo. Hablan mucho del 2012, dije por toda respuesta, pues ahora no solo me parecía abominable el secreto, sino plagado de esa sustancia inerte y gelatinosa que es el terror religioso.
     Volvimos a la casa. Por suerte habían prendido la chimenea y la Pinter se tomaba una copa, hipnotizada por las llamas. Los televisores murmuraban noticias y del sótano subía el sistemático sonido de disparos inútiles sobre un mismo blanco. Los androides tenían mala puntería.
     Pedro se despidió nervioso. Lo acompañé a la parada del autobús, justo en la base de la colina. Bajamos haciendo equilibrio. Mientras el autobús se acercaba como un tanque de guerra rodando sobre gruesas cadenas antideslices, Pedro me dijo que ahora comprendía la fealdad de la ausencia. En la casa Pinter no había ningún fantasma. Ni de los silenciosos, ni de los resentidos.
     Cuídate, dijo Pedro. Y cuídate me hizo recordar un cuento de Vila Matas, una historia que espanté como a una mosca para no herirme más.
     Caminé en cámara lenta hacia mi nuevo hogar, mi hogar abominable, pensando que emigrar es siempre una mala decisión, pero una decisión que hay que tomar. Entonces, buscando con qué miga o papelito olvidado distraerme, manoseé los bolsillos hondos de mi abrigo, y a través de la lana de los guantes me di cuenta de que Pedro había olvidado su bufanda, y través de la tela de la bufanda de lana de alpaca sentí aun más, sentí el filo amenazante del ángel quebrado.
     La casa de techo rojo y cerca color chocolate, sin un solo libro en su interior, emergió con la colina. “Pinter Residence” se leía en el cartelito ajetreado por la nieve. Me quedaban seis meses entre las estanterías de porcelana. Decidí que no iba a poner el ángel en su lugar.

Giovanna Rivero,
Florida, EdM, Diciembre 2011
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2 comentarios:

Patricia dijo...

Si la ausencia de fantasmas te inspira a escribir o si es la chimenea o tal vez extrañar tu hogar, perdoname, pero que así sea. Porque de esa manera seguimos disfrutando de tus cuentos y tus experiencias. Cariños desde tu tierra caliente, que siempre te espera.

Unknown dijo...

Gracias, Pati! La escritura contra la hipotermia, funciona.

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