ijo un cantautor cubano, en dos versos difíciles de dulcificar con una melodía: “Nadie sabe qué cosa es el comunismo / y eso puede ser pasto de la censura”. Y se sabe que la industria cultural –y la de lo político, claro– evita el término “censura” cuando prohíbe algo del orden de lo real: prefiere más bien un rótulo que tilde al objeto molesto de “ficticio”, “inexistente”, o bien “inconveniente”. Incluso si se trata de una nación realmente existente. Mientras tanto, Hollywood fabrica chorradas de películas donde países remotos y con férreas dictaduras necesitadas de ser iluminadas por “el mundo libre” llevan nombres de fantasía, aunque puedan ser fácilmente localizables en África, Europa del Este o incluso Latinoamérica.
De todos modos, la ficción es inherente a lo nacional. Por un lado, la construcción misma de una nación suele sustentarse en un mito de origen, con un menor o mayor grado de ornamentos heroificantes y/o martirizantes. A la inversa, por el otro lado, según las reglas geopolíticas, un país no reconocido por la comunidad internacional no tiene entidad, o si la tiene es en carácter de una “ficción política” reductible a lo discursivo.
Durante el Festival de la Canción Eurovisión 2016, la organización prohibió que, durante la televisación del concurso, se exhibieran nueve banderas. En ese conjunto proscripto compartieron cartel desde la Ikurriña vasca hasta la bandera del Estado Islámico, pasando por la pixelada insignia de la República de Nagorno Karabaj y por la de Kosovo (que sí autoriza otro baluarte de la industria cultural como la Fifa). Allí estaba también la del autoproclamado Estado Autónomo de Transnistria, que forma parte oficialmente de Moldavia, una ex república soviética con influencia rumana. Esa bandera censurada es la única del mundo que todavía hoy ostenta la hoz y el martillo (aunque la de Angola tiene sus reminiscencias, con el engranaje y el machete simbolizando el trabajo industrial y el rural a lo africano). Pero su prohibición, en este caso, no refirió al aparente comunismo que podría promover el trapo de tres franjas horizontales, dos verdes y roja la del medio, más el inconfundible sello soviético en su esquina superior izquierda y, por si quedaran dudas, una estrellita de cinco puntas en amarillo. Todos saben que Transnistria no es comunista, y eso también puede ser pasto de la censura.
Tras la caída de la Unión Soviética y la independencia de Moldavia, la franja oriental de este país, al este del Río Dniéster, proclamó a su vez una autonomía que ejerce hasta hoy de hecho, aunque sin ser reconocida por la comunidad internacional. Y es la presencia de una mayoría étnica rusa y el aferramiento a los símbolos soviéticos la forma de sustentar ese autogobierno. Un modelo de construcción de la identidad nacional un tanto contradictorio, por cierto. Es que en Transnistria, los dos partidos comunistas son oposición del partido gobernante, de estricto corte liberal.
Este territorio, parte de lo que alguna vez se conoció como Besarabia, limita al este con Ucrania y tiene a la ciudad de Tiráspol como capital, la cual se recuesta sobre uno de los meandros del Río Dniéster. Río que le da nombre a la región de Transnistria: “al otro lado del Dniéster”. Y si se observan los nombres de las calles y edificios públicos de Tiráspol, a vuelo de pájaro, afloran Rosa Luxemburgo, Karl Marx, Lenin, Karl Liebknecht, Yuri Gagarin, 1 de Mayo, 8 de Marzo, 25 de Octubre y hasta la Escuela de Altos Estudios Políticos “Ernesto Che Guevara”.
Lo nacional es indivisible de lo político, pero resulta paradójico que en función de distinguirse (y querer separarse) de otra nación, Transnistria se refugie en los restos soviéticos, tratándose de un estado de facto que lejos está de abrazar una economía colectivista. En todo caso, lo que ensalza su gobierno no es una ideología en sí, sino sus símbolos, sus íconos, una museificación inofensiva de ellos, en tanto constituyen la única evidencia de la matriz rusa en esta especie de isla balcanizada. Una especie de impugnación del principio de no contradicción, de la tríada lógica aristotélica, según el cual una cosa que es x (“comunista”, pongamos) no puede no ser x (“no comunista”). Transnistria sí puede: los dos presidentes que ejercieron entre 1991 y la actualidad siempre se preocuparon por negar sus lazos con esa doctrina –lo cual es a todas luces constatable–, aunque los símbolos identitarios oficiales de la nación insistieran en homenajear al panteón marxista-leninista. Lo que niegan, en todo caso, y haciendo un rápido diagnóstico de psicología barata, es una especie de psicobolchevismo neoliberal. Un escaparate de estandartes soviéticos que puertas adentro se desfigura en una lógica de la oferta y la demanda.
Existen muchos y diversos casos en los que lo nacional se supeditó a lo “foráneo” o lo ideológicamente ajeno, como un movimiento pragmático para el cumplimiento de otros objetivos. En los días previos a la revolución de octubre de 1917 en Rusia, las clases burguesas esperaban ser “salvadas” del entonces inevitable avance bolchevique por las tropas alemanas que peleaban en el frente oriental europeo durante la Primera Guerra Mundial. Asimismo, gran parte de la sociedad ucraniana y antisoviética recibió con los brazos abiertos a los soldados de la Alemania nazi en su intentona napoleónica contra la URSS en la Segunda Guerra Mundial. Y más cerca, Panamá debió pagar su independencia de Colombia entregando la gestión millonaria del Canal a los Estados Unidos. Hoy el símbolo internacionalista por antonomasia sirve para replegar territorios desperdigados hacia un núcleo nacional, esto es Rusia, en plena reedición de la Guerra Fría.
Entretanto, en este 2017 pletórico de efemérides comunistas, 150 de la primera edición de El Capital, 100 de la Revolución Rusa, 50 del asesinato y desaparición del cuerpo de Ernesto Che Guevara y 20 del hallazgo de sus restos en el aeropuerto boliviano de Vallegrande, también se cumplen 25 años del fin de una guerra civil que no terminó de concretar ni una anexión definitiva de la franja a Moldavia ni la soberanía transnistria.
Y mientras se estira el stand by, casi todo lo que rodea a la región continúa exhalando vapores de ficción. Incluso uno de los pocos escritores transnistrios que trascendió los límites de esa franja en disputa se vio envuelto en una controversia por el pretendido valor documental de su obra. La novela La educación siberiana, de Nikolai Lilin, narra de manera aparentemente autobiográfica la vida del escritor, quien afirma (y ratifica en entrevistas) ser descendiente de los urcas, una tribu siberiana de bandidos que fue deportada por Stalin a Besarabia, a la inversa de lo que ocurría desde la época zarista con quienes se rebelaran contra el régimen, y terminaban con pico y pala (versión esclavista de la hoz y el martillo) en la estepa congelada.
Pero, ¿qué puede inventarse de un país que, para la mayor parte de la comunidad internacional, no existe? Absolutamente todo. O al menos lo necesario para reclamar el reconocimiento del resto y distinguirse del otro inmediato. Un mecanismo capaz de desplazar a una nación de la censura al censo.
Luciano Beccaria
Buenos Aires, EdM, Mayo 2017
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