En el mes de marzo Raúl Tamargo (Argentina, 1958) publicó su primera novela, Más que nada (Alción editora), después de dos años y algo más que la misma editorial nos permitiera conocer su excelente libro de relatos El hilo del engaño (Alción, 2014). EdM quiere compartir ahora un relato que integra una nueva serie que Tamargo está escribiendo sobre animales. Eso es lo que dice su autor, pero, claro, uno también podría pensar que en realidad tratan de las fronteras entre los animales y los animales. O mejor: que son relatos poblados de parlantes animales tamarguinos.
En el principio estábamos las moscas y yo. A mí me asistía el derecho de la propiedad privada. A ellas, el instinto de acercarse a las deposiciones de las vacas. Desde luego que sobrevolaban la bosta, pero el asunto no les alcanzaba. Invadieron la galería, atraídas por las migas que yo dejaba sobre la mesa, en las horas del mate. Me cuidé de no volver a olvidar ese cebo, pero se ve que se aquerenciaron porque ya no abandonaron el lugar.
La lucha era desigual; podía ganar alguna que otra batalla, pero la guerra estaba perdida. Lo supe desde el principio, por eso es que decidí asumir el problema como un modesto desafío de superación personal. Deseché la facilidad de las palmetas y el carácter indirecto de los venenos o las trampas. Como única herramienta, me permití usar mi cuchillo de asador. No más de diez centímetros de acero, cabo de hueso, manufactura de un artesano de Tandil. Fui perfeccionando el procedimiento hasta que encontré su mayor grado de eficacia. Apoyaba mi antebrazo sobre la superficie de la mesa, con el cuchillo bien sujeto. Solo debía tener un poco de paciencia hasta que alguna de las moscas se posaba a distancia de tiro. Entonces debía pivotear la muñeca en un movimiento difícil de explicar, pero que, a fuerza de practicarlo, se me hizo tan natural como el de girar las llaves adentro de una cerradura. De cada diez golpes, tres o cuatro rendían sus frutos. El resultado me dejaba satisfecho.
Cuando la cosa iba camino a convertirse en costumbre ocurrió algo inesperado. Una de las víctimas había perdido las extremidades y el ala del lado derecho, pero por lo demás, se la veía llena de vida. Tenía impedido el vuelo y al intentar trasladarse giraba en círculos cuyos centros se desplazaban lentamente. La sacrifiqué, como se hace con un caballo enfermo. El suceso, además de dejarme perplejo, resultó premonitorio. Al día siguiente, una pareja de camoatíes sobrevoló la galería. No venían por mí, como supuse, sino por ellas. Aunque en rigor, como se verá, yo no era ajeno al asunto.
El vuelo de las avispas es muy distinto al de sus víctimas. Las moscas son escandalosas, ruidosas, hacen de la velocidad una constante y su persistencia llega ser previsible. Uno jamás se siente amenazado por ellas, solamente fastidiado. Los camoatíes, en cambio, vuelan con sigilo. Planean, siempre en silencio. Son verdaderos artistas en el cambio de velocidad y dirección. Nunca se conocen sus objetivos. De ahí, mi confusión inicial. Me sentí aliviado cuando descubrí que solamente estaban interesadas en llevarse los cadáveres que mi cuchillo dejaba sobre la mesa.
Se lanzaban sobre ellos en un movimiento vertical, como el de los helicópteros. Les extirpaban extremidades y alas, abrazaban el resto y volvían a levantar vuelo, con su carga cobijada entre las patas, como marsupiales improvisados.
Al día siguiente de esa primera vez, las visitantes se multiplicaron. Yo había logrado una docena de aciertos con el filo de mi cuchillo. Hacia el anochecer, la mesa estaba limpia de cadáveres. Un día después, vinieron más. No era posible contarlas, desde luego, pero tampoco era necesario. Hice mis mayores esfuerzos, pero no fueron suficientes para saciarlas. Achicaron el diámetro de sus vuelos en torno a mi cabeza hasta que la noche se las llevó. Entonces supe que me consideraban su socio y que no ahorrarían demandas si no cumplía con mi parte.
En los días siguientes, la lluvia me ayudó. Las moscas se cobijaron bajo el techo de la galería y los camoatíes no aparecieron. Como no conocía nada acerca de sus hábitos, todo lo supuse. El nido estaba lejano. El agua sobrecargaba de peso sus cuerpos, impidiéndoles el vuelo. O simplemente los llenaba de espanto, como a los gatos. Lo cierto es que aproveché la ausencia para hacer acopio de moscas muertas. Cuando las avispas reaparecieron yo ya debía de estar muy susceptible porque me pareció que habían redoblado su voracidad. Mientras ellas daban cuenta del material almacenado, yo trataba de reponerlo. Me ganó la prisa, de manera que el trabajo era imperfecto. Decenas de moscas quedaban aleteando sobre la mesa, en agonía. Los camoatíes también dieron cuenta de ellas. Eran capaces de lanzarse en picada, calculando el desplazamiento de sus presas. Jamás erraban. Jamás se veían obligados a corregir su aterrizaje o a desplazarse sobre la tabla. Pronto advertí que también capturaban presas vivas; bastaba con que una mosca se apoyara sobre la mesa para que recibiera la embestida certera de una avispa. El procedimiento era siempre el mismo. Vivas, agonizantes o muertas, procedían con sus víctimas del mismo modo. Del mismo modo las cercenaban y del mismo modo las recogían para el vuelo.
Mi trabajo, entonces, no era imprescindible. Se aprovechaban de él. Reducía sus esfuerzos. Quise probarlo. Abandoné la galería, como quien dice, a la naturaleza. Me encerré en la casa y me senté a observar detrás del vidrio. No demoraron mucho en descubrirme. Muy pronto, la luz que atravesaba el paño de la puerta se fue extinguiendo. Cientos de camoatíes disputaban su lugar, sin comprender que la transparencia podía también ser una valla. Yo, que sí lo comprendía, no estaba más tranquilo que ellos. Esperé que la noche se llevara a las avispas y aproveché esa hora para deshacer la sociedad.
Nunca regresé a la casa. Volví a mi antigua vida, convencido de que el hombre que nace en la ciudad, no llega a comprender ciertas cosas.
Raúl Tamargo
Buenos Aires, EdM, abril 2017
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