La malla metálica desnuda un vacío. Una estructura hueca: ni ramas, ni flecos ondulantes. El patetismo de la quema parece encerrar la impotencia del no hacer revolucionario. O cierto sinsabor réprobo. Algo hay de disgusto adolescente, como robarle la gorra al vigilante o pararse a mear la reja de la casa de gobierno. Puro gesto. Un manual mal leído, sin haber llegado a la página con el mentado pasaje que habla de la historia que se repite primero como tragedia, etcétera, etcétera.
(Deberes para el año que comienza, diez páginas de una frase: No repetir burdamente un acto. No repetir burdamente un acto. No repetir burdamente un acto. No repetir…)
No es necesario repetir para recordar. Las cercas metálicas de esa misma plaza se usan para la instalación de la Asociación de Reporteros Gráficos (ARGRA). Heredadas del 2002 y con años suficientes para jubilarlas, esas vallas sirven para contener otras imágenes. Más de medio centenar de fotos de grandes dimensiones se expusieron allí. Y en Plaza Congreso, también en la intersección de 9 de julio y avenida de Mayo. Los protagonistas de las imágenes son seres anónimos –ciudadanos habrá que decir para no dejarle el apelativo sólo a los que les gusta reivindicar su ira bajo esa condición– que tomaron las calles donde encallaba su desconfianza a la condición de representados. O mejor dicho, de sus representantes. Aquel momento fue la mezcla de angustiosos pedidos de comida, saqueos, asambleas, renuncias, riesgo país, caída de depósitos, cacerolas, fábricas recuperadas, bancos amurallados, un migrante en la azotea de la Rosada y miles desde Ezeiza, ahorristas indignados, crisis, default, fogatas, estado de sitio con cronómetro, piquetes, represión, depósitos bancarios retenidos, calles cortadas, sucesiones sucesivas, olor a caucho quemado, baja de salarios, club del trueque, motoqueros, corridas bancarias, corridas en las calles: casi cuarenta muertos. Mucho de lo que pudo verse en el excelente documental 2001. Relatos en primera persona, que Canal 7 produjo y emitió días atrás.
Imágenes, entonces. Pero ese tiempo fue también el de otras lenguas que se pueden rozar en la babelia de voces que presenta La comuna de Buenos Aires. Relatos al pie del 2001, el último libro de María Moreno. Balbuceos y vacilaciones de palabras corroídas por la pátina de tiempo. El óxido, en apariencia, se acumula. Pero sólo en apariencia, porque al pasarle el dedo a sus páginas se ve que ni se amarillenta ni sus dispares voces carraspean. Aquel presente sirvió de estrado para que un coro amplio, con muchos solistas, mostrara las incertezas de un país en sombras. Relatos sin distancia de los hechos, con la premura del entonces ahora. Riesgos de la inmediatez. De todo hay, como en botica: desde un clochard ilustrado a un ex guerrillero devenido ecologista, de un párroco de barrio a una travesti militante. Profesores ofuscados, lúcidos, entusiastas y escépticos, periodistas con calle, y una impecable cronista que hilvana los distintos tonos sin neutralizarlos. La tapa es una foto que muestra una postal otra. Como escenario una calle semivacía. Diagonal Norte con el Obelisco al fondo, fantasmal. La fogata en primer plano y el humo que todo lo cubre. Un joven que se sostiene sobre una pierna, con su cuerpo ladeado después de haber arrojado una piedra. Un pañuelo le cubre el rostro. Su gesto solitario y desafiante tiene un parentesco a quien desde una de las fotos expuestas en la Plaza de Mayo, parece esperar el eco de aquel grito: “Cruz no consiente/ que se cometa el delito / de matar así a un valiente”.
Guillermo Korn
Buenos Aires, EdM, diciembre de 2011
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