Dicen que en los atados de Camel, si se los observa con detenimiento, se puede encontrar, oculto dentro del camello, el dibujo de un hombre bien paradito. El dato nada tiene relevante, lo sé, pero fue en lo que pensé en el acto de inauguración de la 43 Feria de Internacional del Libro de Buenos Aires. Había ido a escuchar el discurso de apertura de Luisa Valenzuela, una escritora que admiro desde que leí Cola de Lagartija hace muchos años lejos del país. Solo la conocía por escrito y quería escucharla. Hasta dudé en llevarme una peluca de rizos bien negros como los de ella, al enterarme de cuál era el tema sobre el que haría hincapié, la post-verdad, lo había anunciado en una entrevista en Página 12 hacía unos meses. Según el diccionario Oxford, la post-verdad (Post-Truth) era la palabra del año 2016: la (extraña) convicción de que importa menos la verdad en lo que se dice que el impacto emotivo que produce lo que se dice, aun cuando no sea muy veraz. Pero no fue por eso que pensé en los Camel sino por la espera, por lo que padecía como una espera engañosa, por rumiar en silencio, por estirar el cuello queriendo buscar quién sabe qué o sabiendo a quién. Había hecho mucho para estar allí y escuchar a Luisa Valenzuela y su intervención se demoraba más de la cuenta. El presidente de la Fundación El Libro, Martín Gremmelspascher, había tomado la palabra. Salvo las cifras, lo que decía en su discurso era sabido por todos: las ventas de libros habían caído un 25 % desde el año anterior, lo que hacía que se produjeran 20 millones de ejemplares menos, a razón de 55 mil ejemplares por día. Las más perjudicadas eran las editoriales medianas y las pequeñas; las otras dos o tres podían arreglárselas mejor en el desierto. Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un rico ingrese al reino de los cielos. Lo pensé, sí, y de golpe noté que los ojos del presidente de la Fundación El Libro se clavaban, no en mí que estaba lejos, sino sobre el Ministro de Cultura Pablo Avelluto: “La verdad, señor Ministro, es que no solo continuamos con esos mismos problemas que se han agravado y a los que se han sumado otros nuevos”. El año anterior, ante una situación crítica menos acuciante, el Ministro se había mostrado más entusiasta con respecto al futuro y comprometido con el sector editorial, del que había formado parte como director general de una de las mayores empresas editoriales afincadas en el país.
Podría ser que uno se perdiera en el dibujo del otro dentro de la misma imagen de Camel, pero lo inconcebible era que le estuvieran arrebatando a Luisa Valenzuela todo cuanto iba a decir. Porque ellos también debían saber que la escritora iba a arremeter contra la post-verdad. Cuando el anfitrión puntualizó los desastres que se avecinaban en la industria del libro, se concentró en un aspecto que consideraba terminal: desde el Ministerio de Economía se buscaba aplicar el IVA (impuesto al valor agregado) al libro. El incremento del 19 % era una manera de echar nafta al fuego de la crisis. Debí pensar en Ray Bradbury; no lo hice, seguía pensando en Luisa Valenzuela, en que su intervención cada vez amenazaba ser más breve, acaso le bastaría una sola palabra acompañada de un gesto. Señalarlos y decir “post-verdad”. Pero enseguida el ministro alzó la voz diciendo que la actual no era la peor crisis del sector editorial y soltó: “Por lo tanto, parafraseando a una querida amiga escritora, Beatriz Sarlo: `Conmigo no, Martín´. Esta no es la peor crisis de la industria editorial, no hay ningún tiro de gracia. Que la situación es difícil, lo comparto. Que en el último trimestre del año las cosas empezaron a mejor es un hecho”.
De un plumazo, había catapultado a su interlocutor a un programa de televisión al otro lado de “la grieta”, casi a su infierno tan temido mientras él, el ministro, se quedaba con una escritora, que no era la convocada a inaugurar la feria, y sin llevar el IVA a cuestas. No explicaba cuánto faltaba para que fuese la peor crisis, o qué lejos estaba de serlo, o cuáles eran los datos precisos para confrontar los datos precisos que le habían espetado, o cuál era “el hecho” y “las cosas” a los que se referían las palabras “cosas” y “hecho”.
Luisa Valenzuela definió la post-verdad como una lengua de madera, la indicada “para construir discursos engañosos, que llegan a convencer porque resultan atractivos, tranquilizadores o quizás convenientes”, y así devorarse mejor, como Moloch, “a los nuevos desamparados: trabajadores desplazados, estudiantes, docentes, investigadores, inmigrantes, hasta mujeres porque nos están convirtiendo en una población de riesgo”. Ante esta situación imperante, la escritura y los intelectuales cumplían una función decisiva, que no era necesariamente la de convertirse en formadores de opinión sino la de cuestionar “las opiniones formadas, rígidas".
Lucía Thompson
Buenos Aires, EdM, abril 2017
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