APUNTES

Armonía y arquitectura. De Shakespeare a Newton, por Alcides Rodríguez


“Siéntate, Jéssica, mira cómo la bóveda del cielo está tachonada de luminarias de oro. Hasta el astro más pequeño que contemplas canta en su órbita a coro con los ángeles, pues tal es la armonía de las almas inmortales. Mas no podemos escucharla mientras no nos desprendamos de esta grosera envoltura que aprisiona nuestro espíritu.”
    Con estas palabras Lorenzo, un joven cristiano, invitaba a su amada Jéssica, una muchacha judía, a contemplar la armonía del universo en una de las más célebres escenas de El mercader de Venecia, de William Shakespeare. Mientras hablaba, una banda de músicos se encargaba de inundar con dulces melodías todos los rincones de la apacible villa veneciana en la que se hallaban. El mejor clima para que Lorenzo recitara su poética evocación del poder de la música.

    “Piensa en una manada salvaje de libres y cerriles potros; piensa en sus locos saltos, en sus ruidosos relinchos, todo ello condición natural de su sangre ardiente. Pero basta que escuchen el sonido de trompetas o que llegue a sus oídos una música lejana, y los verás quietos como por acuerdo unánime, suavizada la mirada orgullosa por el dulce poder de la música. Por eso pensaban los poetas que Orfeo encantaba árboles, piedras y ríos, pues nada hay tan insensible, tan duro, tan fiero que la música no haga cambiar de naturaleza. El hombre que no lleva en sí la música, que no se emociona con la armonía de las dulces notas, es capaz de traiciones, de fraudes y de rapiñas; las tendencias de su espíritu son tristes como la noche y sus afectos son oscuros como el Erebo. No se puede confiar en tales hombres. Escucha la música.”
    No es infrecuente encontrar en las obras de Shakespeare un clima filosófico atravesado por el neoplatonismo y el hermetismo renacentistas. Suele verse en el mago Próspero de La Tempestad a aquel peculiar cortesano isabelino que fue John Dee, cultor del hermetismo y la magia, cuya figura respondía a su vez a la imagen de mago arquetípico que en 1533 Cornelio Agrippa delineara en su De oculta philosophia. Hacia fines del siglo XVI el poeta Edmund Spenser dedicaba un poema a Isabel I cuya protagonista era una reina de las hadas que tenía por costumbre volar a través de radiantes noches de luz lunar, melancólicamente pensativa y envuelta con los acordes de celestiales himnos neoplatónicos. Dee y Spenser estaban profundamente influidos por la obra del fraile cabalista veneciano Francesco Giorgi, y hay quien afirma que Shakespeare estuvo bajo el mismo influjo cuando escribió El mercader de Venecia.
    Como correspondía a un sabio hermético que se preciara de tal, Giorgi creía en la perfecta armonía universal. Expuso sus concepciones en dos libros fundamentales: De harmonia mundi (1525) y Problemata (1536). Estudioso la Cábala judía, enriqueció sus conocimientos consultando un alud de textos provenientes de España luego de la expulsión de 1492. Estaba convencido que las complejas técnicas cabalísticas eran una llave privilegiada para abrir las puertas de los secretos divinos y demostrar la profunda verdad del cristianismo. De harmonia mundi le daba así un nuevo impulso a la antigua creencia en la misteriosa eficacia de letras, números y cocientes. A la manera de Lorenzo y Jéssica, el cristiano saber de Giorgi recibía con amor y reverencia aquel valioso saber judío.
    En 1534 el dux Andrea Gritti colocaba en Venecia la piedra fundamental de la iglesia de San Francesco della Vigna. Los arquitectos renacentistas tomaban como un axioma básico la idea de que cada una de las partes de un templo debía estructurarse proporcionadamente en un todo armónico integrado por un sistema de cocientes matemáticos. En base a la autoridad de Vitruvio y a ciertas concepciones bíblicas, se consideraba que el cuerpo humano, ese microcosmos que contenía en su seno las leyes y proporciones del universo, era una base adecuada para pensar el diseño de un edificio destinado al culto cristiano. Si bien el plano original de San Francisco della Vigna era obra del célebre arquitecto Jacopo Sansovino, ciertos problemas de concepción llevaron al dux a encargar a Giorgi una revisión del proyecto. El franciscano puso manos a la obra y elaboró un informe en el que, siguiendo las pautas de su De harmonia mundi, reelaboraba toda la planta de la nueva iglesia según la idea de la proporción matemática universal. Y desde Pitágoras, quien hablaba de proporción también hablaba de música. Por ello el informe de Giorgi expresaba en términos musicales buena parte de las medidas de la iglesia. El coro era un buen ejemplo. “De esta simetría - escribía el franciscano - no debe excluirse el coro. A éste deberá dársele una longitud de otros nueve pasos, para formar una proporción quíntuple en relación con el ancho, lo cual dará una bella armonía en un bisdiapasón y un diapente”.
    Hacia 1536 el humanista veneciano Giangiorgio Trissino, un apasionado de la arquitectura, estaba ocupado en la construcción de su Villa Cricoli, en las afueras de Vicenza. Un joven albañil que trabajaba en la obra llamó rápidamente su atención por su talento. Decidió tomarlo bajo su protección y lo inició en el estudio teórico de la arquitectura. Así fue como la vida de Andrea Palladio cambió radicalmente. Con los años los encargos comenzaron a llover sobre él, transformándolo en el arquitecto favorito de la nobleza veneciana. Tras la muerte de Trissino, los hermanos Marcantonio y Daniele Barbaro lo tomaron bajo su protección. Daniele era un humanista que colocaba a la arquitectura en un lugar preeminente por su íntima relación con las matemáticas. Justamente porque con ello obedecía las leyes del universo, la arquitectura dejaba de ser para él un oficio manual para transformarse en una de las más grandiosas manifestaciones de la mente humana. En 1556 convocó a su protegido para trabajar juntos en una nueva edición crítica de la obra de Vitruvio. Un año más tarde, ya convertidos en amigos íntimos, le encargó el diseño y construcción de una villa en el municipio de Maser, en el Véneto. Eligieron un suave promontorio en el que había un manantial natural y un bosque. En la fachada, dos alas simétricas precedidas de arcadas abiertas y coronadas en sus extremos por un palomar confluyen en un saliente edificio central que rememora un templo antiguo. El conjunto del edificio incluye columnas, frontispicios, esculturas y grandes relojes de sol acompañados con símbolos astrológicos. En la parte trasera, Palladio diseñó el nymphaeum, una estructura semicircular que rodea una fuente que recoge las aguas del manantial, repartiéndola desde allí hacia otras dependencias de la villa a través de canales. En el centro del nymphaeum hay una puerta que parece conducir, bajo una estudiada semioscuridad, hacia el bosque y su divina fuente de agua. Durante mucho tiempo se especuló con la posibilidad de que ese manantial hubiese sido en la antigüedad objeto de culto y, quizás, lugar en donde levantara un templo desaparecido. La combinación de elementos profanos y sacros presentes en el diseño del edificio se continúa en el programa iconográfico de la villa, varios de cuyos frescos fueron realizados por Veronés. La gran sala está coronada por un fresco en cuyo centro se encuentra la diosa de la sabiduría, acompañada de todos los dioses del firmamento con sus atributos correspondientes. No resulta casual entonces que desde esta sala salga un corredor que conduce al nymphaeum y a su puerta central, al fin y al cabo el lugar más misterioso y sacro del conjunto. El diseño de la villa responde a un patrón de armonía matemática y musical. Las medidas de las distintas habitaciones y dependencias (incluidos los patios, las columnatas y los establos) se relacionan en forma proporcional, según tonos mayores y menores, terceras, cuartas, quintas y sextas… Así, la planta conforma una sinfonía en la que cada parte ocupaba su lugar en la partitura. Matemáticas, filosofía, religión y misterio, relojes de sol y astrología, música… la Villa Maser lo incorporaba todo en su diseño. Pensada para favorecer el estudio y la contemplación filosófica, su arquitecto supo cómo crear el mejor ambiente para que su amigo y comitente Daniele Barbaro se ocupara en sus amadas actividades intelectuales.
    Durante la construcción de la iglesia de San Francesco della Vigna se incluyeron muchas de las recomendaciones de Giorgi, y el dux le encargó a Palladio el diseño de la fachada. El gran arquitecto se inspiró en el Panteón romano, único gran edificio de la época de la Roma imperial intacto. Destinados a usos muy diferentes, San Francisco della Vigna y la Villa Maser tenían sin embargo algo en común: la divina y musical proporción en la que se inspiraban ambos diseños. No resulta difícil imaginar a Lorenzo recitándole a su amada Jéssica su poético alegato al poder de la música en los jardines de una villa como la de los Barbaro, compartiendo encantadoras veladas en alguna sala diseñada en base a los sonidos de una escala mayor. Quizás Palladio, en su humilde condición de arquitecto humano, haya intentado obrar a imagen y semejanza del Arquitecto Divino. Giorgi estaba convencido de que Dios había creado el universo bajo las formas de un templo perfecto, de acuerdo a las inmutables leyes de la geometría cósmica. Por ello entre el diseño divino, el bíblico Templo de Salomón y la arquitectura vitruviana tenían que encontrarse claras correspondencias. Durante mucho tiempo esta idea desveló a toda una legión de estudiosos. Entre 1596 y 1604 los jesuitas españoles Jerónimo del Prado y Juan Bautista Villalpando publicaron un monumental estudio acerca del Templo de Jerusalén según la visión del profeta Ezequiel, en donde llevaban a cabo una reconstrucción hipotética del sagrado edificio. Villalpando era un brillante matemático discípulo de Juan de Herrera, el arquitecto de El Escorial de Felipe II. Estaba convencido de que en el diseño del Templo de Salomón Dios había dejado “estampada con maravilloso arte la semejanza de todo cuanto existe bajo la inmensa cubierta del universo”.

El libro de Prado y Villalpando se convirtió en una obsesión para muchos arquitectos, teóricos y filósofos de los siglos XVII y XVIII. Uno de sus lectores más apasionados fue Isaac Newton. En sus Prolegómenos a la parte segunda del Léxico de profetas en donde se trata de la forma del Santuario judío Newton sostenía que era imprescindible conocer la forma de los templos descriptos en el Antiguo Testamento para comprender el verdadero significado del cristianismo. Dios, el mundo natural y la ciencia estaban para él indisolublemente unidos. John Maynard Keynes, que además de economista fue un gran coleccionista de manuscritos newtonianos, escribió en un ensayo biográfico que Newton “contemplaba el Universo y todo lo que en él se contiene como un enigma, como un secreto que podía leerse aplicando el pensamiento puro a cierta evidencia, a ciertos indicios místicos que Dios había diseminado por el mundo para permitir una especie de búsqueda del tesoro filosófico a la hermandad esotérica.(…) Consideraba al mundo como un criptograma trazado por el Todopoderoso”. Para descifrar ese criptograma había que abocarse al estudio profundo de los textos bíblicos. Newton puso su tiempo y toda su erudición y conocimiento matemático en ello. Las medidas de los templos estaban allí para que el estudioso hallara las claves de las leyes de Dios, abriendo la posibilidad de comprender las profecías, pues, escribía Newton, “todos los autores reconocen que las cosas futuras se presentan como en esbozo en la organización legislativa (…) Hay que examinar el Santuario, donde se cumplían las acciones legales, que fue triple: el Tabernáculo hasta Salomón, el primer Templo hasta la cautividad babilónica y el segundo Templo hasta la cautividad bajo los romanos. Hay que conocer la forma de éstos si queremos averiguar su significado”. Una vez más, Dios hablaba a través de las matemáticas, y uno de los matemáticos más habilidosos de la historia iba tras el mensaje divino. El problema de la música y la armonía cósmica también fue una preocupación constante en la mayor parte de sus trabajos. Estudió las relaciones matemáticas entre las escalas musicales, la propagación del sonido a través del aire, las longitudes de onda de la luz visible y el espectro de los colores. Buen conocedor de los estudios herméticos y alquímicos de Newton, Keynes consideraba que el gran científico había sido en realidad “el último de los magos, el último de los babilonios y de los sumerios”.
    En el epílogo de La tempestad el mago Próspero le pide al público que la magia de su aplauso lo libere de quedar hechizado en la isla. Probablemente Newton no haya sido un mago, pero, al igual que con Shakespeare, Giorgi y Palladio, ni el más formidable de los aplausos habría tenido el poder de liberarlo del hechizo de la armonía matemática y musical del universo.

Alcides Rodríguez
Buenos Aires, EdM, marzo 2012
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