APUNTES

Geografía de la espera: La isla, de Mercedes Araujo, por Carolina Esses


Nacida en Mendoza pero radicada desde hace varios años en Buenos Aires; poeta, narradora y fotógrafa, Mercedes Araujo (1972) confirma con La isla (Bajo la luna, 2010) su último libro, ganador del tercer premio en el género poesía del concurso de régimen de fomento a la producción literaria nacional y estímulo a la industria editorial del Fondo Nacional de las Artes 2009, la construcción de un imaginario potente y original que da cuenta del resurgimiento lírico que desde hace ya casi una década se percibe dentro del campo poético de Buenos Aires.
    Entendamos la lírica como un tono, una postura que no busca devolver al lenguaje el adorno vetusto de antaño. Y digo campo poético de Buenos Aires porque sabemos que la producción argentina siempre ha sido vastísima aunque no siempre la estética dominante le haya dado lugar a lo que sucedía fuera de ese puente que es Rosario-Buenos Aires. También es cierto que a partir de cierta apertura del campo poético –revistas, recitales- a posturas que no son sólo las de la llamada generación del noventa, cobraron visibilidad textos que se desarrollaban en diferentes regiones del país, que tenían otras marcas, otras referencias y que circulaban poco en la Capital.
    Dentro de este resurgimiento se percibe una multiplicidad de escrituras. Basta pensar en el regreso al discurso amoroso –la reescritura del discurso amoroso- que plantea Osvaldo Bossi. O el universo de la botánica que llega de la mano de la temática del jardín y es heredero de la obra de Diana Bellessi. Las producciones son muchas y variadas, lo interesante es que se despegan de la coloquialidad más llana permitiendo la circulación de textos que construyen metáforas más vinculadas con lo vegetal o con lo animal. Es dentro de este universo estético, heredero también de la poesía norteamericana del siglo XX y producto de una profunda y paciente indagación en el paisaje (aquí surge siempre ineludible la poesía de Juan L Ortiz) donde se destaca la producción de Araujo.
    La coherencia entre su último libro, La isla y los anteriores -Ásperos esmeros (Ediciones Del Copista, 2003), Duelo (Ediciones Del Dock, 2005) y Viajar sola (Abeja reina, 2009)- la encontramos no sólo en el tono sino también en los epígrafes. Emily Dickinson, por ejemplo, con su economía y su síntesis, su amoroso cuidado de las palabras como si fueran pequeñas plantas –tallo, pétalos, raíz- le sirve a Araujo para dar cuenta de su propia concepción de la poesía. Una poesía de lo íntimo o digamos, mejor, feroz en lo íntimo. Mariane Moore le ofrece su zoología: universo casi fundacional que la autora toma y resignifica a través de las metamorfosis, los cambios de piel, no sólo presentes en La isla sino en Duelo y por supuesto, en ese recorrido por Nairobi que es Viajar sola (podríamos decir, la crónica poética de un viaje.) Es en este libro donde se plantea a través de la cita de Elisabeth Bishop la pregunta fundamental: “Piensa en el largo camino de regreso a casa. ¿Hubiera sido mejor quedarnos en casa e imaginarnos este lugar?” que recorre la obra de Araujo. Porque cada poema equivale a la cartografía de un universo nuevo, equivale a un viaje.
    Sin embargo no es sólo en la multiplicación de imágenes vegetales y animales donde se construye la poesía de Araujo sino en la pura encarnación. Es decir: no se trata de la descripción de una geografía. Ni siquiera en Viajar sola donde el paisaje –reconcible a través de las fotos del viaje que componen también la edición- es protagonista. Constantentemente el cuerpo de la mujer se animaliza, su lengua es ancha, roja, bífida. Travestida, si se quiere, de mujer-animal –las manos y la piel de mona- Araujo explora las posibilidades, los matices de un tono que, aunque lírico, nunca se aleja de lo coloquial. Como si se tratara de una serie de cartas de amor, aunque más bien deberíamos decir anotaciones, de esas que se hacen en los márgenes de las hojas y se cuelan entre lo cotidiano -quisiera que lo oigas, me gustaría saber cómo es tu vida, dicen los poemas. Frases que probablemente nunca lleguen a oídos de ese destinatario siempre ausente y formen parte, en realidad, de un soliloquio de amor donde, quizás, lo importante sea decir en lugar de que ese decir se oiga.
    La soledad, entonces, del yo poético –de la isleña- cabalga entre el desamor, la pérdida y la espera. La isla será su último refugio. El lugar perfecto para mudar de piel porque Cuando lo has perdido, el agua te recuerda/ que no es posible comenzar de nuevo/ en todo caso no con el mismo cuerpo, dice el poema. ¿Cómo imaginar una geografía isleña que no sea de la del Delta, ese laberinto perfecto para perderse, ese refugio último donde esconderse y esperar al ser amado? Como si hubiese algo prohibido en este amor que lleva a la reclusión – al cautiverio, dirá la poeta- , a la metamorfosis incluso, a ocultar el cuerpo propio en una telaraña de ramas y palabras.
    Cada uno de los más de treinta poemas que conforman el libro plantea una escena que es a la vez diferente y la misma. En cada uno se construye la imagen del ser amado. Y, justamente por esto, La isla podría haber caído en un discurso monótono y repetitivo, en eco, tal vez, de la poética de una Marosa Di Giorgio –interesantísima, sí, pero fatal en la copia. El hecho de que nada de esto suceda se debe al potente imaginario de Araujo, a sus lecturas y a la inclusión de cierto hilo narrativo que mantiene en vilo la atención del lector que avanza en la lectura a la vez que se pregunta: ¿llegará el ser amado a la isla? ¿en qué ocupará su tiempo, hoy, quien espera en cautiverio?
    Es decir: se trata de un libro donde la poeta ha sabido construir su relato en la intersección entre lo sensorial –lo que se huele, lo que se toca, lo que se oye- y el sentido, eligiendo cada palabra con auténtico esmero. Aunque, como dice el título de uno de sus libros anteriores, ese esmero sea en sí mismo áspero, difícil. Como lo es toda espera.

Carolina Esses (Buenos Aires)

Mercedes Araujo administra el blog www.cartasdesdeeljardin.blogspot.com donde se puede encontrar también algo de su producción fotográfica.


     “Hay días en los que me hundo en el agua y no sé
    si por influjo de la luna o por un simple movimiento del sol
    puedo deslizarme sobre la tierra tan sinuosamente
    como una serpiente con aros de color azul intenso
    desde la cola a la boca, pero ese cuerpo de serpiente
    pálido y embozado no soy yo,
    quisiera poder aclarar cerca de tus oídos
    algunas de estas cosas, me has dicho
    que no es posible por ahora,
    ya que las nuevas ocupaciones te llevan todo el día
    y también que tu vida es mejor, más sólida.
    no me hagas caso, simplemente, podrías decirme
    si es verdad que las escamas de mi cuero
    siguen brillando a pesar de haber sido
    arrancadas una por una, y que aún así
    el cuerpo está contento con esta pequeña vida.”

    De La isla, Mercedes Araujo (Bajo la luna, Buenos Aires, 2010, pág 37)
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PIES DE IMAGEN

Sobre el paisaje en la obra de Max Gómez Canle, por Carolina Esses



¿Cuál es el adentro y el afuera en la obra de Max Gómez Canle? ¿Qué le sucede a la criatura -nosotros, tal vez- que despierta en su madriguera geométrica para ver, del otro lado, ese paisaje renacentista? ¿Se trata de dos paisajes, uno ventana del otro? ¿Qué dimensión es la más antigua? ¿La de la montaña, la del espejo de agua o la otra, aquella de líneas rectas decididamente futurista, pero de un futurismo pretérito, ya olvidado? ¿O es nuestra mirada la antigua? ¿Somos nosotros los sobrevivientes que despiertan a un estado de las cosas que está, en realidad, fuera de toda temporalidad? ¿Y si no estuviera nuestra huella? Porque en todo caso, la huella que se intuye es la huella estilizada de la forma, una forma que no parece contenernos –basta con mirar los contornos rectos de la montaña- ni siquiera ahí dónde creíamos intuir el trabajo de la naturaleza. Pero, qué paradoja, es justamente en esa tierra de ensueño donde nos gustaría estar. En definitiva, ¿qué es lo que perturba tanto en la obra de Gómez Canle?
    Como Borges con la literatura, Gómez Canle nos recuerda constantemente que el paisaje es una construcción. Claro que una construcción, un artificio en todo caso, tan perfectamente armado que no tenemos más que sumergirnos en lo que nos propone la perspectiva, dejarnos llevar por el mecanismo perfecto de la ilusión. El paisaje, entonces, como una categoría enciclopédica. Como la montaña, el lago, como puede ser un abedul, un pino. Categorías en las que la marca del tiempo es la marca que ha dejado la historia del arte. Ese virtuosísimo pintor que es Gómez Canle, toma estas categorías propias de los fondos de los óleos del Quatrocento, por ejemplo –los copia, literalmente- y les otorga protagonismo, los resignifica Ahí radica la inversión de su arte. Luego, aquí y allá, un personaje extraño, mitad hombre y mitad animal, toma, por ejemplo el pincel. O la madriguera geométrica deviene un vacío de pelos –¿es el paisaje visto desde el interior? ¿o es, más bien, el hueco en la roca, lo inerte, animalizado?
    La pregunta es siempre por el paisaje. Por lo tanto, también por la mirada. Como en esa serie, relectura del cuadro de Roberto Aizenberg Padre e hijo contemplando la sombra de un día (1962). Invito al lector de estas breves líneas –improvisadas por una amante de la pintura pero en ningún caso una experta- a leer el trabajo de Viviana Usubiaga, ganadora con este ensayo del primer premio Bienal MNBA / Susana Barón para el estudio de la historia del arte argentino, 2008. Y a sumergirse, quién no lo haya hecho todavía, en la obra de Max Gómez Canle.



Carolina Esses (Buenos Aires)


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Sobre Gianuzzi de Sergio Chejfec, por Carolina Esses


La situación tiene algo de absurda y bien podría ser material para una obra de Harold Pinter.
     Un escritor argentino – Sergio Chejfec- ofrece una charla en una ciudad extranjera sobre otro escritor argentino –el poeta Joaquín Gianuzzi. Sólo que su auditorio no sabe absolutamente nada del poeta, nunca jamás ha escuchado su nombre, visto su retrato ni, mucho menos, leído un poema suyo.
     Algún docente me dirá que se trata de una situación corriente en cualquier claustro universitario y probablemente lo sea; sólo que aquí esa experiencia o, mejor dicho, la imposibilidad de esa experiencia de transmisión de conocimiento está tamizada constantemente por la conciencia de un narrador excepcional, el favorito, para muchos, dentro de la literatura argentina de los últimos tiempos. O quizás deberíamos decir dos, ya que Chejfec, aquí y allá, se propone narrar los hechos –informar, dirá- como si tuviera sobreimpresa la conciencia del poeta. Y, para el lector amante de la prosa lenta, plagada de rodeos y reflexiones, la alegría es doble.
     El libro contiene dos ensayos. El primero “El poeta estándar” está fechado en 2009. El segundo, “El intimista”, de 2004, es cronológicamente anterior y a él se hace referencia en el ensayo de 2009. Lejos de ser simplemente un juego autorreferencial, de lo que se trata, sobre todo en “El poeta estándar” es de la puesta en escena de un esfuerzo. El mismo quizás, que impulsó a Gianuzzi a escribir su obra a partir de la experiencia cotidiana, estándar. Para colmo –y podemos seguir imaginando esa obra de teatro a lo Pinter- esa dificultad por recuperar la experiencia está tensado por cierta falta de fe en la literatura, que actúa, paradójicamente, como motor. Entonces el ensayo es una sucesión de impresiones, de digresiones porque, ¿qué otra cosa sería posible? No quisiera aquí caer en la simpleza de decir que lo que se pone de manifiesto es la imposibilidad de narrar. Afirmarlo sería perder aquello que de singular tiene este libro, el objeto del ensayo: decir algo en relación a la obra de Gianuzzi.
     El final, para cualquier lector propenso a lo sentimental es conmovedor. Chejfec termina de hablar, acomoda sus papeles, apaga la computadora con una mezcla de cansancio, tedio, resignación. Ha proyectado la foto del autor, ha reproducido su voz y sin embargo, nada parece haber llegado a su auditorio. No hay preguntas, no hay comentarios. Apenas alguien –y uno puede imaginarse, ya, al público acomodando sus papeles, poniéndose las camperas, mirando el reloj- le pregunta si se consiguen los libros. “Mentí y dije que sí”, cuenta Chejfec.
     Esa mentira o, mejor, la conciencia de esa mentira es la cifra de una concepción de la literatura que hace rato marca el pulso de la escritura de Chejfec.

Carolina Esses (Buenos Aires)

Sobre Gianuzzi de Sergio Chejfec, Buenos Aires, Bajo la luna, 2010.
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Pastoral Americana: Seymour Levov – el Sueco- llora en su auto, por Carolina Esses



Hay en Pastoral Americana (Philip Roth, 1997) una escena memorable. Es una escena pequeña, al principio de la novela, pero que el recuerdo –y su importancia dentro de la trama y en la construcción del personaje principal, Seymour Levov, más conocido como el Sueco Levov- ha magnificado tanto que tengo la sensación de que ocupa páginas y páginas. La verdad es que Roth le dedica apenas un par de párrafos. Rubio, alto, deportista, algo así como la personificación del sueño americano, Levov llora encerrado en su auto. Tiene más de cincuenta años. A unos metros de distancia, la familia y unos amigos –su segunda mujer, sus dos hijos varones- disfrutan de la sobremesa, del café, de las tartas (“de la vida como se supone que tiene que ser”, según dice el irónico Jerry, su hermano, también presente en el almuerzo). De pronto, como quien va a buscar un par de servilletas o el azúcar, el Sueco se levanta de la mesa. Pero tarda en regresar. Entonces Jerry lo busca. Lo encuentra en el auto, llorando como un niño. El narrador no lo dice, pero quizás Jerry se haya subido a ese auto inmóvil, quizás incluso se haya sentado al lado del Sueco, o no, quizás se quedó a un costado y hablaron así, Jerry de pie, agigantado y el otro sentado frente al volante, pequeño ahora, inmerso en su tristeza. “Extraño a mi hija”, le dice Levov entre sollozos a su hermano. Mi hija es Merry. Prófuga. Tartamuda. Activista contra la guerra de Vietnam. Responsable de haber detonado una bomba que hizo volar por los aires a, al menos, tres personas –“pero bien podría haberla detonado en el living de tu casa”, como le dice Jerry en referencia al desastre que significa este episodio en la vida de Levov. El Sueco permanece, ahí, solo en su auto, con las ventanillas cerradas, las manos sobre las piernas. Porque cuando salga no podrá decirle a nadie que su hija está muerta.
    Esta escena actúa como paralelo de la última, allá por la página 400: aquella otra reunión con amigos y familia. La anticipa y la completa: en la escena del auto, el Sueco logra decir que su hija está muerta, en la otra la violencia, está más contenida; el “paraíso perdido” recién se anuncia. De alguna manera marca el final de la historia, que claro, para Nathan Zuckerman –ese escritor que vive recluido en las montañas de New Jersey y que es el responsable de reconstruir el relato- es el principio. Y algo más, fundamental para entender la eficacia dramática: Roth ama a sus personajes. Como Flaubert, Roth es Zuckerman, Levov, Merry. Esa devoción de los autores por sus personajes, ese adentrarse en el mundo del otro y luego construir con eso una novela, no es algo para desestimar. Parece simple, el abc de la cuestión y probablemente lo sea. Pero como suele suceder, lo más básico es, la mayoría de las veces, el corazón de la nuez.

Carolina Esses (Buenos Aires)
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MAPAS COMPARTIDOS

Rutina, ómnibus, poema, por Carolina Esses


alestina (ex Rawson), Pringles, Yatay, Estado de Israel. Repito, en silencio, para mí: Palestina, Pringles. Vuelvo a empezar: F. Acuña de Figueroa, Gascón, Palestina. El colectivo avanza y una puede leer, cómoda, los carteles de las calles perpendiculares a Guardia Vieja, esas que el noventa y dos atraviesa, también, sin apuro. Todos los días, así: la secuencia de calles, de nombres, los sonidos, las aliteraciones –podría escribir con esto un poema, pienso y, al cruzar Pringles me vienen a la cabeza los primeros versos de Children’s corner de Arturo Carrera, el ritmo, la cadencia. Hay quienes memorizan parlamentos enteros de Lorca, de Shakespeare. Yo quiero aprenderme esta sucesión de calles. Entonces digo, con cierta fascinación por lo que no se termina de automatizar pero hay que repetir, sin modificación, exacto día a día -el recorrido a través de los nombres-, apenas apoyada en la pared del colectivo -después de todo estaré toda la tarde sentada frente a un monitor- digo: Palestina, Pringles, Yatay.
    Pero la ficción, la certeza del nombre, se desvanece enseguida. Basta con cruzar caminando la avenida para comprobar que, más allá de Estado de Israel, todo cambia. Si cualquiera de los que navegaban a la velocidad crucero del colectivo, detrás del sulky, de la tranquilidad de la siesta, me preguntaran en la esquina de, digamos, Lavalleja y Jufre ¿dónde queda la calle Pringles? sería, para mí, casi imposible dar la más mínima indicación. Me animaría, quizás, a invitar al caminante –muchos turistas en busca de casas de tango, de PHs para alquilar - a desandar sus pasos, a cruzar nuevamente la avenida y retroceder en la cadencia: Estado de Israel, Yatay, Pringles, Pa…. Ahí sí. Está claro que no se trata de Parque Chas –aquel barrio donde dice el saber popular que los novios se pierden y las chicas quedamos para siempre a la espera del amor o enfrascadas en placeres más solitarios-, pero cualquiera que mire un mapa de Villa Crespo y aledaños podrá ver a qué me refiero: las calles aparecen intrincadas, como si el bulbo verde, la forma levemente alargada -arriba a un costado- del Parque Centenario las obligara a movimientos más propios de la naturaleza que a los del urbanismo organizado; como si el parque, allá, cruzando Corrientes fuese una planta carnívora, hambrienta y las calles se desplazaran sin orden, motivadas por el miedo a la voracidad del bulbo, como se puede, así, a lo loco.
    Claro que el mapa lo consultamos mucho después. Lo miramos –lo miro- en casa, en la pantalla de la computadora, por simple curiosidad, nunca para ahorrar tiempo o intentar recorridos más cortos. Entonces, después de trabajar camino de vuelta a casa y atravieso una a una las calles. ¿Palestina?, ¿Gascón? Imposible saberlo. Nunca vuelvo a cruzar Estado de Israel, eso es cierto; si lo hiciera quizás experimentaría como dicen en carne propia el momento en el que las calles se bifurcan, se vuelven a unir, comprendería el recorrido que las motiva. Camino, después de trabajar, siempre hasta Córdoba –siempre- y luego, al doblar a la derecha por Cabrera o por Gorriti, comienza el zigzag. La grilla primera de nombres, esa que se sucedía con la parsimonia de un rezo queda olvidada en este otro trayecto, mucho más errático. Pero qué importa. Para el distraído, para el desmemoriado la experiencia del flaneur es la experiencia de todos los días –el tiempo que se pierde en buscar las llaves, las direcciones, los teléfonos anotados siempre en pequeños papelitos, las disculpas por tener que ir y volver porque una se ha olvidado la billetera, el paraguas, en fin, ya se sabe. Lo fascinante, es lo otro, lo que se sucede sin variación, siempre igual. Ese encadenamiento de nombres que comienza en la esquina de Guardia Vieja y F. (digamos Francisco) Acuña de Figueroa, en el mismo lugar donde solía funcionar la galería Belleza y Felicidad y hoy funciona una vidriería, cuyo nombre, claro, nunca llego a internalizar y que continúa por Gascón, Palestina y su misterio entre paréntesis, ése que indica en el cartel que se trata de la ex Rawson, luego Pringles y allí un poco de campo -la evocación del pueblo natal de César Aira, de Arturo Carrera- y luego Yatay; hasta caer en la vertiente de la avenida. Y ahí, ya me bajo. Con un libro cerrado entre las manos, porque lo cerré mucho antes, cuando mi reloj interno me aviso, está por comenzar, y a la trama de la novela se le superpuso, musical, el nombre de las calles; me bajo, decía, guardo el libro en el bolso y al cruzar la avenida, ya he olvidado, hasta el día siguiente, cómo era el orden de las calles, ¿Palestina, Yatay? de este lado, ya sabemos, poco importa, pero tranquiliza saber que mañana, los carteles estarán ahí, y con ellos también, la posibilidad del poema.





Carolina Esses (Buenos Aires)

Autora de Duelo, Ediciones En Danza, 2005, junto a Mercedes Araujo y Cecilia Romana, de Temporada de invierno, Bajo la luna, 2009 y de cuentos infantiles actualmente en prensa por Ediciones Urano.
Sobre Carolina Esses en este número de EdM ver la nota de Yaki Setton
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