PIES DE IMAGEN

Desvestidas de vos, por Lucía Thompson


Extraña como abrigo ajeno. Así puede ser a veces la piel, como la de la muñeca que Kokoschka se mandó a fabricar cuando dejó el hospital convertido en veterano de guerra. Una piel de tapado: piel que esconde. Aún después de unos años Kokoschka seguía siendo el abandonado de Alma Mahler; esa era la verdadera herida que el artista quiso tapar alistándose como voluntario en la Primera Guerra. Sin embargo, en las trincheras el amor siguió abierto, y en el hospital se cerraron todas las posibilidades de curación. Los médicos lo dejaron regresar a las calles de autos lentos que parecían bólidos y en la que sólo los desquiciados podían imaginar una nueva guerra. Kokoschka se mandó hacer una muñeca con las medidas de Alma Mahler. Una muñeca con la piel de un peluche. Alma era ella y Kokoschka el enamorado de una mujer monstruo, una mujer muñeco, un amor que no podía dejar de espantar a cualquiera pero que a él no dejaba de atraerlo.
     Cómodo resulta pensar que fabricaron mal la muñeca. Que Kokoschka prefería otra piel para ella. Pero seguramente no fue así. Kokoschka quiso acariciar el espanto de ese amor que no pudo dejar atrás ni aún con la Gran Guerra. Vestía a su muñeca y se recostaba a su lado. Elegía la mejor lencería y se desvestía como un muñeco ante sus ojos de volcán.
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PIES DE IMAGEN

Mujer y mujer y lo que no digo, por Lucía Thompson


Todos recuerdan las escenas mudas de Vértigo en las que Scottie persigue a Madeleine y la observa, extasiado, cómo ella contempla en un museo vacío el retrato de otra mujer. No es preciso decir más para que se imponga lo no dicho, ¿verdad? El sobreentendido cultural se encarga de reponer por si solo el nombre del director y los actores. Como también, desde luego, el nombre de Madeleine disolviéndose en la boca, cuando otros, antes, podían vivir el tiempo como una taza de té de tilo. Hablamos constantemente con ese tipo de sobreentendidos, tanto como con esos otros que completan las miradas y los gestos, o que al menos confiamos que los completen. Las elipsis son los hormigueros y nuestras palabras las hormigas, ¿quién podría decir que puede haber hormigas sin hormigueros? Mejor aún: ¿quién podría decir que hablar no es saltar entre islas?
     Un ejemplo: alguien cuenta la historia de un joven que ingresó a una empresa llevando papeles por los tres pisos del edificio y que tres años después se convirtió en su más alto ejecutivo. La historia cambia sus pretendidas virtudes si incorporamos un detalle elidido: el joven era el hijo del dueño. Pero quiero hablar, sin embargo, de los cuadros y las miradas. En el invierno de 1985 fue robado del museo de arte de la Universidad de Arizona, en Tucson, la pintura Mujer-ocre (1957-1959) de Willem de Kooning (1904-1997), uno de los maestros del action painting, y ahora, más de treinta años después, ha sido recuperada. Lo único que se supo en ese largo ínterin –una elipisis para unos y un secreto para otros- es que una mujer y un hombre ya mayores, sumergidos en gruesos abrigos, se las ingeniaron para distraer al único guardia de la sala y se llevaron la tela de 1 metro por 70 cm, sin que nadie se percatara sino horas más tarde. El cuadro de Kooning no se perdió en la bóveda blindada de ningún coleccionista, ni estuvo escondido en una sala con luz especial frente a un sillón. Pasó sus mejores días en el cuarto de una pareja de jubilados. Colgado en la pared junto a la entrada de su dormitorio. Cuando la puerta se cerraba a los otros, la pintura se abría completa para ellos dos. Mujer–ocre era su pintura, Kooning no había hecho más que pintar el cuadro.
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Míralos, míralos, están tramando algo, por Lucía Thompson


Este anuncio no me pertenece, lo juro, aunque mi vestido también era de esa talla, me quedaba algo holgado en aquel tiempo, lo compré en una feria de garage una mañana de otoño, sin hacer preguntas a la niña que lo vendía entre discos, libros y unos sacones de otros tiempos, mientras la mamá miraba desde la ventana del chalecito muy American Way of Life, desde la ventana de la cocina, no creo que su atención se debiera al vestido, tampoco la mía, yo había pensado en llevarme un saco de flores hecho de tela de cortina y cambié de opinión, quizás porque descubrí la mirada de esa mujer que estaba preparando una limonada para traerle a la hija, hacía un calor imposible para colgarme ese cortinado sobre la piel, otra posibilidad es que lo haya comprado para salvar a esa mujer, como no dudé en decir el día en que le regalé ese vestido a una amiga, un año después y habiéndolo usado solo una vez una noche de playa, sin ningún error, con besos que iban y venían como las olas aunque con un amor menos constante, sin un poco del arrepentimiento que mostraba esa mujer en los ojos, no mi amiga que se casó en Las Vegas con el amante de la infancia que estaba en viaje de negocios y en cuatro días regresaba a su casita en Carrasco, imagino que ella todavía guadará ese vestido, todos los días habían sido por error menos ese día en coche atravesando el desierto que imaginé en detalles tantas veces, casi tantas como las olas que me llevaban tan cerca de mí en esos brazos que parecían míos, la mujer de la limonada no habrá tenido la misma suerte, la nena se balanceaba en una mecedora, no se me ocurrió preguntarle si también estaba en venta, yo llevaba puesto mi walkam y escuchaba a Serú, las canciones me hacían vivir lejos, acaricié el vestido antes de comprarlo pero la mirada de la mujer se me fue imponiendo después, era posible que ella esperara que ese hombre pasara por la puerta de su casa, vi esa escena en los ojos de mi amiga cuando me comentaba que iba a casarse para vivir cuatro días con su primer amor, se conocían desde los ocho años y ahora él estaba casado y vivía en el Uruguay y se habían encontrado de casualidad, dos hijas tenía ese hombre, pude verlas, sin embargo nunca supe nada de la nena que me vendió el vestido, en ningún momento, ni siquiera ahora en que pienso en el desafío que le hizo Hemingway a un grupo de amigos escritores, les preguntó si eran capaces de escribir un cuento de seis palabras, no sobre un vestido de novia, claro que no, ni sobre la nena que espera por su limonada fresca, ni sobre el mar una noche, ni esa pareja besándose en un coche con fondo de desierto, solo seis palabras dijo Hemingway, y bebió lo que no era limonada, jugó con el hielo y soltó, For sale: baby shoes, never worn, es decir: A la venta: zapatos de bebé, nunca usados, un auto pasa por la calle, la mujer señala un cartel, o acaso señale los ojos de la mujer en la ventana, una joven de pelo revuelto mira el auto pasar y lo olvida.

Lucía Thompson
Buenos Aires, EdM, julio 2017
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ESCRITORES EN SITUACIÓN

Un acto en la Feria del Libro o el camel de la postverdad, por Lucía Thompson


Dicen que en los atados de Camel, si se los observa con detenimiento, se puede encontrar, oculto dentro del camello, el dibujo de un hombre bien paradito. El dato nada tiene relevante, lo sé, pero fue en lo que pensé en el acto de inauguración de la 43 Feria de Internacional del Libro de Buenos Aires. Había ido a escuchar el discurso de apertura de Luisa Valenzuela, una escritora que admiro desde que leí Cola de Lagartija hace muchos años lejos del país. Solo la conocía por escrito y quería escucharla. Hasta dudé en llevarme una peluca de rizos bien negros como los de ella, al enterarme de cuál era el tema sobre el que haría hincapié, la post-verdad, lo había anunciado en una entrevista en Página 12 hacía unos meses. Según el diccionario Oxford, la post-verdad (Post-Truth) era la palabra del año 2016: la (extraña) convicción de que importa menos la verdad en lo que se dice que el impacto emotivo que produce lo que se dice, aun cuando no sea muy veraz. Pero no fue por eso que pensé en los Camel sino por la espera, por lo que padecía como una espera engañosa, por rumiar en silencio, por estirar el cuello queriendo buscar quién sabe qué o sabiendo a quién. Había hecho mucho para estar allí y escuchar a Luisa Valenzuela y su intervención se demoraba más de la cuenta. El presidente de la Fundación El Libro, Martín Gremmelspascher, había tomado la palabra. Salvo las cifras, lo que decía en su discurso era sabido por todos: las ventas de libros habían caído un 25 % desde el año anterior, lo que hacía que se produjeran 20 millones de ejemplares menos, a razón de 55 mil ejemplares por día. Las más perjudicadas eran las editoriales medianas y las pequeñas; las otras dos o tres podían arreglárselas mejor en el desierto. Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un rico ingrese al reino de los cielos. Lo pensé, sí, y de golpe noté que los ojos del presidente de la Fundación El Libro se clavaban, no en mí que estaba lejos, sino sobre el Ministro de Cultura Pablo Avelluto: “La verdad, señor Ministro, es que no solo continuamos con esos mismos problemas que se han agravado y a los que se han sumado otros nuevos”. El año anterior, ante una situación crítica menos acuciante, el Ministro se había mostrado más entusiasta con respecto al futuro y comprometido con el sector editorial, del que había formado parte como director general de una de las mayores empresas editoriales afincadas en el país.
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