En los escritos de Mijail Bajtín (1895-1975) no hay lugar para una primera persona solitaria, sólo es posible un “yo” porque hay un “otro”, y cada palabra pronunciada por ese “yo” es respuesta, afirmación, duda y conflicto con las palabras de los otros que lo pueblan. La alteridad es el eje que recorre sus estudios, se traten del lenguaje, de la historia de la novela o de la cultura popular. “Desde mi ojos están mirando los ojos de otro”, escribió al referirse a la situación de un hombre ante el espejo. ¿Cuándo fue el momento en que Bajtín vio corporizarse esa idea a su alrededor? Aun cuando la pregunta resulte peregrina, resulta imposible no pensar que ese primer otro fue su hermano mayor Nikolai (1894-1950). Ambos fueron inseparables durante la infancia y la temprana juventud. Compartían la pasión por las letras y la filosofía. Y se sabían mutuamente queridos muy por encima del afecto que extendían a sus padres y sus tres hermanas. Nikolai era para Mijail el modelo inalcanzable que buscaba en todas partes, incluso dejó la Universidad de Odesa para estudiar a su lado en la Universidad de San Petersburgo. Mijail era reservado y preciso en sus comentarios, y su hermano mayor se le imponía como el otro que atravesaba el espejo, brillando donde estuviera y siempre expansivo. Al estallar la Primera Guerra palpitaron que algo se rompía entre ellos, Nikolai se había alistado como soldado del Zar. Abandonó Rusia en 1918, Mijail apoyaba la revolución y no veía razón más poderosa que quedarse en su país. Jamás volvieron a verse. Nikolai partió con los Guardias Blancos, fue marinero en el Mediterráneo y, en una noche de borrachera, terminó por alistarse en la Legión Extranjera para combatir en África del Norte. El azar lo llevó después a Francia y a la Sorbona, y más tarde a Cambridge donde compartió la amistad con Ludwig Wittgenstein (1889-1952). La tesis que comenzó en Francia y finalizó en Cambridge colocaba en el centro, también, el problema de la alteridad: indagaba los orígenes del mito del centauro. Durante la Segunda Guerra se arrepintió de su pasado político y se afilió al Partido Comunista británico, apoyando férreamente a Stalin. Mijail, en la URSS, soportaba como podía las persecuciones y las purgas del régimen sobre sus escritos desde fines de los años veinte.
Ninguno de esos aspectos tiene lugar en Santos y eruditos (1987), la novela de Terry Eagleton (1943) que El Cuenco de Plata acaba de publicar en castellano con una traducción admirable de Teresa Arijón. ¿No es entonces impertinente concentrarse en lo que la novela no elige decir? De ningún modo, y más tratándose de uno de los críticos literarios más destacados de habla inglesa de las últimas tres décadas. Eagleton eligió elidir en su novela lo que sin duda explicaba en sus clases. Santos y eruditos parece empeñada en tomar distancia de El nombre de la rosa, la novela que Umberto Eco había publicado unos años antes (1980) y que diseñaba por entonces un nuevo género, el best- seller culto. Eagleton tomó un material que podría ser parte de un recorrido semejante -Wittgenstein y Nikolai Bajtín escapan de la Universidad de Cambridge para pasar una temporada en una cabaña campesina de Irlanda-, pero su elección buscaba destacar, justamente, el desvío ante lo esperable. En ese desvío radica una decisión de política literaria de la novela, sumada a otra no menos potente en esos días sangrientos entre Irlanda e Inglaterra, como es la presencia de James Connolly (1868-1916), el revolucionario irlandés al que Lenin no pudo sino admirar, y que recorre como un fantasma las páginas de la novela.
Santos y eruditos no presenta la ficción de lo que pudo ser, es la ficción de lo que resulta imposible que haya sido. No se inclina por el best seller culto ni por el consuelo, prefiere la incertidumbre ante lo que puede ser. Incita a que el presente –y el futuro- sean vistos con todas sus posibilidades, no ahogados por los dictados de un pasado triunfante. Y “ser vistos” quiere decir: asumir una decisión. Acaso por eso la segunda mitad de la novela invite a ser leída como un diálogo platónico entre el revolucionario y el filósofo, o entre la acción que se impone necesaria y la acción que impone el reflexionar sobre las posibilidades de lo necesario. En un pasaje, el revolucionario no comprende qué quiere decir el otro cuando sostiene que “la revolución es un sueño metafísico”, y replica: “Soy un soldado, no un filósofo. No entiendo lo que quiere decir”. Wittgenstein: “Quiero decir que la idea de una ruptura total en la vida es una ilusión. No hay nada total que romper. Como si todo lo que conocemos ahora pudiera terminar para que comenzara algo enteramente nuevo. Eso es absurdo. ¿Cómo podríamos siquiera comenzar a describir ese nuevo futuro, si es tan completamente distinto del presente?”
Las páginas del Tractatus (1921) dan vueltas en las palabras del Wittgenstein de la ficción. Es más, como advierte Eagleton en un comentario introductorio, el filósofo realmente pasó una temporada en una cabaña similar pero solo y en otro tiempo. En los años sugeridos en la ficción, Nikolai ni siquiera estaba en Inglaterra, aunque eso no le impide intervenir en el diálogo a su manera, como el Sancho que acompaña al Quijote: “A mí me parece que esta insurrección (la de Irlanda) es una puesta en escena de la tragedia del pasado. Solo que esta vez como farsa”. Y el revolucionario: “Si nosotros los republicanos no recordamos el pasado, ¿quién lo recordará? Nuestros gobernantes vuelven a escribir la historia para darle continuidad con el presente. Por eso ni los muertos se salvan. (…) En las escuelas británicas les enseñan a los niños sobre la Bondadosa Reina Elizabeth, ¿pero acaso les dicen que reunió al Ejército más grande del reino para exterminar al pueblo irlandés?” Lo fundamental del diálogo no está en reconocer quién tiene la razón sino en quién va a perderla en cuanto no encuentre un uso efectivo a su verdad.
Santos y eruditos deja a los lectores que asuman sus posiciones. Pero decide concluir diciendo “su cuerpo no sería más que una pieza de lenguaje, el primer grito de la nueva república”, luego del fusilamiento con el que ha comenzado la novela.
Eagleton nació en una familia de obreros irlandeses.
Mijail Bajtín nunca tuvo noticias de su hermano Nikolai, que en la vida real fundó el Departamento de Lingüística en la Universidad de Birmingham, donde cuatro años después Raymond Williams, un galés de extracción obrera y maestro de Eagleton, fundara los Estudios Culturales.
Si Santos y eruditos resuena tan cerca en la Argentina de estos días no es debido solo a la problemática que la recorre, sino a la traducción de Teresa Arijón que la echa a rodar con una justeza exquisita, porque la escribe en los tonos de la propia lengua sin dejar de enfrentarnos al espejo donde asoma el otro.
Miguel Vitagliano
Buenos Aires, EdM, abril 2017
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