Sostengo con cierta maldad una pinza de cejas y la acerco al pelito imperceptible a simple vista. El espejo de aumento lo convierte en un monstruo. Podría dejarlo, que crezca en rencoroso silencio, conjurar el alma de mi abuela y maquillarme, vestirme de una vez y, escandalosamente perfumada, bajar. Hoy me caso. Los reproches de un par de amigos porque se esperaba de mí más resistencia, menos convencionalismo, menos reincidencia ¡por Dios, Giovanna!, son dos moscas azul-verdosas que aparto con el codo.
Pero el pelito, eso sí, me obsesiona. Pienso en un personaje de Guadalupe Nettel, una modelo que sufría del síndrome de arrancarse el cabello, los vellos, la pelambre, toda aquella expresión pilosa que la cubriera con la ternura de un animal. No recuerdo el nombre de ese síndrome. “Pétalos” titula el libro.
Enciendo la lámpara y el espejo parece expandir su poder telescópico. El pelito sigue ahí, obstinado. Durante diez minutos, hago intentos infructuosos por pescarlo. No voy a decir “sí, te acepto” con el maldito pelo en mi ceja izquierda. Lo que estorba se deja, se arranca.
Me arden los ojos. El espejo es poderoso y ha conseguido lastimarme las pupilas. Cuando por fin arranco el famoso pelito, tengo las sienes, el casco de la cabeza, a punto de estallar. Me tiro de espaldas sobre la cama y cierro los ojos. Dos lágrimas bajan decididas y una se mete en mi oreja. La otra se pierde entre el cabello.
No había necesidad, digo malagradecidamente, de inventar un espejo-microscopio que es, por lógica al mismo tiempo, un espejo-telescopio. ¿Quién, quién demonios lo inventó?
Se me viene a la mente, ahora que tengo los ojos cerrados y todo es imaginación en mi cerebro, la escena de un Galileo Galilei encaramando vidrios una luminosa mañana de 1609. Armó su telescopio con ocho vidrios. Fue una copia, pero sus fines tenían sangre propia. Llegó a los cincuenta vidrios. Con ese telescopio se destruyó la vista, se adjudicó una serie imparable de migrañas a medida que comprobaba, científicamente, la infinita humildad con que la Tierra giraba alrededor del Sol y este compartía el espacio inconmensurable del Universo con otras galaxias. Aunque los antiguos tomaron el término del griego γαλαξίας que significa “láctea”, en la película mental que me cuento “galaxia” tiene otra etimología, es hija legítima de “Galileo”, para mejor filiación. O, en todo caso, es su novia, su “núbil”, su delirio, su amor.
Galileo Galilei quedó completamente ciego en 1637, a pocos años de su muerte física, pero supongo que esa oscuridad temporal fue un precio mínimo por la revolución política que implicó colocar con justicia al hombre en un lugar menos soberbio y dogmático que el centro mismo de la gran totalidad. Defendió con su existencia la hipótesis original de Copérnico y ya no sé qué me conmueve más, si esto último, el dar la vida por la idea iluminada de otro, o el pagar con el cuerpo aquello que tanto se ha amado. ¿No murió Freud de un cáncer de lengua? ¿No pagó Beethoven con su progresiva sordera el don que se le había encargado?
Me detengo. Si me doy cuerda, puedo invitar a toda la estirpe del más alto Renacimiento y la borrosa modernidad a mi boda.
En la sala de nuestro departamento los amigos más queridos sonríen. Alexander, mi esposo, me tiende la mano y la fiesta comienza. Hoy, querido Galileo, él y yo somos el centro de esta galaxia y hay vértigo y polvo de estrellas por todas partes.
Giovanna Rivero
Bolivia/EE.UU, EdM ,Marzo 2012
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3 comentarios:
Grande Giovanna...Felicidades, el universo es tuyo por que -con premeditacion y alevosia- decidiste conquistarlo.
¡Felicidades Giovanna! Hermoso relato.
Me gustó. Notable la capacidad de explicar los instantes.
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