PIES DE IMAGEN

Total para qué – te vas a preocupar, por Diego Iturriza

 
Este pingüino estilizado, vestido con los atuendos que según la tradición patoruzú son los del gaucho y recostado en una cámara de fotos, amistoso y sonriente, iba cosido a las chaquetas de los 12 hombres que el seis de enero de 1962 pudieron denominarse los primeros argentinos en llegar por el aire al Polo Sur. No menos sugerentes eran los nombres pareados de los bimotores estadounidenses Douglas DC-3 y Douglas C-47 en que concretaron lo que entonces era una proeza: sobre los respectivos fuselajes se leía “Y total para qué” y “Té vas a preocupar”, osadía bautismal también en su desdoblamiento.
Los norteamericanos de la base Amundsen Scott manifestaron asombro al verlos llegar en aeronaves diseñadas veinte años antes, para la Segunda Guerra Mundial. Los expedicionarios, todos miembros de la aviación naval, desplegaron una bandera argentina y una placa en honor a los primeros expedicionarios: La República Argentina a Amundsen, Scott y sus hombres, en el cincuentenario de su llegada al Polo Sur. Homenaje de la Aviación Naval de la Armada Argentina en su primer vuelo al Polo Sur. Después, el comandante de la expedición se refirió a “la soledad, el frío, los huracanes, las nieves, las grietas, la larga noche invernal soportados estoicamente por las expediciones” anteriores, y enmarcó el propio anevizaje en la generosa cooperación internacional” donde “la República Argentina ha estado presente desde hace más de medio siglo”.

Once años más tarde, ese mismo hombre, nacido en 1920 en Tucumán, se trasladaba en un Dodge Polara por la ciudad de Buenos Aires conducido por su chófer, cabo primero. En el semáforo de Junín y la entonces Cangallo recibió desde una motocicleta seis tiros que pusieron fin a su vida. El contraalmirante Hermes José Quijada moría bajo las balas del ERP, que lo había sentenciado luego de que en 1972 el militar leyera por TV la versión oficial de lo que ya se conocía como Masacre de Trelew, presentando como resultado de un intento de fuga frustrado el fusilamiento de 16 guerrilleros en la base aeronaval Almirante Zar de la ciudad chubutense. Su ejecutor, el guerrillero del ERP Victor José Fernández Palmeiro, murió también en la emboscada porteña, abatido por el cabo chofer.
Nada se reconoce en 1973 de la camaradería aventurera, de la exploración pacifista y cooperativa (el matizado pero evidente nacionalismo de la empresa no la empaña), de la despreocupación ante los riesgos, ni mucho menos del humor que evocaban el pingüino y el nombre de las naves en 1962. Quijano, tucumano y mestizo en Buenos Aires y en el Polo (alguien que difícilmente haya dejado pasar un día de su vida adulta sin peinarse), ha definido para entonces su vida y su carrera en el compromiso con lo que en sus términos sería la lucha contra el Marxismo Internacional, el terrorismo etc. No es que elegir la carrera militar en el siglo XX pueda haber sido otra cosa que una toma de partido radical en relación con una forma de sociedad, pero los símbolos del anevizaje argentino en el Polo nombran otras posibilidades. Hoy desaparecidas bajo la colosalidad de lo imborrable.

Diego Iturriza
Buenos Aires, EdM, Abril 2012
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RELATOS

Manuscrito hallado sobre una mesa, por Diego Iturriza


Cuando me mudé a vivir solo tenía 23 años, y mi abuelo, que ya estaba con un pie en la tumba aunque lo ignoraba, me hizo ir a su casa.
–Fijáte en la mesita ésa que está en la esquina –me dijo.
Es una mesa baja, de madera (o de algo que la imita muy bien), con tres patas cilíndricas que conforme se acercan al piso se distancian. La tabla forma un triángulo que está mutando a círculo, cubierto de una especie de acrílico transparente bajo el cual se ve un dibujo que para la época (los setenta) era moderno, y hoy sigue siéndolo: finas líneas circulares de color rojo y blanco definen elipsis que se cruzan sobre un fondo negro, acompañadas de dispersos círculos llenos, mucho más pequeños, como manchas, de los mismos colores. Una mesa que nunca antes había visto en lo de mi abuelo, aunque lo había visitado lo suficiente.
–¿La querés?– me preguntó.
Cómo no la iba a querer, si está buenísima (y así es que todavía hoy motiva el comentario elogioso de cualquiera que la vea).
–Bueno –agregó–. La mesa era de tu tío, y cuando fui a su casa a levantar todo, encima tenía esto.
“esto”es el relato que sigue, escrito a mano en un raro papel amarillo. Mi tío integra desde el año ‘77 la lista de desaparecidos de la Dictadura.

Aunque se venía anticipando desde que era un niño, mi inquietud se desencadenó cuando escuché la inverosímil versión según la cual si Da Vinci escribía en espejo y con la mano izquierda era con el fin de resguardar del hurto –o de la persecución eclesiástica– sus creaciones, descubrimientos o hipótesis. Inverosímil por al menos dos motivos: porque cualquiera con la lucidez para darse cuenta de que lo que Leonardo anotaba era robable habría descubierto el procedimiento (como codificación secreta muy rudimentario), y por esconder una idea de creación, descubrimiento o hipótesis extemporánea. Nunca me molesté en averiguar el origen de la versión (tal vez no sea más que un mito de la Pampa, como tantos otros que hablan de temas que la exceden, e igual que tantos tal vez merezca no serlo; cómo sea, no tiene importancia). Pero me resultó obvio desde el principio que ese hábito debía explicarse por un motivo de mayor aliento, algo que en sí fuera una creación, descubrimiento o hipótesis.
   La clave debía estar en la inversión (o mejor dicho, debía poder pensarse en lo invertido). Consideré otras inversiones comparables aunque más simples y me di a su práctica. Con detalle observé mis gestos al bañarme o lavarme los dientes, entre otras acciones íntimas. Fui tomando conciencia de las aprendidas secuencias cinéticas que determinan los roles de la izquierda y la derecha desde tiempos inmemoriales, tanto para mí como para el resto de los confundidos humanos, por ejemplo en la estúpida acción de peinarse cada mañana, para no mencionar actividades laborales (como el manejo de una cámara fotográfica), que nuestra civilización encima cruza con una distinción de sexos (la ubicación de los botones de la camisa distingue camisas de hombres y de mujeres). Y siendo zurdo empecé a usar la derecha para por ejemplo jugar al tenis o completar acciones habituales como poner la llave en la cerradura, etcétera.
   La primera sorpresa fue la irrupción de recuerdos olvidados: estaba afeitándome con la derecha (educándola para esa labor que mi otra mano aprendió sin que yo pudiera recordarlo) cuando me vinieron imágenes de la infancia: unos cuises que eché en el pozo poco profundo de un aljibe seco, y que encerrados no sabían otra cosa que recorrer la línea donde el piso se transformaba en el borde circular e irremontable. Un recuerdo inofensivo, que sin embargo todavía me maravilla por la atmósfera y los tiempos que evoca. Con cada nuevo experimento (con cada nueva inversión) aparecían recuerdos semejantes, más la sensación de que una nueva agilidad se estaba apoderando de mi mente.*
    El procedimiento de invertir mi entorno me habilitó un interminable rango de nuevos estímulos en diversos frentes. Fue como volver a educarme en un mundo al revés. Y lo que tomó impulso con el rearmado en espejo de mi máquina de escribir (tanto de las teclas como del rollo, de modo que funcionara al revés; sólo me faltó voltear las letras) dio paso a un mundo alucinante, cuya velocidad de mutación era proporcional a su imparable y sostenido florecer. Recuerdos olvidados y –lo mejor– ideas inesperadas y nuevas, ocurrencias fantásticas, se tramaban en una incansable y siempre sorprendente efervescencia.**
    Fue en esa época que leí distraídamente los vagos textos de psiquiatría que en medio del caos general me llegaban a las manos y encontré términos con que pensar la experiencia. Todo estímulo se deja definir en su correlato neuronal; sin embargo, cuando ocurre por primera vez, el correlato es desordenado (uninformado), caótico, una masa amorfa hecha de redes y conexiones imprevistas, porque la mente en sus distintos niveles no tiene resuelto cómo ha de organizar el flujo novedoso. No obstante, si lo que irregulariza la percepción la desarrolla, una vez que el estímulo se hace hábito (una vez que se aprende a manejar el teclado de una máquina de escribir, por dar un ejemplo recurrente), la información no produce desorden alguno, y por el contrario se articula en un tránsito depurado que tiende a circunscribirse a los canales conocidos y pasar por alto cualquier irregularidad (es así como no vemos el horror sino hasta que se transforma en amenaza e invade el mundo inmediato, las casa vecinas, para después descubrirlo incluso donde no está).

La desestabilización multiplicadora de mi accionar tuvo efectos definitivos. El primero lo conocí una noche, en que un dolor caliente en el cerebro me impidió dormir. Su arrebato no se detenía aunque tratara de abstraerme y respirara como un yogui, buscando la calma. La circulación del aire en los pulmones, los golpes de mi corazón contra sí mismo y las demás cavidades, la armonizada existencia de mi sistema muscular eran un auténtico azote, imborrables y atronadores; hacia la madrugada, dormir o estar despierto se habían vuelto estados sin final, intercambiables, tránsito por la materia ciega y aturdidora de mi cuerpo cuyos límites había dejado de entender. El brutal dolor de cabeza se sobreimprimía, produciéndome lágrimas que eran más brotes de mi ojos y me laceraban las mejillas.
    Entendí que mi mente se había apropiado del régimen al que la había habituado mediante mis (hoy sólo puedo verlos así) rudimentarios ejercicios mecánicos, incorporando su economía al punto de continuar la progresión con total prescindencia de ellos. Esa noche de permanente y enfebrecida frontera fue también la de una brusca agudización de mis sentidos: los matices y la intensidad de mi percepción no alcanzaban grado último. El tacto me devolvía cada uno de mis tejidos y órganos, del inflexible cerebro a las pesadas arrugas del ano; la variedad e intensidad de los olores de mi cuerpo se volvieron intolerables; y si apenas conseguía mover las cordilleras que pesaban sobre mis ojos, mantenerlos cerrados no cambiaba nada: recorrí incontables civilizaciones en la clara de un huevo, en una espina, en el refluir de la sangre a uno de mis párpados (donde las guerras subnucleares se suceden sin pausa). Supuse confusamente que moriría en el violento tránsito. Pero de pronto y en cosa de horas el vértigo quedó atrás, y pude recorrer en paz la escala y habitar mi nueva integridad.
     En esa tarde de letárgico calor amarillo en que la ciudad se amasaba en gritos, portazos y explosiones supe cómo era mi cuerpo: sin razonar entendí y en un instante de abismo gödeliano demostré que en sus interminables reductos contiene infinitas veces lo necesario para replicarse y curarse, para modificarse indefinidamente, y que la llave de ese devenir está en el azar combinatorio y la heterarquía de los esquemas conectivos de la mente. Los agudos dolores cerebrales no habían sido más que expansiones, agregaciones y retortijones de la bruta materia cerebral, que se me estaba replicando, corrigiendo y aumentando para poder contenerse, como hacen la ciencia, el arte y la lengua a cada instante (se me reveló insoslayable la diferencia del instante).
     Mis células, mis grupos de células en cada uno de sus tejidos, cada una con su régimen de íntegro ser vivo, dependían sin embargo de mi sistema nervioso para mantenerse con vida, y en esa sujeción radicaba su no autonomía: podía llegar a cada una con mi tacto, porque no son otra cosa que extensiones de la mente, a la que dan su entidad (como quiso Hegel, quien sin embargo se extravió en lo recto). En mí estaba el poder de regenerarme por ejemplo la piel, lo mismo que cada uno de mis órganos. No de la manera automática en que se cura una herida, sino la auténtica posibilidad de su replicación –lo que sin que pudiera advertirlo del todo ya estaba pasando en mi cabeza–.
     Me dominó el terror: cómo no liberar fuerzas incontroladas y evitar que de pronto mi corazón se detuviera, mis pulmones se volvieran una viscosa materia impermeable, mi inquieto sexo se atrofiara y quedara como muerto, cómo no generar asesinos cánceres monstruosos. El universo al que me asomaba era total y aterrador, pero también inexorable: no había otra posibilidad para mí, de lo contrario no habría sido humano.
     Empecé tenuemente con mis extremidades: una ligera hinchazón en el pie, que me costó días agotadores, terminó siendo un sexto dedo, dotado de inusuales fuerza y elasticidad. Pasé luego a los brazos, ya capaz de reproducir miembros completos, me asesinaba partes para volver a generarlas segundos después; la energía, que al principio parecía insuficiente se volvió inagotable: una de las primeras pruebas fue la primitiva fotosíntesis con mi propia piel, que se extendió como un film sobre los cientos de metros cuadrados de medianera del edificio en cuyo piso 14 aún vivía (nadie lo notó, porque además de que nadie tiene ojos para estas cosas, mi piel se había vuelto una película transparente); una de las últimas, la producción de energía mediante fusión de partículas, sin otro insumo que el aire. El envejecimiento –el tiempo– desapareció de mi horizonte, supe que era inmortal. Supe que podía ser un niño, una mujer y un anciano, fui las tres cosas y también un general asesino y brutal, una famosa actriz rubia (aprendí a ser una mujer), un cañero tucumano y nunca dejé de ser total y omnímodo. Entendí la futilidad de mi existencia y amé la materia inorgánica y muerta. Decidí convertirme en una mesa que el tiempo destruyera. Una mesa moderna, de inspiración soviética o constructivista, donde se pudiera tomar café, leer y hablar de amor –la mejor forma de hacerlo– . Una mesa y un manuscrito. Lo hice al instante.


Diego Iturriza
Buenos Aires, EdM, Febrero 2012


(1) Cuando me mudé a vivir solo tenía 23 años, y mi abuelo, que ya estaba con un pie en la tumba aunque lo ignoraba, me hizo ir a su casa.
–Fijáte en la mesita ésa que está en la esquina –me dijo.
Es una mesa baja, de madera (o de algo que la imita muy bien), con tres patas cilíndricas que conforme se acercan al piso se distancian. La tabla forma un triángulo que está mutando a círculo, cubierto de una especie de acrílico transparente bajo el cual se ve un dibujo que para la época (los setenta) era moderno, y hoy sigue siéndolo: finas líneas circulares de color rojo y blanco definen elipsis que se cruzan sobre un fondo negro, acompañadas de dispersos círculos llenos, mucho más pequeños, como manchas, de los mismos colores. Una mesa que nunca antes había visto en lo de mi abuelo, aunque lo había visitado lo suficiente.
–¿La querés?– me preguntó.
Cómo no la iba a querer, si está buenísima (y así es que todavía hoy motiva el comentario elogioso de cualquiera que la vea).
–Bueno –agregó–. La mesa era de tu tío, y cuando fui a su casa a levantar todo, encima tenía esto.
“esto”es el relato que sigue, escrito a mano en un raro papel amarillo. Mi tío integra desde el año ‘77 la lista de desaparecidos de la Dictadura.

(*)Impecable palabra romana.

(**)En el agitado decurso entendí en qué radica la diferencia de los ingleses –cuyo correlato más notorio es no casualmente su invertida organización vial–, que justifica que hayan inventado entre otras cosas el fútbol, la literatura y el capitalismo, sistemas inseparables de su inigualable lengua. También explica su carencia escenográfica (y correlativamente, vuelve la espectacularidad desnuda –vacía– un axioma en el caso estadounidense).
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APUNTES

La vista y el oído son sólo especializaciones del Tacto, por Diego Iturriza


El arte institucionalizado me tiene entre sus concurrentes sólo de modo ocasional y siempre que haya de por medio una invitación de amigos. Aprendí que es muy poco lo que vale la pena y que no hay nada indispensable (Shakespeare, por poner un caso célebre, no había leído la magnífica obra del cisne de Stratford-upon-Avon, bache de formación que sin embargo no le impidió escribirla). Por eso me fue inevitable escuchar como se escucha la omnipresente y conocida propaganda los esfuerzos de mi amigo Tito Rolando por persuadirme de no faltar a la apertura de la exposición que montó en la ciudad de México.
    -Va a ser un hito no en la historia del arte, sino en la historia de la civilización -me repetía por teléfono o en persona, poniéndome una mano en la espalda.
    El nombre de la muestra era Tacto, sentido que según la presentación escrita por Tito nos habilita por primera vez la estridencia del mundo, al estamparnos en el cuerpo el trance del nacimiento, así como más tarde los orgasmos, el frío y el estar (el ser). En el breve texto, Tito también recuerda o establece que es con el tacto que sentimos el dolor, “todos los dolores, incluso el psíquico”, alardea. Tal inmediatez con lo real lo convierte en “la fuente del miedo y todas sus consecuencias (la civilización)”. Según sus palabras, “de los cinco sentidos es el menos codificado, el que la civilización menos tocó: no vamos a decir intacto pero […]” no hay artes táctiles, que sí existen para el resto de los sentidos, aunque más no sea en la forma inestable y poco formalizada del perfume o la gastronomía.
    La muestra (aunque muestra no es la palabra) se montó en una antigua casona de la Roma, zona de la capital mexicana donde a principios del siglo veinte construían sus ambiciosas residencias las familias más adineradas, y cuyo trazado conserva a pesar de las muchas intervenciones posteriores cierta grandiosidad propia de su concepción acaparadora del tiempo y el espacio. Para recorrerla se juntaba a la gente en grupos de unas veinticinco personas. Se les hacía quitar anillos y pulseras, se les pedía que se arremangaran hasta el codo y se lavaran las manos en lavatorios instalados ad hoc en el vestíbulo de entrada (el DF es una ciudad muy mugrienta).
    Entonces se daba paso a una sala antecedida del título “Interfases”, donde una suave música electrónica traía el calor del atardecer en una playa del Pacífico mexicano, y tras un breve tiempo necesario para habituarse a la penumbra rojiza, podían distinguirse brazos y piernas humanos, que avanzaban en el espacio desde huecos de las paredes y estructuras de exhibición. A distintas alturas se presentaban plantas del pie, que como alto relieves animados sobresalían apenas de la línea de la pared, y una sucesión de muslos, corvas, pantorrillas, manos y brazos. Formaban una colección de calculada variedad convencional: de aspecto femenino y másculino, flacos y gordos, de texturas, tonos de piel y regímenes pilosos de lo más diversos. En apariencia inmóviles, los miembros estaban en posturas que hacían obvias tanto la comodidad relajada de sus dueños como la vida que los animaba.
    Los visitantes empezaban por tocar con la yema de los dedos las partes expuestas, las apretaban con suavidad o las recorrían a lo largo. Se reían con nerviosismo. Después apoyaban más la mano y la movían en una caricia, los más avispados tratando de intensificar el contacto y diferenciarlo de algún modo del de los demás (no tenían ningún éxito, eran cientos de visitantes por día). Al cabo de los quince veloces minutos que tomaba este precalentamiento se abría una puerta luminosa al fondo de la sala, se indicaba así que había que seguir.
     “Cajas” se llamaba el siguiente recinto. Un salón semisubterráneo con forma de corredor ancho, de cuyas paredes sobresalían amurados torsos de hombres y mujeres, vientres y también espaldas, expuestos entre las líneas donde se espesa el vello púbico y empieza el cuello. Bajo la luz ocre, las carnes resaltaban como pedazos de mármol o piedra granítica contra el fondo oscuro, según fuera su color original.
    Un imán eran las tetas que desde los huecos iluminados se ofrecían a la caricia estudiante o voluptuosa o fraternal del público, aunque nadie salía del salón sin probar la colección de espaldas ni los velludos pechos de hombre, pasto suculento para la avidez manual. Varios cuerpos erguidos asomaban de un largo exhibidor de acrílico color lila fosforescente, y a la altura del cuello se hundían en una estructura similar, por lo que quedaba al alcance del público el tronco íntegro de cada expuesto, junto con sus brazos apoyados en cabestrillos. Sobre una cama que en verdad era un altar yacía una joven de piel morena, rodeada de almohadones bordados en los que se perdían su cabeza y su cintura. El visitante podía llegarle por alguno de los lados y tocarle la panza, las tetas, el cuello, los bordes del pubis y esas zonas tan enloquecedoras del bajo vientre donde nacen las piernas.
    Como el número de cuerpos expuestos eran menor que el de visitantes, en varios se juntaban dos y a veces tres personas, y las manos caían como un torrente. Aquí se repetía el comportamiento de la sala previa, aunque en cámara rápida: en la mitad del tiempo que le había tomado hacerlo con piernas y brazos, la gente metía mano a los torsos, no sólo porque ya conocía el procedimiento, sino además porque sospechaba que el tiempo sería tan breve como en el caso anterior. Pero se equivocaban, era menor, apenas diez minutos, aunque de todos modos cuando llegaba el campanazo todos habían probado dos o tres pieles, excepto una minoría de hipnotizados que por la lascivia se habían clavado en una.
    La experiencia producía una embriaguez táctil que dejaba a todos muy acelerados. “¿Y ahora qué viene?” se preguntaban con ansiedad quienes conservaban la lucidez suficiente. Lo que venía era un patio al sol, donde la casa invitaba unas margaritas y la gente conversaba su exaltación. Tras esa dosis alcohólica, uno quedaba en condiciones ideales para cruzar la puerta de “Dulzura y suavidad”, tras la cual la muestra adquiría tintes barrocos.
    Tal como en las salas anteriores, había aquí extremidades y torsos, pero supeditados al verdadero objetivo no ya de la sala, sino de todo Tacto: el sexo de sus dueños. Los expuestos estaban de pie o recostados, algunos en posturas de entrega total, con las piernas abiertas como una flor en el minuto previo a empezar a morir. Con pura lógica de exhibición se presentaban hermosas conchas, pitos deslumbrantes y no pocos anos y colas, unos acompañados de las piernas, otros del tronco y los brazos. Las caras seguían ocultas.
    Tras un primer momento de intimidación -de incalculable brevedad-, los visitantes se lanzaban como poseídos sobre las atractivas piezas. La luz siempre localizada y tenue cambiaba entre tonos azulinos, violetas y verdes. Nadie parecía preocupado por el decoro, y junto con mujeres que buscaban emocionadas el calor suave de una vulva para acariciarla con sabiduría milenaria, había hombres dedicados a hacer cambiar de estado unas pelotas, porque la diferencia de esta sala respecto de las anteriores era producto del tipo de diálogo que se establece con un sexo vivo.
    En el mareo de mi primer -y única- visita me tocó trabajar una verga portentosa, que encontré casi a la altura de mi rostro rodeada de suave vello rojizo, y cuyos elásticos huevos retuve con candor entre las manos. Me hizo ilusión regalarle una caricia exquisita a su propietario, a quien también le toqué la panza, el pecho, y la cola escultural. También me dediqué a una conchita rozagante dispuesta como al descuido, con timidez se diría, sobre una superficie blanca, cuyo magnífico calor, fuente de toda razón y justicia, sentí vibrar bajo mis dedos como un violincito ultrasensible.
    Una de las piezas más llamativas, un tesoro que sin embargo no todos se atrevían a recorrer, era el culo abierto como un libro (según Tito, quien aseguraba haber ocupado más de una vez la posición, la máxima entrega posible) de un hombre joven, sobre el cual las manos se posaban con gran delicadeza, como si hubieran buscado honrar el nombre de la sala. Era una de las pocas posiciones que se cubría con un casting riguroso.
    Cuando la experiencia empezaba a cambiar de régimen (esta vez no había tiempo fijo, era más una cuestión de pálpito, de onda de quien estuviera a cargo del recinto), se te acercaba uno de los cuidadores, que nos habían acompañado todo el tiempo disfrazados de público, y te invitaba a salir.
    Pero Tacto no terminaba ahí: el auténtico acontecimiento ocurría si uno aceptaba la invitación a exponerte con que se despedía al público. No dudé, y así supe que la experiencia de Tacto radicaba en verdad no en tocar otros cuerpos sino en entregarse al asalto de manos ajenas: el ejercicio del postergado sentido, lejos de restringirse a las terminales nerviosas de las manos, se extendía y diversificaba por casi toda la piel.
    Los voluntarios hacíamos turnos de una hora por sala y un máximo de cuatro turnos al día. Alcancé la mayor plenitud cuando empecé a llegar drogado, y la receptividad a las manos de quien se entretuviera con mi cuerpo florecía sobre cada nueva flor. Sentí callos, uñas, palmas sudorosas, temblores y ansiedades muchas veces agradables en sectores diversos de epidermis. En alguna ocasión incluso calor de labios y la tibieza húmeda de un aliento. Dos veces estuve a punto de apretar el botón de rescate, porque me había agarrado algún loco o loca mal entrazado, pero bastó con retraerme ligeramente para que el contacto perturbador se desentendiera.(1) No me costó descubrir por qué los expuestos no debíamos ver quién nos tocaba: era el único modo de sustraer el tacto a la totalización de los “sentidos superiores” (como se designa a la vista y el oído sólo por corresponderles un código cada vez más extenso).
    La muestra se montó con los mayores augurios, y Tito no se cansó de vociferar que era una revolución. Tal vez lo haya sido, no estoy en condiciones de juzgar. Lo cierto es que las tres semanas que pasé metido en la factoría del tacto coparon mi vida, arrastrándome a una vorágine donde mi piel (o algo de lo que la piel es sólo la epidermis, mi cuerpo íntegro) adquirió los rudimentos de un saber milenario, como si aprendiera a escribir, música, danzas, natación y caligrafía, o una combinación de esos sistemas y otros que no sé nombrar y que no cesan aún hoy de mutar y producirme sospresas cada vez que subo a un colectivo.
    Y sin embargo, a pesar de su excepcionalidad, la exposición tuvo escasas repercusiones. Tito aseguraba que las corporaciones mediáticas la habían boicoteado por indecente. Puede ser, porque a pesar de la concurrencia masiva las reseñas fueron escuetas o directamente inexistentes. Un amigo me escribió desde México otra versión: asegura que coincidió con el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, que totalizaron la información durante semanas. Es verosímil, porque fue por la misma época, aunque en mi recuerdo ambas cosas existen en mundos excluyentes. Tito, tres semanas después de levantar todo, se fue a vivir con una tribu amazónica y cuenta que anda todo el día en bolas.

Diego Iturriza (Buenos Aires)

(1) El público merece su propio relato. Mucho se habló por ejemplo -aunque no me consta su existencia- de una chica que entraba varias veces por día con la intención de tocar sólo a su ex novio, que la había dejado pocas semanas antes de exponerse. La tildaban de fanática, loca, cualquier cosa, y la razón de su vida era tocar. Otra presencia permanente, que además creció con los días, fueron los ciegos. El primer día hubo uno solo (hay cifras exactas porque entraban con descuento), y al terminar la muestra no había grupo que no incluyera varios. Se había corrido la bola entre ellos, y dadas las ventajas comparativas con que encaraban la experiencia es fácil imaginar lo atractiva que les resultaba. Llamó también la atención la frecuente concurrencia de familias con hijos en edad escolar primaria o secundaria, parejas vanguardistas en busca de una salida cultural que compartir con su prole. Aunque la mayoría de los concurrentes eran jóvenes modernos, abundaba la gente de edad, que quién sabe cuánto tiempo había estado sin tocar más cuerpo que el propio.
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Credenciales, Diego Iturriza


a video-instalación es un modo de arte cuya edad se cuenta en décadas. En la ciudad de México me tocó ver una notable (era 1999). Consistía en la proyección interminable de una única película muy simple en superficies diversas, unas veinte o veinticinco tal vez, repartidas de manera asimétrica en un salón mediano. Se había filmado en 16 milímetros, y cada estructura sobre la que la artista la hacía correr era parte de un tratamiento diferente. Por tratarse de la misma secuencia, la proliferación podría haberse juzgado innecesaria, en especial porque el video era en sí una monotonía y los tratamientos a lo sumo agregaban un énfasis producto del extrañamiento al que sometían el material. Había versiones en blanco y negro y en color, unas corrían lentas, otras rápido (seguramente varias se aproximarían a lo que se denomina tiempo real), unas en sentido inverso, otras de modo que la sucesión original se alteraba con avances y retrocesos en el tiempo; había también las que que repetían indefinidamente una micro-secuencia, un gesto mínimo del protagonista. En fin, el punto es que el conjunto de las proyecciones, que ocurrían sobre las superficies dispares de telas, pantallas planas, monitores de computadoras, incluso el visor de un teléfono móvil, la etiqueta en blanco de una botella de vino, etc, obligaban a ver las imágenes con atención, a seguirlas y releerlas. No era posible salir de ese cuarto sin la convicción de que uno tenía la secuencia fija en la memoria, algo a lo que contribuía su extrema sencillez.
    Protagonizaba los nueve minutos de película un hombre de traje gris, con camisa clara y sin corbata, de aspecto publicitario, anguloso rostro caucásico, ojos grises y límpidos, pelo castaño, muy buen ver, joven, alto. Su mirada dejaba suponer abismos e intelecto, y de un modo que tenía mucho de convencional (ahí lo publicitario) incluía destellos que daban cuenta de un más allá, de una vida rica, donde podía haber lugar también para el dolor.
    Durante toda la secuencia pemanecía echado boca abajo en medio de un campo, o mejor dicho un pastizal, entre altas matas filosas de alguna planta silvestre de zonas bajas, en un largo plano secuencia en cuyo curso el hombre miraba con expresión neutra algo que estaba fuera de campo. Y excepto por el breve instante del principio en que estaba quieto, en el resto del video se arrastraba mientras la cámara lo tomaba de frente. Apoyaba su cuerpo y con él su vistosa ropa cara en el suelo como un soldado cuerpo a tierra, pero en cuanto iniciaba el movimiento se veía que no era el de un soldado. Se arrastraba con la cara muy cerca del suelo, por momentos pegada al piso, pasándola por el piso, impulsándose con el cuerpo con los brazos al costado, como una serpiente. Así se abría paso entre los pastos. Cada tanto la cámara se acercaba hasta un primer plano. Eso era el video: un tipo tal vez rubio o en todo caso como si fuera rubio y bien vestido que se arrastraba.
     Vi la instalación con mi amiga Rocío, que en ese entonces me guiaba por todos los rincones de la ciudad de México donde ocurrían cosas significativas. Rocío conocía a la artista, una mujer ya grande, de unos 50 años. Se llamaba Carla Fuentes Borobio y había trabajado la mayor parte de su vida en la mayor televisora mexicana como productora de telenovelas. Hasta que un día había decidido que quería ser artista y había renunciado al universo de derroche, estrés y humillaciones de la televisión. A su edad tenía la vida resuelta, la guita le sobraba, pero estaba sola, sin hijos, toda su familia era una hermana que había emigrado a Estados Unidos y de la que se sentía cada vez más lejos, porque sólo parecía capaz de decir frases hechas sobre lo magnífica que era su vida. Tanto por teléfono como si se encontraban en la oscura ciudad de Detroit, Rossana le pintaba una vida típicamente estadounidense sin fisuras, con anécdotas convencionales de sus hijos en el college y alabanzas para su marido, un ejecutivo también mexicano que pocas veces la acompañaba. Sin embargo, a Carla le quedaba la impresión de que su hermana no le abría su corazón y que su vida distaba años luz de ser lo satisfactoria que ella declaraba.
    Rocío la había conocido en una disco queer, donde ambas intentaban conjurar el aburrimiento de la sexualidad escolar, y la artista también su soledad, pues según le contaría a Rocío más tarde no sentía afinidad con ninguno de los grupos con los que en su vida había alternado por familia o trabajo. Tras una larga noche de plática se habían hecho amigas, y la mujer la había invitado varias veces a viajar por México, gracias a que su fortuna le habilitaba el ejercicio de la generosidad y la chica le caía simpática.
    En el lujoso catálogo que acompañaba la instalación había un texto (muy retocado por Rocío, quien como buena egresada de la carrera de Letras pasaba apremios económicos a pesar de su sólida formación) en el que afirmaba sin pruritos “el mundo del arte nunca me perdonará que me haya enriquecido trabajando para la industria de la chatarra cultural, como si hubiera alguna diferencia”. Acto seguido presentaba el video a partir de una pregunta que se le había ocurrido “a la hora del almuerzo en un restaurante de Polanco, mientras comía sola frente a la mesa de un grupo de hombres de negocios, a quienes cuatro meseras atendían como si sus vidas dependieran de que no les quedaran deseos insatisfechos: ¿cómo se sentirá tener todas las credenciales sociales? ¿Cómo será ser hombre, blanco, guapo y rico en México?”.

Diego Iturriza (Buenos Aires)
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PIES DE IMAGEN

Bailar juntos, Diego Iturriza


¿Alcanza la civilización cumbre más alta que la de una muchedumbre que baila junta? La música enlaza al grupo y le da su carácter común, pero deja también espacio al arbitrio de cada uno sus integrantes, que ponen su cuerpo a vibrar al unísono. Los danzantes se miran y se tocan mientras reaccionan a la misma música, y generan un cosmos común en el baile, que es medio y fin del momento.
    En la foto, que la usuaria Brainbitch subió a Internet con el título “¿Donde está el pollo?”, se ve un grupo bastante homogéneo. Son chicos y chicas que bailan de día, en un festival que todos los años se celebra en el predio de un ex aeropuerto militar soviético, en Müritz, ex Alemania Comunista. Son todos suficientemente jóvenes y bellos, informales, en su gran mayoría caucásicos, visten al tono y seguramente varios tomaron drogas que incitan a moverse. La imagen se tomó desde la altura de un antiguo hangar del predio, hoy hecho sala de cine. Sobre su propia lengua de foto no dice mucho más que cualquier foto. Tal vez un poco más sobre las expectativas de quien la hizo, por su retórica de acumulación y diferencia. Lo que se ve es una metáfora de la posibilidad.
    La mayor cumbre de la civilización conoce también formas tortuosas o corrompidas, en las que se infiltró el miedo: las marchas militares –el avance, o su representación, cuanto más verosímil más eficaz, de un grupo que va a matar-, que sujetan el arbtirio de los cuerpos a un patrón excluidor. (Las manifestaciones políticas más vanguardistas intentan por eso devenir un baile total, lo que de todos modos las anularía si se concretara.) Una hinchada de fútbol que salta y canta tiene también algo de la potencia del baile conjunto, pero la fibra totalitaria que la recorre es ineludible y excluye, como en el caso militar, la diferencia.
    Cada Mundial de Fútbol implica la reinauguración cuatrianual de una dimensión planetaria: la del número de personas que ven por televisión ese espectáculo de masas. De los dos rasgos del baile conjunto, el momento carece del primero, el baile (aunque en la intensidad con que viven la hipnosis televisiva quienes se reúnen a verlo queda un resto). Pero respecto del segundo, lo común simultáneo, lo lleva a niveles inéditos, que de algún modo compensan la inexistencia de la danza. Lo tremendo de un mundial lo que le da su irrecusable potencia- no es que lo vean tantos millones de personas -ya ocurre desde hace siglos con las imágenes religiosas, especialmente vívidas en boca de los profetas, y se repite con cada Harry Potter- sino que lo hagan al mismo tiempo. Los millones de cuerpos que asisten al mundial son sujetos de pasiones simultáneas y por eso, en un punto, comunes. ¿Podrá toda esa gente alguna vez bailar junta? ¿Y quién hará la música?

Diego Iturriza (Berlin)

Diego Iturriza: Vive en Berlín desde hace seis años, donde trabaja como periodista. Antes estuvo otros seis años en México DF, allí dejó la Academia y se inició en el periodismo, fue libretista de telenovelas y publicó varias novelas para jóvenes por encargo editorial. Escribió un libro de relatos, Punta Rosita, y Nudos de mi sueño (poemas), ambos inéditos. Nació en Argentina.

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